ESCRIBO PARA EXPLORAR LOS LÍMITES ENTRE lo real y lo ficticio, escribo también desde lo que desconozco, desde lo que no comprendo, desde lo que me afecta (es decir, siguiendo la vieja etimología de la palabra, desde aquello que de algún modo me rehace). Escribo para reconocer esos desconocimientos que están allí y ante los que no quisiera permanecer ciego. Y por las mismas razones, leo. La lectura y la escritura son las dos actividades humanas que me definen como persona.

Antes aún de que aprendiera a leer, cuando me esforzaba por desentrañar el significado que ocultaban las formas de las letras, le formulé a mi padre una pregunta que él me repitió poco antes de morir, porque en su momento no la supo contestar, como yo tampoco sabría hacerlo ahora: ¿somos nosotros quienes creamos las palabras que nombran las cosas de la realidad, o las cosas nacen de las palabras que las nombran? Los filósofos y los semiólogos han respondido de muchas maneras a esa cuestión que acabo de formular tan torpemente como en la infancia, pero la duda nunca dejó de estar ahí. Sé –al menos eso sé– que avanzamos en la selva de lo desconocido asociando palabras. Leemos para imaginar. Leemos para aprender cómo es la respiración del mundo. Y, a veces, también leemos para descubrir que el mundo no respira como imaginábamos, sino de otra manera. Todo y todos somos, a cada instante, otros. Si no supiéramos leer, tampoco sabríamos pensar.

Escribir viene después. La escritura es la envidia sana de la lectura o, más bien, el deseo de prolongar la lectura indefinidamente. Alguna vez he contado que escribí mi primer relato a los nueve o diez años, para salvarme de la prohibición de leer, que mis padres me impusieron como castigo durante un mes por un delito de desobediencia. Pero aquello que escribí era sólo un resumen de lo que había leído, un magma en el que el mundo no era como era sino como a mí me parecía que debía ser. Tiempo después, leyendo a Walter Benjamin, aprendí que hay cierta ansiedad en todo narrador por ser otro, por estar en otros: “Narrar no sólo es significativo porque nos permite asumir o dibujar un destino ajeno, que a la vez nos educa”, dice Benjamín en un ensayo memorable, “El narrador”: “Es significativo porque ese destino ajeno, gracias a la fuerza de la llama que lo consume, nos transfiere el calor que jamás obtenemos de nuestro propio destino”. En las ficciones somos lo que soñamos y lo que hemos vivido, y a veces somos también lo que no nos hemos atrevido a soñar y no nos hemos atrevido a vivir. Las ficciones son nuestra rebelión, el emblema de nuestro coraje, la esperanza en un mundo que puede ser creado por segunda vez, o que puede ser creado infinitamente dentro de nosotros.

Muchas veces me he puesto a pensar en cómo los desplazamientos geográficos me han afectado la escritura. He tratado de ver si la relación entre autor y lengua se modifica con las migraciones. Vivo hace treinta años fuera de la Argentina, con un paréntesis de cinco años dentro, entre 1985 y 1990, y lo único que de veras ha afectado mi modo de ver el mundo (lo que implica también el modo de narrarlo) fue mi salida de Tucumán hacia Buenos Aires, cuando era poco más que un adolescente.

Aun así, la huella que Tucumán dejó en mí nunca se ha borrado. En la infancia imaginamos paraísos inalcanzables, y el que con más frecuencia imaginábamos en mi provincia era Chile. Nos parecía un paraje tan remoto como la Catay de Marco Polo o la Samarkanda de Las mil y una noches. Estaba al otro lado de una cordillera alta como el mundo y al lado de un océano que en los mapas se veía infinito. Yo no me había despertado aún de la inocencia cuando el gobierno de González Videla comenzó a arrojar sobre Tucumán chilenos descontentos que nos asombraban por sus modales educados y por su lenguaje sembrado de palabras que desconocíamos. Dos de los recién llegados se quedaron y echaron raíces al casarse con unas primas de mi madre que eran solteras desahuciadas. Fue gracias a ellos que aprendí de memoria muchos poemas del Canto general de Neruda. Chile dejó entonces de ser el espejismo de un edén al que jamás se llega y se convirtió en “el largo pétalo”, “mar del desierto norte, mar que golpea el cobre y adelanta la espuma hacia la mano”.

