¿Cómo llegué a Leonardo Padura?

Presentación de Agustín Squella

¿Cómo no anticiparme a la pregunta que podrían hacerse ustedes con toda razón, a saber, qué hace aquí un profesor de filosofía del derecho presentando a un novelista?

Podría justificarme con alguno de los muchos textos que tratan de literatura y derecho, o de derecho en la literatura, o de derecho de la literatura, pero no lo haré. Apelaré tan solo a mi condición de lector de novelas y a mi gusto por aquellas que he leído de Leonardo Padura. Como ustedes ven, no son muchos los antecedentes que puedo exhibir, de manera que añadiré lo siguiente: presentar a un escritor es una manera de agradecerle que sea escritor y que haya escrito lo que hemos leído de él. Si escribir es una terapia ortopédica, un punto de apoyo, una muleta, leer también lo es. Escritores  y lectores somos inválidos. Todos en verdad lo somos, y cada cual tiene que encontrar sus propios bastones. Escribir es uno de esos bastones, leer otro. No son los únicos. El cine, la música, el ejercicio físico, una tarde en el hipódromo, desde luego el fútbol, el béisbol (al menos en el caso de nuestro invitado), son también puntos de apoyo o, como prefería decir Graham Greene, vías de escape. Se trata de refugios, de fondeaderos, algo así como una prometedora taberna iluminada a primera hora de la noche que divisa el navegante al acercar su embarcación a la playa.

Yo llegué a Padura por Mario Conde. Por el flaco Carlos. Por Jose, la madre del flaco, que casi de la nada les prepara unas comidas portentosas que ellos riegan generosamente con ron. Llegué por el Conejo, por Candito el Rojo. Por ese grupo de amigos, por esa tropa, yo llegué a Padura, gratificándome, por ejemplo, cuando la madre del flaco anuncia que los ingredientes para la cena son una gallina gorda, tres cebollas, tres ajíes, dos ramitas de perejil, un puñado de almendras, una taza de vino seco y pan. Simple, básico, pero no así la preparación. Dice Josefina en La neblina del ayer, una de las mejores obras de Padura: «… la gallina se pica en pedazos, se pone en una olla con las cebollas, los ajíes, el perejil, y se sofríe un poco. Se le echa agua, la suficiente para cubrir la gallina, se le añade sal al gusto y se cocina hasta ablandarla. Cuando ya está frita, se deshuesa y se pasa por la máquina de moler. Se maja en el mortero una cebolla grande, otra ramita de perejil y se le agrega el picadillo con el caldo, y se sazona. Las almendras se sumergen en agua durante un cuarto de hora para poder pelarlas bien. Después se pican y se ponen en un pañito para hacerlas horchata, se unen al caldo, se pone todo al fuego y se revuelve constantemente, pues de lo contrario se corta. Cuando ha hervido un rato se le echa vino seco, se deja hervir otra vez, y se sirve con pedacitos de pan frito».

¿Cómo termina ese relato de la magnífica cocinera? Como debe ser en estos casos: con los aplausos emocionados de los comensales.

 Como ustedes saben, Mario Conde es un investigador, un detective, y lo que protagoniza son novelas policiales que transcurren en el único lugar donde podrían acontecer: La Habana. En esas novelas La Habana no es un decorado, es un escenario, y, todavía más que un escenario, más que una atractiva y entrañable locación, es el único sitio en que ellas podrían ocurrir, el exclusivo punto geográfico y el preciso ambiente cultural en el que podrían existir y desplazarse los personajes que las pueblan. La Habana no es aquí un mero telón de fondo, sino una presencia viva, palpable, hasta el punto de que uno puede llegar a creer que las historias de Padura no suceden simplemente en ella, sino que La Habana las produce. La isla es el vientre soleado y tormentoso del que salen Mario Conde, Jose, sus amigos, y las completas historias que protagonizan. Más que ciudad sensual, La Habana de Padura es una ciudad que transpira, y no solo en el sentido físico de sudar, sino también en el de brotar.

Pero también sabemos que donde Padura se descuadró, donde se salió de madre –como decimos aquí–, fue con El hombre que amaba a los perros, una novela de la que, sin exagerar, podría decirse lo que Aristóteles proclamó de la felicidad: una desbordante plenitud. Novela feliz, novela de desbordante plenitud, y no porque narre acontecimientos felices, que no es el caso, sino por el caudal de su prosa y por la copiosa y a la vez exacta abundancia que tiene ese caudal. «Vuelve a leer ese párrafo», o esa página incluso, se ordena uno a sí mismo muchas veces durante la lectura de tan espléndida novela, y no porque no haya entendido. Vuelve solo para repetir el placer, lo mismo que cuando se echa atrás una película y las imágenes recién vistas vuelven a deslumbrarnos. Dicen que los filósofos hacen filosofía porque se asombran ante el hecho de que hay el ser y no la nada. Pues bien, los lectores hacemos lo que hacemos –leer– porque nos asombra lo que puede hacerse con las palabras.

En 2010 apareció en castellano Todo lo que sé sobre novela negra, de la escritora británica Phyllis Dorothy James, y fue allí donde encontré esta reflexión de Foster: «El rey murió y luego murió la reina» es una historia. «El rey murió y luego la reina murió de pena» es una trama. «La reina murió, nadie sabe por qué, hasta que se descubrió que fue de pena por la muerte del rey» es una trama con misterio, o sea, un enunciado que admite un desarrollo mayor. Y dice ahora la novelista británica: «Yo añadiría “todo el mundo creyó que la reina había muerto de pena hasta que descubrieron la marca del pinchazo en el cuello”. Eso es un misterio sobre un asesinato, y también admite un desarrollo mayor».

