Intuiciones certeras

Presentacion de Joaquín Fernandois

Espero que Ian Gibson no se moleste si digo que, aunque irlandés, pertenece a este mundo angloparlante que ha sido una parte activa de la vida cultural de nuestro país, de España, de América del Sur, de América Latina. Un irlandés especial porque no viene del origen católico, se nota. Pero tampoco es anglicano, es metodista, minoría dentro de una minoría dentro de una minoría; es como una cebolla, a propósito de la metáfora que usa para referirse a Dalí. Creo que parte de la historia intelectual española no se entiende sin estos observadores, tipo Gerald Brenan, Hugh Thomas, Paul Preston, Gabriel Jackson, Stanley Payne, Raymond Carr, que son muy importantes. Sin esos historiadores angloparlantes –o anglosajones, habría que decir–, nuestra historiografía, desde mediados de siglo o desde la década de 1930, no está completa. Yo creo que una parte de nuestra historia está hecha fuera de Chile, y en todos los países latinoamericanos pasa lo mismo. Eso ha cambiado porque hay muchos chilenos formados en Estados Unidos o Inglaterra que trabajan en ambas partes, o trabajan más allá que en Chile. Yo no encuentro en esto nada peligroso ni inconveniente, hay diferencias y percepciones distintas, pero es muy importante que las haya. En el caso de España, Jackson y Thomas fueron hombres fundamentales para comprender ese país en un momento dado, al comenzar la segunda mitad del siglo XX.

En cuanto a Ian Gibson, es difícil situarlo en una especialidad, pero creo que él es una combinación de historiador cultural e historiador político. En historia cultural, combina dos cosas: el análisis de texto, pero un análisis sensible al texto, y lo que podríamos llamar sociabilidad cultural, es decir, el mundo de los artistas, los intelectuales y su relación con el acontecer del siglo, que muchas veces resumimos con la palabra política, pero a veces se queda un poco estrecha.

Es autor de grandes biografías, ve la biografía como un método para entender la época y al autor. Viene ahora una biografía suya de Buñuel y su papel durante la guerra civil española. Yo he podido leer en forma incompleta su extraordinaria biografía de Federico García Lorca; para muchos de este grupo anglosajón, y debido a su impacto en otros países, la guerra civil española es un fenómeno que en Europa y América marcó políticamente hasta mi generación –yo nací el 48, entre paréntesis–, e incluso en mi generación estamos muy marcados. Creo que en el caso de Chile, más que de otros países de América Latina, hay un paralelismo político entre la España de los treinta –y quizás la de antes– y la de ahora. El golpe del 73 se explica en parte en España, porque los dos bandos decían «que no nos pase lo de allá». En la izquierda chilena, la cultura política de la guerra civil influyó para su propia interpretación en los cuarenta, en los cincuenta, en los sesenta, y creo que a comienzos de los setenta algo de eso hubo también. O sea, esta no es una historia tan ajena a nosotros tampoco, pero siento que para las nuevas generaciones ya es algo más lejano.

Ian Gibson es un observador comprometido, toma partido con altura intelectual. Usa generosamente el epíteto de fascista para la España media, pero tiene también unos estudios matizados interesantes sobre algunas figuras de la extrema derecha española, tratando de entenderlos por dentro, sin una mirada puramente condenatoria. La biografía de Lorca me llamó la atención por algunos puntos que a lo mejor para un historiador netamente cultural no son tan extraños, pero que a mi juicio captan muy bien esa relación vida-obra que es compleja, contradictoria, muy difícil. Interpretar la obra por la vida y la vida por la obra nos puede llevar