Cuando, ya en plena juventud, me fui a vivir a Buenos Aires, este maravilloso país de ustedes se me volvió cada vez más familiar. Descubrí sus pliegues luminosos y sus rincones oscuros leyendo Coronación de José Donoso; Eloy, esa formidable y olvidada novela de Carlos Droguett; los antipoemas de Nicanor Parra y las crónicas que aparecían en la revista Ercilla, donde aprendíamos lecciones de buen periodismo que luego aplicábamos en el semanario Primera Plana. Desde entonces, Chile no se ha apartado de mi imaginación y de mis sentimientos. Cuando lo tuve más cerca fue cuando compartí con una decena de chilenos la Venezuela del exilio. Todavía recuerdo las amistades fraternales que hice con varios en el diario El Nacional y después en El Diario de Caracas que fundé con periodistas memorables como el Negro Jorquera, que se había salvado de la muerte por puro azar en las aceras del Palacio de la Moneda, el fatal 11 de septiembre de 1973. Y en las Colinas de Bello Monte, donde las casas parecían colgar del cielo, oí deslumbrado a Gonzalo Rojas leer los poemas de su libro Oscuro, mientras le formulaba a su esposa Hilda una pregunta que no se me ha borrado de la memoria: “¿Qué se ama cuando se ama?”

Hice también amistades fraternales con otros chilenos en el Wilson Center de Washington durante el año feliz en que escribí allí La novela de Perón. Y no puedo olvidar lo cerca que me sentí de este país durante mis largos encuentros en los Estados Unidos con Raúl Prebisch, de origen tucumano como yo, casado con una chilena generosa, y al que debo todo lo que sé sobre las complejas realidades de la economía de América Latina.

Ya que estoy contándoles adónde llegué, quiero regresar ahora al punto del cual vine.

Cuando empecé a componer mis primeras novelas fracasadas, a los veinte años, recién llegado a Buenos Aires, me deslumbraba la imagen de Flaubert batallando como un esclavo de algodonal para encontrar le mot juste, la única palabra posible dentro de cada frase. Luego supe que James Joyce había pasado una vez dieciséis horas verificando si todas las partes de una oración de Ulysses estaban donde debían estar, porque cualquier dislocación destruía el efecto del conjunto. Y yo vanamente trataba de imitarlos, sin advertir que por mucha razón que uno encuentre en los modelos, más razón hay en explorar los límites de uno mismo.

Mi primera novela, Sagrado, de 1967, fue una obra de ruptura, de tanteo. Cometí en ella el error de negar todo lo que yo era entonces: el periodista, el investigador de las crónicas de Indias, el crítico de la literatura latinoamericana. Resultó, por eso, un fracaso, sólo reconfortado por las críticas benévolas que se publicaron en este país.

Las otras cinco novelas que he escrito, La novela de Perón, La mano del amo, Santa Evita, El vuelo de la reina y El cantor de tango, en tanto crean deliberadas vacilaciones entre ficción y realidad, se mueven en el camino del medio, entendiendo el medio en el mismo sentido de Gilles Deleuze: como el lugar del movimiento, del pasaje, el punto de máxima velocidad, el imprevisto y vulnerable punto por donde las cosas empujan. ¿Medio entre qué y qué, podría preguntarse? Medio o línea del medio en la que todo cabe, todo vale: en la que el lenguaje se nutre hasta de aquello que la tradición podría considerar como escoria, como no literatura, mientras, a la vez, se afana en busca de un orden verbal, de una estructura capaz de descubrir la realidad como otra cosa: como una transfiguración o epifanía. De esa manera, el camino del medio no es la búsqueda de un promedio, de una conciliación entre contrarios sino, como diría Deleuze, es la fruición por el exceso.

A veces, el camino del medio son muchos caminos. He escrito tres versiones distintas de La novela de Perón, y dos de Santa Evita. La mano del amo era un relato de veinte páginas que terminé en una noche, en Caracas. Diez años después, en Buenos Aires, me senté a retrabajarlo. Sin que me diera cuenta, creció y se transfiguró hasta convertirse en el libro que fue. Hice dos versiones de El vuelo de la reina, que no se parecen para nada entre sí.