Si me permiten, yo creo que las policiales de Leonardo Padura se ajustan perfectamente a ese esquema.

Pero, ¿de qué hablamos cuando hablamos de «policiales»?

Sabemos que hay un género literario que responde en general a esa palabra, y se trata tal vez del único que no suele mezclarse ni confundirse con otros, como es hoy lo habitual, hasta el punto de que podríamos tener hoy la impresión de que cada obra tiene su propio género. ¿Quién podría tener algo contra las mixturas, los híbridos –por ejemplo, de novela y ensayo, o de novela, ensayo y testimonio, o de novela, ensayo, testimonio y desahogo–? Pero de pronto uno se siente harto de leer en la tapa cuatro de un libro que tomamos al azar en la librería que se trata de una obra inclasificable. Piensen ustedes en el Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa, una obra ciertamente inclasificable, pero que lo es atendido su resultado y no por una opción deliberada que hubiera adoptado el autor antes de ponerse a escribir. Lo que quiero decir es que hoy el más preciado adjetivo de la crítica al que parecieran aspirar no pocos escritores es que el libro que acaban de publicar sea inclasificable. Vaya problema para los pobres bibliotecarios.

Los libros que yo conozco de Leonardo Padura son perfectamente clasificables: policiales. Y en cuanto a El hombre que amaba a los perros, novela, simplemente novela, novela deslumbrante, mas no por sostenerse en algunos personajes y sucesos reales de evidente importancia histórica, sino por la inusual calidad de su escritura. Si se quiere leer historia en esa novela, ¿por qué no? Pero lo que al menos yo experimenté, lo mismo que muchos de ustedes, fue el placer de una gran historia, de convincentes y complejos personajes, y de una calidad literaria superior. Es –y perdonen por destacar las cosas básicas que a veces se olvidan o se posponen– una novela bien escrita, notablemente bien escrita.

El hombre que amaba a los perros se puede leer como novela histórica. Se puede leer como novela política. Se puede leer como novela policial. Se puede leer como todo eso a la vez, es decir, como novela histórica, política y policial. Pero, ante todo, se lee como una buena novela, como una muy buena novela, casi como si se tratara de una novela insuperable, aquella que los lectores, y aun el propio autor, podrían reconocer como la obra maestra de sus vidas. Y si bien Padura, cuando se le pregunta para qué se sienta a escribir, alude al carácter social de su obra, no a su dimensión estética, añade en una reciente entrevista: «Esa respuesta social que está en la literatura es la que yo trato de que tenga además un valor estético, que tenga calidad en cuanto al lenguaje, a la estructura, una complejidad en la construcción de los personajes, en la manera de entender y de expresar una realidad determinada».

He escuchado a escritores decir que a ellos no les interesa escribir bien, sino tener historias que contar, y lo que me pregunto es cómo diablos pueden afirmar algo así. Todos tenemos historias que contar, todos llegamos a casa por la noche o nos reunimos con amigos en torno a una mesa luego del trabajo y damos la forma de un relato interesante a los sucesos más o menos insignificantes que hemos vivido durante la jornada. Iris Murdoch decía que, en tal sentido, todos somos escritores, puesto que todos de alguna manera narramos, todos intentamos conferir un cierto orden al caos de la realidad y de las experiencias que nos toca vivir. Por su parte, Karl Popper afirmaba que todos somos filósofos, puesto que nadie puede eludir hacerse preguntas que consideramos filosóficas, así no más sea la de cuál es el significado de la vida humana sobre la Tierra o cuál el sentido de nuestra particular existencia.

Pero la verdad es que no todos somos filósofos. Tampoco todos somos escritores. Como no todos somos cineastas, aunque tengamos algunas historias que nos gustaría filmar. La escritura es un oficio, no un talante. El escritor no es solo un depósito de historias, sino una bóveda viva de palabras. Las historias, diría yo, no bastan. Sin palabras, sin las palabras exactas, las historias son únicamente posibilidades. Un escritor no es quien tiene historias, sino quien sabe transformar las posibilidades que ellas son en un texto, por el que el lector pueda trasladarse con la facilidad con que en un aeropuerto avanzamos por la cinta transportadora.

Scott Fitzgerald decía que antes de escribir, y sobre todo antes de publicar, lo que el autor debe preguntarse no es si quiere decir algo, sino si acaso tiene que decir algo. «Tener» que decir algo es más imperativo que «querer» decir algo. Pero nótese: tener que decir algo es más que tener algo que decir. Sí, primero debes tener algo que decir, pero luego, si eres escritor, debes alcanzar la certeza de que tienes que decirlo. Y la cosa tampoco termina allí: para escribir, y sobre todo para publicar, debes contar con la llave del cofre de las palabras.

Pero volvamos mejor a las policiales: hay aquí presentes escritores y expertos en teoría literaria que no tienen por qué estar dispuestos a tolerar que un lector aficionado les diga de qué va la cosa.

¿Son lo mismo las novelas policiales, las de detectives, las de misterio, la novela negra, el thriller? Por ejemplo, las novelas de P.D. James son detectivescas y de misterio. ¿Y en el caso de Padura? Detectivescas desde luego no. En las obras de Padura no hay un investigador inteligente, acucioso y con gran capacidad deductiva para desenredar un misterio o encontrar a un asesino a partir de un cierto número de pistas que el autor comparte también con los lectores. Mario Conde no es Sherlock Holmes, ni Adam Dalgliesh, el detective de la propia P.D. James. Conde no reflexiona sobre los casos sentado en un mullido sillón junto al fuego mientras fuma una pipa; Conde, como todos los de su especie, medita en la barra de un bar o cuando en la mañana siguiente consigue despejar la cabeza con dos tazas de café y una mirada sobre el malecón. Mario Conde se parece mucho más, según creo, a los personajes de la novela negra norteamericana, a los personajes de Chandler, de Hammett, o a los que nos ofrecen hoy John Connolly o Elmore Leonard, Juan Madrid o Rubem Fonseca.