a engaños, pero existe una relación entre esos dos aspectos, es una carta, un juego. Hay una observación ahí que, citando a Jorge Guillén, habla sobre la naturaleza juglaresca de García Lorca. Esto es algo muy interesante, y me quedé meditando si la poesía no podría revivir si lograra retomar esas raíces, porque hay algo en la poesía que tiene que ser leída en voz alta entre varios, como en una suerte de fiesta. Gibson habla en el libro de las reuniones entre Neruda y García Lorca, con mucho vino, muchas fiestas que duraban días, pero consta que los dos eran muy leídos y muy cultos; no sé muy bien a qué hora lo hacían, pero analizando los textos de ambos, obviamente que esta dedicación a la lectura existió. En Estados Unidos, García Lorca siente empatía con el mundo negro y otros sectores, pero también una visión yo diría matizada sobre la experiencia norteamericana, eso está muy bien transmitido; en cuanto a Cuba, el poeta defendía la afinidad andaluza con el mundo cubano. Planteaba que hay una especie de Nueva España en Cuba, un país que por estar ligado con España hasta fines  del siglo XIX tendría más raíces españolas que cualquiera de los otros países latinoamericanos. Su relación con la política cubana es más indirecta, y a propósito delo que dice Ian Gibson, yo diría que Lorca sí tiene una simpatía sociocultural con lo que podríamos llamar la izquierda, pero no es necesariamente un activista político, no tiene mucha opinión sobre Cuba, que en su caso era la Cuba de Machado. Sabemos que la historia de Cuba ha estado ligada a figuras fuertes. Machado en los veinte y comienzos de los treinta. En los treinta, cuarenta y cincuenta, Batista. Desde fines de los cincuenta hasta hoy, los Castro. Es como un sino de ese país especial. Y por otro lado, Cuba tiene una vida propia.

Ese es un capítulo que encontré hermosísimo, uno siente el aire cubano, la atmósfera cubana. El tema de la homosexualidad en García Lorca está tratado con mucha finura, con altura.

Gibson es autor también de novelas, ha combinado la escri tura de la historia con la de novela. Yo hago un curso de teoría de la historia y siempre hablo de esta relación, porque los historiadores han inventado muchas cosas, y no nos queda otra. Hugh

Thomas tiene también una teoría al respecto, cuando afirma:

«Yo sé que esto es así pero no lo puedo comprobar, entonces escribo una novela». Acerca de si la novela es más reveladora que la investigación histórica, Ian Gibson dice: «A veces he pensado que es posible, porque [en la novela] uno está trabajando con intuiciones y podría ser que fuesen certeras. La imaginación del novelista puede aportar sugerencias al historiador. El novelista sospecha, intuye algo y puede elaborar situaciones que tal vez luego resulten relevantes a la hora de conocer la verdad».

Para terminar, Gibson tiene un juicio interesante porque se está dedicando a la España

del siglo XIX, me parece, como una nueva pasión. Dice que ese país vivió a salto de mata en el siglo XIX, y creo que tenemos que entender eso para entender también a América Latina en los siglos XIX y XX. Hay un paralelismo bastante grande. «Las cortes de Cádiz –dice Gibson en una entrevista– elaboraron una de las constituciones más modernas de Europa.» Tal vez la más avanzada. Después sabemos que hubo un retroceso. Yo invito a pensar esta frase, esta idea y este ejemplo sobre las cortes de Cádiz en nuestra América Latina, donde todavía tenemos pendiente este tema

Federico García Lorca y Rubén Darío (con Pablo Neruda, atento, al lado)

Ian Gibson

Buenos Aires, 20 de noviembre de 1933. Banquete del Pen Club en honor de dos grandes poetas: el español Federico García Lorca –que acaba de llegar a la ciudad para asistir al estreno de Bodas de sangre– y el chileno Pablo Neruda.

Para sorpresa de los presentes, a la hora de los agradecimientos ambos se levantan simultáneamente, en lados opuestos de la mesa, como si se tratara de un error. Llevan en la mano unos papeles. «Señoras», dice Neruda. «Y señores», dice García Lorca, y explica a renglón seguido que se trata de un discurso «al alimón». Es decir, un discurso elaborado a imitación de la poco practicada suerte torera en que dos espadas, agarrando la misma capa, lidian el temible astado.

¿Y el tema del compartido lance? Nada más y nada menos que enaltecer a Rubén Darío, reivindicar a Rubén Darío, romper una lanza en favor de Rubén Darío, muerto diecisiete años antes y, a juicio de los dos poetas (que se acaban de conocer), muy injustamente olvidado en la metrópoli argentina, donde no le han dedicado ni un monumento, ni una calle, ni una plaza… ni una tienda de rosas.

Y eso que Rubén amaba Buenos Aires y había entonado el elogio al país en su Canto a la Argentina.

 ¡Era injusto!

