El buen hombre llega algo cansado. Acaba de aterrizar en Buenos Aires y sin embargo dice que está contento porque esta vez se va a quedar más días en la ciudad y así la va a poder recorrer de verdad. Pero de pronto vacila, duda. «¿Cuántos días, exactamente, van a ser?», le pregunta a una chica que le lleva la agenda y ella, con la vacilación de los que saben que su respuesta es en realidad una mala noticia, le dice que va a estar algo así como cuatro días. Keret suspira resignado y toma un trago de su Coca-Cola, buscando algún tipo de consuelo en la cafeína. Está acostumbrado a esta vida; desde que publicó su primer libro, una especie de frenesí lector se desató en torno suyo y desde entonces vive de gira. Hoy es el escritor más leído de Israel, un director de cine premiado en Cannes y un narrador traducido a muchas lenguas. Nunca vamos a terminar de saber por qué un libro o un escritor se convierten en un objeto de consumo masivo y trasnacional, hay demasiado azar y elementos extraliterarios en ese tipo de «consagraciones», pero en este caso es evidente que lo que hace Etgar Keret tiene un tipo de universalidad difícil de replicar.

Sus historias son fuertemente israelíes, judías y personales, y al mismo tiempo son también occidentales, ateas y grupales. Como muchos de los que han elegido la sustracción y el minimalismo como caja de herramientas semánticas, Keret dice lo que tiene que decir sin grandes prólogos y usa todo lo que tiene a mano: las cosas que escucha por ahí, el humor de un linaje trágico, las percepciones de un hombre que parece siempre en estado de curiosidad. En los últimos años, la editorial mexicana Sexto Piso se empezó a hacer cargo de retraducir y publicar en nuestro continente varios de los libros de este escritor que para nosotros eran inhallables desde que su primera aparición en castellano (los cuentos de El chofer que quería ser Dios, publicado por Emecé en Argentina ya en 2004) no tuviera continuidad. Hoy, Siruela en España tiene también una buena biblioteca Keret en su catálogo. Algunos de sus libros son Un hombre sin cabeza, Pizzería Kamikaze, Extrañando a Kissinger, Tuberías y Siete años de abundancia, que se recorta del conjunto porque es un tipo de obra que Keret nunca volvió a escribir –textos autobiográficos que van del nacimiento de su hijo a la muerte de su padre– y que puede ser una ventana abierta al fondo de este hombre entrañable.

Mauro Libertella: Arranquemos hablando un poco del humor. ¿Cuáles son las complejidades de hacer humor en Israel?

Etkar Keret: Yo creo que para tener humor necesitas tener obstáculos y problemas. Si todo está bien, no necesitas el humor. Así que, en ese caso, lugares como Israel son excelentes, porque allí se vuelve una especie de herramienta de protesta frente a cosas que no puedes cambiar. Si no puedes cambiar algo, por lo menos haz un chiste sobre eso.

M.L: Bueno, quizás el famoso humor judío haya nacido así, ¿no?

E.K: Totalmente. Los judíos en la diáspora eran débiles y no podían cambiar la realidad, pero podían hacer un par de chistes al respecto. Posiblemente ahí haya un origen.

M.L: ¿Cuando escribís te vas dando cuenta de si alguna parte del texto necesitaría un golpe de humor, un remate o un chiste?

Bueno, yo creo que el humor es siempre un efecto lateral de otra cosa, en general de una emoción. Si alguien dice «quiero ser gracioso», eso no funciona. Es como hacer el amor con una persona que quieres o con una prostituta: una de las dos experiencias es una experiencia vacía. Cuando te ríes, liberas otra emoción. Te diría que el humor es como el airbag de un auto: cuando pasa otra cosa, algún tipo de accidente, se libera. No sé si todo se puede controlar. A veces pierdes el control, haces o dices algo y a la gente le parece gracioso.

M.L: ¿Y la gente te pide que seas gracioso en la vida, fuera de los textos?