Mario Conde es un carácter moral.

Pero tampoco es solo una cuestión de caracteres, sino de ambientes, de situaciones, de trasfondos urbanos tan oscuros como vitales y seductores. Mario Conde no se entiende sin La Habana y entendemos mejor esta gracias a Mario Conde. Tampoco se entiende Sam Spade sin San Francisco y Philip Marlowe no se comprende fuera del Los Angeles de los años treinta. Lo que Raymond Chandler dijo de su personaje Philip Marlowe vale también para Sam Spade, el personaje de Dashiel Hammett, y vale también para el Mario Conde de Leonardo Padura: se trata de redentores, mas no porque se sientan los mejores hombres del mundo, sino porque pertenecen a la clase de los mejores. Pertenecen a la clase de los mejores sin presumir de ello –más bien todo lo contrario– y sin ni siquiera saberlo.

Hay sí una diferencia entre Mario Conde, Sam Spade y Philip Marlowe: Conde es policía, no un detective privado con licencia, y eso podría dificultarle tener un juicio crítico sobre el cuerpo de orden al que pertenece. Pero no. Conde es un escritor que trabaja como policía, y es eso lo que lo salva de ser un nombre más en la plantilla del cuerpo de policía habanera. Mario Conde tiene nostalgia, muchísima nostalgia, o sea, recuerdo de las cosas buenas que tuvo en el pasado o que imaginó iba a tener en el futuro. Cosas buenas en el plano personal, desde luego, pero también en el aspecto social y político de su país. Conde, como certifica el propio Padura, tuvo un pasado de «feliz credulidad», la mística de que vendría un mundo mejor, aunque todo eso fue luego bruscamente cancelado. Pero la nostalgia de Conde es cualquier cosa menos un tópico. Tampoco es inocente. Es una nostalgia provocada por la inconformidad con el presente y por la añoranza no de un pasado que hubiere sido realmente mejor, sino de uno en el que se creyó que el futuro lo sería. Nostalgia, en suma, de un futuro que no fue.

Pero Leonardo Padura no viene a hablarnos de Mario Conde,sino de cómo es hoy escribir en La Habana y, seguramente también, de cómo es hoy vivir en La Habana, de cómo es pensar allí, de qué se siente estar en una urbe cuya cantidad de habitantes es menor que el número de cubanos exiliados de la isla.

Por mi parte –y ya para concluir– fue hace pocos años que tuve mi primer viaje a Cuba, y antes de emprender vuelo hice escala técnica durante varios días en Tumbas sin sosiego, el ensayo de Rafael Rojas sobre revolución, disidencia y exilio del intelectual cubano. Quedé impresionado por la calidad de la investigación de Rojas y, asimismo, por la diversidad y riqueza de la historia cultural de Cuba. Me gusta también de ese texto que aluda al «realismo controlado» de Leonardo Padura, lejano del flâneur agresivo de Pedro Juan Gutiérrez, esa especie de Bukowski habanero de prosa dura como una roca.

Rojas se refiere en su libro a Padura como uno de los intelectuales residentes en Cuba que llevan a cabo «una recuperación ciudadana del rol de su conciencia crítica en la sociedad civil». Pero antes señala que «el intelectual plenamente crítico solo puede localizarse en la marginalidad la disidencia o el presidio». En el caso de nuestro invitado de hoy, ni marginalidad ni presidio. Disidencia entonces. O bien, algo distinto: independencia crítica. Disidencia o bien independencia crítica para cambiar las cosas, desde luego, aunque estas, vistas desde lejos, progresan con una exasperante lentitud, como si el cambio de situación en Cuba se pareciera más a una fatalidad que a un deseo.

Finalmente, perdón, Leonardo Padura, si sientes que en esta presentación he exagerado en elelogio de tu obra. Simplemente me he dejado llevar. ¿Pero qué otra cosa cabe sino dejarse llevar cuando recibimos a un huésped que queríamos tener en casa hace largo tiempo y que de pronto podemos recibir con una mez cla de admiración, complicidad y gratitud, merced a la activísima y selecta cátedra que con singular talento dirige en esta universidad Cecilia García-Huidobro?

Ya se sabe que hay muchas patologías del libro. Abundan las bibliopatías y, con ellas, quienes padecen patologías libres- cas. Somos muchos y también variados los que tenemos alguna enfermedad del libro. Una de las enfermedades se contrae le yéndolos, y me imagino que otra escribiéndolos. Con todo, mi ruego a los escritores es que continúen con su propia enfermedad del libro –la de escribirlos–, para que los lectores continuemos siendo pacientes de la nuestra, la de leerlos, sin que ni ellos ni nosotros mostremos el más mínimo interés en curarnos de nuestras respectivas dolencias.

Escribir en Cuba en el siglo XXI (Apuntes para un ensayo posible)

Leonardo Padura

Hay tres preguntas que me hago con cierta frecuencia, y aunque para otras personas algunas de esas interrogantes puedan no tener demasiado o ningún sentido, tratar de encontrarle una respuesta convincente a cada una de ellas es uno de los desafíos que más me obsesiona. Y suelo ser bastante obsesivo.