Neruda: «Vamos a repetir su nombre hasta que su poder salte del olvido». Lorca: «Vamos a nombrar al poeta de América y de España». Neruda: «Merece su nombre rojo recordarlo en sus direcciones esenciales, con sus terribles dolores del corazón, su incertidumbre incandescente, su descenso a los hospitales del infierno». Lorca: «Como poeta español, enseñó a España a los viejos maestros y a los niños, con un sentido de universalidad y de generosidad que hace falta a los poetas actuales. Enseñó a Juan Ramón Jiménez y a los hermanos Machado, y su voz fue agua y salitre en el surco del venerable idioma». Neruda: «Lo trajo a Chile una marea, el mar caliente del norte, y lo dejó allí el mar, abandonado en costa dura y dentada, y el océano lo golpeaba con espumas y campanas, y el viento negro de Valparaíso lo llenaba de sal sonora». Lorca: «Fuera de normas, formas y escuelas queda en pie la fecunda sustancia de su gran poesía… Pablo Neruda, chileno, y yo, español, coincidimos en el idioma y en el gran poeta nicaragüense, argentino, chileno y español Rubén Darío…».

Nada más poner los pies en Buenos Aires, García Lorca había discrepado cortésmente de un periodista que se permitió el lujo de aludir con retintín a lo que calificaba como «excesos» de Rubén. Y poco después, ante el público que abarrotaba el teatro Avenida, se había referido al «gran poeta de América [que] cantó, con voz inolvidable, la gloria de la Argentina, poniendo vítores azules y blancos en las pirámides que forman la zumbadora rosa de sus vientos».

Es probable, por ello, que la idea del discurso al alimón partiera de él.

El estudio detenido de la alocución y sus imágenes sugiere, además, más fervor, más pasión y más genuino compromiso rubeniano por parte de Lorca que de Neruda, lo cual no es sorprendente toda vez que fue Darío, creo que sin lugar a dudas, el poeta que más había influido en la vocación lírica del español, el poeta a quien más debía.

Cuando yo empecé a estudiar literatura francesa y española en el Trinity College de Dublín, con mis tiernos dieciocho años a cuestas, oía con frecuencia en clase, o leía, enunciados como «Walt Whitman influyó profundamente en León Felipe» o «Baudelaire ejerció una influencia determinante sobre los poetas simbolistas». No entendía nada. ¿Qué era eso de las influencias poéticas?

¿Cómo funcionaban? Muy tímido entonces, nunca me atreví a preguntárselo a mis profesores, para no demostrar mi ignorancia. Y tardé mucho en caer en la madre del cordero, en comprender que la poesía viene de la poesía, que no nace por combustión espontánea, que no puede brotar en un vacío verbal ni tampoco a consecuencia de alguna inusitada intervención divina. Que el joven que empieza a componer versos lo hace invadido o poseído o impelido por un poema o poemas que ha leído u oído.

Ahora sé también que acertó quien dijo «Por sus influencias los conocerás». Por sus influencias, me apresuro a añadir, no siempre reconocidas públicamente por quien las ha recibido, pues los poetas a menudo se encargan de disfrazarlas o de minimizarlas, casi casi como si temiesen ser descubiertos in fraganti o acusados de plagio.

¿Por qué, cuando somos jóvenes, nos habla de una manera muy personal un poeta, o un poema, y no otro?

Creo que tiene que ver con una afinidad previa, consciente o no. Una afinidad y una necesidad. El poeta invasor nos da algo que desesperadamente necesitamos, que buscamos y que, gracias a una inmensa suerte, encontramos en él. Me parece que fue lord Byron quien dijo: «Yo soy lo que admiro». No está nada mal. Si admiramos algo o a alguien es porque esta admiración corresponde a un acuciante e íntimo, acaso no confesado, «querer ser», a algo que nos hace urgentemente falta. Así funcionan, entiendo yo ahora, las «influencias» poéticas. Y así, entiendo, pasó con la de Darío sobre el joven Lorca, influencia más potente que sobre cualquier otro poeta incipiente de su generación, y eso que, en mayor o menor grado, la recibieron todos.

Tenemos la opinión al respecto de algunos de ellos. Dámaso Alonso, por ejemplo, ha recordado su encuentro con la poesía rubeniana en 1915, cuando tenía diecisiete años. «Siempre he creído ilustrador –nos dice– comparar el descubrimiento de la dulce nueva de Garcilaso para un adolescente de mediados del siglo XVI con lo que representó, para los muchachos de mi generación, el descubrimiento de Rubén Darío. ¡Qué novedad de voz, qué extrañeza de colorido, qué inaudita musicalidad, qué incógnito mundo de arte!». Pedro Salinas, que más adelante escribiría un excelente libro sobre Rubén, visitó al poeta en París justo antes de su muerte y se sabía de memoria muchos versos suyos.