E.K: Cuando mi hijo era chico me preguntaba: «¿Puedes ser gracioso ahora?». Y yo le decía que no, porque todo estaba bien. En general, yo soy gracioso con él cuando estamos en un restaurante y el servicio es horrible y ahí me salen millones de chistes. Pero si el servicio es bueno, estoy muy ocupado comiendo.

M.L: ¿Qué opinás de esa idea de que solo los judíos pueden hacer chistes sobre judíos? Y cuando digo judíos podemos estar pensando en cualquier otra minoría.

E.K: En términos generales, no me gusta lo políticamente correcto, porque hablar de algo es un modo de sacarlo afuera, incluso los pensamientos más oscuros. Yo creo que el único modo de cambiar la realidad es con una comunicación fluida; si le prohibimos a alguien hablar de algo, no va a funcionar. Si alguien piensa algo sobre los judíos pero no lo puede decir, no hay modo de que yo pueda tratar de cambiar lo que esa persona piensa.

Yo soy como Immanuel Kant pero sin su cerebro: toda mi vida viví en una mismo barrio, en una misma cuadra. Pero hay lugares que me gustan. Me gusta mucho Australia, y además lo bueno de Australia o Nueva Zelanda es que escuchas el disparo de un cañón solo en el cumpleaños de la reina.

M.L: Supongo, entonces, por lo que decís, que para vos no hay temas sagrados, intocables. Pienso, por ejemplo, en el Holocausto.

E.K: En Israel yo hice un sketch sobre la explotación política del Holocausto y me acusaron desde altas esferas de estar burlándome del Holocausto. Y yo les dije que no, que con mi humor lo que quería era poner el dedo en el aprovechamiento político, que es algo de lo que no se habla, justamente porque parece ser un tema intocable. En el humor lo importante no es el texto sino el subtexto. Yo puedo escuchar a alguien hacer un chiste sobre vegetales y ser racista. Y puedo escuchar a alguien hacer un chiste sobre el Holocausto y ser humanista. Por eso no hay que detenerse en la barrera que implica la noción de un «tema».

M.L: Cuando ves una película de Woody Allen o leés un libro de Philip Roth, ¿sentís que hablan tu misma lengua?

E.K: Siento que hablan mi misma lengua pero que no hablan la misma lengua que los israelíes. Yo me siento parte de la gran tradición de los judíos de la diáspora. Yo me siento mucho más afín a Philip Roth o Bashevis Singer o Kafka que a los escritores israelíes, que pueden ser geniales, pero es otra tradición. La diáspora está fundada en el humor y en un tipo de reflexividad que siempre se está preguntando por el sentido de la existencia. En cambio la narrativa israelí tiende más a lo épico y a contar la historia de un grupo. Israel en muchos sentidos es completamente opuesto a la tradición de la diáspora.

M.L: Tus padres son sobrevivientes de la Shoa. ¿Cuándo te contaron la historia completa?

E.K: Nunca. Supongo que querían proteger a sus hijos e incluso protegerse ellos mismos de la memoria de esa tragedia. Ahora que mi madre es mayor, a veces habla de eso con mi mujer o mi hijo. Imagino también que tiene que ver con el lugar imaginario que nos creamos como padres: no queremos mostrar debilidad frente a nuestros hijos. Pero te diría que sé las cosas básicas y pocos detalles. Pero ella misma sabe pocas cosas, mi madre, porque era chica. Nadie sobrevivió de toda su familia, así que le quedó la memoria difusa de una niña.

M.L: ¿Leíste muchos testimonios y relatos sobre los campos de exterminio?

E.K: No. Yo nací adentro de la memoria del Holocausto, así que ya fue suficiente. No vi La lista de Schindler, por ejemplo.

M.L: Te cambio de tema entonces. Sos uno de los escritores más leídos de tu país. Cuando eso empezó a pasar, ¿te cambió el modo de escribir? ¿Sentiste algún tipo de presión o inhibición?