La primera pregunta, y quizás la de más fácil y en apariencia obvia respuesta es ¿por qué soy cubano? La posible facilidad con que podría ser contestada, es decir, soy cubano simplemente porque nací en Cuba y he vivido toda mi vida en Cuba, por lo cual sentimental, cultural y humanamente no tengo otra opción que la de ser cubano, se puede complicar con cierto sentimiento de predestinación cósmica, de fatalidad o gracia geográfica (la maldita circunstancia de Virgilio o la Perla de las Antillas desde tiempos de España), razones todas ajenas a mi voluntad o capacidad de decisión. Pero incluso la respuesta podría enrevesarse más si a esa condición natal o incluso escogida, se le añaden los elementos de lo que implica una pertenencia asumida por encima de lo jurídico, y que caería entonces en un territorio donde sí incide el albedrío personal, de cierta importancia en mi caso pues disfruto del privilegio de tener un segundo pasaporte y una segunda ciudadanía.

Ahora bien, si como ocurre en tantas ocasiones a esta simple pregunta se le intercala una recurrida y utilísima interjección muy común en el vocabulario de un cubano, y se ubica en un determinado contexto, puede perder toda su simplicidad aparente y convertirse en un desafío histórico o filosófico. ¿No es eso lo que sucede cuando, en lugar de preguntarse «por qué soy cubano» alguien se pregunta «por qué coño tendría yo que ser cubano…»? Hecha y matizada esa pregunta, su pertinencia en mis obsesiones se hace más evidente, pues sin ella y sus posibles respuestas, que pueden estar condicionadas por factores coyunturales, difícil me resultaría empezar a hacerme las otras dos preguntas recurrentes y evidentemente más complicadas: ¿por qué soy un escritor cubano? Y, sobre todo, una que calca y a la vez amplía y modifica el sentido de la anterior con una subordinada: ¿por qué soy un escritor cubano que escribe y vive en Cuba?

Si confieso que para la primera de estas dos últimas preguntas no tengo una respuesta convincente, tal vez no me creerán. Sobre todo porque mucha gente, empezando por mí mismo, no suele creer en esas predestinaciones cósmicas que antes mencioné. Solamente debo advertir que nací y crecí en una casa donde solo había nueve libros–ocho volúmenes de las Selecciones del Reader’s Digest y una Biblia–, que soy hijo de un masón y una católica a la cubana de los más corrientes y típicos, que crecí en un barrio llamado Mantilla donde todavía se dice «ir a La Habana» cuando alguien se traslada al centro de la ciudad, y que hasta 1980 el nivel escolar más alto alcanzado por alguien de mi familia era el octavo grado, al cual habían llegado, a duras penas, mi madre y una tía paterna. Resulta evidente que, con tales antecedentes, con la agravante de que durante los primeros dieciocho años de mi vida lo que más me atrajo y a lo que más tiempo dediqué fue a practicar, ver o pensar en el juego de pelota, y a que entre todas las obligaciones académicas de los estudios medios mi asignatura favorita era la de matemáticas, no veo en mi pasado remoto razón alguna que pueda indicar una vocación, en la edad en que se forjan las vocaciones más profundas.

Fue en la Escuela de Artes y Letras de la Universidad de La Habana, en un momento mutilada y condenada a ser solo Escuela de Letras y de pronto transfigurada en Facultad de Filología, donde me topé con el deseo de ser escritor, como si no pudiera dejar de hacerlo. Lo interesante es que llegué a ese sitio y encuentro por pura causalidad socialista, pues mi intención de graduado preuniversitario fue la de estudiar periodismo con el sueño de fungir como cronista deportivo. Pero en aquel preciso curso académico no abría la carrera de Periodismo, como tampoco la de Historia del Arte, por la que luego intenté decantarme. Ante tanta reorganización de lo que estaba organizado –era el año 1975, la cúspide de la institucionalización del país–, trastabillando tras mi sueño de escribir sobre pelota y limitadas mis libertades de escoger, terminé estudiando Literatura Hispanoamericana, sin imaginar siquiera que aquellas «actualizaciones» universitarias me pondrían en el camino de lo que ha sido mi vida profesional y sentimental, o sea, toda mi vida, pues mientras estudiaba esa carrera sentí por primera vez la posibilidad de soñar, no ya con la crónica deportiva, sino con la práctica de la literatura y además encontré a la muchacha que, desde entonces, me acompaña en cada acto de mi existencia (aunque debo admitir que a veces lo hace a regañadientes). Por ello, a diferencia de otros pretendientes a escritores o incipientes escritores que comenzaron a levantar la cabeza en la isla por aquellos años finales de la década de 1970 y que se harían más visibles en el decenio siguiente, cuando yo empecé a sentir las exigencias de la literatura no tenía la menor conciencia de en qué universo pretendía entrar y, de hecho, estaba entrando.

Justo por aquellos años una de las profesiones más ingratas a las que se pudiera aspirar en Cuba era precisamente la de practicar la literatura, a la cual, sin embargo, se daban entusiastamente tantos habitantes del país que se podía tener la impresión de que éramos el paraíso de los escritores. Porque en la Cuba de 1980 había, además de poetas, narradores y ensayistas a secas, también muchísimos creadores «colectivos» de teatro nuevo, legiones de escritores policiales, de testimonio y de ciencia ficción, y miles de talleristas, escritores voluntarios y escritores aficionados, todos con sus concursos, premios y publicaciones. Curiosamente aquella superpoblación de nuestra República de las Letras había cuajado justo cuando varias decenas de los más notables escritores cubanos, por causas, sospechas y hasta simples suspicacias de diverso origen, habían vivido, como consecuencia de una ortodoxia socialista llevada a los extremos, toda una década de marginación y silencio, en medio de la cual algunos de ellos se encontraron con la muerte y el silencio eterno, sin poder llevarse al otro mundo siquiera la esperanza de una reparación de su obra y vida. Mi desconocimiento o mal conocimiento de aquella historia oscura, de la que se hablaba poco o en voz baja, no me impidió notar, sin embargo, algo que me pareció alarmante: ¿tan graves habían sido los pecados o deslices de estos escritores cubanos si en aquellos inicios de la década de 1980 se les rehabilitaba silenciosamente, como si lo pasado nunca hubiera pasado y sin que nadie asumiera culpas ni ofreciera disculpas?

