Francisco Goldman habla de “los gringos” como si ya no fuera uno de ellos. Hijo de padre estadounidense y madre guatemalteca, creció en Boston y no fue hasta que era un veinteañero que conoció verdaderamente la realidad latinoamericana. Se encontró de frente con las guerras civiles que azotaron Centroamérica en los ochenta y en medio de la violencia se convirtió de golpe en periodista, despachando sobre el conflicto para Esquire.

A lo largo de esa década escribió también La larga noche de los pollos blancos, su primera novela, que tiene como telón de fondo la Guatemala de esos años. Ya consagrado como autor de ficción publicó Marinero raso El esposo divino, hasta que en 2007 volvió al periodismo con una larga investigación sobre el crimen del obispo guatemalteco Juan Gerardi, asesinado dos días después de dar a conocer el informe sobre las violaciones a los derechos humanos durante el conflicto armado interno en ese país. Goldman logró documentar todas las mentiras que se construyeron para proteger a los militares responsables del homicidio.

Estaba a punto de publicar Quién mató al obispo: El arte del asesinato político, cuando la muerte de su esposa, la joven escritora Aura Estrada, en un accidente en una playa mexicana remeció su vida y su carrera.

Desde entonces solo pudo escribir sobre Aura. En octubre estuvo en Chile invitado a la Cátedra Bolaño para presentar Say Her Name, el libro que escribió en su honor. Se lanzó en abril en Estados Unidos, donde en su primera semana en librerías fue portada de The New York Times Book Review.

Se trata de una historia íntima de amor y de duelo, y pese a que narra la vida de Aura y de su relación con Goldman, él prefiere definirla como una novela. Riguroso como periodista, el autor cuenta que se dio licencias para reconstruir la infancia de Aura, cambió algunos nombres, recreó diálogos que no presenció y tiñó la historia con sus propios recuerdos para homenajearla, por lo que cree que no puede ser clasificado como un libro de no ficción. Es en esta obra, sin embargo, donde mejor confluye su experiencia como periodista y escritor.

Siempre pensaste en ser escritor, ¿cómo terminaste convertido en periodista?
En Estados Unidos todo el que quiere ser escritor entra a los Master of Fine Arts de escritura creativa. Yo había salido de la universidad, estaba trabajando de mesero y nunca tenía tiempo de escribir. Siempre trabajando para pagar la renta. Pero otro mesero, que era más veterano que yo, tenía un sistema para robar a los dueños y me enseñó cómo hacerlo. Entonces logré ahorrar mil dólares, que parecía una estupenda cantidad de dinero. Ahora podría solicitar la entrada a alguno de estos programas muy famosos, como Iowa o Columbia, para los que necesitabas tener tres cuentos. Me fui a Guatemala, a la casa que tiene mi tío en las afueras de la ciudad a escribirlos. Fue un momento tan típico gringo, en que no sabes nada de lo que está pasando, hasta que mi tío me dice: “cómo te vas a ir al campo, ¿no sabes que este país está en guerra? Mataron al guardián hace dos semanas, todas las casas están cerradas”. Me quedé en la casa de mi tío en 1979, el año más violento en la historia de Ciudad de Guatemala. Poco después vinieron las masacres. Fue el año del incendio en la embajada de España, que ocurrió a cuadras de la casa de mi tío. Yo me quedé ahí, escribiendo mis cuentos de amor, mientras todo esto sucedía a mi alrededor. Abrió mucho mis ojos.

Desde ahí mandé las postulaciones a las universidades, me aceptaron todas, pero también mandé los cuentos a la revista Esquire. Compraron dos. Entonces yo dije, para qué voy a estudiar si ya soy escritor. Empecé a trabajar para ellos y me preguntaron si quería escribir no ficción, algo que yo no había hecho en mi vida. Volví el año 80 para escribir de lo que estaba sucediendo en Guatemala. Así gané mi vida hasta las últimas elecciones que perdieron los sandinistas, en 1990.

Has dicho que esa fue tu primera universidad, ¿qué aprendiste?
Todo. Aprendí un oficio, aprendí a escribir textos y entregarlos a revistas y periódicos. Aprendí mucho de la vida. Era una guerra feroz. Era una experiencia muy lejos de mi niñez en los suburbios de Boston. Era aprender de política, de horror, de sufrimiento, de injusticia. Todo lo que básicamente es el tipo de conocimiento que les falta mucho a los gringos, que deben saber el impacto que tiene en el mundo la política de su propio país, la riqueza de su propio país, el poder su propio país. Muchos gringos no tienen idea.

