Si yo jamás hubiera salido de mi villa,
con una santa esposa tendría el refrigerio
de conocer el mundo por un solo hemisferio.
Tendría entre corceles y aperos de labranza,
a Ella, como octava bienaventuranza.
Quizá tuviera dos hijos, y los tendría
sin un remordimiento ni una cobardía.
Quizá serían huérfanos, y cuidándolos yo,
el niño iría de luto, pero la niña no.
RAMÓN LÓPEZ VELARDE

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Siempre he pensado que la pasión literaria, el gusto por imaginar historias, por sumergirnos en ellas y encarnar en personajes que no somos nosotros, tiene un parentesco estrecho con la esquizofrenia, con la demencia de desdoblarse en otro o en otra que no somos, y oír sus voces y sentir su olor y ver su cara, que tal vez no existen. Escribir ficciones tiene algo de locura controlada. La frase más famosa de esta despersonalización se cita siempre y es muy hermosa si se la oímos decir a un hombre gordo, enfermo y ojeroso: “Madame Bovary, c’est moi”. Aunque autor y personaje no son la misma cosa, todos sabemos o al menos sospechamos que muchas bondades humanas de Don Quijote, eran también bonhomía de Miguel de Cervantes y que muchos embelesos de Madame Bovary, eran cursilerías amorosas que el solterón Flaubert no se permitía del todo sentir. Escribir es despersonalizarse, dejar de ser lo que somos y pasar a ser lo que podríamos ser, lo que casi fuimos, o lo que podríamos haber sido. Al fin y al cabo, como en alguna parte dijo una Ofelia desquiciada, “we know what we are, but know not what we may be”, “sabemos lo que somos, pero no lo que seremos”.

Creo que el primer requisito para poder escribir una historia ficticia (y también la primera condición para leerla con gusto) consiste en la capacidad de desdoblarse, de salirse del soso yo que nos habita. Voy a recordar una de las frases más populares de la cultura literaria hispanoamericana. No es más que un breve y triste cuento de Borges: “Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach”. No he sido el que quise ser, el amado, el que abrazó su cuerpo, pero algo me queda y entonces me vuelco a la escritura, ese consuelo miserable, pero consuelo al fin, cuyos “instrumentos de trabajo son la humillación y la angustia”. Reemplazar el nombre de Matilde Urbach por otro nombre que solamente nosotros conocemos, es reconocer que también la humillación y la angustia pueden ser los instrumentos de trabajo de un lector.

Muchas veces, quizá siempre, para un escritor es mucho más deseable ser otros que ser él mismo. Eso es lo que me gusta de este trabajo: que en los personajes podemos poner todos nuestros temores y nadie puede estar seguro de que son nuestros. Es delicioso poder trasladarle a una máscara toda nuestra ira, nuestra envidia, nuestra cobardía, nuestra sed de venganza, pero también, quizá, toda la bondad, toda la fuerza y toda la valentía que no tenemos. Concentrar en alguna adúltera imaginaria la infinita cursilería que es capaz de destilar nuestro pensamiento, o en algún solterón empedernido todas nuestras quisquillosas manías de quien no tolera el menor desajuste doméstico; darle al de más allá la inteligencia o la agudeza mental que nosotros nunca fuimos capaces de manifestar en el momento oportuno.