Jorge Guillén recordaba que hasta el a veces mal gusto de Rubén, y sus ripios, encantaban a jóvenes poetas españoles que entonces, él incluido, hartos de las banalidades de Ramón de Campoamor y de Gaspar Núñez de Arce, buscaban su camino.

Vicente Aleixandre y José Bergamín estaban de acuerdo, como pude constatar personalmente escuchándoles en el alegre Madrid de los años setenta, tras la muerte del dictador.

A todos ellos, de hecho, les había sido imposible no sentirse marcados por Darío, por mucho que luego reaccionasen contra los elementos más decorativos y superficiales de su lírica.

Cuando murió Rubén en la Nicaragua de 1916, en plena guerra, a los 49 años –consecuencia del alcohol, su gran consuelo y su gran enemigo–, hubo auténtica consternación en todo el mundo de habla española, con primeras planas en los periódicos y un imponente alud de elegías, artículos y necrologías a ambos lados del Atlántico. Algunas lágrimas de cocodrilo también hubo, pues, como era inevitable, el vate tenía sus adversarios y sus detractores. Con todo, el consenso general era que había fallecido el Rey de la Poesía Hispanoamericana.

Quizás las palabras estampadas entonces por Miguel de Unamuno siguen siendo las más emocionantes, las más auténticas, las más sentidas.

Darío tenía alta estima por el pensador de Salamanca, pero al principio no fue correspondido. Unamuno se dio cuenta luego de su equivocación, y hubo entre ellos una sincera amistad. En su artículo necrológico, el autor de El sentimiento trágico de la vida dijo de Rubén, entre otras cosas memorables:

Le acongojaban las eternas e íntimas inquietudes
del espíritu, y ellas le inspiraron sus más
profundos, sus más íntimos, sus mejores poemas.
No esas guitarradas que se suele citar cuando de
su poesía se habla, eso de «la princesa está triste,
¿qué tendrá la princesa?» o lo del «ala aleve del
leve abanico» (…) versos de salón sin intensidad
ninguna (…) Si me hubiera dejado guiar por lo
que de él me recitaban los que decían admirarle
más, no le hubiese leído nunca. ¡Fortuna grande
que le conocí y descubrí al hombre, y este me
llevó al poeta! Al indio –lo digo sin asomo de
ironía; más bien con pleno acento de reverencia–,
al indio que temblaba con todo su ser, como el
follaje de un árbol azotado por el cierzo, ante
el misterio. Pues para él el mundo en que erró
–peregrino de una felicidad imposible– era un
mundo misterioso.

Rubén Darío es el poeta nombrado o aludido con más fervor en la asombrada y atormentada obra juvenil de Federico García Lorca, obra juvenil que hoy por fin conocemos en su totalidad y que comprende miles de hojas de teatro, poesía y prosas donde, en embrión, se esboza todo lo que va a venir después. Se trata de la juvenilia más voluminosa –creo no equivocarme al afirmarlo– de su generación poética. Juvenilia de verdad portentosa.

Si el Lorca adolescente admira profundamente a Darío, es en primer lugar porque Rubén cantó a Eros –a Eros y a Afrodita/Venus– como ningún poeta del mundo hispánico de entonces. Cuando el español escribe «Venus es lo profundo del alma», o «la figura de Venus desnuda sobre un fondo de espuma y de azules tritones es algo de nuestro cerebro», casi estamos escuchando a Rubén. Me parece que el joven Federico hizo suyo, entre otros muchos poemas del nicaragüense, la reflexión de Darío sobre Salomé en Cantos de vida y esperanza:

En el país de las Alegorías
Salomé siempre danza
ante el tiarado Herodes,
eternamente; y la cabeza de Juan el Bautista,
ante quien tiemblan los leones,
cae al hachazo. Sangre llueve.

Pues la rosa sexual, al entreabrirse,
conmueve todo lo que existe, con su efluvio carnal
y con su enigma espiritual.

La rosa sexual conmueve al abrirse, ciertamente, todo lo que existe. ¡Y cómo se abre en la obra lorquiana, desde su primer verso hasta el último!

El Lorca adolescente tenía otras muchas razones para admirar a Darío. Porque cantó con fervor a Cristo y a la Virgen (Lorca ama a María y hay en él una clarísima identificación con Cristo, pero rechaza al Dios bíblico de ceño fruncido y amenazas contundentes); porque a Rubén le importaban un comino las reglas en el arte («Llegó Rubén Darío, el Magnífico –leemos en un texto temprano– y a su vista huyeron los sempiternos sonetistas de oficio que son académicos y tienen cruces»); porque creía en el poder salvador del arte; porque había en él un anhelo de amor total nunca satisfecho. Lorca comparte con Darío, además, el deseo de apurar hasta las heces la copa de la vida, y el apego –señalado por Unamuno– al misterio.

