A los chilenos nos gusta pensar nuestra historia política en clave épica –telúrica, dirán algunos–, puntuada  de  giros  drásticos  y  abruptos  hacia el socialismo, la dictadura, la reinstalación democrática y los derrumbes del «modelo». Nos gusta pensarla así, aunque en realidad no sea tan cierto. Los finales en política son escasos y rara vez en ellos efectivamente se desata el nudo que suprime las intrigas e interrogantes. Si pensáramos en términos literarios podríamos decir que en política rara vez existen los finales cerrados, y Chile no es la excepción.

Es más, si el término de un ciclo se parece demasiado a un desenlace total, es posible que hayamos traspasado la frontera que  sugirió von Clausewitz y estemos en el terreno de la guerra. La guerra puede parecer una extensión de la política y puede aun determinar cómo una sociedad se gobierna, pero abandona el campo de la persuasión para entrar en el de la violencia. Y la política es sobre todo eso: una convención, un acuerdo sobre los medios que pueden ser utilizados legítimamente para gobernarse sin que el más fuerte haga trizas al más débil.

La historia chilena  contemporánea,  la  de las últimas cuatro décadas y fracción, presenta solo un caso de final absoluto e inapelable. Ya sabemos cuál es: terminó con Hawker Hunters lanzando cohetes sobre La Moneda. De ahí en adelante se me ocurren algunos finales más (el plebiscito del 88, la  transición  de  los  noventa, la alternancia del 2010), aunque todos ellos ambiguos, sospechosos, debatibles. Abiertos, en definitiva. El último, el que partió en la calle el 2011, aún no califica de final: es apenas un «aspirante a final» con buen pronóstico.

El golpe no fue una guerra, aunque fuese esa la falacia que se intentó promover para justificar la masacre. Inauguró eso sí un proceso meticuloso de denigración de la política. Quizá por eso «soy apolítico» se transformó durante la dictadura en un salvoconducto aun más confiable que «soy de derecha». Pinochet entendió que para producir un final en política debía acabar con la política: despolitizar. En eso fue un buen discípulo de Carlos Ibáñez, aunque prefirió la picana a la escoba1

Y sin embargo, incluso el final por antonomasia dejó instalada la promesa vaga de un «más temprano que tarde». Tal vez las retóricas cargadas siempre atentan contra los finales cerrados: se terminan disparando en los pies. Dicen que si la revolución hubiera sido cantada a la UP le hubiese ido estupendo. La Nueva Canción Chilena fue, en efecto, el medio por excelencia de la vía chilena al socialismo. Más que la prensa, la radio o la televisión, más que la literatura o la publicidad, la música fue el vehículo preferencial de la comunicación política. El cantautor se transformó en brújula,2 y hasta «canto al programa» hubo.

El repertorio era inacabable. Las alusiones a un futuro mejor y la victoria sobre el presente constituían el tema predilecto de todos los himnos, oficiales y oficiosos, de la época. Del «Venceremos» al «Himno de la CUT», la referencia parecía ser siempre la misma. Resulta paradójico –trágicamente paradójico, para ser más precisos– que esas mismas letras y las referencias culturales que se les asocian pudieran seguir siendo tan pertinentes, e incluso más, después del 73 y frente a una aspiración de futuro bastante más prosaica e inmediata: que se acabara ese infierno, o ese limbo que a veces es más jodido que el mismo infierno.

Soy de aquellos a los que la película NO de Pablo Larraín les provocó una cierta irritación, un sentimiento de despojo. No por la película en sí, que tiene buena factura y, como dicen los entendidos, «funciona». Por lo demás un director tiene derecho a contar la historia que se le antoje, sin deberle fidelidad a los hechos. Distinto es que la ficción aspire a ser una interpretación de la historia, y NO se convirtió, quizás involuntariamente, en eso. Le tengo poca paciencia a aquella lectura que se instaló como mito fundacional de la democracia post 90 y que busca consagrar al dispositivo publicitario del último mes de campaña del plebiscito como el motor de todo el proceso.3 Esa tesis, llevada con éxito a la pantalla grande veinte años después, me parece deshonesta y oportunista, al igual que el cameo de los «actores» como una humorada que busca ser a la vez argumento de autoridad.

La teoría de que el NO fue la victoria de los publicistas resultó conveniente en ese Chile de la transición. Brillante en realidad: dos pájaros de un tiro. La misma piedra permitió relegar al olvido a una ciudadanía movilizada por años y desactivada aquella misma noche del 5 de octubre, apenas se contó el último voto y se cerraron para siempre las Casas del NO, y simultáneamente facilitó la consagración del consumidor–que no es lo mismo que el cliente, que por último siempre tiene la razón– como sujeto histórico de esa nueva era. Jaque mate.