Una cosa distinta a la anterior es querer ser otra persona por completo, otra persona que ya existe en el mundo real. Este es un ejercicio mental inane y sin interés, por imposible. Borges examinó una vez, con maravillosa ironía, esta posibilidad. Su burla está recogida en uno de los textos recobrados después de su muerte, pero fue publicado por primera vez en 1932 en una oscura revista de Santa Fe. El ensayo se titula “El querer ser otro”, y en su parte central se ríe de la frase “Quisiera ser Alvear”, que traducida al presente es lo mismo que decir “Quisiera ser Uribe”, en Colombia, o “Quisiera ser Berlusconi”, en Italia. Analiza Borges: “Quisiera ser Alvear no significa Quisiera ser Alvear. Significa Quisiera ser quien soy, pero con las oportunidades que tiene Alvear y que no aprovecha, porque sólo es Alvear. Significa, en último análisis: Alvear quisiera ser yo… Quisiera ser Joan Crawford [que trasladado a hoy es como decir Quisiera ser Angelina Jolie], en cambio, puede significar Yo quisiera habitar ese glorioso cuerpo de Joan y cobrar sus espléndidos honorarios de adoración y de oro y de competentes fotógrafos, pero puede querer decir también Quisiera ser, cuerpo y alma, Joan Crawford. Este deseo es el que más me interesa en verdad: que B quiera ser N”. Y concluye Borges: “Nada me impide suponer que esos secretos cambios están aconteciendo continuamente y que un modesto Dios se complace con estos pudorosos milagros. La desconcertante falta de asombro en el segundo preciso de la transformación, es una prueba de la perfección del ajuste. Arribo a esta conclusión melancólica: B no puede llegar a ser N, porque si llega a serlo, no se darán cuenta ni N ni B”. [Jorge Luis Borges, Textos recobrados, Buenos Aires, Emecé, 2001, p. 32-33].

La despersonalización que ocurre en el ejercicio de la literatura es muy distinta a la anterior. En la fantasía literaria no hay una sustitución de A por B, sino un traslado, un experimento mental por el que, provisionalmente, nos convertimos en otro que no es de carne y hueso, sino de palabras e imaginación. Y ese otro, para que pueda funcionar bien en un libro, para que sea creíble y convincente, tiene que habitar ya dentro de nosotros mismos; tiene que ser una parte nuestra. Si Borges escribió “Funes, el memorioso” fue porque de algún modo él mismo tenía una memoria prodigiosa, que bastaba solamente llevar un poco más allá, hasta sus últimas consecuencias, para toparse de frente con el absurdo terrenal y metafísico de la memoria infalible.

Dejemos por un momento la literatura y vengamos a la vida diaria. Hay un tipo de gusto y de tormento mental que consiste en pensarnos a nosotros mismos no como somos, sino como podríamos haber sido. En este ejercicio podemos ver un yo parecido al yo que somos, pero con cambios en las decisiones y en las circunstancias, las cuales, en mayor o menor medida, producirían una radical o leve transformación de lo que somos. No es necesario imaginar el cambio brutal que significa crecer en otra familia o irnos a otro país; basta pensar en un cambio de casa, de barrio, y los encuentros que ganamos y perdimos con esa mudanza.

Como casi nadie tiene una copia genética de sí mismo, un clon, o un gemelo idéntico, este experimento mental –aunque mucho más imperfecto– lo podemos hacer, o se produce espontáneamente, cuando nos volvemos a ver después de mucho tiempo con un viejo amigo que siguió en la vida por un camino distinto, por un camino que alguna vez fue el nuestro y del que nos desviamos en una encrucijada. Un encuentro así nos pone de frente con eso que se ha llamado “los yos ex futuros”, es decir, con los yos que pudimos llegar a ser y que no fuimos. Le debo al mismo amigo, Manuel Martín, con quien pasé algunos días después de años de no vernos, tanto el enfrentamiento personal con uno de mis yos ex futuros (los buenos amigos tienen algo de espejo), como el concepto y la feliz expresión de “ex futuros”, esbozada por don Miguel de Unamuno en alguno de sus escritos, pero nunca desarrollada a cabalidad. La idea quedó plasmada también en uno de sus poemas:

¿Adónde fue mi ensueño peregrino,
adónde aquel mi porvenir de antaño?
¿Adónde fue a parar el dulce engaño
que hacía llevadero mi camino?

“Si te hubieras quedado en Turín, hoy ya serías catedrático”, me dijo Manuel una noche, después de la copita de grappa con que siempre terminamos nuestras comidas: “Si te hubieras quedado en Turín, hoy ya serías catedrático”. Si aprieto los párpados y me miro con los ojos de la imaginación me puedo ver, si no como catedrático, al menos sí como Ricercatore (investigador) o como Professore Associato en una universidad del sur de Italia. Haría talleres sobre el romancero, sobre la poesía del Siglo de Oro, estudiaría la estructura de las vocales en Quevedo, las aliteraciones en Lope y los quiasmos en Góngora, en fin, cosas que sabía hacer y que luego olvidé.

