Lee cartas que no le están dirigidas. Trata, como yo, de descifrarlas. Trata, dijo, como yo, de descifrar el mensaje secreto de la historia.
Ricardo Piglia, Respiración artificial.

Pertenecemos a la primera generación que vio desaparecer las cartas. Inmersos en los estímulos suplementarios de internet y las redes sociales, aún no sabemos qué tan grave fue esa pérdida.

La escritura privada no se somete al juicio de la crítica ni pretende conformar un género literario. Sin embargo, las correspondencias no son ajenas a los efectos del diario y aun del soliloquio. Quien se explaya en una misiva necesita al otro como referente y lo toma en cuenta para lo que dice, pero también se sondea a sí mismo. El monólogo teatral parte de una convención extrema: alguien vocifera para oírse. En cambio, el soliloquio se basa en una complicidad ausente. Alguien pone a prueba sus palabras esperando que otro pueda oírlas. La presencia del testigo es algo que se infiere.

En la novela Señorita México, de Enrique Serna, las preguntas a una reina de la belleza se deducen por lo que contesta. Lo mismo ocurre en el cuento de J. G. Ballard “Respuestas a un cuestionario”, o en la obra de teatro ¿Estás ahí?, de Javier Daulte, donde un personaje habla por teléfono sin que oigamos a su interlocutor. El soliloquio es un monólogo silenciosamente acompañado. El hecho de que solo una persona hable gana lógica por la presencia implícita de un testigo.

Tal es la fuerza de las cartas, sobre todo de aquellas en las que solo conocemos a uno de los corresponsales. Sin apelar necesariamente a la atención de un tercero, presuponen un testigo. La soledad en que ocurren es una soledad comprometida. El otro no interviene pero condiciona la escritura. El monólogo no necesita respuesta. El soliloquio la presupone. Cartas literarias: hablar a solas para alguien más.

Aunque aún es posible sostener una correspondencia, se trata de un modo de expresión arcaico. Solo se usa el correo por excepción. John Berger encontró en su novela De A para Y una urgente razón contemporánea para establecer una relación epistolar: su protagonista está preso; solo así puede comunicarse con su pareja. La forma de esa narración es un hecho político: alguien cautivo en el espacio acude a un género que depende del tiempo.

De acuerdo con Paul Virilio, la modernidad se obsesionó por controlar el espacio en la misma medida en que la posmodernidad se obsesionó por controlar el tiempo. Esta aceleración de la historia ya había sido advertida por Goethe en su descripción de la naciente sociedad burguesa como un compendio de “abundancia y velocidad”.

La flecha del tiempo ha tenido cada vez más prisa. La paradoja es que, al acelerarse, la comunicación ha dejado de depender en forma prioritaria del tiempo para depender del espacio: internet representa, ante todo, un lugar. Lo que ahí se encuentra puede proceder de diversas temporalidades. En su condición exprés, el correo electrónico, como las transferencias bancarias, se sitúa en un presente eterno. Más allá de las ocasionales fallas de los servidores o los azarosos filtros del SPAM, la comunicación digital no admite pausas ni depende de posposiciones; no busca establecer un ritmo en el que hay un antes y un después. Todo lo que ahí se encuentra es instantáneo. Los mensajes pueden ser citas clásicas o “tuits” de hoy. Todos ellos se someten a la misma cronología, el acto de presencia que los convoca en la pantalla.

En su ensayo “Tiempo topológico en Proyecto Nocilla  y en Postpoesía  (y breve apunte para una Exonovela)”, Agustín Fernández Mallo observa que, fuera de la red, contamos una historia (seguimos un decurso cronológico); dentro de ella, la construimos (seguimos un diseño espacial). A diferencia de las memorias, los diarios, las correspondencias y otras narrativas anteriores a la comunidad virtual, los blogs y el correo electrónico no son discursos que dependen de la espera y la interrupción, sino acumulaciones en un sitio definido. Obviamente, no hay relato sin tiempo; la tensión con el espacio es un asunto de proporción, énfasis y predominio. En consecuencia, Fernández Mallo propone la categoría de “tiempo topológico” para referirse al discurrir sobredeterminado por el espacio.

