Advertencia: no lea este artículo porque se revelan
muchos finales. El autor reconoce su cuota de
perversidad al escribirlo. Pero exige compartir las
culpas con quien o quienes lo encargaron.

Existen finales buenos, finales malos y finales raros. Los dos primeros se explican por sí mismos y cualquiera podría hacer una lista importante con los buenos y otra interminable con los malos. Hay muchos ejemplos. La imponente imagen de Scarlett O’Hara (Vivien Leigh) humillada, solitaria aunque todavía entera y de regreso a la tierra roja de Tara, en Lo que el viento se llevó, diciéndose a sí misma que «mañana será otro día», es buenísima, por mucho que la mitad de la emoción se la deba, más que a la puesta en escena, a la partitura sinfónica de Max Steiner.

Nadie diría lo mismo, en cambio, de la forma en que se resuelve Citizen Kane, el monstruoso debut de Orson Welles en la dirección, el año 1941. La cinta es la historia de un tiburón que salta de la nada al periodismo y del periodismo a la política, realizada en el formato de un documental periodístico. Es una película dura y con poco corazón que, sin embargo, culmina en una observación terriblemente almibarada cuando un Kane agónico exclama «Rosebud, Rosebud». Todos quedan intrigados y más tarde la cámara, al recorrer la enorme cantidad de objetos que el difunto acumuló en vida en su palacete, nos hará saber que Kane estaba aludiendo a la inscripción grabada en el trineo de su infancia. ¡Qué cosa más tierna! Sí, los tiburones también tienen corazón. Pero con semejante desenlace la película queda en deuda.

Para no ir tan lejos, algo más: el caso de Gravity, cinta ganadora este 2014 de varios premios Oscar. Después de mil peripecias, en las que en realidad la protagonista ha sido un minúsculo juguete primero de la tecnología y luego de las órbitas espaciales, Sandra Bullock, que antes estuvo protegida por una escafandra pero que ahora revelará sin pudor los estragos de la cirugía estética en su rostro, vuelve a la Tierra, logra zafarse de la cápsula en que viajó y emerge triunfante del agua –en una suerte de canto new age a la vida– grande, segura, majestuosa y templada. No será fácil encontrar engreimiento tan vacío como el que Alfonso Cuarón reservó para este cierre.

Con los finales que llamo raros el asunto es distinto. Estos desenlaces son los que desvían la obra en una dirección distinta de la que traían. Son finales perturbadores y difíciles de explicar. Son finales que no cierran, sino que abren la mirada a un abismo que jamás habíamos sospechado y que estaba al lado. Dicho así, no se me ocurre final más raro que el del cuento «Los muertos», de James Joyce. Es uno de los relatos de Dublineses y es con mucho el más enigmático de todos. Bien puede ser uno de los momentos más enigmáticos de la literatura europea del siglo xx.

La trama es muy simple. Corre el año 1904 y, como en todas las Epifanías (que es la fiesta del 6 de enero en la tradición católica, y que recuerda el momento en que los Reyes Magos advirtieron la divinidad de Cristo), Gabriel y Greta, un matrimonio de mediana edad, acuden a la casa de las Morkan, las ancianas tías del marido. La historia está contada desde su perspectiva. El encuentro tiene su ritual y reúne a familiares y amigos.

Con su acostumbrada bondad, las adorables ancianitas han dispuesto una cena pantagruélica y, como ocurre todos los años, el encuentro vuelve a ser un buen momento para avivar los ánimos, recordar los viejos tiempos, hablar de la gente que ya no está y cantar canciones tradicionales irlandesas. Luego el protagonista y su mujer se van de la comida y llegan al hotel donde se hos- pedan pasada la medianoche. Gabriel, que vio a su mujer emocionarse hasta las lágrimas justo cuando escuchaba una antigua canción de amor, le pregunta por su reacción. Greta le dice que no es nada, que fue producto de la intensidad de las emociones del día y del encuentro familiar, pero después admite, entre llantos, que esa antigua melodía la devuelve a un viejo amor de juventud, que concluyó cuando el chico terminó matándo- se. Es la primera vez que el marido oye que hubo alguien antes que él, y tras la revelación lo inva- de un sentimiento indefinible de tristeza pero también de comunión. De comunión con sus tías, con su familia, con el pasado, con su mujer e incluso con ese joven que él no conoció y cuyos restos descansan en algún cementerio cercano. Es la epifanía. Joyce entendía la epifanía como «la percepción súbita de la esencia de las cosas, la visión del núcleo de una persona, idea o cosa». Lo que antes no era visto ahora se ve.