Ese fue uno de los muchos caminos que se me abrieron y que no tomé en la vida, a pesar de que alguna vez, hace más de dos decenios, harto de la barbarie colombiana, yo había resuelto cancelar mi pasado, borrar del afecto y de la memoria a mi infame país, y volverme italiano. Intenté conseguirlo durante años, hasta que tuve que rendirme ante la evidencia de mi terco tropicalismo, del irremediable troquel cultural de haber pasado en las montañas del trópico los primeros 22 años de mi vida. Pero no quiero hablar de mi ex futuro de italiano, al que nunca hubiera podido acceder realmente.

Es la noción general de ex futuro la que me interesa. Veámosla en la descripción original de Unamuno: “Siempre me ha preocupado el problema de lo que llamaría mis ‘yos ex futuros’, lo que pude haber sido y dejé de ser, las posibilidades que he ido dejando en el camino de mi vida. Sobre ello he de escribir un ensayo, acaso un libro. Es el fondo del problema del libre albedrío. Proponerse un hombre el asunto de qué es lo que hubiese sido de él si en tal momento de su pasado hubiera tomado otra determinación de la que tomó, es cosa de loco. Tiemblo de tener que ponerme a pensar en el que pude haber sido, en el ex futuro llamado Unamuno, que dejé hace años desamparado y solo…” Y en otra parte sostiene la sugestiva tesis de que uno de los Goethes posibles fue Werther. Lo dice así: “Werther es el ex futuro suicida de Goethe”.

Yo me pregunto si buena parte de la literatura no será en últimas, entonces, una manera de lidiar con nuestros ex futuros: con eso que no somos, pero que podríamos llegar a ser o que pudimos haber sido. Aunque en mis brazos nunca desfalleciera Matilde Urbach, ¿no puedo al menos hacer que desfallezca en los brazos de otro que se parece mucho a mí, salvo en la infelicidad?

Muchas veces, quizá siempre, para un escritor es mucho más deseable ser otros que ser él mismo. Eso es lo que me gusta de este trabajo: que en los personajes podemos poner todos nuestros temores y nadie puede estar seguro de que son nuestros. Es delicioso poder trasladarle a una máscara toda nuestra ira, nuestra envidia, nuestra cobardía, nuestra sed de venganza, pero también, quizá, toda la bondad, toda la fuerza y toda la valentía que no tenemos.

En la literatura ensayamos las variaciones de un camino vital posible que no emprendimos en la realidad. Quizá uno de los tantos motivos por el que nos fascina el juego del ajedrez –tan parecido a la vida– tiene que ver con que después de jugada la partida (una vez ya ganada, perdida o dejada en tablas), nos podemos devolver a analizar las variantes: si hubiéramos retrocedido ese caballo, al final de la apertura, postergado uno o dos movimientos el enroque, si al mover el alfil nos hubiéramos apoderado de cierta posición en el centro del tablero, quizá nuestra suerte no habría sido tan aciaga y sería el negro quien se hubiera visto condenado ineluctablemente a la derrota. El análisis de las variantes es un ejercicio interminable y lleno de encanto porque el rumbo del juego se modifica siempre, por poco que cambien nuestras decisiones, pues una variación tan leve como mover el peón uno o dos escaques, puede significar la muerte o el empate. En una partida de ajedrez, como en la vida, no se puede rectificar; pero una vez jugada la partida, se pueden analizar las variantes. La literatura analiza las variantes de la vida.

