En todo el mundo, el periodismo deportivo parece vivir en el límite. Acechado por las exigencias de una audiencia que suele pedirle emoción y espectáculo antes que profundidad o rigor, sufre la misma paradoja del periodismo de espectáculos: transitar por la estrecha línea que separa en estas áreas la información de la publicidad, el periodismo de las relaciones públicas, el buen reporteo del fanatismo.

Este problema es consustancial al objeto del periodismo deportivo. Tratar con fuentes que tienen el estatus de referentes o ídolos para buena parte de la audiencia, hace que el ejercicio de tomar distancia de ellos sea especialmente difícil. La misma audiencia que exige a los periodistas distancia con respecto a sus objetos cuando se trata de información policial, política o económica, aquí en cambio exige y agradece ciertas formas de involucramiento entre el reportero y su fuente.

Si un periodista se declarara públicamente amigo de su fuente o entrevistado en el ámbito político, recibiría la crítica inmediata del medio, de sus colegas y de la audiencia. En cambio, esa relación se acepta e incluso se incentiva en áreas como el periodismo deportivo.

Las fronteras borrosas se acentúan, además, por otro factor. En general, la profesionalización del periodismo de deportes ha sido más lenta que la de otras áreas del reporteo. La figura del “reportero aficionado”, un sacador de cuñas que pulula por estadios y entrenamientos, ha sido habitual. Y demasiados periodistas deportivos se han visto a sí mismos en primer lugar como fanáticos del deporte, y luego como profesionales de la prensa, y no al revés.

Los muchachos del 62
Una muestra paradigmática de esta situación se dio en el Mundial de Fútbol de 1962. El 30 de junio de 1956, dos semanas después de conseguida la sede del torneo, se realizó la primera reunión de organización, convocada no por los dirigentes, sino por los “cronistas deportivos”. Desde entonces, la prensa deportiva se constituyó de facto como una especie de departamento de relaciones públicas del torneo.

Los mismos protagonistas se bautizaron como “los muchachos del 62”, borrando todas las diferencias entre autoridades y periodistas. Con la mejor buena voluntad del mundo, los reporteros se sintieron partícipes de la gesta de la organización e hicieron todo lo que consideraron necesario para ayudarla, ocultando notoriamente toda la información crítica y toda la opinión disidente respecto al avance de la organización.

Todas las controversias que rodearon la organización del torneo tuvieron espacio en la prensa de la época, o se colaron en ella vía las páginas de crónica, política o economía.

Por lo demás, la doble militancia era aún moneda corriente en esta época de periodismo profesional incipiente (la primera generación universitaria había egresado de la Universidad de Chile en 1956). Dirigentes como Pedro Fornazzari mantenían paralelamente sus actividades como autoridades deportivas y redactores de informaciones.

Una vez terminado el torneo, con el espectacular tercer puesto obtenido por la Selección Nacional, esta unanimidad acrítica se extendió hacia la labor del entrenador Fernando Riera, quien había sido duramente cuestionado en los años previos (la influyente revista Estadio había llegado a declarar sobre su trabajo, en 1961, que “nunca se había hecho todo tan mal”).

Tratar con fuentes que tienen el estatus de referentes o ídolos para buena parte de la audiencia, hace que el ejercicio de tomar distancia de ellos sea especialmente difícil. La misma audiencia que exige a los periodistas distancia con respecto a sus objetos cuando se trata de información policial, política o económica, aquí en cambio exige y agradece ciertas formas de involucramiento entre el reportero y su fuente.

La edad de la trampa
En las décadas siguientes, junto con el deterioro de la convivencia social en Chile, nuestro fútbol siguió un rumbo descendente. No necesariamente en lo deportivo (hubo logros como los vicecampeonatos de América en 1979 y 1987, o la clasificación para el Mundial de 1982), pero sí en lo institucional e incluso, en lo ético.

Son años de grosera intervención política en el deporte. En 1975, el gobierno militar instala al general de Carabineros Eduardo Gordon como presidente del fútbol chileno. Al año siguiente, el gobierno interviene a Colo Colo, destituyendo a la directiva para sustituirla por un grupo de empresarios vinculados a los grandes grupos económicos.

El reemplazo de los antiguos dirigentes deportivos por autoridades designadas, directa o indirectamente, desde el poder político, tiene otras consecuencias. Entre 1979 y 1989, los estándares éticos en la actividad caen a su punto más bajo.

Es así como se produce una sucesión de escándalos. En enero de 1979, bajo la presidencia de Eduardo Gordon, se falsifican los pasaportes de los futbolistas de la selección juvenil, para falsear sus edades. El director técnico (Pedro García), el coordinador de la selección (Enrique Jorquera) y varios futbolistas son arrestados, y Gordon es “trasladado” al cargo de embajador en Nicaragua.

Entre 1978 y 1984, la Universidad de Chile vive un proceso de pauperización inédito en el fútbol chileno, bajo el mando de Rolando Molina y Ambrosio Rodríguez, dos representantes del sector nacionalista del gobierno militar. El Club Deportivo es transformado en un ente separado de la Universidad, la Corfuch, que a su vez forma la Inmobiliaria Andrés Bello, con el fin de construir el anhelado estadio propio. A esto se suman ventas de terrenos, la pérdida del centro de divisiones inferiores y malos resultados deportivos.

Para 1984, las deudas de la “U” representan el 43% de las del fútbol chileno, a lo que se suma que la Asociación Central de Fútbol, ahora dirigida por el propio Rolando Molina, ha servido de aval para las deudas de más de $200 millones que acumula la Inmobiliaria, después de comprar en Brasil un “estadio mecano” que termina juntando óxido en la aduana de Iquique.

