Anoche releí “La metamorfosis” y creo que entendí mejor que nunca a Gregorio Samsa, como lo haría cualquiera que conviva con animales.

Al poco de tener a Borges, me encontré por la calle con G. y su novia francesa. G. vio el entusiasmo con que yo hablaba de nuestro gato, se giró hacia su novia, que no entendía lo que decíamos, y le explicó con tono de resignación, como quien acaba de encontrarse con un loco más: “Il est entré dans le monde des chats”. “Ha entrado en el mundo de los gatos”. Me cabreó. ¿Qué tontería era aquella? ¿Alguna cursi expresión francesa?

Con el tiempo me he dado cuenta de que, al conocer a Borges, no sólo entré en el mundo de los gatos, sino en el mucho más extenso mundo de los animales, a los que yo no había prestado casi ninguna atención hasta entonces. A partir de convivir con uno, todos sus congéneres han adquirido una presencia que yo antes no percibía. Borges me ha ampliado el mundo enormemente.

“Más remoto que el Ganges y el poniente”, decía Borges –el otro– refiriéndose a un gato, en un verso de uno de sus poemas, y, sin embargo, qué cercanía me ha traído el nuestro a todos los animales en general. No hay uno que no vea por ahí que no me recuerde y no me haga pensar en él. Ayer me sucedió al contemplar a unos gorriones que picoteaban en la arena de la playa, y al sentir que un pez me rozaba un hombro en el agua. Son como Borges, pensé.

Hoy he puesto la tele para echar un vistazo a la corrida de toros que transmitían desde Bilbao. No había vuelto a ver toros desde que tenemos gato. He sentido un espanto que no había sentido nunca.

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Circuitos mentales que recorremos a veces a toda velocidad sin movernos del sofá, tensos, concentrados, obcecados, como los corredores de Fórmula 1, que pierden tres o cuatro kilos en cada carrera para llegar al mismo sitio de donde partieron.

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Al meterme en la cama la primera noche que duermo en Bilbao después de una estancia en Benidorm, me sobrecoge el silencio. Allí vivimos prácticamente en la calle, al aire libre, en un segundo piso, con unos grandes ventanales abiertos por los que se ve continuamente pasar a la gente y llegan todo tipo de ruidos. Aquí no hay nada de eso, es como si nuestro dormitorio fuera un refugio antinuclear, una tienda de campaña plantada en el desierto, una cápsula espacial alejada de cualquier síntoma de vida. Da al patio y lo que hay es un silencio estremecedor, como de ataúd. “Bienvenidos a la civilización”, nos ha dicho Luis, sin embargo, al llegar.

M.B. me dice que su hermana lleva una vida demasiado comodona y aislada de la realidad y de la gente. La está animando para que se apunte a cursillos de informática, de inglés, de lo que sea, para que se relacione más, se integre en la sociedad, conozca lo que hacen otras personas y vea que hay muchas maneras de vivir distintas de la suya, “complicadas, interesantes, provechosas”. “Sí, hay mil historias distintas por ahí”, le digo. Y añado de modo automático, de corazón y sin pretender hacerme el chistoso: “El otro día, al pasar en el coche por entre unos campos de Teruel, vi a un tipo en un burro que avanzaba tranquilamente por un caminito y pensé lo mismo: cuántas vidas diferentes existen”.

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Muere Serrano Súñer a los 101 años. Siempre he tenido la teoría de que para vivir mucho hay que ser bastante cabrón y egoísta. De esos viejos centenarios que salen por la tele celebrando su cumpleaños rodeados de descendientes y riéndose mucho, no me fío un pelo. La gran excepción es ama.

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Se ha muerto Acacia.

Cuando estuvimos en París, en septiembre, compré una edición de los Souvenirs d’egotisme, de Stendhal, que incluye un texto raro. Se llama “Les privilèges”, y está compuesto por 23 artículos de un “folleto entregado por Dios al autor” en el que se enumeran una serie de “privilegios” de los que supuestamente gozan un cierto número de personas que no pueden hablar de ello, pero que han sido tratadas de un modo especial por el Creador.

El primer privilegio es: “Nunca un dolor serio hasta una edad muy avanzada; y entonces no dolor, sino muerte, por apoplejía, en la cama, durante el sueño, sin ningún dolor moral ni físico. Cada año, no más de tres días de indisposición”.

De este privilegio gozó exactamente Acacia.

Ya sólo me quedan buenos recuerdos de ella. Y eso que, si se encontrara aquí, estaría viendo una de sus series de la tele, con la luz medio apagada, sin hacernos ni caso, y yo tumbado en la cama del dormitorio, leyendo el periódico y diciéndome cabreado: “Esto a mí no me lo hace ni el gato”. Pero ahora echo de menos aquellas putaditas egoístas en las que era especialista. Con qué cariño se recuerdan las manías de los muertos, a los que se acaba recordando sobre todo por ellas, por lo que los hacía personales y característicos.