E.K: Te voy a dar dos respuestas opuestas. Por un lado, mi hermano leyó mis libros y un día me dijo: «Tu primer libro de cuentos tiene relatos que suceden en autobuses, en el segundo las historias suceden en taxis y en el tercero en aviones». Se puede ver ahí un crecimiento socioeconómico, pero mi hermano me dijo: «Nada cambió, porque vos sufrís en colectivos o en aviones. Lo bueno del autobús era que te podías bajar en la siguiente parada. De un avión no te puedes bajar». Así que creo que muchas cosas en mi vida cambiaron pero la esencia siempre es la misma.
Y ahora te cuento otra anécdota. Cuando publiqué mi primer libro tenía veinticinco años. En aquellos años solíamos ir con mis amigos a unos clubes medio hipsters a los que no dejaban entrar a todos. Había un tipo en la puerta que decía tú sí, tú no. Cada vez que íbamos, no nos dejaban pasar y nos sentábamos enfrente, comprábamos unas cervezas y nos quedábamos mirando a las chicas lindas y haciendo chistes sobre los tipos con autos carísimos. Cuando publiqué mi primer libro, el tipo de la puerta no me dejó entrar y salió el dueño del lugar y le dijo al señor de seguridad: «¿No ves? Este es Etgar Keret». Nos dejaron entrar y nos dijeron que todo lo que quisiéramos era gratis. Pero por alguna razón mis amigos y yo estábamos deprimidos. Y uno me dijo: «Supongo que ya no vas a escribir historias de hombres a los que no los dejan entrar a las fiestas». Así que sí, hay una fricción y con el éxito algunas cosas desaparecen. Pero me gusta pensar en lo que me dijo mi hermano: algo cambia, no desaparece. Ahora tengo problemas diferentes.

M.L: Un problema del «éxito» puede ser que tus lectores estén esperando siempre lo mismo de vos. En ese sentido sería más difícil cambiar o probar algo distinto.

E.K: Lo que sucede ahí es que yo empecé escribiendo cuentos, de ahí trabajé en una novela gráfica, luego una película, después un libro para chicos, más adelante algo para la televisión. Siempre me interesa algo distinto. Mi agente y mi editor ya se resignaron. Hay algo incontrolable para mí en el proceso creativo. Supongo que eso me salva del problema que planteas.

Cuando escribes en una lengua, siempre hay un escritor que proyecta una sombra terrible sobre esa lengua. Si escribes en castellano tienes a Borges, si escribes en italiano tienes a Dante, si escribes en inglés tienes a Shakespeare. En hebreo, la sombra la proyecta Dios. Con todo respeto por Proust o Chéjov, la Biblia vendió mucho más que todos ellos juntos.

M.L: Sabemos que escribiste tu primer texto cuando estabas en el ejército. El ejército es la experiencia compartida de todas las generaciones de israelíes. ¿Cuáles serían los elementos positivos y los negativos del servicio militar obligatorio?

E.K: Dame un rato para pensar algo positivo. A ver. Supongo que algo positivo es que, por más rico que seas, no puedes vivir tu vida aboliendo esa obligación. Yo estaba en un taxi el día que eligieron a un Presidente de Israel y el taxista me dijo: «Este tipo tiene olor a pata». Le pregunté cómo sabía eso y me dijo que habían estado juntos en el ejército y que lo hacían dormir afuera de la carpa porque el olor era insoportable. La idea de que un taxista y un Presidente hayan pasado algunos años juntos es una idea igualadora que puede ser productiva. Al mismo tiempo, una de las peores cosas del ejército, en esa misma línea, es que destruye tu individualidad. Dejas de ser Isaac o Demian o Paul y pasas a ser un soldado. Yo supongo que empecé a escribir por eso: no soy un soldado, soy una persona. Eso fue muy traumático para mí.

M.L: Para seguir en esa línea de lo bueno y lo malo, ¿cuáles son las dificultades y las facilidades de escribir en hebreo?