Aún no conocemos las posibilidades del océano digital. En lo que se define ese impreciso porvenir podemos advertir la caducidad de ciertos mensajes. En 1966, al prologar la correspondencia de Walter Benjamin, Theodor W. Adorno afirma que el autor de Angelus Novus inicia su correspondencia en los años diez del siglo pasado, convencido de que ya practica un género anacrónico.

Benjamin fue un sostenido profeta de la obsolescencia: estudió la pérdida del aura fotográfica en la época de la reproducción técnica, la progresiva ideologización de los horóscopos, la disminución de la experiencia como cantera del narrador. En forma consecuente, repara en la fugacidad de un método de comunicación que sus contemporáneos juzgaban perdurable. A principios del siglo XX, las cartas, si bien ya no determinaban el conocimiento total de una persona lejana porque eventualmente se podía tomar un tren para visitarla, aún parecían irrenunciables.

La intimidad solía beneficiarse de esa escritura calculadamente confesional. En 1924, en su comedia Easy Virtue, Noel Coward distingue un matrimonio por conveniencia de una relación auténtica, apasionada, un trato de lumbre en el que hay “amor y cartas”.

Escribir cartas es un ejercicio de sustitución: una persona encarna en el papel, el sitio del encuentro. La invención del telégrafo y del teléfono, y el avance de los medios de transporte, restaron importancia a esa suplantación. ¿Para qué escribir si nos veremos pronto o hablaremos por larga distancia en la hora de tarifas baratas? En ocasiones, el sentido de una misiva consiste, precisamente, en preparar un encuentro. Solo la separación radical de los corresponsales permite que una carta sea una restitución utópica del ausente.

En Respiración artificial, Ricardo Piglia extrema el “no lugar” en que ocurren las cartas: “De pronto comprendí cuál debe ser la forma de mi relato utópico. El protagonista recibe cartas del porvenir (que no le están dirigidas). Entonces un relato epistolar. ¿Por qué ese género anacrónico? Porque la utopía es ya de por sí una forma literaria que pertenece al pasado”.

Toda misiva viene de una hora más temprana que la actual y apunta a un porvenir. En ese sentido, está nimbada de historicidad. Para Adorno, la correspondencia de Benjamin tiene interés en la medida en que su colega “veía las expresiones históricas –y las cartas son una de ellas– como una naturaleza que reclamaba ser descifrada. Su actitud como corresponsal tiende a lo alegórico: las cartas son para él cuadros donde la naturaleza histórica sobrevive al pasado”. Las cosas le interesaban más que las personas y las razones más que las emociones. Benjamín aplica esta objetividad a un territorio evanescente y subjetivo, la vida privada. Esa tensión ilumina su correspondencia.

El propio Benjamín reunió 25 cartas representativas de un siglo de correspondencia alemana (la primera es de 1783, la última de 1883). En ellas predomina un criterio de sustitución: se escribe como único encuentro posible; las reflexiones y el conocimiento del otro solo pueden llegar por esa vía. Lo que ahí se dice, pertenece a quien lo emite, pero al mismo tiempo le es ajeno. Quien se objetiva por escrito adquiere una personalidad que debe ser juzgada en sí misma. La carta se desprende de la persona que la firma. Pestalozzi ofrece un caso límite al respecto. En una de las piezas seleccionadas por Benjamín, le escribe a su amada: “Sabes que no soy atrevido, pero mi pluma lo es. Cuando mi pluma pelea con la tuya, déjala que escriba y responde a mi atrevimiento en el papel con tus reproches escritos. El pleito no tiene que ver con nosotros”.

El escritor de cartas se suplanta en otro. Es, durante un tiempo, lo que ha escrito. Entre una carta y otra pasan varios días, tal vez semanas, acaso meses. La imagen del remitente depende de lo último que ha dicho; para modificarlo, se necesita otra carta. Las pausas subrayan el significado de los mensajes, son su caja de resonancia.