Me irrita la gente que dice «si al final la alegría no llegó», como me molesta la que no vota «porque mañana igual tengo que salir a trabajar». Sí, lo sabemos, ¿qué esperabas? ¿Fue por eso que votaste que no, cagón? Sé que es una irritación anacrónica, me hace sentir como ese fósil concerta-nostálgico que creo –espero– no ser. Pero no puedo evitarlo, me supera. Como no puedo evitar tampoco –a pesar de que lo que vino después fuese una década decepcionante recordar el 6 de octubre de 1988 como el evento que más se asemeja en mi vida a la felicidad republicana, colectiva y callejera.

Posiblemente ese día, a las ocho de la mañana, Edgardo Boeninger y Enrique Correa ya negociaban los pactos de la transición y la gran siesta de los noventa. Pero para mí, y para millones, esa jornada fue celebración pura, y eso no lo regalo. Creo que nadie realmente festejaba «el retorno de la democracia». Pocos sabían en qué consistía esa cosa, y muchos sospechaban ya que con Pinochet (omni) presente no era necesariamente hacia allá donde nos acercábamos. No, era más simple: se celebraba un final.

Crecí con esa idea romántica de las alamedas anchas y abiertas. Debe ser culpa del Chicho, aunque posiblemente él dijo lo que dijo a sabiendas de que la Alameda era una figura arquetípica del movimiento social chileno.4 Alguna vez vi registros de esa concentración multitudinaria que, aseguran, juntó a 300 mil personas después del Tanquetazo. Era extraño: la gente desfilaba, avanzaba en una dirección, a paso rápido o en camiones, como diciendo «somos muchos y sabemos hacia dónde caminamos». O al menos eso pensaban los desdichados. Lo del 6 de octubre no tuvo nada de eso. Nadie «marchaba», simplemente «estaba», hacía rondas, las desarmaba, se subía a los autos, se bajaba, se encontraba, se abrazaba, se reía. La publicidad tenía poco que aportar en ese despelote, aunque más adelante utilizara la imagen de un entusiasta abrazando a un carabinero como postal de la reconciliación.

Volví a experimentar esa sensación un par de veces. En primera persona cuando en 1994 la U volvió a ganar un campeonato tras veinticinco años. La Alameda volvió a repletarse, esta vez de hinchas. Sus gestos de celebración eran torpes, a destiempo, como los de alguien que no ha festejado en mucho tiempo. Nadie celebraba realmente el renacimiento del ballet azul. Después de todo el campeonato se consiguió in extremis gracias a un penal dudoso. Y, siendo honestos, la Católica tuvo mejor fútbol y mereció ganar ese año (llegó segunda, se subentiende). Los hinchas azules tan solo celebraban un largo e ignominioso paréntesis que venía de acabarse.

Luego, como observador externo, y con indiferencia estoica, cuando Piñera ganó la Presidencia el 2010. Volvía la derecha al poder,después de veinte años fuera o, por la vía democrática, después de cuarenta y seis. Esa noche subí caminando por Providencia mirando con distancia y no poco desagrado las columnas de partidarios que bajaban hacia Plaza Italia. Había euforia, gestos torpes, como los de los azules el 94, como los demócratas el 88. Sus gritos no transmitían demasiada fe en el porvenir, pero sí desahogo, rabia contenida. El alivio del fin de dos décadas de derrotas electorales ininterrumpidas. Ya sabemos que a la larga el retorno a La Moneda fue bastante bochornoso y que la epifanía duró poco (en rigor, el gobierno de Piñera duró un año). Pero ese 17 de enero por la noche, incluso para ellos fueron anchas las Alamedas.

Sé  que  me  disgrego, pero  mi  punto  es  el siguiente: el del 88 fue un final no porque efectivamente algo se acabara. La democracia nació repleta  de  dictadura  y  nadie  prometió  seriamente que con el futuro gobierno a Chile «no lo reconocería ni la madre que lo parió», como dijera el político socialista Alfonso Guerra en España el 82. Fue un final simplemente porque lo celebramos como final.

Como siempre nos ha gustado ser laboratorio, en los años noventa Francis Fukuyama nos golpeó fuerte.5 Entre la indolencia tecnocrática y complaciente de Frei Ruiz-Tagle y el cosismo absurdo y pueril del alcalde Lavín, tuvimos nuestra bacanal del «fin de la historia». Fue parte del consenso: fijar el presente para evitar imaginar nuevos futuros. Suele hacerse cuando se va ganando, y hasta la crisis del 98, el consenso iba ganando.