E.K: Cuando escribes en una lengua, siempre hay un escritor que proyecta una sombra terrible sobre esa lengua. Si escribes en castellano tienes a Borges, si escribes en italiano tienes a Dante, si escribes en inglés tienes a Shakespeare. En hebreo, la sombra la proyecta Dios. Con todo respeto por Proust o Chéjov, la Biblia vendió mucho más que todos ellos juntos. Así que escribir en la lengua de la Biblia es algo atemorizante y mucha gente sintió que tenía que escribir sobre temas «importantes» justamente por eso. Pero te digo algo que me resulta fascinante del hebreo. La historia del hebreo es increíble en términos de la historia de la lengua. No sé hace cuánto nació el español, pero si tú hablaras con uno de los primeros hablantes del español hoy, no se entenderían. En cambio si Abraham se pusiera a hablar hoy con un taxista de Tel Aviv se entenderían perfectamente. Es la misma lengua. Por dos mil años, el hebreo existió como lengua escrita pero nadie la hablaba, porque los judíos de Europa hablaban ídish o latino, y entonces la lengua se conservó en una especie de cámara ascéptica. Y de pronto, esa lengua se descongeló. La gente la empezó a hablar, pero no había palabras nuevas; y no me refiero a palabras de la tecnología, sino a términos como rueda de auto o inodoro. Así que la lengua se abrió naturalmente a innovaciones, a importar palabras, a inventarlas. Entonces tienes una lengua que es al mismo tiempo clásica y caótica, antigua y abierta. Esa tensión es también la tensión de los israelíes: somos un pueblo antiguo en un país nuevo. Es una lengua oxímoron, que expresa perfectamente la contradicción israelí.

M.L: ¿Por eso escribís en una lengua coloquial? ¿Como un modo de aprovechar esa electricidad?

E.K: Sí, por eso. Hay gente que escribe en una lengua «alta», pero a mí me resulta evidente que en Israel, como en casi ningún otro país, la lengua oral representa con exactitud las tensiones de una realidad complicada. Yo no quiero embellecer: quiero mostrar.

M.L: Al mismo tiempo todos en Israel hablan inglés.

E.K: Yo creo que eso tiene una razón muy sencilla, que es que nosotros no usamos el doblaje en el cine. Cuando ves televisión, siempre escuchas el idioma inglés, no un doblaje. Si haces un doblaje al español, vas a tener millones de personas que van a consumir ese doblaje. En cambio, si haces un doblaje al hebreo no vas a tener un público suficiente para sostener esa industria, por eso se tomó la decisión de que todo fuera directamente en idioma original. Así todos nos volvimos bilingües, además de que solemos cargar palabras de nuestros padres y abuelos, que crecieron en otras lenguas como el polaco, el ruso o el ídish.

M.L: Si no vivieras en Israel, ¿qué país eligirías?

E.K: Yo soy como Immanuel Kant pero sin su cerebro: toda mi vida viví en una mismo barrio, en una misma cuadra. Pero hay lugares que me gustan. Me gusta mucho Australia, y además lo bueno de Australia o Nueva Zelanda es que escuchas el disparo de un cañón solo en el cumpleaños de la reina. En Israel la fantasía de muchos es vivir una vida aburrida.

M.L: ¿En tu día a día vivís con miedo en las calles de tu ciudad?

E.K: No sé si miedo, pero tengo la conciencia de que de un segundo para el otro todo puede cambiar. Es raro vivir con esa conciencia. Te diría que no tengo miedo a un atentado o una explosión, por-que crecí con eso y es parte de mi paisaje. Pero sí me da miedo cuando veo la presencia de fuer-zas fascistas o extremas en la sociedad israelí. En la historia de los judíos, los peores momentos fueron aquellos en los que los judíos lucharon contra sí mismos.

M.L: ¿Cambiaron con los años tus posiciones respecto del conflicto con Palestina?