El final no es grandioso. Es simplemente cósmico. Gabriel se conduele de las lágrimas de su mujer y se da cuenta de que su amor por ella es mayor de lo que creía, y cubre también el pasado de Greta. Nunca había sentido algo parecido por ninguna otra mujer. Afuera cae la nieve. Cae la nieve sobre la totalidad de los campos de Irlanda. También sobre las lomas del cementerio donde descansa el cuerpo del joven suicida. Las últimas líneas del cuento dicen así: «Reposaba [la nieve], espesa, al azar, sobre una cruz corva y sobre una losa, sobre las lanzas de la cancela y sobre las espinas yermas. Su alma [la de Gabriel] caí lenta en el sueño al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos».

Este final –inspirado, maravilloso, lleno de sugestiones que no se alcanzan a definir y tampoco a entender muy bien– tributa mucho antes a la lógica de la poesía que a la lógica de la razón.En «Los muertos» casi no hay trama: nadie mata a nadie, nadie rompe con nadie, no hay acontecimiento espectacular alguno. Sin embargo, no conozco muchas novelas ni cuentos ni películas que me hayan interpelado con tanta vehemencia y me hayan dejado tan metido con su desenlace.

No es lo mismo, pero quizás algo de eso, un poco, hay en el final de la mejor película de Woody Allen, Crímenes y pecados (Crimes and Misdemeanors, 1989). Crímenes y pecados es, junto a Match Point, posiblemente la más dostoievkiana de las obras de Allen y está básicamente inspirada en el lamento de Job. Job es un personaje muy entrañable de la Biblia que se fastidia con la divinidad porque no alcanza a comprender por qué a él, que cumple con los mandamientos y ama al Señor, le va tan mal, en circunstancias de que al del frente, que no observa ninguno de los mandamientos, le va tan bien. Job en la película es el personaje interpretado por el propio Woody Allen y el del frente es un oftalmólogo exitoso, el doctor Judah Rosenthalt (Martin Landau), socialmente prestigiado e implicado en un turbio asesinato por encargo. Pero nunca lo inculpan y el crimen jamás llega a rozarlo. Al final de la cinta los dos personajes, que no se conocen, se encuentran en una fiesta matrimonial en el Waldorf Astoria de Manhattan. E intercambian algunas opiniones sobre la vida, la culpa y Dios. Mientras lo hacen, la cámara se aleja y se queda con la figura de un rabino ciego que está bailando con su hija, la novia. La imagen se va centrando en ellos dos y se oscurece el entorno. Padre e hija quedan recortados por un solo haz de luz. También ahí hay algo superior al plano y que está y no está en el plano. La película había comenzado hablando de la mirada de Dios. No es casualidad que Judah Rosenthalt sea oculista. No es casualidad tampoco que el rabino sea ciego. Es un final extraordinario.

John Huston hizo una preciosa adaptación de «Los muertos» (The Dead, 1987). En Chile se exhibió con el título de Desde ahora y para siempre, que es lo mismo que nada. Trabajaban Anjelica Houston, Donald McCann y otros actores poco conocidos. La versión de Huston mantiene el espíritu del relato. La ambientación es notable y todo está hecho con una delicadeza a la altura del genio de Joyce. No solo por este concepto es una película valiosa. Fue también la última realización de su autor, el testamento de Huston, por decirlo así, el último cineasta auténticamente salvaje que habitó Hollywood, y quizás si uno de los primeros cineastas realmente modernos. Lo que hizo no fue una obra estrictamente funeraria, aunque sí es una realización que, celebrando la vida, se entiende y se aprecia mejor desde la cercanía de la muerte.

Si puede o no una película alcanzar los niveles de plenitud que tiene el relato de Joyce es discutible. Algo necesariamente se pierde en las adaptaciones –y de ese lamento se ha nutrido por décadas la crítica de cine–, aunque a veces también algo se gana. El balance de esta película es muy superior al promedio de las adaptaciones literarias. En términos de inspiración y capacidad reveladora, de puesta en escena y lirismo, está por encima incluso de la media superior.