Volvamos al problema de no ser lo que pudimos haber sido. Todos nos preguntamos lo que hubiera sido de nuestra vida si aquella vez hubiéramos aceptado ese trabajo, si hubiéramos seguido el impulso de aquel primer beso que no llegó a la cama ni mucho menos al altar. Si en el ajedrez todo parece obedecer al cálculo y a la voluntad, en la vida tenemos la sensación de que también intervienen el destino y el azar. En nuestra manera de entender cómo se construyen o desarrollan nuestras vidas, creo que hay tres actitudes diferentes que hablan mucho de nuestro talante y del peso que le damos a la libertad:

La primera actitud es la de los deterministas, que creen en el destino, en el hado, en la predestinación (o en la genética inflexible de nuestras más hondas inclinaciones, esa especie de psicología protestante que ahora se impone en los países anglosajones). La segunda, es la de los azarosos, que creen que todo aquello que nos pasa al cabo de los años, no está gobernado por nuestra elección, sino por el azar, por esa serie de muy improbables casualidades que llamamos la vida. Y la tercera, es la de los voluntariosos, es decir, la de aquellos que creen en la Voluntad con mayúsculas, y en nuestra capacidad de dirigir nuestras vidas como Palinuro dirigía el barco de Eneas por entre las olas del Mediterráneo, a puerto seguro contra viento y marea, salvo alguna tormenta fatídica.

El destino (genético o divino), el azar o la voluntad. Cuando se tiene la sensación de destino, no podemos admitir otros ex futuros, pues todo en la vida estaría dirigido a ser lo que somos, y no habría otro camino ni otro resultado posible. Las personas exitosas (lo mismo que sus biógrafos), en especial, suelen creer que su presente había sido anunciado de un modo premonitorio en cada acto, palabra y omisión de sus vidas. El garabato infantil anunciaba al gran pintor, el balbuceo en el colegio era el prólogo obvio del escritor, el juego de médico para tocar a la prima, anunciaba sin dudas al eminente cirujano. Con el azar, nuestros yos futuros dependen de la mera casualidad. Hay quienes se ven como veletas empujadas en cierta dirección solamente por el capricho de los vientos. Soy escritor porque un día me encontré en un café con el editor Equis; sin ese encuentro seguiría siendo ganadero. Con la fe en la voluntad, al contrario, la que prefieren los manuales de autoayuda, creemos que al menos en parte gobernamos nuestro destino, que querer es poder, que nos ponemos metas incluso inalcanzables y las conseguimos, y también que al elegir, cerramos consciente y deliberadamente otras vidas y nos metemos por una única posible.

En las relaciones sentimentales esto se manifiesta con mucha claridad. Las novias, los amoríos, las esposas o amantes que hemos tenido, ¿nos escogieron o las escogimos por una misteriosa fuerza irresistible, fueron fruto del azar, o nos las impusimos como un acto de voluntad? Quién no ha pensado que bastaría no haber ido a tal fiesta, a tal paseo, a tal restaurante (como en algún momento pensamos hacer) para no haber conocido jamás a la persona que nos arregló o nos arruinó la vida. Eso es creer que el azar construye un futuro y destruye varios ex futuros. Hay quienes piensan que existe la mitad perdida de la que habla Platón en su Diálogo sobre el amor, que alguien nos la pone en el camino, y que sólo a esa otra mitad estábamos destinados. Como en el poema de López Velarde: “¿Existirá? ¡Quién sabe! / Mi instinto la presiente; / dejad que yo la alabe / previamente”. Quien no la encuentra errará por el mundo hasta la muerte, como un alma en pena e incompleta. Otros más consideran que creemos elegir, pero que la economía, la biografía, las experiencias infantiles o los mismos genes nos llevan a escoger, si no a una persona en particular, sí al menos a una persona de determinadas características. Que somos fanáticos comunistas o fanáticos fascistas, fanáticos ateos o fanáticos teístas, porque nacimos con genes de fanáticos. Los que se creen dueños de su voluntad dirán que ellos escogieron exactamente lo que querían, lo que estaba en sus planes encontrar, que uno es “el arquitecto de su propio destino”, como en el verso cursi de Amado Nervo.

