Septiembre- noviembre 2008
Se hace difícil regresar a Barcelona, la ciudad de las bengalas y de los turistas roedores, ese lugar que hoy es algo así como un Benidorm con ínfulas culturales, tal como predijo Xavier Roig hace ya unos cuantos años. ¿Y quién es este Roig? Alguien que acaba de publicar en La Campana su escalofriante La dictadura de la incompetencia, un lúcido ensayo sobre la sociedad civil catalana, a la que ve –no le faltan motivos– como una especie en peligro de extinción.

Se hace difícil volver, pero ya he vuelto. Lo que sucede es que me hago fuerte en casa, me resisto a salir. Temo que hayan iniciado la destrucción de la Avenida Diagonal, y eso ya no quiero ni verlo.

Que no quiero verla, que decía Lorca.

Aunque, de hecho, esa destrucción la iniciaron hace años, cuando la transformaron en intransitable y hasta altamente peligrosa para los paseantes. Pero ahora parece que la cosa va todavía más en serio. Se intenta copiar la ejemplar destrucción de la plaza Lesseps de estos últimos cuarenta años. La plaza Lesseps, sí. Ese icono total de nuestra inigualable incompetencia.

Dadas las circunstancias, no es extraño que esta noche haya soñado que la fachada de casa se abría a un paisaje urbano distinto, a un escenario como de cuadro de Edward Hopper, y yo seguía en Nueva York. Y qué diablos, es posible que siga ahí. Después de todo, nada nos dice dónde nos encontramos y, como diría Mark Strand, cada momento es un lugar donde nunca hemos estado.

No voy a comprobar si el paisaje soñado está ahí afuera, me bastará con saber que vivo en un momento y un lugar donde nunca hasta ahora había estado, extasiado ante Casa junto a las vías del tren del pintor Hopper. Nadie ha descrito mejor ese cuadro que Mark Strand en su libro-indagación sobre el sentimiento de extrañeza en el mundo de este pintor americano.

Su libro Hopper es una literalmente maravillosa pieza ensayística de primer orden. En él corrige Strand lo que le parecen interpretaciones inexactas acerca de este artista. Porque Strand considera que la mayor parte de lo publicado sobre Hopper elude la pregunta fundamental de por qué gente tan distinta entre sí se siente conmovida de manera similar cuando se enfrenta a la obra de este gran autor. “Sostengo –escribe Strand– que la pintura de Hopper trasciende el mero parecido con la realidad de una época y transporta al espectador a un espacio virtual en el que la influencia de los sentimientos y la disposición de entregarse a ellos predominan. Mi lectura de ese espacio es el tema de este libro”.

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Strand cuenta que con frecuencia tiene la impresión de que lo que observa en los cuadros de Edward Hopper son escenas de su propio pasado. Quizá eso se deba a que “yo mismo era un niño en los años cuarenta, y a que el mundo al que asistí era en muchos sentidos idéntico al que contemplo cuando miro estos cuadros hoy”. Quizás se deba a que el mundo adulto que le rodeaba entonces le parecía tan remoto como el que surge en esas obras de Hopper. “De niño, el mundo que me fue dado ver más allá de mi propio vecindario lo descubrí desde el asiento trasero del coche de mis padres. Fue un mundo apenas entrevisto al pasar, y sin embargo estaba ahí, quieto. Tenía una vida propia: no sabía de mí ni le importaba que yo pasara cerca en algún momento particular”.

Strand ve en los cuadros de Hopper una tensión entre la idea de estar de paso y la que nos compele a querer quedarnos. Es un mundo mental siempre paradójico y con paralelismos con el de Kafka. En Escalera, por ejemplo, un cuadro pequeño y misterioso de Hopper, se nos urge, según Strand, a ir hacia delante, mientras algo parece insistir en que permanezcamos en el mismo lugar. Es una constante en toda la obra de este pintor. En el famoso Aves nocturnas –tres personas y un camarero en un bar– lo mismo: un imperativo nos apremia a seguir adelante, y otro, que es fuertemente dominado por la imagen de un lugar iluminado en medio de la ciudad oscura, nos incita a permanecer.