Corresponde dejar fuera de lo que he llamado «finales raros» aquellos que hacen saltar los ejes dramáticos de la historia, por decirlo así, dirigiéndolos hacia un plano expresivo que aplica a la naturaleza de la expresión fílmica, no al relato propiamente tal. Una vez que, en El sabor de la cereza (1997), el protagonista consigue dar con quien pueda comprometerse a enterrarlo cuando él se quite la vida, que es lo que ha estado intentando durante toda la película, la cámara se aleja y lo que vemos es el lugar donde donde Abbas Kiarostami ha estado filmando. Circulan camiones, hay un destacamento de soldados y aparecen los técnicos con la cámara. Sí, era una historia. Pero solo una película. Es un desenlace brechtiano que muestra las tripas del cine, aunque poco agrega a la historia que la película ha contado.

Algo parecido ocurre en Un hombre con suerte (O Lucky Man, 1973), un ácido comentario a la Inglaterra de los años de Thatcher, donde el director Lindsay Anderson se la juega por un final resueltamente alegre y todo el reparto termina uniéndose a los técnicos de la película para terminar bailando frenéticamente en el estudio donde se rodaba la última escena. Se trata de un chiste que tampoco agrega gran cosa a la película. Y nada tiene de raro, en el sentido señalado.

¿Por qué importan los finales?

Los finales importan no solo porque calibran el ánimo con el cual salimos del cine y volvemos a casa. También son la manera en que los relatos saldan sus cuentas internas, restableciendo la justicia, el orden, la paz, el amor, la bondad o la comprensión allí donde antes hubo violencia, despojo, caos, matonaje, guerra, maldad o intolerancia. A veces, es cierto, ocurre todo lo contrario, pero esto, descontado que a la posmodenidad le gusta apostar a contrapelo, también puede tener un sentido profundo y definitivo. Al margen de eso, sin embargo, los finales también nos interesan por otro orden de consideraciones: porque reproducen estructuras míticas que tenemos muy internalizadas en la conciencia (el mito de Edipo, la búsqueda del Santo Grial, la salida al mundo, la vuelta a la patria o el hogar, el viaje a El Dorado…), porque interpelan nuestra conciencia moral en términos de premios y castigos y porque en definitiva nos conectan con modos de entender el mundo o la vida como un relato, como

La idea de la redención como desenlace es tan antigua que tributa a la tragedia griega y ha estado tradicionalmente asociada a efectos catárticos. Quizás esa parte Hollywood nunca la estudió demasiado, pero sus guionistas la intuyeron desde temprano.

un cuento que tiene planteamiento, desarrollo y, por supuesto, desenlace. Siendo así, qué de malo puede tener reconocer que la vida puede ser interpretada de varios modos: como un viaje inacabable, como un regreso, como una aventura de la cual no se vuelve igual, como un sueño más o menos engañoso, como una pesadilla, como un pedaleo en banda, como una oportunidad de crecimiento o de redención… Parece que hubiera infinitas posibilidades para un desenlace, infinitos formatos, pero en verdad no son tantas ni tantos.

La idea del final como viaje inacabable está por ejemplo en las viejas películas de Chaplin y sobre todo en el western clásico.

Chaplin siempre se terminaba yendo. Como personaje, como modelo de sintonía emocional con los demás, es demasiado raro, demasiado especial para echar raíces o asentarse, para quedarse, para constituir familia, para pasar a ser uno más. Después del incidente, del desafío o de la prueba, parte, se va, se aleja solo. En cierto sentido, no es de este mundo. El héroe del Oeste tampoco lo es. Solo interviene para imponer justicia. Y una vez que lo logra parte de nuevo.

El mejor final de la historia del cine, que es también el mejor comienzo, es para mí el de Más corazón que odio, el western posiblemente más vibrante, hermoso y patológico que haya existido. La película, que parte igual a como termina, comienza cuando Ethan Edwards ( John Wayne) llega a casa de su hermano. La puerta de la casa se abre y aparece a la distancia su cabalgadura. Es un jinete hosco, endurecido y fatigado. Viene de la guerra de Secesión, donde luchó por el bando derrotado, el de los confederados. Cuando llega a la casa de su hermano se entera de que su sobrina menor fue secuestrada cuando pequeña por los indios comanches. Y parte a buscarla con un pequeño grupo. Esa es la película. Al final la trae de vuelta a casa y él vuelve a partir. La puerta se cerrará. Es su destino. No vale la pena ni siquiera discutirlo: no hay final más hermoso, más grandioso, más épico, más desgarrador, en película alguna. Esas imágenes son la Capilla Sixtina del séptimo arte.