«Solo el misterio nos hace vivir, solo el misterio», asegurará el andaluz unos pocos años después al pie de un escalofriante dibujo suyo en que un marinero desconsolado llora, desde las órbitas de sus ojos vacíos, lágrimas que son hojas otoñales.

«Solo el misterio nos hace vivir, solo el misterio». Lorca sabía, seguramente, no lo dudo, que Rubén creía en un deus del inspirador de sus versos más hondos. Y yo creo que hay una evidente filiación entre aquel deus del nicaragüense y el duende teorizado por el granadino en su famosa conferencia.

Un día, al parecer después de una sesión espiritista, Rubén tuvo una visión o alucinación en la cual se le apareció un soldado romano. Soldado romano que le dijo haber sido, momentáneamente, amante de la reina Cleopatra. Poseído por el deus, a Darío le fue naciendo luego el poema «Metempsicosis», que no puedo creer no le estremeciera al joven Lorca:

Yo fui un soldado que durmió en el lecho
de Cleopatra la reina. Su blancura
y su mirada astral y omnipotente.
Eso fue todo.

¡Oh mirada! ¡Oh blancura! Y ¡oh, aquel lecho
en que estaba radiante la blancura!
¡Oh, la rosa marmórea omnipotente!
Eso fue todo.

Y crujió su espinazo por mi brazo;
y yo, liberto, hice olvidar a Antonio.
(¡Oh el lecho y la mirada y la blancura!)
Eso fue todo.

Yo, Rufo Galo, fui soldado y sangre
tuve de Galia, y la imperial becerra
me dio un minuto audaz de su capricho.
Eso fue todo.

¿Por qué en aquel espasmo las tenazas
de mis dedos de bronce no apretaron
el cuello de la blanca reina en brama?
Eso fue todo.

Yo fui llevado a Egipto. La cadena
tuve al pescuezo. Fui comido un día
por los perros. Mi nombre, Rufo Galo.
Eso fue todo.

¡Solo el misterio nos hace vivir, solo el misterio!

El poema de Rufo Galo, cada vez que lo releo, me recuerda (por «cerebración inconsciente», diría Rubén) la evocación de Lorca redactada por Vicente Aleixandre en 1937, un año después de su asesinato. Ningún texto elegíaco de los miles dedicados al poeta conmueve tanto como esta breve viñeta en que, más que el Lorca solo, que todos conocían, aparece el Lorca nocturno, que solo conocían los íntimos. «Yo le he visto en las noches más altas –recuerda Aleixandre–, de pronto, asomado a unas barandas misteriosas, cuando la luna correspondía con él y le plateaba el rostro; y he sentido que sus brazos se apoyaban en el aire pero que sus pies se hundían en el tiempo, en los siglos, en la raíz remotísima de la tierra hispánica (…) En las latas horas de la noche (…) Federico volvía de la alegría, como de un remoto país, a esta dura realidad de la tierra visible y del dolor visible».

 Quizás, con todo, la característica de Rubén que más le imantaba al Lorca adolescente era la decidida apuesta del poeta americano por una síntesis de lo cristiano y lo pagano. Lo sugiere el prólogo de Impresiones y paisajes (1918), el primer libro publicado por Lorca, cuando tenía veinte años, donde insiste en que hay que ser a la vez

«religioso y profano» y «reunir el misticismo de una severa catedral gótica con la maravilla de la Grecia pagana», eco innegable del extraordinario poema «Divina psiquis», de Cantos de vida y esperanza. En ese poema, invocando a Edgar Allan Poe, Rubén se dirige a su alma, «dulce mariposa invisible», en los siguientes términos:

… entre la catedral
y las paganas ruinas
repartes tus dos alas de cristal,
tus dos alas divinas.
Y de la flor
que el ruiseñor
canta en su griego antiguo, de la rosa,
vuelas, ¡oh, mariposa!
a posarte en un clavo de Nuestro Señor.