El desastre administrativo de esos años en el fútbol chileno incluye deudas impagables, embargos a los clubes, avales indiscriminados, procesos judiciales contra dirigentes y finalmente la intervención de hecho del fútbol chileno a través del director de Digeder, el general Sergio Badiola.

La trampa y el negocio turbio se convierten en regla, y esa mentalidad de “todo vale” se traspasa a todos los ámbitos del fútbol. Una descomposición moral que llega a su clímax en 1989, con el vergonzoso “maracanazo” de Roberto Rojas.

Deporte total marca un camino
¿Qué hace la prensa deportiva frente a esta acumulación de irregularidades? Muy poco. Su tema sigue siendo lo que ocurre dentro del rectángulo de la cancha, y las intervenciones, desfalcos y escándalos reciben escasa o nula cobertura.

Parte de la explicación es política: la era de intervención directa del gobierno sobre el fútbol, desde 1975, coincide con una era de férrea censura. El periodismo deportivo en diarios y revistas repite textualmente las versiones oficiales sobre lo ocurrido en Colo Colo y la Asociación Central de Fútbol.

El Caso Pasaportes pasa a la esfera del periodismo de tribunales, que sí informa sobre él, pero no existe mayor investigación por parte de la prensa deportiva. Sin embargo, desde 1983 el panorama comienza a cambiar.

Tres factores influyen: la profusión de escándalos cada vez más imposibles de ocultar en el mundo del fútbol, la etapa de apertura política iniciada bajo el gabinete de Sergio Onofre Jarpa, y la aparición de la primera revista deportiva chilena con vocación investigadora: Deporte total.

Mucho más que la longeva y recordada Estadio (1941-1981), Deporte total abrió las puertas del periodismo deportivo al reporteo de los problemas financieros de los clubes y la denuncia de las irregularidades en la dirigencia. También aprovechó la apertura para tocar temas políticos vinculados al fútbol, como la exclusión de Carlos Caszley de la selección nacional en 1983, por instrucción de Rolando Molina. Seis años antes, Caszely ya había sido vetado de la selección por el general Gordon, pero en esa ocasión la mayoría de la prensa guardó prudente silencio.

Ahora, Deporte total no calla lo ocurrido, e incluso entrevista a Carlos Caszely, quien, en una muestra de osadía, pide el retiro de Pinochet y se define como “socialista”.

Este enfoque, más valiente, más ilustrado y más comprensivo que el del periodismo deportivo tradicional, convierte a Deporte total en pionera de un nuevo periodismo deportivo, capaz de romper con barreras y tabúes tradicionales.

Siglo veintiuno
La primera indagación a fondo sobre la relación entre fútbol y sociedad llega con el académico Eduardo Santa Cruz, autor de libros como Crónica de un encuentro: fútbol y cultura popular (1991), y Origen y futuro de una pasión: Fútbol, cultura y modernidad (1996). En 2001, publicó el primer libro sobre la relación entre política y fútbol en Chile (Goles y autogoles). En los años siguientes, trabajos como la saga Historias secretas del fútbol chileno, de Juan Cristóbal Guarello y Luis Urrutia O’Nell, alias “Chomsky”, profundizan en el camino de la investigación más allá del rectángulo de juego.

Es que en el siglo veintiuno, se vuelve cada vez menos presentable reducir al fútbol solo a su dimensión deportiva. Desde 2002, una sucesión de hechos obliga al reporteo deportivo a especializarse en los temas económicos, políticos y judiciales, que había rehuido por décadas.

El primero es la quiebra de Colo Colo, declarada el 23 de enero de 2002, como corolario de una administración irracional que multiplicó los gastos. Un hecho de tal magnitud (la quiebra del club más importante y popular del fútbol chileno) remece a la opinión pública y crea una nueva demanda por información más amplia.

El devenir institucional de Colo Colo, con su transformación en sociedad anónima en 2005, y la conversión del entonces líder de la oposición, Sebastián Piñera, en su principal accionista, en 2007, permite mantener este interés y legitimar la cobertura de aspectos laterales al fútbol dentro de la cobertura deportiva.

Además, el ejemplo de Colo Colo desata la transformación de toda la estructura tradicional del fútbol chileno, con la quiebra de Universidad de Chile, la conversión de la “U”, la Universidad Católica y luego los demás clubes en sociedades anónimas, la dictación de una nueva ley de Sociedades Anónimas Profesionales, y la llegada de un funcionario profesional de la FIFA, Harold Mayne-Nichols, al mando del fútbol chileno, de la mano de un plan de modernización.

Grandes conglomerados, conocidos empresarios y connotados profesionales se hacen del control de los clubes más importantes del fútbol chileno: entre otros, Jaime Estévez, Carlos Heller, José Yuraszeck y Gustavo Hasbún, por nombrar solo a algunos, se convierten en objetos del reporteo del periodismo deportivo.

Este desafío encuentra, además, a una nueva camada de reporteros deportivos, profesionales universitarios en su gran mayoría, y con una mirada más escéptica y lejana respecto a sus fuentes. En un proceso todavía incipiente, el periodismo deportivo parece encaminado a imitar las prácticas éticas y profesionales del resto de las ramas del periodismo.

A su vez, el fin de los temores de la transición y la desembozada competencia entre los medios arrinconan a las prácticas tradicionales, obligando, también en el periodismo deportivo, a la búsqueda de la exclusiva y el golpe periodístico. Más allá de los peligros derivados de esa competencia, es indudable que ella ayuda a forzar una actitud más inquisitiva de la prensa. La era romántica, de la diplomacia y la confusión entre periodistas y fuentes, parece tener los días contados.