A fines del 2003 terminé El cantor de tango. Allí están entretejidos una serie de relatos, ocho o nueve en total, que tratan de dibujar un mapa de la ciudad de Buenos Aires que no se ve, una topografía urbana de lo desconocido. Me interesaba, como en La mano del amo, narrar a un cantor de voz absoluta, alguien que condensa en su voz, como en un aleph borgiano, todas las otras grandes voces –las de Carlos Gardel, Julio Sosa, Goyeneche, Edmundo Rivero, Roberto Marino, y aun las mujeres como Azucena Maizani o Tita Merello–, a la vez que adentrarme también en una Buenos Aires entrevista como laberinto, no un laberinto situado en el espacio sino en el tiempo: una ciudad que muda de piel de un día para el otro, o de una hora a la otra. Como siempre sucede cuando se termina una novela, el autor no tiene la menor idea de si lo que ha hecho es un completo fracaso. La única felicidad verificable es que El cantor de tango, que tiene unas 250 páginas y un trabajo de investigación documental de más de tres mil páginas, es el primero de mis libros que no ha sido escrito por lo menos dos veces.

Una enfermedad súbita y feroz, como suelen ser las peores, interrumpió la escritura de otra novela que lleva dos versiones, Purgatorio, y a la que he vuelto con tenacidad y felicidad hace pocas semanas. En los intervalos que me iba dejando el cuerpo, volví al periodismo, y seguí escribiendo piezas para La Nación de Buenos Aires, para El País de Madrid y The New York Times.

Una de las mayores hazañas del periodismo ahora y aquí es convencer a los lectores de que se está narrando algo que ha sucedido de verdad, porque cuanto mayor es la información de que se dispone, tanto más lábiles parecen las fronteras entre ficción y realidad. Sobre todo en este continente, donde suceden a diario tantos hechos inverosímiles y donde el azar choca tanta veces contra los témpanos de la lógica, se está volviendo difícil saber de qué lado de la verdad estamos parados: del lado donde narramos lo que vemos o del lado donde narramos lo que creemos que vemos. El lenguaje nos desconcierta. Ponemos en duda no ya los hechos sino el modo de narrar los hechos. En ese modo de narrar los hechos, en ese cómo de la realidad, fluyen resplandores de la verdad que se mantienen ocultos cuando los hechos se cuentan a la manera de –digamos– las agencias de noticias. A diferencia del periodismo o de la historia, las novelas son una afirmación de libertad plena, un juego perpetuo. En las novelas –pero jamás en el periodismo, que prohíbe imaginar y, por lo tanto, prohíbe mentir– es posible convertir el presente en una fábula, permitiendo que los personajes históricos establezcan una relación dialéctica con la imaginación y que inclusive corrijan la imaginación.

Escribo casi siempre por las mañanas, a un ritmo desparejo. Tardo mucho en encontrar el tono justo de cada relato, porque tengo la certeza de que cada relato debe ser contado de una sola manera, y que fracasa cuando el tono está equivocado. Tardo también en dar con la estructura o la arquitectura adecuada que vaya de la mano con ese tono y con la intriga o el tema que narro. Por lo general, casi todas las historias que cuento son historias que me obsesionaron entre los diez y los treinta años y que el azar vuelve a traer a mí. A veces traiciono esas obsesiones, y termino escribiendo novelas que no quiero. Pero, por supuesto, no publico las novelas que salen torcidas. Cuando siento que lo que quiero contar ha encontrado al fin su tono y su arquitectura, trabajo a un ritmo rápido, que empieza con media página por día, y que hacia el final del libro puede llegar a cinco o seis. Media página, a veces, me lleva diez a veinte horas de trabajo, y en muy raras ocasiones, dos páginas se terminan en seis horas o siete, pero me doy cuenta de que el texto funciona cuando siento que el trabajo me depara felicidad y curiosidad, o deseo, o sueños, o anotaciones súbitas. Admiro a los escritores que pueden trabajar en cualquier parte, a mano o como sea. Eso me sucede, por lo general, con los artículos periodísticos. Los escribo en cualquier lugar. Pero cuando empiezo un libro, necesito seguir escribiéndolo y terminarlo en el mismo cuarto de la misma casa y en la misma computadora, lo cual se convierte en un drama cuando un libro tarda más de la cuenta, como me sucedió con Santa Evita, El vuelo de la reina y como me está sucediendo ahora con Purgatorio. Si la realidad de alrededor se altera, no puedo saltar a la misma ficción. Salto a otra, me cambio de penumbra.

Lo que escribo está siempre en estado de proyecto, así como cada uno de los seres humanos es, por fortuna, un proyecto que se desplaza, que no sabe de dónde viene ni hacia dónde va.