Hay que atribuir a Darío, en parte muy considerable, la afición del joven Lorca a aquella añorada Grecia antigua y su mitología, afición reivindicada en el prólogo de Impresiones y paisajes y en otras páginas de la juvenilia. Para el poeta principiante, la Grecia politeísta tenía una actitud ante la vida y la divinidad muy superior a la del cristianismo, sobre todo porque las deidades griegas, a diferencia del Dios bíblico, no solo no condenaban el erotismo sino que lo disfrutaban, ¡y tanto!, ellos mismos. El poema «La religión del porvenir» (1918) es muy elocuente en este sentido y confirma, además, que Lorca conocía bien la Teogonía de Hesíodo. Cuando llegue la religión futura, gracias a «la cálida Grecia»,

Las estatuas de nuestros jardines
vida tendrán.
Los Apolos entre los jazmines
suspirarán.
En los parques dulces y brumosos
sensualidad
pondrán en los labios de los esposos.
Diafanidad…

El joven poeta no tarda en darse cuenta de otra ventaja de la Grecia antigua, no aludida por Rubén: su falta de complejos ante el hecho de la homosexualidad.

Hay muchos momentos en la obra temprana del granadino que demuestran que sin Rubén Darío no hay Lorca, o, si se quiere, no hay el Lorca que llegó a ser. Consideremos, por ejemplo, los siguientes versos de su poema «Lluvia», incluidos en su Libro de poemas (1921), el primer poemario que diera a la imprenta, a los veintitrés años:

La nostalgia terrible de una vida perdida,
el fatal sentimiento de haber nacido tarde,
o la ilusión inquieta de un mañana imposible
con la inquietud cercana del color de la carne.

La relación de estos versos, y de toda la composición, con el famoso poema de Rubén, Lo fatal –con el que se cierra Cantos de vida y esperanza– es evidente. Lorca había interiorizado el poema hasta el punto de hacerlo suyo, y solía recitar cuando alguien le confesaba no conocer la obra del nicaragüense:

Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura, porque esta ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror.
Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por
lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramas,
¡y no saber adónde vamos,
ni de dónde venimos…!

Fijémonos, sobre todo, en el verso: «Y el espanto seguro de estar mañana muerto». Quien lo tenga grabado en la memoria oirá su eco en Impresiones y paisajes cuando, en la ornamentación de un sepulcro de Burgos, Lorca encuentra «todo un espanto rubeniano hacia la muerte».

Aquel espanto no lo perdería nunca, vivió rodeado de muerte, se sentía acechado por ella, y para alejar la angustia que le producía incluso elaboró una ceremonia en que solía representar, para los íntimos, sus últimos momentos y luego su putrefacción. Ceremonia plasmada por Dalí en varios cuadros y dibujos y evocada en sus memorias.

Pensar en cómo sería su encuentro con la desnarizada, como la nombra Rubén, produce escalofríos, y ellos, como dijo Machado, «en Granada, su Granada».

Rubén Darío admiraba profundamente la literatura francesa contemporánea. Y ello gracias en no poca medida a su íntima amistad con Pedro Balmaceda, el malogrado hijo del Presidente de Chile que adoraba París sin haberla conocido y escribía una columna en el diario español La Época bajo el seudónimo de A. de Gilbert, en que contaba tan convincentemente sus fingidas correrías por la Capital del Amor y del Arte que nadie dudaba de su autenticidad.

Rubén era muy consciente de que, a partir de la publicación, en 1857, de Madame Bovary y Las flores del mal –que sortearon con éxito iniciales problemas con la justicia–, Francia gozaba de una libertad de expresión literaria impensable en España, Inglaterra o las dos Américas.

Todo ello lo manifestó en las semblanzas que, publicadas en La Nación de Buenos Aires a raíz de su primera visita a París, en 1893, luego integraron el libro Los raros.

Los «raros» rubenianos son una veintena de escritores franceses bohemios, rebeldes y pintorescos del siglo XIX, entre ellos Camille Mauclair, Leconte de Lisle, Paul Verlaine, Villiers de L’Isle Adam, Jean Richepin, Isidore Ducasse –el sedicente conde de Lautréamont– y madame Rachilde. Hay también unas páginas dedicadas al ya mencionado Edgar Allan Poe, al noruego Ibsen, al portugués Eugénio de Castro y al médico húngaro-alemán Max Nordau, flagelador despiadado de los «decadentes» de fin de siglo en su celebérrimo libro Entartung (Degeneración).