No tengo sobre esto ninguna conclusión, sino una hipótesis que, por mi talante conciliador, sigue un camino intermedio. Yo creo que escojo, según las cartas que me reparte el azar, siguiendo un programa genético (mi carácter) y cultural (mis experiencias), con una aparente decisión de la voluntad, que en realidad no es más que la justificación, a posteriori, de lo que no decidió sólo mi cabeza, sino sobre todo mi intuición. Al elegir (elegir es descartar), sin embargo, veo pasar los despojos de los yos que pude haber sido, unos yos que eran tan reales y tan probables como el yo que soy. Soy este, pero tengo la firme convicción de que pude haber sido otro, otros.

Los personajes de novela, como los ex futuros, llevan una curiosa existencia de fantasmas. Estos no son lo que son ni lo que fueron los escritores, sino lo que podrían haber llegado a ser. “Werther es el ex futuro suicida de Goethe”. Conjuro este fantasma y sigo vivo, provisionalmente, postergo el yo muerto suicida que por un instante pude ser. Postergo el fantasma.

También los demás son presencias fantasmagóricas que se van precisando con la observación y con el tiempo. Hasta la persona amada, sobre todo la persona amada, es un jeroglífico que no acaba de despejarse nunca del todo. Por cómo se tarda Fulano en contar el dinero para pagar la cuenta, le atribuimos una personalidad, un fantasma de avaro; por cómo nos mira o no nos mira Zutana, le damos su fantasma de coqueta, de santurrona, de madre, de puta, de pura, de calculadora, de buena, de falsa buena, de rica, de tonta, de peligrosa, etc.

Y en últimas, ¿quién es esta mujer, cualquier mujer, es ella o sus fantasmas, y cuál de todos sus posibles futuros llegará a ser? Puede ser humilde y puede ser arrogante; puede ser modesto y, peor, falso modesto. La fantasía simula las encarnaciones que parirá el porvenir de esa persona, hace predicciones, y comprueba si es así o no es así, si corresponde a eso que nos imaginábamos. ¿Llegará a ser Mónica como la madre de Mónica? En eso se nos va la vida, en tratar de entender y de conocer a los otros, a esa inmensa cantidad de gente con su ejército de fantasmas. He encontrado mujeres en la vida que me gustan, pero a las que he dejado a un lado porque sé que aunque me gustan ahora, después no me gustarán.

Y fuera de todo lo anterior, para añadir caos y fantasmas a esta explosión de fantasmagoría que es la vida, el ser humano se inventó ese juguete fantástico de la literatura. ¿Habrá una persona más real que Celestina, aunque nunca haya existido? Y Madame Bovary, y Ana Karenina, y Ulises y Aureliano Buendía y Joseph K., Adán y Eva, el Comendador de Fuenteovejuna, Macbeth, Funes el Memorioso, Juvencio Nava, o los infinitos, inagotables personajes de Bolaño que brotan como hongos de sus libros, profesores, poetas, escritores, fanáticos, torturadores, asesinos… ¿Para qué seguir? Hay más personajes en la literatura que personas en la China. Los seres humanos somos insaciables: queremos presencias, presencias, buscamos evadir nuestra definitiva soledad, no hacemos otra cosa que luchar por no estar solos y como los vivos no nos dan abasto, entonces vivimos en perpetua conversación con los fantasmas, con el niño que fuimos y hasta con el hombre que ya no seremos. Por ese gusto de conversar con lo inexistente –o que existe en otra dimensión– leemos novelas y para eso vemos películas y telenovelas.

Creo que es bastante común que todos, hombres y mujeres, nos entreguemos a veces a una misma fantasía, a un mismo ejercicio de memoria. En una noche solitaria o aburrida, en una espera inútil en la sala del dentista o en un aeropuerto, nos entregamos a hacer el recuento de los amantes o las amantes del pasado. Listas mentales, nombres en una libreta. Volvemos a verlas y a abrazarlas en la memoria, repetimos los gestos, los besos, las palabras. De algunos fantasmas, a veces, no nos queda nada: basura, cenizas, polvo, asco. Otras veces esos fantasmas resucitan e incluso –como dicen los padres de la Iglesia– son capaces de nuevo de encendernos la carne. Y es una maravilla, es como si uno recordara un plato insuperable que se comió hace quince años en Barcelona y de repente las papilas volvieran a sentir ese favor del buen sabor del vino, la precisa consistencia y sensación del bogavante. Pero no; los fantasmas culinarios son lábiles. Los fantasmas eróticos, en cambio, si no encienden la carne, no cabe duda de que encienden la imaginación. Son, sí, fugaces, evanescentes, difíciles de abrazar, pero a veces encarnan en la fantasía, como en los sueños, y parecen tan reales como la realidad, e incluso mejores en ocasiones, con la piel más tersa, sin las humillaciones del envejecimiento, con el aliento de los mejores días, con menos inconvenientes prácticos (no hay que cuidarse mucho por el papiloma, no hay que levantarse a acompañarla a la casa a las tres de la madrugada).