Fue en el ambiente más favorable de esos años cuando me hice –o comencé a hacerme– un escritor cubano que vivía en Cuba, y por vía atmosférica, más que por un proceso de racionalización, fui descubriendo cómo debía enfrentar la literatura alguien que pretendiera ser aquello en lo que yo me estaba convirtiendo: un escritor cubano que vive en Cuba. Para comenzar, alguien con tal condición era un compañero que necesariamente debía tener un trabajo (como periodista, asesor literario, profesor, funcionario) y realizar además sus empeños literarios, que se hacían en horas robadas al descanso o al horario laboral; era alguien cuya aspiración máxima radicaba en el hecho de sacar un turno en la cola para publicar sus obras en alguna editorial de la isla, pues el extranjero resultaba algo difuso, lejano, solo accesible para figuras ya históricas como Alejo Carpentier y Nicolás Guillén, o para autores tan reconocidos como Manuel Cofiño, el representante por excelencia del realismo socialista cubano (o sea, el escritor ejemplar de aquel tiempo), un hombre que se hacía acompañar por un maletín donde siempre cargaba los sobados contratos de las traducciones al ruso, moldavo, rumano, uzbeko de sus exitosas, muy promovidas y reeditadas novelas. Y un escritor cubano debía ser, además, un ser social con suficiente conciencia de clase, del momento histórico –no hace falta precisar cuál, pues siempre hemos vivido en un momento histórico– y de la responsabilidad del intelectual en la sociedad, como para escribir solo lo que se suponía –o le hacían suponer– que debía escribir. En dos palabras: alguien capaz de manejar con tino el arte castrante de la autocensura para evitar el agravio de la censura.

Para un pretendiente a escritor cubano mis destinos laborales de aquella década fueron los mejores que hoy pudiera imaginar y, si me hubiera sido posible, escoger (en una época en la que el acto individual de elegir no era práctica frecuente). Para mi fortuna, mi primer centro de trabajo fue El Caimán Barbudo cuando se estaba convirtiendo en el centro más activo de las pequeñas (o no tan pequeñas) preocupaciones de los jóvenes escritores de entonces. Así, en El Caimán pude hacer mi conocimiento del mundo y las figuras de la literatura cubana de aquel momento y desarrollé un fuerte sentimiento de pertenencia generacional. Allí, mientras trataba de encontrarme a mí mismo, también aprendí que las reglas de juego establecidas en la década de 1970 para el mundo de la cultura seguían funcionando en una especie de extra inning interminable y que cualquier movimiento en falso podía ser considerado un balk por los árbitros de la pureza ideológica. Luego, tras mi salida bastante estrepitosa del mensuario cultural (me cantaron un balk), fui a trabajar al vespertino Juventud Rebelde, donde se suponía que debía ser reeducado ideológicamente, pero donde en realidad me eduqué literariamente, gracias al conocimiento más íntimo de la historia de mi país, a las muchas horas que pude dedicar a la lectura y a la práctica de un periodismo que me abriría las puertas de una conciencia de lo que iba a ser mi literatura. Pero, sobre todo, porque en esos años conseguí hacer un reconocimiento más maduro de mis expectativas, de mí mismo y de la sociedad en la que vivía; a lo que mucho me ayudó, de manera dolorosa pero rápida y eficiente, el año que pasé en Angola y a lo largo del cual conocí no solo el miedo (algo muy personal, pero que muchas personas padecimos), sino también la verdadera pobreza material, y las miserias y bondades de los seres humanos, manifestadas en sus estados más consolidados y patentes.

En aquella época, aunque escribí muy poco – sobre todo en la etapa de Juventud Rebelde, cuando fui cariñosa y peligrosamente absorbido por la labor periodística–, junto a otros escritores de mi generación fui perfilando unos intereses literarios que mucho tenían que ver con nuestras propias experiencias, pero también con una lógica reacción a lo que se había escrito en Cuba, y a cómo se había escrito, en los años anteriores, los del terrible decenio negro. Una incipiente conciencia de que la política y la literatura debían tener existencias independientes, de que el hombre y sus dramas pueden o deben ser el centro de la creación artística, y de que mirar críticamente el entorno era una responsabilidad posible para el escritor, fueron moldeando unos intereses colectivos y haciéndose patentes en las obras que, con mayor o menor fortuna artística, creamos y hasta publicamos en esos tiempos, no sin ciertos sobresaltos, aunque en realidad atenuados respecto del pasado inmediato.