Darío se identifica estrechamente con los personajes estrafalarios evocados en Los raros, sobre todo con Paul Verlaine y el conde de Lautréamont, autor de Los cantos de Maldoror, uno de los libros más subversivos de todo el siglo XIX pero entonces prácticamente olvidado.

Sabemos por Impresiones y paisajes que el Lorca adolescente leyó fascinado Los raros, concretamente en la edición barcelonesa de 1905.

En dicho libro recrea, en el capítulo sobre su estancia en el monasterio benedictino de Silos, la escena de los perros de Lautréamont evocada por Rubén, perros que, poseídos por la Muerte, ladran aterrorizados en las altas horas de la noche bajo la luz maléfica de la Luna. De la luna que, como bien sabía el poeta andaluz, es la mansión de los muertos.

Lorca da a entender que ha leído él mismo a Lautréamont –no cita a Darío–; pero el muy pícaro no nos puede engañar, ha tomado directamente la referencia del nicaragüense.

Entre las semblanzas de Los raros le fascinó especialmente a Lorca la de Paul Verlaine, redactada por Rubén a la muerte del maestro en 1896, al mismo tiempo que su célebre elegía «Responso».

Rubén había conocido personalmente a Verlaine en un café de París, presentado por el escritor Alejandro Sawa (otro «raro», sevillano con sangre griega luego inmortalizado por Valle-Inclán como Max Estrella, el protagonista de Luces de bohemia). Darío recordaría que, al tener delante al reverenciado maestro, murmuró en mal francés toda la devoción que le inspiraba su poesía, terminando con la palabra gloire. A lo cual habría contestado Verlaine: «La gloire! La gloire! Merde!  Merde! Merde encore!».Cabe pensar que Lorca se fijaría, y mucho, en el párrafo donde Darío evocaba la lucha del Verlaine católico contra el Mundo, el Demonio y la Carne. «De los tres Enemigos, quien menos mal le hizo fue el Mundo –nos asegura Rubén–. El Demonio le atacaba; se defendía él, como podía, con el escudo de la plegaria. La Carne sí, fue invencible e implacable. Raras veces ha mordido cerebro humano con más furia y ponzoña la serpiente del Sexo. Su cuerpo era la lira del pecado. Era un eterno prisionero del deseo. Al andar, hubiera podido buscarse en su huella lo hendido del pie…». Del pie, claro, de Pan, medio dios y medio macho cabrío, protector de rebaños y pastores y cómplice de Afrodita. Además –y Lorca tomó nota, seguramente–, «ese carnal pagano aumentaba su lujuria primitiva y natural a medida que acrecía su concepción católica de la culpa».

Lorca llega a Verlaine, como llega a Lautréamont, a través de Rubén. Es otra inmensa deuda que tiene para con el poeta americano. El descubrimiento del poeta de las Fiestas galantes será fundamental para su vida y su obra pues, a diferencia de Darío, el poeta francés padece, como Lorca, una sexualidad ambigua, algo que capta en seguida, como demuestran sus cartas y poemas de la primera época.

Quiero añadir, para ir terminando, que el joven Lorca estaba al tanto, naturalmente, de que Rubén, que había soñado con La Alhambra durante su infancia y juventud en Nicaragua, pasó una breve estancia en Granada a principios del siglo XX, estancia plasmada en unas páginas memorables de su librito Tierras solares (1904). En esas páginas lamenta la expulsión de los moriscos –como lo hará Lorca– y evoca la belleza de los famosos cármenes de la ciudad –Alhambras en miniatura–, concebidos, en su concepto, para el goce amoroso. En uno de ellos Lorca situaría la acción de Doña Rosita la soltera, acentuando con ellos la tragedia de su protagonista, quien, lejos de vivir en su Carmen el idilio soñado, pasa en él la más cruel de las soledades a la espera de un amor que nunca llegará.

*

Cuando Darío muere en 1916, el modernismo que ha personificado ya está llegando también, y él lo sabe, al final de su recorrido. Son otros tiempos, hay una guerra atroz –guerra prevista por él quince años atrás– y ningún poeta joven puede proclamar con el maestro que

El arte puro como Cristo exclama:
Ego sum luz et veritas et vita.

Ha terminado la belle époque y estamos en los albores del ultraísmo, que no es más que la expresión española de una nueva tendencia europea que, rechazando todo sentimentalismo, pone el énfasis sobre el mundo contemporáneo –el horror del mundo contemporáneo, la vertiginosa velocidad del mundo contemporáneo– y busca, para expresarlo, la imagen poética llamativa, utilizando a menudo innovaciones tipográficas atrevidas como los «caligramas» de Apollinaire. Lorca no se hace ultraísta, pero presta atención a sus propuestas e inicia a conciencia una labor de poda.

