Final 1: Los miembros de la familia que van quedando –la madre, el padre, los dos chicos preadolescentes y la nuera que ha parido, recientemente, un feto sin vida– avanzan por el barro buscando refugio. La lluvia arrecia e inunda los caminos. Se topan con un granero en la mitad de la nada.

Adentro, la familia se da cuenta de que no están solos. En un rincón, agazapados, un hombre y un niño, ambos a la deriva.

Estamos en la década de 1930. El estado es California. El estado es la desolación total de la clase trabajadora tras el crackfinanciero del 29. «Primero estuvo enfermo –dice el niño–,pero ahora se está muriendo de hambre», y señala el estropajo humano que antes fuera su padre. Entonces la madre se mira con la nuera. Las dos saben,en ese momento, lo que deben hacer. La madre saca a su marido y a todos los niños del granero. La nuera se para, camina despacio hacia el rincón y contempla el rostro gastado, los ojos abiertos y asustados. Entonces, lentamente, se acuesta a su lado y descubre uno de sus senos. Intenta amamantarlo, pero el hombre se niega.

«Tienes que hacerlo», le dice la mujer. Se acerca más, hasta que le empuja la cabeza. «Toma», dice. «Así.»

Final 2: El adolescente multibillonario está solo frente a la pantalla de su laptop. Lo hemos visto crear una idea, convertirla en un imperio y defender su cuestionada autoría. En el camino ha basureado a sus amigos, se ha vengado de los matones rubios y populares de Harvard, y en el futuro solo se ven más y más dólares. Pero en su mente hay una sola cosa, y él, con la ansiedad del TOC, refresca la página una y otra vez, esperando que una chica acepte su solicitud de amistad. La misma que lo dejó. La misma que pudo oler a tiempo al tipo en el que se estaba convirtiendo.

El primer final es de Las uvas de la ira, de John Steinbeck, escrita en 1939. El segundo, de la película Red social, escrita por Aaron Sorkin en 2010. Pienso en estos dos finales como ejemplos de cierres (quizás) infalibles. Cierres que, sin trucos efectistas de trama, triunfan olímpicamente contra el tedio de una resolución correcta y armónica.

El gran problema de los finales es que tienden a la normalización de la historia y del mundo narrado. Lo mejor de la aventura ya pasó, y las últimas líneas deben luchar cuesta arriba contra la ya contado. Por ahí decía E.M. Forster, en su Aspectos de la novela, que los finales sufren porque el escritor debe «redondear las cosas», y generalmente los personajes se empiezan a morir mientras él sigue trabajando. ¿Será que los finales de muchas historias son reflejo de una noción conservadora de la vida cotidiana? Algo así como que nos gusta la aventura, sí, la necesitamos, de acuerdo, pero al final queremos volver a casa.

Al final de Las uvas de la ira la aventura ya se apagó. Tom Joad, el protagonista, es un fugitivo que ha desaparecido de la historia, y la familia está disgregada. Sin embargo, Steinbeck logra en esas últimas líneas levantar el relato como nunca en la novela, y encapsular una abrumadora cantidad de factores políticos y psicológicos en una escena que habla de su época a gritos. Y lo mismo hace Sorkin.

Mark Zuckerberg ya ha terminado su viaje iniciático hacia el mundo de los megamillonarios, pero hay suficiente ansiedad, ternura, arrogancia, ironía y patetismo en esa última escena como para iluminar a su generación completa.

Ambos lo hacen, además, en los confines de una estructura narrativa más o menos convencional.

Se puede aprender algo de eso, como si las palabras de Forster fueran un mandamiento literario: «No dejarás morir a tus personajes mientras sigues trabajando». Sorkin y Steinbeck entendieron, cada uno a su manera, que la última impresión es la más duradera, y que el final de tu historia no puede, y nunca debiera, ser un regreso a la medianía.