El retorno a casa –¡oh, Ulises!– también es un gran desenlace. Eso lo supo siempre Frank Capra, el gran trovador de la democracia americana, con títulos como ¡Qué bello es vivir! o Caballero sin espadas. Pero la vuelta a casa, claro, no siempre es gozosa. En El francotirador las imágenes del grupo de amigos que recuerdan a los que quedaron en Vietnam son desgarradoras. Uno está paralítico de las piernas. Otros lo están del corazón. Todos están lastimados. Todos perdieron algo. Lo único que los sostiene es la amistad y los acordes de «God bless America», el himno que tratan de entonar. Un final inolvidable.

La vuelta a casa es con el alma dividida en Los puentes de Madison, otro de los grandes finales del cine de los años noventa. Meryl Streep es una dueña de casa que, en ausencia de su familia, ha vivido dos o tres días inolvidables junto a un fotógrafo que le robó el corazón. La familia ahora ha vuelto y llega el momento de decidir. O la casa –sus niños, el tipo rudimentario aunque bondadoso que es su marido, el hogar y sus rutinas– o el fotógrafo y la aventura que la están esperando bajo la lluvia. Ella tiene que decidir y el amante ya no es el macho irresistible que la sedujo sino un hombre muy disminuido, casi un gato mojado, que aguarda destrozado interiormente y a la intemperie. Pareciera haber envejecido bajo el torrencial aguacero. El suspenso se mantiene hasta el final y reproduce un dilema que muchas mujeres terminan planteándose. No es una opción entre ganar o perder. Es entre perder y perder. O abandonarlo todo y vivir con la culpa por siempre o renunciar a la aventura para recriminarse de por vida no haber sabido aprovechar la oportunidad irrepetible. Hay que tener la mano de un maestro como Eastwood para terminar una película con este nivel de intensidades.

El tema del retorno es ferozmente dramático en Chinatown (1974). Esta obra maestra de Roman Polanski en el fondo navega por los mares de un tema de calado mayor dentro de la poética literaria y cinematográfica estadounidense: la idea de la segunda oportunidad. La cinta cuenta la historia de Jake Gittes, un policía que no hizo las cosas demasiado bien en Chinatown en otra época puesto que a raíz de ello alguien murió, él perdió su empleo y trabaja ahora como investigador privado. Recibe un día la visita de una mujer que le pide investigar a su marido por un caso de adulterio, pero después de que este aparece muerto las cosas se complican. Jake Gittes establece contacto con otros personajes, se enamora de una mujer extremadamente atractiva (Faye Dunaway) que ha sido abusada por su padre ( John Huston) y que él tratará de salvar. Pero no lo conseguirá. En la última escena la mujer, que ha logrado huir conduciendo un automóvil, recibe un disparo precisamente del padre. La mujer cae sobre el manubrio, el auto se estrella y queda sonando la bocina. Todo el episodio se desarrolla en el Barrio Chino, que es de donde Jake Gittes salió y adonde la fatalidad lo trae de regreso. El rostro de Jack Nicholson se ve más «achinado» que nunca. Es un final soberbio.