Llegar a eso sin ninguna preparación debe ser difícil. ¿Cómo fue reportear tu primera nota?
Me daba vergüenza, no sabía nada. Pasaba todas las tardes con mis primas, niñas bien, menores que yo, que se juntaban en la panadería y yo escuchaba ahí cómo los ricos siempre contaban los chismes, las versiones de los ricos de lo que estaba pasando en Guatemala, tan ridículo. Y me obsesioné con ellas y casi toda la nota era el retrato de los niños ricos. Pero mi primer gran artículo fue el segundo. Como era un joven periodista sin mucho dinero para gastar, un veterano periodista me dio un buen consejo. Yo iba a la frontera con Nicaragua, donde estaba empezando la guerra de los Contra. Él me contó que en ese momento en Nicaragua los sandinistas estaban batallando con voluntarios que se organizaban en los barrios. Me inscribí en un batallón y los acompañé desde el entrenamiento hasta que despegaron a la guerra, entonces estuve muy adentro con los chavitos.

En esa época aún estaba de moda en Estados Unidos el nuevo periodismo, meterse dentro las historias en primera persona, ¿eso buscabas?
Sí, me metí, pero no como soldado, estuve ahí con ellos, los seguí. Era una crónica, la cara humana. Esa fue una increíble experiencia. Ahí hice muchos amigos. Incluso el personaje de Esteban, el protagonista de Marinero raso, nace ahí con estos jovencitos. No solo era un gran momento para aprender las cosas duras de la vida. Yo era muy joven y tenía mucha energía, era una gran aventura en el sentido clásico de la tradición de las letras americanas en que el joven va a la guerra para tener aventuras. Ahí hice muchas de mis mejores amistades. A mi mejor amigo, Jon Lee Anderson, lo conocí en El Salvador. Éramos los más jóvenes del cuerpo de periodistas.

Pero tú decidiste no seguir ese camino y de alguna forma Jon Lee Anderson continúa esa ruta.
Sí, cuando terminó esa guerra todos pasaron a Bosnia y luego vino Irak y todo lo demás. Yo no quería, todo lo que hacía era educarme para una carrera literaria.

¿Y qué herramientas aprendiste para tu carrera literaria?
Me dio mucho mundo. Estás hablando de alguien de 22 años y de cómo ve la literatura. Era el momento del boom, yo estaba enamorado de las novelas de Vargas Llosa, Conversación en la catedral fue muy importante para mí; García Márquez… me fascinaba esa manera de narrar novelas mezclando fantasía con realidades políticas, historia. Eso es lo que yo quería.

“Una guerra no se pelea simplemente con balas y cadáveres. Tienen la misma importancia las palabras, las versiones. Hice todo un curso de cómo la realidad se podía distorsionar a través de la propaganda. Cada lado tiene su propia narrativa. La guerrilla tiene su narrativa, el gobierno tiene su narrativa, los seres humanos intentando sobrevivir en medio de esta masacre tienen su narrativa, los chismes tienen una narrativa muy importante.”

Te faltaba el contenido…
Me faltaba el contenido para escribir ese tipo de novelas, tenía que sumergirme y aprender. Me tardé años en mi primera novela, porque al principio era demasiado duro, yo era demasiado inocente y no era suficientemente hábil para trabajar temas así. Hubo años en que dejé de escribir porque me tenía atónito todo lo que estaba viviendo. Mi editor me ofreció diez mil dólares para sacarme de Centroamérica y que escribiera ficción. Viví seis meses en Madrid, una de las peores experiencias de mi vida, y no escribí ni una página. Entonces regresé a Guatemala con ganas de hacer periodismo otra vez. Eso fue el 86 y terminé el libro el 92.

Y en términos narrativos, ¿te ayudó algo el haber escrito no ficción para tu trabajo literario?
Sí, porque entendí varias cosas. En la primera novela yo había entendido que una guerra no se pelea simplemente con balas y cadáveres. Tienen la misma importancia las palabras, las versiones. Hice todo un curso de cómo la realidad se podía distorsionar a través de la propaganda. Cada lado tiene su propia narrativa. La guerrilla tiene su narrativa, el gobierno tiene su narrativa, los seres humanos intentando sobrevivir en medio de esta masacre tienen su narrativa, los chismes tienen una narrativa muy importante. Y empecé a ver la realidad como algo construido por una competencia entre muchas narrativas muy opuestas, muy contradictorias, y eso figuró como tema en mi primera novela.