Las correspondencias del siglo XX, por activas que sean, pertenecen al crepúsculo de un género y rara vez logran el doble propósito al que sirvieron en su hora más alta: personalidad paralela y presencia sustituta.

Me han interesado tres correspondencias de publicación reciente que registran procesos formativos de autores que, décadas más tarde, definieron el proceso formativo de mi generación: Juan Carlos Onetti, Julio Cortázar y Manuel Puig.

Los tres acervos son unilaterales; no se conocen las cartas de respuesta. Como en el soliloquio, las respuestas se sobreentienden. Lo esencial en esos papeles surgidos a través del tiempo es el aprendizaje literario y la forma en que esa escritura privada espejea y contribuye a definir la obra pública.

Al igual que en Étant donnés, la obra de Duchamp que solo puede ser contemplada por un espectador a la vez, las cartas se dirigen a un lector único, el otro que las determina (“no es la voz sino el oído lo que decide el relato”, comenta Marco Polo al Gran Kan en Las ciudades invisibles, de Calvino). Se escribe una carta presuponiendo el estado de ánimo, el sentido del humor, la susceptibilidad del destinatario.

Leer cartas ajenas depara un placer inferior al de recibirlas. Por más acentuado que sea nuestro fetichismo, reconocemos con melancolía que las emociones que se tomaron en cuenta no fueron las nuestras y cedemos al juego compensatorio de imaginar, también, al destinatario que contribuye a la narración con su silencio cómplice.

Onetti: “En realidad no dije nada pero es forzoso que sea así”
La correspondencia de Onetti con el pintor y crítico literario Julio E. Payró ha sido publicada por editorial ERA en 2009 con un significativo aparato de notas preparado por Hugo J. Verani.

A lo largo de dos décadas (1937-1957), el autor de El astillero pone a prueba sus descubrimientos e intuiciones. Payró vive en Buenos Aires, lo supera en lecturas, tiene un carácter paciente, gustos sofisticados, una posición segura. Sin embargo, el joven novelista, que por esos años compone libros capitales, de El pozoPara esta noche, suele desafiar a su corresponsal y no pocas veces le suelta una de esas impertinencias onettianas donde el afecto se mezcla con la injuria. Sirva de ejemplo la dedicatoria de Tierra de nadie. En 1951 el libro aparece inscrito a “Julio E. Payró”; 24 años después, la reedición agrega una frase: “A Julio E. Payró, con reiterado ensañamiento”.

Una de las cartas revela el asombroso primer título de Tierra de nadie: Folletín. La clave de esa elección parece estar en una pregunta que Onetti le lanza a Payró: ¿Por qué Faulkner decidió que una historia de extrema sordidez debía llamarse Santuario? Con la misma ironía, un erial sin nadie puede ser visto como un folletín.

En la correspondencia, el “ensañamiento” adquiere variados matices. En un momento de hartazgo, el novelista uruguayo utiliza italianismos y giros en lunfardo, asumiéndose como un molesto compadrito, tal y como haría años después en su célebre encuentro con Borges: Onetti se descalifica como interlocutor de alguien con quien no deseaba hablar. Otras veces, termina su desahogo aclarando que está borracho.

Escribir cartas es un ejercicio de sustitución: una persona encarna en el papel, el sitio del encuentro. La invención del telégrafo y del teléfono, y el avance de los medios de transporte, restaron importancia a esa suplantación. ¿Para qué escribir si nos veremos pronto o hablaremos por larga distancia en la hora de tarifas baratas? En ocasiones, el sentido de una misiva consiste, precisamente, en preparar un encuentro. Solo la separación radical de los corresponsales permite que una carta sea una restitución utópica del ausente.

La hondura de la correspondencia deriva de la libertad con que Onetti cede a sus pasiones. Curiosamente, su voz íntima elige hablar de usted.