E.K: Yo vengo de una familia con una mezcla muy rara de ideologías políticas. Mi padre era de derecha y también mi madre; no en el sentido de la derecha que tenemos hoy, sino más liberales, amantes del libre comercio. Mi padre siempre me decía: «Nadie sabe cuál es la verdad y hay gente con diferentes opiniones. Simplemente trata de ser buena persona». Mi hermana es una religiosa ortodoxa y vivió en asentamientos. Mi hermano es un izquierdista radical. Yo de chico, en el colegio secundario, tendía más a la derecha y luego fui virando. Crecí dentro de una narrativa en la que nosotros éramos los débiles y todo el mundo quería destruirnos. Pero ahora es evidente que los palestinos son más débiles que nosotros, entonces esa narrativa ya no funciona tan bien. En ese aspecto mi perspectiva política cambia todo el tiempo, pero creo que el cambio más grande sucedió durante mi paso por el ejército.

M.L: ¿Y creés que hay algún lugar para políticas de izquierda en Israel en un futuro cercano? Porque ahora el panorama es muy desalentador.

E.K: No. Con los acuerdos de Oslo hubo una sensación de que la gente estaba yendo hacia la izquierda, pero con el asesinato de Isaac Rabin hubo un rebrote derechista y la balanza quedó de ese lado.

M.L: En nuestros países se está leyendo mucho tu libro Siete años de abundancia. Fue tu única experiencia en la escritura de textos breves autobiográficos. ¿Te sentiste bien escribiendo esos textos?

E.K: Como escritor, siempre me sentí atraído por la ficción. Yo siempre decía que si inventaste una ficción puedes estar orgulloso, pero que si escribes sobre algo que te pasó no puedes quedarte con el crédito. Como lector, nunca leí una autobiografía, porque pienso que si te interesa una vida a la última persona a la que le tienes que creer es a la que la vivió, que tiene toda una serie de intereses sobre esa vida. Mi mente funciona enganchando metáforas: si vivo una escena la voy revistiendo con metáforas y formas ficcionales y queda una historia completamente distinta. Pero cuando nació mi hijo estaba tan abrumado que ese procedimiento mental no funcionaba. Quería hacer algo con esa experiencia pero no me salía el paso a lo ficcional, así que me puse a escribir este tipo de textos, más directos. Cuando lo terminé, a mi madre le encantó y me preguntó si iba a escribir otros libros así. «Tal vez cuando mueras», le dije. Pero por ahora seguiré con la ficción, porque me siento más cómodo ahí. Me resulta más fácil. Cuando escribes ficción del modo en que yo lo hago, nunca sabes lo que va a pasar. Estás viviendo una aventura. Cuando escribo no ficción, en cambio, siento que estoy reviviendo una aventura. Quizás para el lector sea más divertido, no lo sé. Pero para mí es algo tortuoso: quizás no tenga tantas ganas de revisitar momentos de mi vida, no me entusiasma escribir sobre algo que ya sé cómo es y cómo fue el final.

M.L: Bueno, pero hay distintos modos de contarlo y ahí está la aventura.

E.K: Eso es cierto. De hecho, creo que este libro finalmente tuvo un efecto terapéutico importante en mí porque pude reordenar, a través del énfasis, muchas cosas de mi vida. Hace un tiempo tuvo un accidente de auto. Estaba en Estados Unidos, me estaban llevando a un evento y el conductor manejaba muy rápido. Chocamos con otro auto. Estaba seguro de que me moría y en ese momento empecé a despedirme de la vida. Y luego de que una mujer policía vino y me sacó del auto, me di cuenta de que, en ese breve tiempo en el que me despedí mentalmente de mi gente, me había despedido de gente que antes no me había dado cuenta de que era importante para mí, como mi vecino, por ejemplo. Y en cambio no pensé en gente que hubiera asegurado que era muy importante. Esos instantes vertiginosos fueron un cambio de énfasis increíble. Supongo que algo así sucede cuando escribimos textos autobiográficos. Nos damos cuenta de que lo importante no era lo que creíamos y que quizás era otra cosa.

Mauro Libertella

Mauro Libertella (1983) es periodista y escritor. Sus últimos libros son Un hombre entre paréntesis: retrato de Mario Levrero (2019) y la novela Un futuro anterior (2022).

Fotografía: Alejandra López