Amarcord: qué gran título. No sé lo que significa.” Esto me dijo alguien, y me gustó. Me gustó porque, de todas las razones para dar por bueno el título de una obra, es la más aleatoria, la más tonta, la más personal y la más grandiosa. Cárcel de árboles, Comeclavos, Beltenebros, Drácula: me parecen buenos porque no sé lo que quieren decir y no me importa. Su sonido retumba como un granizo de otra época, un golpecito ancestral, un mensaje importante pero opaco, una emoción perdida en los sótanos del cerebro, esos rincones oscuros pero tibios donde alguna vez estuvimos y donde ya no sabríamos volver, aunque quisiéramos.

Pero, si digo que los buenos títulos suenan bien, no digo nada. Las personas venimos calibradas de fábrica en diversas frecuencias, y no hay manera de ponernos de acuerdo sobre qué es resonante, es decir conmovedor, es decir inquietante, y qué no. Así que me remito a mi frecuencia no más, y a mi experiencia –breve, trastabillante– titulando y destitulando que es un gusto, como si supiera lo que hago.

Cuando era joven e indocumentada me hacían mucha gracia los títulos ingeniosos, ya fuera por simplemente cómicos o porque –le parecía a la joven indocumentada– trampeaban o transgredían y no eran para todo el mundo: Gracias y desgracias del ojo del culo, El cansador intrabajable, Les Luthiers de la L a la L, La vida: instrucciones de uso, Maldición eterna a quien lea estas páginas, Mamá se quiere morir y no hay manera, Ocaso y caída de prácticamente todo el mundo, Historia de un idiota contada por él mismo, Pequeños cuentos misóginos. Ahora en cambio prefiero los títulos pesimistas: Vendrán más años malos y nos harán más ciegos, El peor viaje del mundo, A peor vida, Rumbo a peor. No me pregunten.

A nuestra instintiva inclinación por el pelambre noticioso se debe que funcionen, supongo, las Crónicas italianas, Crónicas abisinias, Crónicas marcianas. Y Memorias de una enana. Es como si dijeran: “Aquí lo contamos todo”. O, lo mismo pero al revés: a la compulsión por conocer el final de la trama, por completar una narración, se debe la atracción por títulos que parecen historias a medias, como un comentario incompleto, una exclamación oída al pasar que despierta una curiosidad implacable: Si esto es un hombre, O llevarás luto por mí, Cuando pienso en mi falta de cabeza, Oscuro como la tumba donde yace mi amigo, No será la Tierra, Yo que he servido al rey de Inglaterra.

Y qué agradable placer culpable retener en la mollera un título por inmensamente siútico, sin más. Los de novelas románticas: Amarte es mi destino, El vizconde que me amó, Tu nombre es escándalo, Un beso en la oscuridad. Todavía más los que resultan merengues sin querer: Lo bello y lo triste, Cumbres borrascosas, Ada o el ardor, y mi favorito del mundo mundial: Esplendor en la hierba. ¡Esplendor en la hierba! Qué estaba pensando esa gente, dice una. Pero luego suspira por la juventud tan lejos, tan feliz y tan John Kennedy de nuestros padres, por la ironía que hoy nos tiene aprisionados, por la hierba pisoteada de nuestros días. Y termina siendo un gran título el esplendor.

Por cierto, todos los “gran” suelen ser buenos: Un gran día para el pez plátano, El gran taimado, La gran rubia.

En el ámbito de las ciencias los títulos admirables condensan ideas muy complejas apelando a la emoción y a la experiencia cotidiana: El error de Descartes, sobre neurobiología; El gen egoísta y El relojero ciego, sobre evolución, son títulos que abruman al terminar el libro, cuando la grandeza de la vida y de la inteligencia humana te dejan como muy japonés, con “estupor y temblores”.

Se acaba, y no alcancé a abogar por Explicación de todos mis tropiezos, Crimen y castigo, Viajes con mi tía, Nunca me abandones, todos tan buenos. De todas formas, el mejor título para un lector dedicado, insaciable, herido y agradecido será siempre uno solo: Obras completas.