También volvió a ser tema en los noventa con el asesinato del obispo, otra lucha de narrativas.
Sí, era igual, porque parte de la construcción de una narrativa falsa, que convenció a todo el mundo. ¡Era una propaganda increíble! Yo no culpo mucho a Vargas Llosa por haber tragado ese pescado (publicó en El País la versión oficial, que exculpaba a los militares que estuvieron detrás del crimen). Él creía, pero haber investigado para saber que lo que él estaba defendiendo era absurdo. No había nadie en Guatemala que entendiera lo que había pasado, fuera de la gente que estaba muy cerca del caso. Lo que hizo más horrible esta situación fue que quienes podían denunciar las mentiras, si no estaban muertos estaban en el exilio. Esa fue la parte más importante de mi tarea en este libro, en que yo fui a Ecuador a buscar al fiscal, a España a hablar con el investigador de inteligencia que había estado asignado al caso. Eran los únicos que podían dar contragolpes a todas estas mentiras. Hice el trabajo de reconstruir todas estas mentiras. Las mentiras siempre están mal hechas, si miras de cerca siempre encuentras que están flojas. Yo sabía que la única forma de contrarrestar esto era con la realidad. Como yo sabía cuál era la realidad, lo había descubierto después de varios años y entendía que esto se tenía que narrar con atención a los detalles, tuve que imaginar que estaba construyendo un muro donde nadie fuera a encontrar ningún ladrillo flojo. Que nadie pudiera decir hay dos verdades aquí. No había dos verdades y la gente que decía eso no sabía cómo leer o tenía intereses creados.

Y volvías a la no ficción después de muchos años de no ejercer el periodismo.
Sí, porque esto empezó cuando yo estaba en España y supe que mataron al obispo Gerardi, en 1998. Salió en El País que basado en los hallazgos de este gran sabio español, un doctor, que había estudiado fotos del cráneo –no mencionaron que esas fotos habían sido ya manipuladas–, había descubierto señales de mordidas de perro. Y basado en esto, el sacerdote Mario Orantes había caído preso porque él había lanzado a su pastor alemán sobre el obispo Gerardi en un aparente acto de pasión.

Este caso había sido montado desde el principio para salir así, pero era El País, un periódico que no miente, que no desinforma, y yo lo creí. Me gustó como a alguien a quien le gustan los cuentos bizarros. Si el periódico hubiera dicho “militares mataron a obispo”, no me hubiera interesado. “¿Por qué no haces un artículo sobre esto?”, me dijeron (en The New Yorker). Entonces yo pensé que quizás era una buena idea porque estaba escribiendo El esposo divino, que transcurre adentro de un convento del siglo XIX y necesitaba investigar. Y como esto es un crimen de la Iglesia, entonces podía entrar, conocer curas, revisar el archivo, y revisar la historia de la Iglesia de Guatemala para mi novela. Así es como los dos libros se unen. Entonces pensé, sí, que fantástico, que fascinante historia de crimen pasional. Obviamente me impresionó mucho el descubrir que era otra historia.

Para poder narrar todo esto tenías que tener la paciencia bíblica de Job, como se dice en inglés. Por ejemplo, solo para entender lo que pasó después de la noche del crimen tenías que hablar con mucha gente. Los secretos de este caso estaban dispersos por todo el mundo. No fue hasta que hablé con Rafael Guillamón en España, el verano de 2005, que supe que la noche que retiraron el cadáver del obispo a la morgue para la autopsia, entró el fiscal y dijo: “raspado anal para averigüar si hay señales de penetración homosexual. Órdenes de arriba”. Eso fue todo, montaron la obra, es un detalle muy importante. La verdad estaba ahí. El caso está muy bien armado. Es un rompecabezas, pero estaba ahí, cubierto por capas y capas de lodo y mentiras, de mugre. Mi trabajo como periodista aquí era quitar esas capas para revelar la geometría del caso.

¿Cómo fue la investigación para encontrar esa verdad?
Dificilísima. Era un caso fascinante. Me obsesioné porque era un caso que tenía mucha riqueza de novela, había tantos misterios, tantas ambigüedades. Un caso de perversiones humanas muy raras. Era como entrar a una novela viva de Dostoievski tropical, era increíble la experiencia. Durante todos los años que seguí el caso, estaba escribiendo El esposo divino en paralelo. Esto era una especie de esquizofrenia, muy entendible y necesaria de cierta manera. Yo creo que un libro no pudo haber existido sin el otro.