Decía Tocqueville que en una revolución, como en una novela, la parte más difícil de inventar es el final. No sé si esto sea una revolución, pero que algo está finalizando y se ven vientos de cambio parece indudable.

Después de todo, ya no había Cortina de Hierro y se imponía una versión simplificada–y oportunista–  de  esa  idea  escatológica  (en el sentido del fin del los tiempos, no de su acepción fecal) que venía cocinándose desde Tomás Moro, Kant y Hegel: la de que la historia jamás retrocede. Fueron los años en que, paradójicamente, Tomás Moulian se transformó en best seller hablando del gatopardismo.6 Llama la atención que la academia ocupada de la «transitología» (sí, también hay una rama de la ciencia política para eso), enfrentada a uno de los procesos políticos más fascinantes y complejos de la historia de Chile, se haya demorado diez años en producir un texto capaz de interpelar y captar el interés del público. La siesta fue larga y profunda.

Pero la pregunta estaba instalada desde antes. El «¿cuándo se acabó la transición?» se transformó en la versión docta del niño aburrido que comienza a preguntar en Paine cuánto falta para llegar a Villarrica. Esa pregunta hoy solo da para chistes de iniciados, pero aún no está resuelta. Creo que ya pasó la vieja.

Para los políticos en cambio, «ponerle la cola al burro», es decir ponerle el punto final a la transición, fue el Santo Grial. Pinochet reivindicaba que la transición se hizo durante su mandato, entre el plebiscito del 80 y el del 88, como lo estableció el itinerario trazado en Chacarillas. Informe Rettig, disculpas de Estado y traspaso de mando mediante, Aylwin lo anunció con cierta satisfacción hacia el final de su gobierno. Frei lo supuso, en silencio, cuando decidió jugarse su a esas alturas exiguo capital político trayendo de vuelta de Londres al dictador. Lagos lo atesoró el 2005 tras firmar una Constitución alivianada de algunos enclaves autoritarios que sin embargo no nos dejaría ir mucho más allá que la anterior. Piñera supuso que él mismo, su biografía, encarnaba la transición. En fin, cosas que pasan cuando no hay un Adolfo Suárez que ponga su coraje y su capital político en el lugar y el momento correctos de la historia.

Sospecho que esa normalización forzada, la urgencia de decretar el fin de la transición, tuvo su correlato en la literatura juvenil, o como sea que se llame lo que representó el suplemento Zona de Contacto de El Mercurio en los noventa. Jóvenes no exentos de creatividad, algunos de los cuales resultaron a la larga escritores competentes, dedicaron esos años al Bildungsroman, el relato cotidiano del pasaje hacia la vida adulta. Adultez que rara vez incluía la política, en parte porque era El Mercurio (y, peor, El Mercurio de los noventa) y en parte también porque en el Chile de esos años el éxito era valor importante. El éxito de los noventa tenía un precio: callar ciertos temas. La Zona de Contacto, que muchos reconocen como semillero, fue sobre todo un buen ejemplo de cómo «el decano» de la prensa tenía suficiente poder para editorializar y normalizar a una juventud chilena que ni siquiera intentó el destape.

El destape vino después, transitando entre lo privado y lo público. Al menos eso me cuentan, porque yo me fui de Chile antes, y ya no tengo edad para preocuparme de otro destape que el de mis pies cuando duermo. Dicen que se produjo entre pokemones besucones al borde del Mapocho y pingüinos indignados con Bachelet en las puertas del Ministerio de Educación. Durante el gobierno de la Alianza, incapaz de leer las reglas tácitas que determinan las lealtades entre ciudadanos y autoridades, y las consecuencias que una mala lectura acarrea, se terminó de destapar la olla. Leí que poco después de dejar el gobierno sus exministros le regalaron a Piñera Los movimientos sociales, del sociólogo Charles Tilly.Cuatro años tarde llegó el regalo, lamentable error de timing.

Y entonces, ¿cuándo se acabó la transición? Eso nos lleva al último de nuestros finales, el que pareciera estar preparándose en la cocina hace rato pero cuyo aroma comenzó a invadir el comedor recién a principios del 2011.