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Estos apuntes: como un juguete. Como esos trenes eléctricos que algunos adultos instalan en una habitación entera.

Cuando releo algo, me parecen páginas juveniles, de alguien con una mente sin cuajar, desordenada, inmadura. De alguien de quien me reiré con benevolencia en el futuro, cuando me haga mayor. Empecé a escribirlos a los 52 años y ayer cumplí 57.

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María está en Avilés deshaciendo la casa de su madre y María (sobrina) me pregunta cómo me voy a arreglar para las comidas. “¡Yo me he hecho la comida toda mi vida!”, le contesto. Son frases que salen de pronto y que dan cuenta de algunas de mis singularidades más raras. Aún hoy, cuando voy a la compra (María compra lo más importante), no encuentro a ningún hombre en el supermercado.

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Releí Hamlet en Benidorm sin acabar de entender la importancia que se le da.

Según Steiner, Wittgenstein recelaba del consenso adulador en torno a la obra de Shakespeare. Confesaba que no conseguía “sacar nada en limpio de Shakespeare”. No hallaba en él el menor atisbo de verdad. “La vida real no es así”, decía. Prefería las películas americanas de serie B.
También Tolstoi arremetió contra el Rey Lear, y Shakespeare en general. Le parecía pueril, zafio, “insensible a los justos dictados del sentido común y la necesidad social”.

A Voltaire tampoco le gustaba.

Borges hablaba mucho de él, pero afirmaba no creer en su perdurabilidad.

El mayor fanático de Shakespeare es Bloom. Le llama “el inventor de lo humano”. Bloom es uno de esos que, en un incendio, salvaría antes las obras completas de Shakespeare que al portero del edificio, incluso antes que al propio Shakespeare.

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Honor a Condorcet.

Aristócrata. Gran optimista. Según él, la perfectibilidad de los hombres es infinita e imparable. Fue el único de los grandes ilustrados que vivió durante la Revolución. La apoyó entusiasmado. Como se oponía a la pena de muerte, votó en contra de la ejecución del rey. Fue perseguido. Se escondió en París unos meses y escribió su libro más famoso: Esbozo para un cuadro de los progresos del espíritu humano. Pero sospechó que le vigilaban y huyó de París disfrazado. Le descubrieron unos campesinos revolucionarios porque, en una posada, pidió una tortilla de demasiados huevos. Dicen que de 12, como hacían los aristócratas. A los dos días apareció muerto en la cárcel.

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Bajo de Internet el “Poema de los dones”, de Borges, recitado por él mismo. Esa primera estrofa: “Nadie rebaje a lágrima o reproche…” es magnífica, y ejemplo de un tipo de actitud que apenas se encuentra en la literatura. “Ni lágrimas, ni reproches”, he aquí una divisa que querría para mi escudo, para estas páginas.

Pero al seguir oyendo el poema me pierdo. No lo aprecio del mismo modo que si lo leyera. Me pasa siempre. Una vez vi en la tele a Gil de Biedma recitando poemas suyos y la decepción fue terrible. Estuve todo el rato fijándome en su barriga.

En esto era lúcido Antonio Machado: “Sólo recomiendo no leer nunca mis versos en alta voz. No están hechos para ser recitados, sino para que las palabras creen representaciones…. La mayor tortura a que se me puede someter, es la de escuchar mis versos recitados por otros”. Si hubiera sabido, el pobre.

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Mi actitud básica en la vida ha sido la de un “okupa”. Desde siempre pensé que había grietas, intersticios, huecos en los que uno podía instalarse y vivir sin pagar.

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Ponerse en la piel del otro, sentir compasión, significa a veces quitarle importancia a lo que le sucede, pensar que no está pasándolo tan mal como en una primera impresión nos imaginamos desde fuera, desde el miedo que nos entra a que nos suceda lo mismo. La verdad es que los percances y los sufrimientos, cuando llegan, no son tanto como lo habíamos temido. Ponerse en la piel del otro no es ponerse a llorar con él, cuando a lo mejor él no tiene ninguna gana de llorar.

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Cuando ponemos el árbol de Navidad siempre me acuerdo de aita. Ama suele contar que una vez, en Nueva York, mientras todos estaban dedicados a adornar el árbol, él se mantenía al margen, sentado tranquilamente en un sillón. Por fin se levantó para ayudar un poco y colocó, incluso con cierto entusiasmo, algunas bolas. Luego se sentó de nuevo. Al cabo de un rato se oyó un ¡pof! en el suelo, y luego otro ¡pof!, y otro. Eran las bolas que aita se había limitado a depositar con mucho cuidado sobre las ramas del árbol, sin saber que había que sujetarlas.

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Meritocracia.

“No es la inmoralidad de los grandes hombres lo que debería infundirnos temor, sino más bien el hecho de que sea ésta la que, con tanta frecuencia, permita a los hombres alcanzar la grandeza” (Tocqueville).