Pero (por la dichosa conjunción cósmica o por una simple necesidad histórico-concreta) sería la década de 1990 la de mi conversión real y definitiva en un escritor, por supuesto que cubano y que viviría en Cuba, con el colofón de llegar a ser, a partir de 1995, un escritor profesional… Sería aquella época, además, y por cierto, la de la caída del muro de Berlín, el tambaleo y derrumbe de la hermana Unión Soviética, y la de los tiempos más álgidos del Período Especial. Si en medio de aquellas catástrofes, que tuvieron efectos tan directos como la falta (entre otras cosas) de electricidad, comida y transporte, además de la paralización de la industria cultural y editorial del país, si en medio de tantas incertidumbres continué siendo un escritor cubano que vivía en Cuba quizás se deba, sobre todo, a que la primera pregunta de las que me obsesionan –es decir, ¿por qué soy cubano?– colocó en las balanzas posibles todo su peso específico a través de un sentido de pertenencia y porque ya era un escritor cubano (a esas alturas ya difícilmente podía ser otra cosa) y mi intención era ser un escritor cubano que escribiera sobre Cuba, con la mayor libertad y sinceridad posibles, un creador empeñado en reflejar los conflictos (al menos algunos de ellos) de mi sociedad y asumiendo los riesgos inherentes a tal empeño. Y, atado a mis pertenencias y para conseguir ese propósito literario, decidí personal, soberana y conscientemente quedarme en Cuba y, a pesar de las carencias e incertidumbres que nos tocaban las puertas a casi todos, y hasta a pesar de mis propios miedos, escribir en Cuba y sobre Cuba.

Fue la práctica de la literatura la que me salvó entonces de la locura y la desesperación a la que me abocaba el medio ambiente. Entre 1990 y 1995, mientras fungía como jefe de redacción de La Gaceta de Cuba y tres veces a la semana hacía en bicicleta el recorrido de treinta kilómetros Mantilla-Vedado-Mantilla, en invierno y en verano, en seca o en lluvia, la escritura se convirtió en mi refugio y escribí en ese período tres novelas –Pasado perfecto, Vientos de cuaresma y Máscaras–, un libro de cuentos, mi largo ensayo sobre Carpentier y lo real maravilloso, tres o cuatro guiones de cine y hasta organicé dos libros con mi periodismo de los años anteriores y una antología de cuentistas cubanos, El submarino amarillo. Gracias a la literatura viajé a España, México, Colombia, Argentina, Italia, Estados Unidos. Gracias a la literatura y a esos viajes y al pasaporte uruguayo de Daniel Chavarría pude comprarme una computadora y hasta una lavadora y algunas bandejas de picadillo de res en las tiendas donde se expendían productos en divisas, cerradas entonces para los cubanos, pero con un resquicio abierto para los escritores cubanos que vivíamos en Cuba y obteníamos alguna moneda fuerte de nuestras estancias en el extranjero, cuando esa moneda era convenientemente trocada en unos cheques rojizos que nos permitían acceder a aquel privilegio que, aunque no incluía computadoras, nos salvaba de la inanición y de la cárcel (cuando allá podías terminar por andar por la calle con unos dólares en el bolsillo).

Es hora ya de advertir que, si para hablar de lo que ha sido y, sobre todo, de lo que es la práctica de la literatura en Cuba a estas alturas del siglo XXI, parto de un recuento de caminos forzados por la realidad, avatares sociales y económicos y, al fi de decisiones personales, se debe a la percepción de que mi relación con el entorno y mi experiencia individual como escritor cubano que ha vivido y vive en la isla, recibió y ha recibido a lo largo de treinta años el peso y la presión de todas las circunstancias por las que ha ido pasando el ejercicio de este arte en el país. Una influencia que, de muchas maneras, han condicionado mis expectativas y necesidades de creador y de ciudadano perteneciente a una generación muy específi a de cubanos: la que nació en la década de 1950, estudió en las universidades durante el crítico período de los setenta y entró en la literatura insular, con una tímida ruptura, en los años ochenta. La generación que, en el momento de su madurez y posible eclosión, vio alterado su desarrollo o evolución con la llegada del eufemísticamente bautizado Período Especial que marcó la última década del siglo XX y proyectó su espectro hasta este presente de hoy, de ahora mismo; la generación literaria cubana que tal vez con mayor encono recibió los golpes pero también los beneficios–sí, los beneficios de esos años que al solo recordarlos da hambre, calor y hasta riesgos de sufrir una polineuritis cegadora que, como una plaga silenciosa, comenzó a invadir la isla.

Porque en medio de aquel caos, locura, lucha por la supervivencia pura y dura que se instauró en el país, mientras escribía como un loco para no volverme loco, algo comenzó a cambiar en la condición del escritor cubano que vivía en Cuba, movido por la presión de esa especie cultural–los escritores– que, por supuesto, ya no era tan abundante como en los días de 1970 y 1980, por varias razones: 1) porque publicar un libro en una editorial nacional o regional se convirtió en algo excepcional y muchos dejaron de intentarlo; 2) porque muchos «escritores» emergidos en los setenta en verdad no lo eran tanto y se evaporaron, y 3) porque otros muchos de los escritores cubanos que vivían en Cuba cambiaron su condición por la de escritores cubanos que vivían fuera de Cuba o, como se les ha dado en llamar, escritores de la diáspora o el exilio (una relación, lamentablemente desactualizada, aparece en el epílogo al Informe contra mí mismo, del entrañable y ya desaparecido Lichi Diego, alias Eliseo Alberto).

Lo que se movió en el territorio de la creación y específicamente de la literatura cubana fue una suma de circunstancias materiales y espirituales capaces, en su conjunto, de redefinir la situación del escritor que vivía en Cuba y alterar de modo bastante radical el contenido y las intenciones de su obra. Entre esos elementos estuvo la ya mencionada paralización de la industria editorial del país, lo que obligó a los escritores a buscar por el mundo un premio literario que los salvara de la inopia y, a la vez, una vía para estampar sus obras, sin que, por primera vez en tres décadas, aquellas intenciones editoriales se convirtieran en un pecado, punible como todos los pecados. Por supuesto, esta relación diferente con el presunto o al fin encontrado editor extranjero contribuyó a crear una dinámica a su vez diferente, menos prejuiciada, entre el escritor y su obra, pues esta última ya no estaba destinada, al menos en primera instancia, a un editor cubano que podría leerla como un funcionario del Estado cubano y, desde tal perspectiva comprometida y condicionante, admitirla o rechazarla. Pero habría que sumar a estos dos elementos otros de carácter social y espiritual que marcarían la época: el desencanto, el cansancio histórico, la revisión crítica de la sociedad y sus actores a que nos abocaron la crisis y el conocimiento de nuestra y otras realidades, de algunas verdades ni siquiera sospechadas en toda su dimensión y los propios cambios en una sociedad que estaba sufriendo violentas contracciones y dando origen a actitudes y necesidades antes sumergidas o incluso inexistentes…