Nadie ha llegado antes que nosotros a ese cuadro y nuestra experiencia será enteramente nuestra, dice Strand.

Sus palabras me recuerdan ciertos momentos únicos –únicos porque predomina una repentina disposición a entregarnos a los sentimientos– en los que con mis hermanas nos separamos del grupo familiar y comentamos cómo veíamos antaño el mundo desde el asiento trasero del coche de nuestros padres, y coincidimos en que teníamos la impresión de que ese mundo de afuera tenía un mundo propio y no sabía de nosotros ni le importaba. Es más, era obvio que ese mundo no esperaba nada de nosotros, salvo una rendición llena de dignidad ante lo inevitable. Era un mundo parecido al que veo en este preciso momento, cuando nadie me dice dónde me encuentro, y cada instante es un lugar donde nunca he estado. Acabo de salir afuera y tengo ante mí una altiva casa junto a las vías de un tren, una sólida mansión que parece dar la espalda al lugar al que me dirijo, cualquiera que este sea.

Teníamos mis hermanas y yo algo de personajes de Hopper, cada uno con su asiento asignado, su destino perfectamente delineado. Éramos como niños que parecía que no tuviéramos nada que hacer: personajes que, atrapados en el espacio de una abstracta espera, sentíamos que debíamos hacernos compañía, sin lugar adonde ir, sin futuro en una Barcelona –la Barcelona imbécil la llamaría años después Osvaldo Lamborghini– que desconocía entonces el terrible futuro que le esperaba. La verdad, y lo digo con todo el sentimiento, es que con mis hermanas sólo podemos estremecernos cuando recordamos nuestros puntos de vista allá en la parte trasera de aquel automóvil con el que empezamos a rodar por la vida.

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Me fui de Saint-Nazaire, en la costa atlántica francesa, pero seguí pensando en la ciudad, concentrándome todo el rato en ella, como resistiéndome a dejarla. Y la atención misma que le seguía dispensando hizo que me fuera hundiendo en su historia. Suele ocurrirme en muchos viajes. El verdadero interés por un sitio comienza a llegarme tiempo después de haberlo visitado. Así las cosas, tampoco fue tan extraño que recibiera una carta del ingeniero de caminos Javier Rui-Wamba, donde me comunicaba que acababa de leer “las Memorias de Vladimir Nabokov, que concluyen precisamente en Saint-Nazaire, donde aquel personaje extraordinario y escritor excepcional se embarcó rumbo a Nueva York dejando para siempre atrás nuestra vieja y atormentada Europa”.

Javier Rui-Wamba es uno de los artífices de la rehabilitación de la base de submarinos nazis de Saint-Nazaire. Al recibir su carta, tuve de golpe la sensación de no haber abandonado todavía aquel cuarto del Hollyday Inn Express, situado enfrente mismo de la antigua base; la sensación de seguir allí, pero ahora más desahogado, como si hubiera dado un gran paso hacia ese “mundo libre de la intemporalidad” del que solía hablar Nabokov.

Y ahora, como si continuara en el Hollyday, sigo viendo la bella cúpula que se construyó en el techo del gigantesco búnker y desde la que puede verse el gran estuario del Loira. Y sigo oyendo el Bolero de Ravel, que escucho ya para siempre en compañía de Echenoz. Y luego, ya en el cuarto del hotel, miro desde la ventana hacia la izquierda y veo la extensa dársena y, más allá, los astilleros en los que, reanudando una tradición de Saint-Nazaire que la guerra clausuró, se construyen nuevamente los grandes paquebotes que un día irán a América.