A Wilder lo que es de Wilder

Si el de Más corazón que odio tiene sobrada autoridad para erigirse como el final más bello de la historia del cine, un mínimo sentido de justicia obliga a reconocer en el de Sunset Boulevard el más dramático, el más denso y el más jugado en distintos planos de significación. Con este final imponente el viejo Billy Wilder, aparte de rematar una historia equívoca de ribetes góticos, la de un pelafustán endeudado que huyendo de sus acreedores ingresa a la mansión de una antigua estrella del cine mudo, que ha vivido por décadas obsesionada con su regreso a las cámaras, rescata a un gran cineasta olvidado –Eric von Stroheim– y a modo de homenaje lo hace dirigir la última escena que entregaría al cine. Es un final ex- traordinario, entonces, donde se cruzan muchos planos. Norma Desmond ha dado muerte al pe- lafustán que ha interpretado William Holden, pues este, aprovechándose un poco de su fortu- na, ha jugado con sus afectos y también con su estabilidad emocional. La policía está en camino y comienzan a llegar los periodistas a la man- sión. Norma se ha refugiado en el segundo piso y se niega a bajar. Su mayordomo, entonces (que es von Stroheim), y del cual nos hemos enterado que era el director de las películas mudas de la diva, le ordena descender porque, le dice, roda- rán la toma inicial de la película que marcará su regreso. Norma, completamente chalada, baja y, camino de caer en manos de la policía, siente que sus días de gloria han vuelto porque su leal colaborador la está dirigiendo de nuevo, porque los focos de la prensa vuelven a estar sobre ella y porque su estrellato, alguna vez amenazado, vuelve a brillar como en sus mejores días. Un final grandioso y patético a la vez.

Wilder tuvo otro no menos destacable en Una Eva y dos Adanes (Some Like It Hot, 1959). Jack Lemmon todavía va vestido de mujer para huir de los gánsters y tiene la mala suerte de cautivar a un millonario, que es el papel que hace Joe E. Brown. Ambos van en un bote y Lemmon va enumerándole sus mañas para disuadir al viejo de su idea de casarse. El millonario se las desarma todas. Cuando al final le dice que es hombre, el otro le dice que no importa, que nadie es perfecto, una réplica que haría historia.

El final es el comienzo

La idea de la redención como desenlace es tan antigua que tributa a la tragedia griega y ha estado tradicionalmente asociada a efectos catárticos. Quizás esa parte Hollywood nunca la estudió demasiado, pero sus guionistas la intuye- ron desde temprano. Casi todo el cine negro –ese género donde la intriga criminal se cuenta desde el lado de los malos– está montado sobre este eje. El llamado Código del Pudor se preocupó por años que el crimen no pagara, que el asesino o delincuente no se saliera con la suya, y por eso en estas películas son frecuentes los gestos postreros de honorabilidad, simpatía, encanto o simple humanidad por parte del antihéroe antes de enfrentar la muerte con una cierta dignidad. La muerte lava y de alguna manera purifica epopeyas tan incorrectas como las de los gánsters de Mientras la ciudad duerme, Dillinger o Bonnie & Clyde. Incluso tras una vida tan violenta como la de Vito Corleone en El Padrino la muerte del patriarca, con todo lo dramática que es mientras corre con su nieto por el jardín, tiene belleza y un chispazo de lirismo incluso.

El sentido de la redención es bastante más oscuro en Toro salvaje. La cinta es un acabado estudio sobre un boxeador que va ascendiendo en su carrera en la misma medida en que va cayendo interiormente. En Jake La Motta, el protagonista, hay demasiados demonios. Demasiadas pulsiones que lo inducen a lastimar a los que quiere, a golpear a la mujer con que formó un hogar, a ceder a dinámicas autodes- tructivas muy tóxicas. Jake La Motta cae hasta lo más bajo. Va a la cárcel por el delito de estupro. Sale de la prisión y hace un show patético en su propio cabaret, donde imita a Marlon Brando repitiendo algunas líneas de los parlamentos de Terry Malloy, el protagonista de Nido de ratas. La Motta está bien acabado pero a su modo sigue bravuconeando. Le avisan que tiene que salir, que el show está por comenzar. Las imágenes se apagan. No hay epifanías. Pero algo parece haber ocurrido. La cinta se cierra con una cita del evangelio de san Juan que no consigue despejar totalmente el oscuro sentido del relato: «Si es o no un pecador –les dice el ciego a los fariseos que le preguntan por Cristo–, yo no lo sé. Lo único que sé es que antes no veía y ahora veo».