El resultado de todas esas revulsiones fue una literatura que muy pocos, quizás nadie, podía concebir o imaginar en los años anteriores, una literatura de indagación social, de fuerte vocación crítica, incluso en muchas ocasiones de disenso con el discurso oficial, que con su carácter y búsquedas marca los rumbos que ha seguido desde aquellos años finales del siglo XX hasta estos ya no tan iniciales del XXI lo que puede considerarse el mainstream de la literatura cubana. Y en ese rubro incluyo, por supuesto, la que escriben los que viven en Cuba y los que viven fuera de Cuba, la que se publica y distribuye en Cuba y la que se edita fuera de la isla. Una creación que, justo es decirlo, muchas veces consiguió ser estampada y distribuida en Cuba, gracias a una percepción más realista del entorno y de las necesidades de expresión artística por parte de las autoridades culturales del país.

Esa literatura que se comenzó a escribir y publicar en la década de 1990, y en la que yo participé, se propuso indagar en rincones oscuros o inexplorados de la realidad nacional, mirar críticamente hacia el pasado, bajar a los fondos de la sociedad en que vivíamos, encontrar respuestas a preguntas existenciales, sociales y hasta políticas a las circunstancias que habíamos atravesado y trastocado muchas estructuras de la sociedad, especialmente en el orden ético. Varios de los escritores de ese momento consiguieron el propósito de encontrar casas editoriales fuera de la isla, entidades que publicaron y promovieron su obra, y les confirieron un nuevo sentido de independencia, tanto literaria como económica. En el terreno de lo artístico tal independencia se manifestó en una creación cada vez menos condicionada a lo establecido, más abiertamente crítica incluso, o sencillamente, más personal. En el plano de lo económico permitió la profesionalización de algunos escritores y la posibilidad o cuando menos el anhelo de conseguirlo de muchos otros, una condición impensable hasta la década de 1980 y que, por supuesto, confería otra dosis de independencia al escritor cubano que vivía y escribía en Cuba.

En medio de esa nueva circunstancia nacional, tal vez el mayor error de esta literatura más desenfadada o desencantada o intencionadamente crítica haya sido su falta (o la incapacidad de algunos de sus creadores) de una perspectiva más universal, es decir, menos localista. La insistencia en determinados mundos sociales, personajes representativos, problemáticas específicas y modos expresivos que se tornaron repetitivos, hizo que una parte notable de esta literatura se encallara en lo inmediato, en las tan peculiares peculiaridades cubanas, y creó una retórica que, al pasar el momento de júbilo internacional por esa nueva literatura creada en la isla, en especial la novelística, cortó o dificultó el acceso a las editoriales foráneas (que viven sus propias crisis) de nuevos escritores cubanos que viven en Cuba y escriben sobre Cuba.

Pero sobre esta creación, desde los años finales del siglo pasado y sobre todo en los que corren del presente han gravitado otras condiciones que, a mi juicio, están afectando su desarrollo.

Ante todo está la certeza de que la escritura en Cuba es un acto o vocación de fe, un ejercicio casi místico. En un país donde la publicación, distribución, comercialización y promoción de la literatura funciona de acuerdo a coyunturas por lo general extraartísticas y no comerciales, a la búsqueda de equilibrios culturales y hasta a códigos aleatorios de imposible sistematización, la situación del escritor y su papel se vuelven inestables y difíciles de sostener. Los escritores que solo publican en Cuba reciben por sus obras unos derechos retribuidos en la cada vez más devaluada moneda nacional –en función de lo que se puede adquirir con ella–, cantidades pagadas muchas veces con relativa independencia de la calidad de su obra o de la aceptación pública que consiga. Estos derechos de autor, por supuesto, hacen casi imposible la opción por la profesionalización de los escritores (esto, justo es recordarlo, resulta bastante común en todo el mundo), lo cual puede incidir en la calidad de la obra emprendida. ¿Con qué recursos cuenta un escritor cubano para dedicar, digamos, tres o cuatro años a la escritura de una novela que requiera de ese tiempo de elaboración? Resulta evidente que no puede depender solo de sus derechos en pesos cubanos y que debe buscar otras alternativas laborales o profesionales con las cuales ganarse la vida o en las cuales desgastarse la vida mientras dedica el tiempo restante a la creación. El estado calamitoso de la novela cubana de los últimos años puede o no tener una relación directa con esta situación existencial y económica (imposible de revertir o al menos de aliviar mientras no cambie toda la «situación económica» o el «momento histórico»), pero su estado de deterioro puede ser visible, por ejemplo, si contamos cuántas obras de este género, el más leído y publicado en el mundo, obtienen los premios anuales de la crítica literaria, un rasero subjetivo pero posible para medir las calidades de lo que se difunde a través de las casas editoras del país, o cuántas logran entrar en los circuitos editoriales foráneos más reconocidos y con mayor presencia comercial.