Si es que esto es lo que parece ser, lo que presenciamos no es un fin de ciclo sino un fin del contrato social, ese constructo de la filosofía iluminista según el cual los individuos consienten en sacrificar parte de sus libertades a cambio de un umbral de derechos y protección. El nuestro era bastante primitivo, y quizás esa fue la clave de su éxito: ellos votan, ustedes gobiernan y nosotros mandamos. Y para que no queden dudas al respecto, lo amarramos en una Constitución que ni Mandrake podría cambiar. Seguro que Rousseau lo habría dicho más bonito, pero se entiende la idea.

Así funcionamos tácitamente dos décadas, como consumidores dóciles y ciudadanos ausentes. El contrato funcionó bien en los noventa, porque para que funcionara se necesitaba plata circulando, el control de lo que se puede decir y mostrar en la esfera pública y a Pinochet cerca metiendo miedo.

Pero, con el cambio de siglo –juez Garzón mediante–, Pinochet se convirtió en un fantama hediondo a orines que ya no inspiraba miedo ni respeto. La promesa de movilidad social reveló tener un techo de más menos 600 mil pesos por familia (y una deuda de quince millones por hijo en la universidad). La moral de matriz católica, además de arcaica e inaplicable, presentaba un par de forados irreparables bajo la línea de flotación. El elenco de la democracia de pronto se hizo viejo, como si Walter Kliche siguiera siendo el galán de las telenovelas. El temor a la vuelta de la derecha al poder quedó sepultado por su propia incompetencia a la hora de gobernar. De las ideas de Fukuyama nadie hablaba hacía años, cuando el «fin de la historia» se vino abajo junto con las Torres Gemelas. La debacle.

No quedaban lealtades a las que apelar ni chantajes morales que ejercer sobre una ciudadanía desafecta y exigente. Da lo mismo a estas alturas si esa ciudadanía «malagradecida» era la hija de los éxitos de la transición, como sostenían algunos. El problema es que la oferta era mala y las condiciones ya no resultaban aceptables. El aniversario del golpe, el voto voluntario y la inscripción automática hicieron el resto. El contrato se devaluó, se agotó antes de que supiéramos cuando se acababa la mentada transición.

Sin  duda  ayudó  la  transformación  profunda de los canales por los que la información circula y la coordinación social se hace efectiva: lo que la prensa acostumbra a llamar «redes sociales», y que en realidad son medios electrónicos de contenidos distribuidos (redes sociales son el Opus, los antiguos MAPU, la Garra Blanca o el Club de Rayuela Cóndores de Patria Nueva de Arica, no Twitter o Facebook, seamos serios).

Prefigurar y monopolizar las informaciones y los discursos políticos se hace cuesta arriba. A algunos esto les molesta. Era más fácil antes: la política la decidían en la smokey room, la visaba el Centro de Estudios Públicos y la comunicaba el duopolio de la prensa escrita. Difícil imaginar que los pactos de la transición hubiesen podido concretarse de manera sigilosa con tanto fulano opinando como hay hoy. El escrutinio público sobre las autoridades se torna inmisericorde, primitivo a veces. Las verdades afloran rápido, los rumores más rápido aun. Los pasos en falso se amplifican, se hacen efervescentes. Ya nada se resuelve con un «me sacaron de contexto»: un agarrón en el metro o el desprecio de un sueldo «reguleque» te pueden cortar la carrera.

Las primaveras árabes nos enseñaron algo al respecto: los medios sociales en Internet cumplen un rol importante a la hora de derrocar –o hacer tambalear al menos– el viejo orden anquilosado. Al mismo tiempo, se revelan bastante estériles para ayudar a parir el nuevo. Pareciera que saltarse el tedioso trabajo de organizarse cara a cara, a la antigua, limitara la capacidad para proyectar los esfuerzos. Como señala Moisés Naím, hay un motor político poderoso allá afuera, pero está desconectado de las ruedas.8 También sucede en Chile. Al gobierno saliente le hicieron daño Twitter y Facebook, pero nada dice que al entrante lo ayuden a mejorar la propuesta educacional o los contenidos de una nueva Constitución.