¿Por qué?
El esposo divino es todo lo contrario, es casi una novela de niñas. Una cosa que quizás me distingue de muchos otros escritores norteamericanos es que tengo muchos lados. Muchas veces me preguntan por qué alguien que escribe un libro como El esposo divino hace una investigación como esta. La cosa más oscura y la cosa más divertida. En El esposo divino estaba buscando una estética en que la expresión eran las películas animadas de Japón, yo quería ese tipo de tono. Y al mismo tiempo estaba persiguiendo a gente tan tenebrosa, era rarísimo.

¿Qué rol juega el libro en establecer una verdad por sobre lo que se conocía como la verdad oficial?
En Guatemala parece que tuvo un impacto muy grande. Lo más importante es que liberó de una pesadilla a los fiscales, a los jueces y a los jóvenes de la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado (ODHA) de Guatemala. Porque tú eres un guatemalteco de 26 años y estás arriesgando tu vida con un caso que ya lleva más de 20 muertos para hacer lo que supuestamente promete la democracia: acabar con la impunidad y mostrar que se puede hacer justicia. Un día aparece el segundo escritor más famoso en América Latina diciendo que tú eres el malo y estás tragando este veneno que es una mentira, una versión falsa, fabricada cien por ciento por la inteligencia militar guatemalteca. La versión que ellos fabricaron para encubrir. Que la tragó esta periodista Maite Rico, y la llevó a El País. Y peor, se menciona que son izquierdistas, como si solo los derechistas pudieran hacer justicia y defender a la sociedad civil. Y estos fiscales qué tenían: eran hombres de ley. Una cosa tan horrible y ellos qué van hacer, tú que eres de Guatemala, país de mierda, a nadie le importa. Ellos sufrieron, yo lo vi.

¿Te interesaste en hacer un libro porque pensaste que podías ayudar?
Vargas Llosa es uno de mis novelistas favoritos, no tengo nada contra él como escritor. Pero escribió eso en El País. Fue un golpe tan duro que yo me sentí obligado. Me fascinaba el caso también, porque es lo más extraordinario, pero es muy feo. Hubo un momento en que Aura estaba harta, pensó en dejarme. “Yo no me casé contigo para estar viviendo esta cosa tan oscura”, me dijo.

¿La obsesión llegaba hasta tu vida personal?
A veces yo me sentía tan encerrado en la oscuridad de este caso que no podía ser amoroso. Eso me rompía el corazón, era la frustración. Era muy difícil.

¿Cómo lograste abstraerte?
Tuve que disciplinarme y lograr ponerlo a un lado, hasta que se terminó. Ayudó mucho que cuando Aura leyó el libro le gustó mucho. Creo que estaba sorprendida. Desde ahí me perdonó. Ayudó ver cómo este libro ayudó a quitar esas penas. En Guatemala ya nadie menciona las otras versiones. Ya perdieron toda su credibilidad.

¿Cuánto pesa el periodismo y cuánto los avances judiciales?
El libro mostró que era un caso muy fuerte. Debió haber sido obvio, porque ya en tres apelaciones se había mantenido firme. Eso era un mensaje claro. Pero a veces hay que decir las cosas de otra manera. El libro ayudó mucho. Yo tenía a El País y a toda la prensa guatemalteca, menos un periódico, contra mí, porque son derechistas. Podrían haber encontrado un error y estaban listos para hacer todo para destruir este libro, pero no podían. Yo sabía que no podía tener un error porque ellos podían abusar y dañar la credibilidad del libro.

¿Cuando terminó este libro querías volver a la ficción?
Estaba empezando otra novela. Ya tenía como dos capítulos. Murió Aura y murió ese libro.

¿En qué momento decides escribir sobre Aura?
Ahorita lo único que puedo hacer es escribir sobre Aura. El duelo no se agota con un libro. El duelo es como un animal que te acompaña, que cambia de forma, cambia de color, cambia de textura. El duelo es algo distinto, el vacío, la pérdida. Es muy difícil para mí escribir otra cosa. Yo tengo que escribir lo que tengo que contar, uno no escoge sus temas por azar.