Otra cuestión que afecta al escritor cubano desde hace décadas, pero que se ha agudizado en los últimos tiempos, es su lamentable desinformación sobre la literatura que se está creando en otras latitudes. Todos los lectores cubanos, todos los escritores que vivimos en la isla padecemos esta desactualización porque, incluso en el caso de los más enterados, siempre su relación con lo que se lee en el mundo resulta aleatoria, dependiente no de sus necesidades sino de sus posibilidades de comprar o encontrarse con determinados autores y obras que, en ningún caso, se publican o distribuyen normalmente en el país. De esta forma, el escritor cubano del siglo XXI que vive en Cuba –donde tiene un precario acceso a Internet, o simplemente no lo tiene–, se mueve a bastonazos de ciego por el universo de la literatura de su tiempo, en la cual debe insertarse y con la cual debe compartir el mercado, si logra llegar a abrir alguna puerta de esa instancia tan satanizada pero a la vez tan necesaria, incluso para la creación y la promoción nacional e internacional de la literatura.

No se puede olvidar tampoco que con mucha frecuencia el escritor cubano que vive en Cuba y escribe en Cuba debe además enfrentar una muy deficiente política promocional, entre otras razones por la propia inexistencia de un mercado del libro dentro del país, pero también, entre otros factores, por el ruinoso estado de la crítica literaria doméstica y por la todavía presente, en estos tiempos de cambio de mentalidad y de muchas otras cosas, sospecha política a la que puede verse sometido si su obra no es complaciente con los preceptos de la ortodoxia fundada en aquellos lejanos pero todavía (para algunas mentes) gactuantes límites de lo «correcto» o lo «conveniente» patentados en los años setenta. La suma de estos elementos ha creado, en contra de la propia validación de la literatura que se hace en el país, la sensación de que por dos generaciones la isla apenas ha dado –o simplemente no ha dado– escritores de importancia, provocando una falsa imagen de vacío, que hacia dentro de Cuba se potencia con la marginación editorial, todavía sostenida, de la mayoría de los autores de la diáspora.

Aunque no lo deseaba especialmente, para hacer más evidente esta situación de la promoción del escritor, debo volver ahora a la experiencia personal para ejemplificar cómo puede funcionar la realidad descrita. Cuando la Casa de las Américas me invitó a ser el escritor que protagonizara la Semana de Autor del año 2012, más aun, el primer escritor cubano al que se le dedicara una Semana de Autor, mi previsible reacción fue de asombro. Como suelo hacer, comencé a preguntarme cosas y la primera cuestión fue: ¿por qué yo y no otros escritores más reconocidos o institucionalizados, figuras que incluso exhiben Premios Nacionales en sus currículos? Antes de hacerme más preguntas, dije a la dirección de la Casa que sí, por supuesto que sí aceptaba, con mucho orgullo, el honor y el reconocimiento a un trabajo que una acción como la Semana de Autor representa; pero a la vez no pude dejar de recordar que un año antes, cuando la Maison de América Latina de París, el Pen Club Francés y la Sociedad de Amigos de Roger Caillois me entregó el premio que lleva el nombre de ese importante escritor, ningún medio oficial nacional se acercó a mí o promovió, como se promueven otros acontecimientos o acciones, un suceso que me desbordaba como escritor y entrañaba, como es evidente, un reconocimiento para la literatura cubana, sobre todo la que se hace en Cuba por los escritores que vivimos en Cuba. Porque, en la lista de los anteriores galardonados con el premio –ninguno cubano– aparecían los nombres, entre otros, de Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Álvaro Mutis, Adolfo Bioy Casares… y ahora el de un cubano que sigue escribiendo y viviendo en Cuba.

No se puede olvidar, al recorrer la situación actual del escritor cubano que vive en Cuba y anotar algunas de sus tribulaciones y logros, el más esencial de los elementos que, a mi juicio, definen su carácter y, sobre todo, el de su obra. A diferencia de otros países, donde los escritores más notables o activos suelen tener una presencia social o artística gracias al soporte de los medios de mayor circulación o prestigio, el escritor cubano apenas tiene su obra y alguna que otra entrevista como vía para expresar su relación con el mundo, con su realidad, con sus obsesiones. Muchas veces la obra literaria se ve obligada a asumir entonces roles más ambiciosos y complicados de los que normalmente le competen, y funciona –o se le hace funcionar– como instrumento de indagación social y como medio para testimoniar una realidad que, de otra forma, no tendría un reflejo que la fijara y diseccionara. El escritor cubano que vive en Cuba, y que día tras día enfrenta la realidad del país, con sus cambios, evoluciones, reacciones sociales y sueños personales realizados o frustrados, se ha convertido en uno de los más importantes recolectores de la memoria del presente que tendrá el futuro. Esta responsabilidad añadida a la propia responsabilidad literaria confiere al escritor un compromiso civil que le da una dimensión más trascendente a su trabajo. Escribir sobre Cuba, sobre lo que ha sido y es Cuba y lo que son los cubanos de ayer y de hoy, con la sinceridad y profundidad que merecen esas entidades sociohistóricas y humanas, es tal vez la tarea más compleja y a la vez satisfactoria que puede enfrentar el escritor cubano que vive en esta Cuba del siglo XXI. Porque es un deber con los cubanos y con la nación, con la verdad, la historia y la memoria, porque es su destino, y porque si alguna vez ese escritor se pregunta ¿por qué soy cubano?,¿por qué soy un escritor cubano? y ¿por qué soy un escritor cubano que vive en Cuba? también podría cambiar el «por qué» por un «para qué» y quizás encontrar sus propias respuestas. Unas respuestas que incluso podrían estar más cercanas a las predestinaciones cósmicas, pero también al papel social que ha asumido con esa vocación de fe que es la práctica de la literatura en esta Cuba que se adentra, como el resto del mundo al que pertenece, en un inseguro y caótico siglo XXI.