Miro el paisaje naval y recuerdo que en Ravel, la novela de Echenoz, hay un transatlántico, France, a bordo del cual viaja Ravel a Nueva York. Es un paquebote al que le quedan todavía nueve años de actividad por delante –nos informa Echenoz–, “antes de ser vendido a los japoneses para su desguace. Buque almirante de la flota que realiza la travesía transatlántica, es una masa de acero remachada por cuatro chimeneas, una de ellas decorativa, bloque de doscientos veinte metros de largo y veintitrés de ancho, construido veinticinco años atrás en los Astilleros de Saint-Nazaire-Penhoët”.

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En Habla, memoria, la autobiografía de Nabokov a la que se refería Rui-Wamba, hay un barco que también va a América, el Champlain, y en él una sola chimenea –blanca– en lugar de las cuatro que sabemos que había en el de Ravel. Esa chimenea le trajo problemas a Nabokov cuando el departamento de control de The New Yorker quiso cambiar algo del fragmento que iban a avanzar de Habla, memoria y trató de modificar ciertos detalles de la descripción del transatlántico en el que el escritor, huyendo de los nazis, se embarcó con su mujer Vera y su hijo Dmitri hacia América en 1939.

Por seguir una costumbre de la casa –en The New Yorker les gustó siempre modificar los relatos de sus colaboradores; John Cheever era muy divertido hablando de esa manía del periódico–, pretendieron cambiarle el color a la chimenea, lo que provocó una carta de Nabokov, donde les decía que, deseando seguir permaneciendo absolutamente fiel a la visión que tenía de su pasado personal, no podía cambiar el color de la chimenea, aunque si fuera necesario podía omitir mencionarlo: “Puesto que estoy absolutamente seguro (igual que mi esposa y mi hijo) de que la chimenea era blanca, sólo puedo suponer que la pintaron de blanco por orden de las autoridades militares de Saint-Nazaire y que se tomaron esa libertad con la chimenea del Champlain sin dar parte a la sucursal americana de la línea francesa”.

Entre muchas otras, son formidables en Habla, memoria las dos páginas finales, cuando Nabokov narra el descenso con Vera y Dmitri hacia el muelle de Saint-Nazaire. Antes, se han paseado por un pequeño jardín geométrico de la ciudad, su último jardín en Europa. Ese jardín fue un lugar que tuvo que estar situado cerca de aquí, a la izquierda de mi ventana del Holliday y que, como todo en Saint-Nazaire, quedó arrasado durante la guerra. Si me concentrara, podría hasta ver a los Nabokov en el momento de iniciar el descenso por una ininterrumpida hilera de casas que se interpone entre ellos y el puerto. El padre vigila los pasos del niño, que está medio enfermo y aún no sabe si podrán subirlo al barco, rumbo a la libertad. Se adivina, al fondo de la escena, una poesía secreta, tal vez el arte mismo. “En Saint-Nazaire, en 1939, en el lugar donde el ojo encontraba toda clase de estratagemas, desde ropa interior azul claro y rosa haciendo equilibrios en la ropa tendida (…) se podía distinguir, entre los confusos ángulos de techos y paredes, una blanca y espléndida chimenea de barco que asomaba por detrás del alambre de ropa tendida, a la manera de ese elemento de la compleja ilustración que, una vez localizado, no puede ya dejar de ser visto”.

Al darle color a esa oculta chimenea que esperaba a los Nabokov en el último muelle, el escritor quiere sugerirnos que el arte que se esconde detrás de la vida puede estar reservándonos, cuando entremos en la última imagen mortal, otra estampida de conciencia tan intensa como el estallido original de la mente. Parece como si Nabokov quisiera decirnos que algo podría ocurrir si un día lográramos distanciarnos del mundo marcado por el tiempo humano: el estallido, por ejemplo, de un arte y una armonía ocultos en las cosas, incluso en las peores, vigilando la vida con ternura paternal y conduciéndonos desde un jardín hacia el mundo libre de la intemporalidad, hacia el blanco donde todos los caminos convergen.