Un ejercicio memorístico como el propuesto me remite, necesariamente, al contexto televisivo setentero-ochentero, y me parece fascinante como práctica retórica de la recordación. El archivo del patético Chile, sustentado en las imágenes de un audiovisualismo sobrevivencial, que fue la base de un mercado publicitario y de televisión que aún perdura, y que incluso, probablemente, fue semilla de esa cosa que podríamos llamar “cine chileno actual”, es una tarea patrimonial prioritaria. Todo eso debe estar en ese cárdex demoníaco que es la memoria del televisivo país, y cuyas imágenes, como un spot maldito de sí mismo, construyen ese correlato político que es la publicidad. Me parece un gesto potente traer a colación el spot chilensis de nuestra infantoadolescencia, porque es un género ridículo y perverso, que casi no requiere validación estética y cultural -y muy degradado por los artistas de la cámara-, y que, a pesar de todo, terminó siendo más interesante que todo el audiovisualismo posterior. Recordar el spot es un gesto odioso, porque nos dice lo tontos que somos y que éramos, y lo tontos que seguiremos siendo. Y lo enfermizamente pretenciosos que fuimos y seguiremos siendo.

No recuerdo a qué financiera correspondía, pero el “cómprate un auto, Perico” es un clásico de difícil olvido. ¿Qué ejercicio puedo hacer con ese dato memorístico? La imagen es clara. Yo en ese entonces era ciclista en el impresentable y poco habitable Santiago de la época, me sentía radicalmente resistencial por ello, e iba a todas partes en mi pistera Oxford; muy orgulloso de desarrollar una práctica alternativa al automovilismo y que nos hermanaba con el obrero de los barrios populares, en su complicado desplazamiento por la ciudad. Todo esto mucho antes de la irrupción de los fachos “furiosos ciclistas”. Yo era o me creía, en cambio, un ciclista ético y estético, que gozaba el paseo y la experiencia del paisaje; uno no dejaba de tener la presencialidad testimonial del peatón, a una velocidad de desplazamiento ideal para estar atento y no perderse nada de lo que acontecía alrededor. Era para mí casi una reflexión urbanística, plena de civismo revolucionario. Además, era un buen dispositivo para conocer una ciudad que en cualquier momento se convertía en un campo de batalla, por lo que era necesario conocer sus recovecos. Y en ese contexto, levemente épico, surge este maldito personaje, representado por Nissim Sharim -que era uno de los actores íconos de la oposición a la dictadura-, que montaba una bicicleta de diseño inglés clásico, que podía ser Oxford, en busca de su amada, mientras todos le gritaban “cómprate un auto, Perico”. Era el periodo en que el proyecto económico de la dictadura, igual que el de ahora, era endeudarse. El odio contra ese spot surgió precisamente de la popularidad que alcanzó, popularidad que padecimos los ciclistas. Todo el perraje callejero te gritaba ese maldito enunciado que caracterizaba al odioso spot. Los obreros de la construcción, el huevonaje que esperaba en los paraderos y cualquier imbécil aprovechaba la ocasión para agredirte; recuerdo haber estado a punto de agarrarme a combos, porque le saqué la madre a un “cara de chileno” que me había tirado la frasecita sarcástica encima desde un auto, justo en una luz roja. Se transformó en un chistecito recurrente del agresivo Santiago del periodo. Para mí era el espíritu de la dictadura que penetraba en la conciencia perra de un pueblo perro -mas no aperrado- que había decidido agachar el moño. En esa época uno odiaba más a Chile que ahora. Hay que recordar que era el contexto del “horroroso Chile” de Enrique Lihn, que los culturosos de la época padecíamos delirante y apasionadamente.

Había otro spot, igualmente despreciable, o quizás algo más, que al parecer pasó inadvertido, pero que a mí me enfermaba con síntomas descomposicionales. Se trataba de uno de sal de fruta o yastá. Ahora que lo estoy recordando más al evocarlo me parece demasiado pavoroso. Representaba una especie de fiestoca clasemediana en la que todos bailaban, con ese concepto idiota del “pasarlo bien” que enarbola el chilenismo endémico. A uno de los enfiestados bailongueros le sobrevenía un súbito dolor de estómago, la irrupción de la acidez, suponemos; pero ahí estaba el respectivo antiácido o sal de fruta que lo aliviaba. Lo más espantoso era que el personaje simulaba un “hachazo” con un ridiculísimo gesto manual, mientras bailaba, y con una voz en off radiofónica que hacía un relato más que obvio y medio versificado. Creo que incluso funcionó en los 90, porque siempre lo daban en fechas festivas. Lo más despreciable para mí era el tópico festivo que yo imaginaba piscolero y de mucho compadre, y que además le llevaba trencitos, aunque algo así no aparecía, pero estaba latente. Probablemente estábamos en el surgimiento de la noción de carrete. Esos spots eran la imagen del “horroroso Chile” que la tele rotulaba o patentaba con su efluvio legitimador. La versión más íntima y doméstica, el reverso del verso de Lihn, al padecer este tipo de spots, era algo así como: “País culiao”.