Hay finales que sugieren que hay bastante más después del final. Son desenlaces que nos dicen que esto no termina aquí, que tras el fin empieza otra historia, incluso otra película. Esa idea tiene en El Padrino un remate espléndido. Desgarrado por el conflicto que ha tenido siempre entre su propia identidad y la familia, entre si optar por su mujer y sus hijos o hacerse cargo de los asuntos paternos, Michael Corleone vuelve del bautizo de uno de sus sobrinos a casa con su mujer. Ella le pregunta si es verdad que, como se sospecha, ha dado muerte a su cuñado. Michael le dice que es la última vez que responderá una pregunta de este tipo, y lo niega. Kay, confundida, no sabe a qué atenerse. Ella ha estado presionando con insistencia a su marido para que vayan a rehacer su vida matrimonial a otra parte, antes de que sea tarde. Pero obviamente no es lo que Michael hará. De hecho, en la propia ceremonia del bautizo, durante la cual se desarrolla una razzia muy a fondo entre los suyos y sus enemigos, Michael se ha comprometido irreversiblemente. La última imagen lo muestra en una sala de la casa con los lugartenientes de su padre. Los hombres se le acercan y le besan la mano. Es una suerte de investidura privada, y se cierra la puerta. Él se queda adentro, su esposa afuera. Acabada la era de Vito Corleone, comienza la era de su hijo. No hay mucho más que decir. Es un fin, y también un inicio.

Se cierra un ciclo, se abre otro. Las películas que contienen ambos cabos se han popularizado en los últimos años en función de la necesidad de darle continuidad a las historias en una secuela. Por las dudas, siempre es mejor dejar una puerta abierta. Creo que en una de las secuelas de Robocop, no en la cinta original de Paul Verhoeven de 1987, el indestructible policía mecánico ya se ha convertido en un pequeño comprimido de chatarra y para sus enemigos todo parece bajo control. Hasta que una lata se mueve, una luz se activa y, bueno, el espectador queda emplazado para saber lo que vendrá en la película siguiente. En una preciosa película de John Carpenter, Christine (1983), inspirada en un relato de Stephen King sobre un fantástico Buick de color rojo que también tenía vida y sentimientos muy destructivos, estaba eso mismo pero bastante antes.

Sin embargo, el sentido con que termina El arca rusa (2002), de Alexander Sukorov, para dar por establecido que las cosas aquí no terminan no tiene nada que ver con las ventanas de continuidad que dejan las películas que quedan abiertas para una secuela. El arca rusa reconstruye en una sola toma el relato de un diplomático francés sobre el Palacio de Invierno construido por Pedro el Grande en San Petersburgo, y es- cenario de la última gran fiesta que el zarismo ofrece en 1913 a la nobleza de la época. Acaba- da la fiesta, cerca ya del amanecer, los nobles y aristócratas bajan y bajan por las escalas del palacio en un cortejo de inolvidables contornos fúnebres. La secuencia puede durar unos vein- te minutos, calculo. Los nobles bajan y bajan y siguen bajando y el torrente de rostros empolva- dos, de trajes espléndidos, de fastos, vanidades y joyas es variado, mortuorio, interminable. Al final saldrán a la helada mañana cuyos primeros resplandores los reciben en la puerta. Hay algo de luz, hay algo de nieve y esas claridades que anticipan muy vagamente lo que ocurrirá con estos nobles y diplomáticos. El palacio parecie- ra estar flotando sobre el agua. La revolución está ya a la vuelta de la esquina y nadie lo sabe. No concluye de forma muy distinta, digamos, El gatopardo de Luchino Visconti, después del increíble baile de compromiso entre Angelica y Tancredi, que puede tomar alrededor de cuarenta a cincuenta minutos de proyección.

Las trampas del final

Los amigos de los finales sorprendentes, esos que obligan a rebobinar toda la trama a partir de una revelación postrera, que cambian todo el sentido de cuanto hasta ese momento hemos visto, tienen una especial debilidad por Sexto sentido (1999), la primera y quizás única cinta de M. Night Shyamalan que logró convencer a los críticos. Sexto sentido es la historia de un siquiatra infantil que atiende a un chico de Filadelfia que ve y escucha fantasmas. Es el segundo caso de ese tipo que atiende el protagonista. Bruce Willis hace lo posible y lo imposible por ayudar al niño. Las imágenes finales darán cuenta de que al comenzar la historia el siquiatra ya estaba muerto.