Los diferentes hombres presentes que hemos sido, esos otros que fuimos y que también se llamaban con nuestro mismo nombre; los futuros que seremos o los ex futuros que día a día dejamos abandonados a la vera del camino, todos, todos, tarde o temprano no seremos otra cosa que fantasmas. Lo realizado y lo no realizado será lo mismo: fantasmas. Quizá para no espantarnos, y como un homenaje a los fantasmas que seremos, nos gusta pensar en los fantasmas que no fuimos. Si no me equivoco, este es, en parte, el gran encanto de la literatura.

“Nuestros yos ex futuros son los demás”, dice Unamuno. Yo digo que los demás son demasiados, y más bien que lo que más se parece a nuestros yos ex futuros (si no tenemos un hermano gemelo) son nuestros amigos. Hablando con este amigo que no cambió de camino, Manuel Martín, que hoy sigue viviendo su destino en Turín (una ciudad que fue mía), que persistió en ese camino que yo también estuve a punto de tomar (el académico), y viéndolo al lado de su esposa, con sus hermosos hijos, con una carrera buena y una vida feliz, me pregunto si no habría podido también yo ser ese buen profesor, especializado hasta el fondo en unos pocos temas de investigación, ese buen marido y ese mejor partido. No es que me queje del yo que soy (que no sé si dependa del azar, del hado o de la voluntad), pero ese ex yo que veo en el espejo de mi amigo no me molesta para nada y a ratos casi lo envidio. Yo me pregunto si a él a ratos no le pasa lo mismo, mirándome a mí, con lo maduros y rojos que parecen casi siempre los frutos del cercado ajeno, y con mayor razón si alguna vez tuvo veleidades literarias (que no es su caso) y las abandonó.

En una novela reciente de Mark Sarvas, Harry, Revised, hay un episodio que podría ayudar a aclarar lo que muchos hemos sentido algunas veces. En su difícil vida conyugal, una vida en la que Anna, su esposa, se avergüenza un poco de él, a Harry se le ha permitido tener un cuarto arrinconado en el sótano, donde van a parar las cosas de él que a la mujer no le gustan, que no soporta ni siquiera ver. Estas cosas enviadas al exilio por su esposa (una guitarra, unos afiches, un tablero de ajedrez, cierto estilo de camisas y zapatos) son los distintos sí mismos (selves) que él hubiera querido ser o que soñó en algún momento con ser. Cuántos deseos truncados, cuántas vocaciones relegadas al sótano, por complacer o al menos por no contrariar a nuestra pareja, a nuestros familiares, a nuestros padres o a las costumbres de nuestro tiempo y de nuestro país.

Todos esos que no soy y que pude haber sido están en alguna parte que tal vez no quede mucho más allá de las paredes de mi cráneo. Porque no todos los ex futuros están muertos, según Unamuno: “No creo –es decir, no quiero creer– en la muerte definitiva e irrevocable de ninguno de nuestros yos posibles”. En alguna otra dimensión, así sea la de la fantasía o la del sueño, yo soy ahora profesor de literatura española, especialista hasta en la pierna coja de Quevedo, y estoy casado con una bonita ex muchacha de nombre María (con la que ese ex futuro yo mío tuvo un niño y una niña), a la que alguna vez, hace 20 años, no fui capaz de dirigirle la palabra.