Quizá tenga que ver con eso, con su potencial desestabilizador y poco «constructivo», el cabreamiento que noto hace un tiempo en las elites con estos medios. La vieja guardia del PS, por ejemplo, los desprecia con inquina. Incluso aquellos periodistas-comentaristas que hacen uso intensivo de las «redes sociales», que las sacralizaron durante las protestas estudiantiles y que alimentan los medios que representan con pseudonoticias del tipo «Arde Twitter por…» comienzan a sentir que esto se les va de las manos. Hablan de  «los  tuiteros»  como  quien se refiriera a un sujeto racional. Es absurdo, los medios sociales no personifican sujetos sino agregados por naturaleza caóticos, autoselectivos, contradictorios, algo estúpidos incluso. No es lo articulado de sus ideas lo que los hace fuertes sino la viralidad de sus dinámicas, capaces de apurar finales. Con sus miles de defectos, y a pesar de la influencia desmedida que la propia prensa les atribuye, y que no tiene un correlato en la realidad, es innegable que los medios sociales han contribuido a que la ciudadanía se avispe y la vigilancia aumente. No puede ser malo eso. Posiblemente todas estas disquisiciones sobre los finales en política harían reír a un político curtido. Él sabe (y el uso del masculino no es casual) que, habiendo salud, amigos con lucas y ausencia de penas aflictivas, no hay final que valga. «Se han visto muertos cargando cruces» es uno de sus dichos favoritos, porque un político debe tener cicatrices y saber resucitar.

Ejemplos hay muchos. Andrés Zaldívar, monumento a la resiliencia desde que fue nombrado subsecretario de Hacienda en 1964, a los veintiocho años. Camilo Escalona, un campeón perdiendo senatoriales y yéndose a los potreros para desde ahí intentar nuevamente conquistar el mundo. Andrés Allamand y sus regulares visitas al Gobi y el Sahara. La UDI es un caso particular: parece ser de buena crianza para todos sus dirigentes anunciar un retiro definitivo de la política de cuando en cuando. Es la mejor forma de no irse. Me atrevo a apostar que dentro de poco tendremos al mismísimo Pablo Longueira, enterrado con funeral vikingo in absentia, de vuelta por sus fueros.

Pero hasta los viejos lobos de la política sienten que la pista se ha puesto más incierta. Van en retirada y no logran instalar tan fácil a sus delfines. Hay cambios que son innegables, importantes. El eje de la conversación sufrió un giro copernicano, se elevaron los estándares, la gente teme menos golpear la mesa. Se aireó el elenco político con los primeros parlamentarios catapultados por el movimiento social en décadas. La incertidumbre no parece espantar a los chilenos.

Acompañando esos cambios, ese fin de contrato y los bosquejos de uno nuevo, ha habido una inflamación de la retórica, sofisticada a veces, ramplona otras, inmediatista y maximalista casi siempre. Se habla de asambleas, retroexcavadoras, ciudadanías empoderadas, de que Chile cambió, del «derrumbe del modelo». No me espanta. Supongo que es normal y saludable que en tiempos interesantes el discurso se cargue de esteroides.

En lo personal, eso sí, me declaro un optimista escéptico. Las reformas estructurales que se han prometido tienen un camino largo y sus resultados serán posiblemente, inevitablemente incluso, parciales y negociados. Y quizá recién entonces se podrá empezar a construir un pacto social más legítimo y duradero que el anterior. Decía Tocqueville que en una revolución, como en una novela, la parte más difícil de inventar es el  final. No  sé si  esto  sea una  revolución, pero que algo está finalizando y se ven vientos de cambio parece indudable. Por mi parte, sigo creyendo que los finales en política son lentos, abiertos, impredecibles. Y así prefiero que sean.


  1.  Posiblemente hubo también en eso una influencia de sus lecturas de inspiración franquista. Sobre ello recomiendo la completísima investigación de Juan Cristóbal Peña sobre la biblioteca del dictador: La secreta vida literaria de Augusto Pinochet (Santiago, Debate, 2013)
  2.  Sobre esto recomiendo el recorrido y análisis que hace Marisol García en Canción valiente. 1960-1989. Tres décadas de canto social y político en Chile (Santiago, Ediciones B, 2013).
  3.  Una crítica sólida –pero que siento un poco injusta cuando la releo– es la que hace Alfredo Jocelyn-Holt en El Chile perplejo: Del avanzar sin transar al transar sin parar (Santiago, Ariel, 1998).
  4.  Nadie explica eso mejor que Gabriel Salazar en La violencia política popular en las «grandes alamedas» (Santiago, SUR, 1990).
  5.  Francis Fukuyama, El fin de la historia y el último hombre (Barcelona, Planeta, 1992).
  6.  Tomás Moulian, Chile actual: anatomía de un mito (Santiago, Lom, 1997).
  7.  Los movimientos sociales, 1768-2008: Desde sus orígenes a Facebook (Barcelona, Crítica, 2009).
  8.   Moisés Naím, «Muchas protestas, pocos cambios», El País, 29 de marzo de 2014.