Claro que es sorprendente. Pero, si es por sorpresa, el final de El planeta de los simios (1968, dirigida por Franklin J. Shaffner) puede ser aun más efectivo. El protagonista es un astronauta que, luego de un viaje de dieciocho meses por el espacio, se estrella con sus compañeros en un lago que desconocen. Poco después advierten que han aterrizado en un territorio habitado por simios, los cuales proceden a enjaularlos. Al final el protagonista logra evadirse de sus capto- res en una embarcación que zozobra, y las olas arrastran su cuerpo hasta una playa donde topa con restos de la Estatua de la Libertad. No han pasado dieciocho meses sino miles de años y la especie humana se ha extinguido. Como tributo a la imaginación apocalíptica no estaba mal. Para qué negarlo.

Así como hay películas con finales previsibles, estirados como chicles y demorados hasta el fastidio, también las hay con finales secos y tan abruptos que parecieran amputar la narración. Los más efectivos que recuerdo de este tipo de final corto son el de Busco mi destino (Easy Rider, 1969), que termina con el balazo contra el protagonista disparado por un campesino imbécil solo porque le disgustan los jóvenes pelucones y en moto, y el de Thelma & Louise (1991, dirigida por Ridley Scott), cuando las dos protagonistas, sabiéndose atrapadas, dirigen el auto contra un acantilado, íntimamente convencidas de que es preferible morir a caer cautivas.

Un texto como este, dictado más que nada por la subjetividad de la memoria, no estaría completo sin alguna referencia a una película si se quiere menor de los años ochenta, Secretaria ejecutiva (Working Girl, 1988), pero a la cual Mike Nichols inyectó se diría que a presión inteligencia pura en una portentosa toma final. Secretaria ejecutiva es la historia de una chica de esfuerzo que logra hacerse asistente del gerente general aun cuando una de las ejecutivas de la organización (Sigourney Weaver) la odia. Al final consigue el puesto y llega triunfante a su lugar de trabajo. Todos la saludan y felicitan. La protagonista toma posesión de su espaciosa oficina y se queda mirando por la ventana. El último plano es ella en esa ventana. La cámara comienza a alejarse y advertimos que esa posi- ción, esa ventana, es una entre miles y miles en la ciudad de los rascacielos. No es más que una hormiga. Pocas veces el cine relativizó tanto un triunfo, y se necesitaba una mente sagaz y som- bría para hacer eso. En sus mejores películas, Nichols siempre aplicó descuentos al supuesto heroísmo de sus personajes (Dos pillos y la heredera, Silkwood, Heartburn, Closer)

Puede parecer un acto de infame matonaje circunscribir los grandes finales al puro cine americano. Sí, el reparo es legítimo porque en este plano el cine europeo y latinoamericano y africano y eslavo y nórdico e indio también califican. Sin embargo, el hecho concreto es que en ninguna parte la fe en el relato tradicional –comienzo, desarrollo y desenlace– y la fe en una trama que en definitiva debe desanudarse es tan fuerte como en los Estados Unidos. George Bernard Shaw pensaba que el argumento era la tragedia del drama serio, y la idea de separar el ardid de la trama de la mirada más perdurable que hay en la obra –asumiendo que la trama es el caramelo y la mirada es lo importa– ha estado siempre en la conciencia europea. En la buena y en la mala. Hollywood no tiene cargo de conciencia alguno en este sentido. Para Cesare Zavattini, gran guionista y teórico del neorrealismo italiano, el sueño dorado era poder filmar alguna vez la película sobre un día en la vida de un hombre al cual no le ocurriera absolutamente nada.

Si fuera por finales abiertos (Los 400 golpes, de Francois Truffaut), finales angélicos (Ocho y medio, de Federico Fellini), finales ambiguos (Sin aliento, de Jean Luc Godard), es muy posible que los estadounidenses no fueran al cine. Lo que para la película europea de autor, in extremis, es perfectamente lícito y puede dar lugar a sesudos comentarios críticos –como el final de El eclipse (1962), de Michelangelo Antonioni, por ejemplo, en que dos amantes quedan de encontrarse en una esquina y el penúltimo día no acude ella y el último tampoco acude él, de suerte que al lugar no llega nadie y con esa imagen nos volvemos a casa–, en Estados Unidos podría terminar por lo bajo con salas incendiadas.

Los finales nos importan. Nos estremecen, nos irritan, nos convencen, nos emplazan, nos emocionan, nos contrarían. Mientras eso siga ocurriendo nunca será del todo cierto que el cine ya abandonó el lugar de las artes vivas.