¿Qué tiene que ver un taco con la comida china? Poco, pero la mejor forma de explicar uno de los platos del restaurante China Village de La Reina es esa: “tacos de lechuga”, ya que se agarra una hoja de escarola y se llena con el picadillo que viene en un plato, para luego envolverlo antes de morder.

Poco chino, pero se entiende. El nombre real de la receta es tan extenso y florido que, leyéndolo en un menú, pocos tomarían el riesgo. Menos lo comprenderían.

¿Cómo explicarle a un extranjero un Barros Jarpa –con cita histórica y todo– siendo que es más fácil decir “queso caliente con jamón”? ¿No es más fácil decir “un vodka naranja” que pedir un “destornillador” en una barra gringa? ¿Entiende alguien fuera de Argentina lo que es un “revuelto Gramajo”, esa mezcla de huevo, papas, arvejas y jamón nacido en 1880 para alargar la noche de un coronel de ese nombre?

La historiografía gastronómica remite a Grimond de la Reynière, un guatón francés poco escrupuloso del siglo XIX, el primer intento de bautizo institucionalizado de platos. Este sujeto “invitaba” a los restauradores y productores de viandas a que le mandaran a él y sus secuaces (por supuesto que gratis) aquellas comidas que buscaban una bendición de este Vaticano-gourmet. El resultado era publicado año a año en El almanaque de los golosos, una suerte de vademécum donde Grimond y su comparsa evaluaban y ponían nombre a lo que habían comido en el transcurso de doce meses.

Esto, se dice, marca el nacimiento del “periodismo gastronómico”: Valor.

La necesidad de bautizos “entendibles”, podría deducirse, nace con los restaurantes y sus menús, a fines del siglo XVIII. La idea era ofrecer en palabras lo que llegaría en el plato. Labor difícil. Porque por mucho bautizo que haya, lo nombrado muchas veces esquiva a su nombre. Por ejemplo, el ponche a la romana de comienzos del siglo XX era ron con helado de piña, destinado a limpiar el paladar entre la primera andanada de platos y la segunda, esa que llevaba directo a sufrir gota. Lo de hoy es lo que entonces se conocía como un “ponche en champagne”. Otro caso: es cosa de intentar comprender cuál es el nombre para cada pasta rellena de Italia para, finalmente, tirar la toalla porque cada región asume nombres distintos para el mismo asunto. Bueno, una empanada en Chile o Argentina dan cuenta también de la amplitud de encarnaciones bajo el mismo título.

Es prácticamente inevitable que el cruce por una línea fronteriza altere la receta, por lo que el cambio que impone el acento local hay que asumirlo. A menos que se pida un whooper, que es casi igual en todas partes (fiabilidad de la marca, dicen). El problema mundial de hoy es otro, y se viene arrastrando desde la última revolución mediática de la cocina: la nouvelle cuisine.

Nuevamente periodistas, nuevamente franceses, fueron Gault y Millau los que bautizaron en los 70 a este fenómeno y establecieron sus diez leyes sagradas. Entre ellas “utilizarás productos frescos”, “te servirás de las aportaciones de las nuevas técnicas”, “no trucarás las presentaciones” y “serás inventivo”.

Nuevamente, valor.

Parte de la inventiva fue comenzar a bautizar postres con nombres de platos salados y viceversa. ¿Estofado de frutos rojos? Es lo menos, y de ahí en adelante. Lo otro fue la obsesión casi entomológica de describir el plato en su extensión total, asunto que –con la llegada de la gastronomía molecular– ha redundado finalmente en no sólo especificar los ingredientes, sino también los métodos de cocción y otros: “reacción de Maillard” o “asado a 55 grados” (ambos del desaparecido Makandal), sin olvidar las nuevas texturas que han nacido de esta incorporación de la tecnología a la cocina: aires, gelificaciones y demás.

¿Qué ocurre, entonces? Es simple: cuando una “deconstrucción del caldillo de congrio” es francamente un fracaso y una “deconstrucción del mote con huesillos” termina siendo un éxito rotundo –como ocurrió con una carta del hotel NH– persiste lo bueno y, por fortuna (gracias, darwinismo), lo malo desaparece.

Es entonces cuando estas descripciones se validan o no. Y es cuando realmente importan. Porque cuando el sabor falla, toda esta cuática de los bautizos termina convirtiéndose en lo que muchas veces es: una mera esfinge sin secreto.