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Coetzee no concede entrevistas. “Para mí”, escribe, “la verdad está relacionada con el silencio, con la reflexión, con la práctica de la escritura. El habla no es una fuente de verdad sino una versión pálida y provisional de la escritura”.

No estoy de acuerdo. A veces, al hablar, se descubren, o por lo menos se sintetizan, algunas de tus verdades de manera muy precisa y exacta. De hecho, creo que el mejor género de algunos escritores son sus entrevistas.

Proust tampoco creía que hablar sirviera para mucho.

Miguel decía el otro día muy serio que él, al hablar, se siente como un impostor. Que sólo al escribir dice uno lo que tiene que decir y lo dice bien.

Coetzee: no creo que me gustaría conocerle. Y sin embargo me parece un buen escritor. Esto contradice esa opinión de Holden Caulfield, el protagonista de El guardián entre el centeno, que he repetido tantas veces para mostrarme de acuerdo con ella: “Los escritores que más me gustan son aquellos que me gustaría que fueran amigos míos para poder llamarles por teléfono cuando quisiera”.

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Me doy cuenta de que estoy hojeando otra vez los Cahiers, de Valéry, esa “ruina monumental”, como los llamaba Octavio Paz. Depende de lo que se entienda por “cultura”, pero si lo fundamental de mi cultura proviniera de mis lecturas, o, sobre todo, de mis relecturas, soy un francés.

Valéry escribía algo en sus cuadernos todos los días al levantarse, a las cinco o seis de la mañana. Luego, según cuenta su hijo, se sentía ya libre para hacer todas las bobadas que quisiera durante el resto de la jornada.

Escribe Gide en su Diario: “Ayer, visita de Valéry. Me repite que, desde hace varios años, no ha escrito nada que no fuera por encargo y acuciado por la necesidad de dinero.

– ¿Quieres decir que desde hace mucho tiempo no has escrito nada por tu propio placer?

– ¿Por mi placer? -repite-. Pero si mi placer consiste precisamente en no escribir nada. Habría hecho otra cosa que escribir, para mi propio placer. No; no; no he escrito nada, ni escribo nada, como no sea obligado, forzado y echando pestes”.

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P. me ha dejado el manuscrito de su próxima novela. Le veo muchos defectos. Se lo digo, pero, por lo visto, lo hago de tal modo que al final me responde: ya veo que te ha gustado. No he ahorrado ninguna de las críticas que tenía pensadas. Si tengo un don no muy común es el de poder criticar sin que lo tomen a mal.

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Uno empieza creyendo en la teoría de la manzana podrida y acaba convencido de la teoría de la cucaracha: si ves una, es que hay un montón.

Avanzamos como si la vida fuera una línea recta sin fin que nos conduce a no se sabe qué horizonte y acabamos llegando al punto desde donde partimos. Hoy he bajado de Internet una foto del “Magallanes”.

El “Magallanes” era el barco en que vinimos de Nueva York al poco de nacer yo. Era un “Vapor-Correo” de la Compañía Transatlántica que hacía el trayecto Nueva York-La Habana-La Coruña-Santander-Bilbao. El otro día, en Nochebuena, ama me dio un folleto titulado “Lista de pasajeros”, fechado “en la mar, a 22 de Diciembre de 1946”, cuando yo no tenía ni tres meses. O sea, que mi primera Navidad la pasé en un barco, en medio del Atlántico. Veníamos 253 pasajeros. Entre ellos, Manuel Aznar (“Ministro de España”), uno que primero fue un nacionalista forofo de Sabino Arana, luego gran partidario de Azaña y, para aquellas fechas, un franquista de tomo y lomo. Era el abuelo de Aznar. Parece que no ha habido manera, en 57 años de vida, de salir de aquel barco donde yo tomaba el biberón y el más importante del barco ya era un Aznar.

“Ya en aquel tiempo” y “todavía hoy”, señala Philippe Lejeune, son las frases clave de la escritura autobiográfica.

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Miguel me ha dicho que debería “asear” la presentación de estas notas.

Lo he hecho, y me he puesto contento. Sobre todo, porque al separar mejor las entradas, dándoles un poco más de espacio, y distanciándolas con unas estrellitas entre ellas, al hacer la cuenta, me sale que lo escrito ocupa más de lo que pensaba.

Pero hay algo que me molesta en lo del “aseo” y las estrellitas. Creo que este conjunto de notas pierde un poco de lo que en el Renacimiento llamaban en italiano “sprezzatura”. Es decir, ese efecto de aparente desatención, ausencia de esfuerzo, escasa preocupación por las apariencias e incluso casi desdén al escribirlas, que quiero darles. Esa “naturalidad” algo desaliñada que en el fondo es también un puro artificio, y tal vez el mayor de todos.