¿Escribir ayuda al duelo?
No. Esto fue una autoinmolación, me dañó, pero era un deber con Aura. Que la gente supiera quién era Aura. Fue una manera de mantenerla a mi lado que no es muy terapéutica. No era la manera de salir adelante, pero lo tenía que hacer, era un deber. En este libro hay un retrato de Aura muy vivo, si uno espera años, la memoria empieza a hacer su horrible trabajo de olvidar cosas. Yo estoy muy contento porque incluso para mí, cuando esté senil, si quiero saber cómo era mi esposa, ahí está.

El libro está lleno de detalles. ¿Cómo fue el ejercicio de la memoria?
Los detalles son todo. La textura de la vida que has perdido está hecha de detalles. En cada detalle se siente tanto cariño y amor. Es una manera de tratar de entenderlo. La muerte de Aura es tan absurda. Reconstruir la vida, pensar lo horrible que es, te destruye. No se siente bonito tener ese sentimiento. Tú ya ves la vida de manera nueva y como artista tu deber es explorarlo y a lo menos eso sí lo puedo hacer.

El insumo del libro es la vida real, pero dices que es una novela. ¿Cómo fue ese proceso?
Es una novela porque cuenta una historia de un amor y un duelo. Llega hasta el momento clave del duelo, cuando termina. Básicamente he hecho todo, he cumplido con ella lo que yo tenía que hacer con su duelo. Eso siento. Yo tenía que ir al asilo de locos (que ella menciona en su novela inacabada). La gente piensa que yo fabriqué eso, que es mi imaginación. No, yo eso lo hice. Era para mí como un acto de resistencia. Yo me esforcé en hacer algo para Aura y logré hacer dos cosas opuestas: unir dos mundos imaginativos, unir mi libro con su libro, un nexo metafórico; pero también un acto de respeto, pero quién sabe qué ibas a hacer tú con esto, tu imaginación era algo independiente. Quién sabe. Yo a lo menos hice esto para hacer un libro que es más que todo un elogio, no solo de nuestro amor, pero a ti. A Aura.

Hay juego entre la narración de novela y el insumo de la vida real.
No creo mucho en ficción pura, eso no lo puedo imaginar. Inventar un personaje que habla y dice cosas, yo he perdido un poco esa ingenuidad. Sí me interesa este tipo de novela, me gustan mucho las novelas más híbridas, incluso Bolaño, uno siempre siente que está escribiendo sobre su propia vida.

A propósito de Bolaño, se dice que una reseña que escribiste en New York Review of Books fue clave para que dejara de ser un escritor underground en Estados Unidos. ¿Cómo ves hoy el fenómeno de Bolaño?
Fui el primero que mencionó a Bolaño en los medios. Escribí un artículo sobre García Márquez en la revista dominical de The New York Times y dije que era absurdo este estereotipo que tienen los gringos de que García Márquez todavía es la figura que define la vida literaria de Latinoamérica. Aquí los jóvenes no hablan de García Márquez, hablan de Roberto Bolaño. Los gringos tienen que aprender eso. Que las generaciones cambian, los gustos cambian, y no es ninguna falta de respeto a García Márquez decir eso. Esa fue la primera vez que creo que se mencionó. Más importante que mi reseña fue cuando aparecieron sus cuentos en The New Yorker. Tuvieron un impacto instantáneo. Yo estaba enseñando en los talleres literarios en Columbia y vi que su manera de escribir tenía algo que tocaba mucho a los jóvenes de ese momento.

¿Qué era ese algo?
Algo urbano, sexy, imaginativo, divertido, humor negro, algo muy joven, muy decepcionado con la política y todo eso. También una belleza, una voz muy original. Pegó increíblemente. Entonces se puso ridículo, porque entonces tenías a los jóvenes escritores más consentidos, algunos de familias multimillonarias, públicamente identificándose con Bolaño. ¡Absurdo! ¡Bolaño los hubiera odiado! Los que escribían las reseñas nunca lo entendían. Siempre intentaban convertir a Bolaño en uno de ellos. Cuando ves la reseña de Jonathan Lethem en el New York Times es horrible, está tratando de convertir a Bolaño en un escritor juvenil y pop, como ellos, y posmoderno. Es gente que no tiene mundo. La verdad es que Bolaño es muy oscuro. Bolaño sale de una experiencia de violencia política salvaje, es lo que yo amo de él. Esa violencia nunca está muy lejos de lo que está escribiendo pero esa violencia para los escritores gringos es un tema que ni puedes mencionar. Inventaron un Bolaño que es hippy, cool y divertido, pero que no tiene nada que ver con esa realidad.