Hay un pequeño texto en Impresiones y paisajes, titulado «Jardín romántico», en que él toma conciencia del cambio y alude a uno de los poemas más famosos de Rubén, «Era un aire suave»:

Pronto desaparecerá el jardín… Es triste… Pero
la fiesta galante cesó. Las carrozas frías de la
muerte se llevaron a los caballeros y a las damas
antiguas al otro reinado… el estanque se cegó y
los cisnes se los comieron fritos, un día de hambre,
los sucesores de aquellas familias maravillosas.
Son otros cisnes los de hoy (…) La marquesa
Eulalia cesó de reír. ¡Es irremediable!

Yo estoy convencido de que Rubén, más que ningún otro poeta, estimuló la vocación poética del joven Lorca. El desdén que le provocaba al nicaragüense la mentalidad burguesa, su indiferencia ante cualquier noción convencional de lo poético, su negativa a dejarse encasillar en tal o cual «escuela», su fe en el arte, en el individualismo; el culto que profesaba a Pan y a la diosa Afrodita, su sentido del misterio profundo de la vida (anotado por Unamuno), su curiosidad intelectual, su arrolladora energía creadora, su capacidad de admiración, su sinceridad, su compasión hacia los que sufren…, todo ello, no me cabe la menor duda, ayudó al joven Federico a encontrar su propio camino.

Neruda y Lorca, ¿continuaron hablando de Darío al llegar el chileno a Madrid en 1934? No sería sorprendente. Lo que sí sabemos es que, coincidiendo con el estreno de Yerma aquel diciembre, dos diarios importantes de la capital española dieron a conocer por vez primera el texto del discurso al alimón, lo cual pudo ser casual.

Lorca y Neruda y sus amigos, entre ellos el músico chileno Acario Cotapos, se reunían por aquellas fechas en un conocido local, la Cervecería de Correos, en la calle de Alcalá cerca de la fuente de la Cibeles, donde se discutía sobre todo lo divino y lo humano, incluyendo, por supuesto, la política, tema entonces candente. A veces recalaba allí otro chileno, el diplomático Carlos Morla Lynch, que mantenía con muchos escritores y artistas españoles una relación intensa y fructífera. Todo ello quedó reflejado en su libro En España con FGL (1957), basado en sus diarios, libro que, pese a los cortes debidos a la censura franquista y a la cautela del propio autor, contiene una mina de información sobre la vida política y cultural de aquellos años, incluido el dato de que, cuando Lorca volvió a Madrid después de su triunfal estancia en Buenos Aires, se expresaba fascinado por el talento de Neruda.

El poeta chileno, que tanto hizo luego, desde Francia, en favor de las víctimas republicanas de la guerra civil –el barco Winnipeg es hoy un mito–, ha dejado un testimonio impagable de aquellos tiempos apasionantes y turbulentos, así como de su amistad con Lorca, en Confieso que he vivido y en su obra lírica. «Nunca he visto reunidos como en Federico –leemos en dicho libro– la gracia y el genio, el corazón alado y la cascada cristalina… Era un multiplicador de hermosura.» Antes, en 1947, recordando la llegada de la infausta noticia del asesinato del poeta, Neruda había redactado una frase que destaca por su fuerza entre los miles de versos y prosas elegiacos dedicados a Lorca en el mundo:

Desde entonces no sabemos nada, sino su propia
muerte, el crimen por el que Granada vuelve a
la historia con un pabellón negro que se divisa
desde todos los puntos del planeta.

Aquel pabellón negro divisado por Pablo Neruda solo dejará de ondear sobre la Torre de la Vela de La Alhambra cuando el Estado posfranquista decida por fin poner los medios necesarios para localizar y recuperar los restos del poeta sacrificado y todavía desaparecido. Del poeta que más que nadie simboliza el dolor y la tragedia de la guerra civil y de la dictadura. Del poeta y dramaturgo español más traducido, más amado y más llorado de todos los tiempos.

Deseo, ardientemente, que sus restos se rescaten pronto, así como los de las decenas de miles de otras víctimas del régimen de Franco que todavía –y a mí me parece atroz– yacen en cunetas y fosas comunes a lo largo y a lo ancho del país. En este sentido, España no ha hecho todavía sus deberes.