A propósito de Pestalozzi, Benjamin comenta que sus cartas aspiran a la “conquista del tú”. Apenas iniciados sus envíos a Payró, Onetti celebra poderle hablar de tú, pero renuncia de inmediato a este trato de confianza, como si la cercanía pudiese entrañar un error y el afecto logrado llevara al fracaso; también y sobre todo, lo hace para conservar el peso de lo literario, una distancia elegida, subjetividad imaginada.

Para escribir cartas necesita un momento especial, un “tiempo-tipo”, un “tiempo-clima”, una atmósfera que le permite suplantarse por escrito (“zonas donde uno se coloca y zonas donde uno huye en el momento de escribir”, precisa en otro pasaje).

Para Onetti, una buena carta depende de un desarrollo distraído, agradablemente divagatorio; debe rechazar todo pretexto de la escritura misma: “No tengo esperanzas acerca de la extensión de esta carta. Pero supongo que si puedo hacerla durar nos vamos a divertir”. La historia necesita un tempo; hay que escribir cartas cuando el reloj se pone de parte del narrador y suspende las horas.

Protegido por el usted y el ambiente mental en el que se sumerge, Onetti es capaz de iniciar una carta con afrentoso afecto. El 10 de diciembre de 1941 comienza una misiva a su “querido Julito” en estos términos: “¿Qué le pasa?”.

El tono de contradictorio aprecio se extiende a otros amigos. En 1943 recomienda a Homero Alsina Thevenet, periodista que va a buscar suerte a Buenos Aires. Onetti lo quiso lo suficiente para dedicarle uno de sus mejores cuentos, “Bienvenido Bob”. En la carta lo encomia de este modo: “El muchacho (el incordio que tiene veinte años) es algo inteligente (garantizado) pero nada más […] puede escribir de toda la sucia porquería que es el periodismo. Es lo suficientemente inútil para eso […] No lo deje hablar mucho y además no le haga demasiado caso a sus impertinencias. Es muy impertinente: lo bastante para haber escrito esta carta por mí”.

Con los años, la amistad con Payró prospera y se estrecha pero el lenguaje mantiene perspectiva para decir las cosas, aun las más privadas. Como observa Verani, el tono es muchas veces tentativo: “Ud. me conoce”, “Ud. me entiende”, “Ud. comprende”, “¿Se entiende?”. Las vacilaciones, recurso esencial de las historias onettianas, pasan a las cartas o acaso provienen de ellas. El cuentista que conoce los asombros de lo real y solicita en tono desafiante: “adivine, equivóquese”, parece adiestrado en la correspondencia con Payró.

Para Onetti, todo hecho es conjetural. El vértigo de imaginarlo o recrearlo supera a la parda oportunidad de vivirlo. ¿Cómo aprehender la contradictoria riqueza de las acciones, tributarias de la forma en que son miradas? El intercambio con Payró registra la obsesión de Onetti por lograr un estilo tan roto y vivo como la experiencia del mundo, apartándose de la retórica y la corrección: “me está dando náuseas ‘escribir bien’”. Todo lenguaje de valía (Faulkner es su modelo superior) depende de preservar un misterio, vulnerar la costumbre, fracturar el sentido para hallar algo más genuino, la textura herida de la lengua. Onetti no busca el descuido; busca una respiración distinta, capaz de una inquietante proximidad. Al mismo tiempo, descree de la complejidad artificiosa y critica el hermetismo del primer Cortázar, autor de Presencia (que firma como Julio Denis).

En 1939, escribe El pozo a partir de un personaje incapaz de contar bien un recuerdo que lo lastima. El desecho, lo inservible narrado por segunda vez, será una de sus principales estrategias: el fracaso literario del personaje es el logro del autor. Contar con destreza la historia de los que cuentan mal produce esa extraña ilusión onettiana: el relato que se escribe a sí mismo a medida que leemos.

Fiel a sus vacilaciones, Onetti califica El pozo como un “mamarracho”, aunque luego se reconcilia con la novela: “siento aquí algo de aquello que France llamaba belleza invisible; una cosa de comunicación, brutal, sucia, espesa, lo que se quiera, pero que me parece mil veces más verdadera, más mía, más caliente, que todas las bellas cosas que pudiera escribir y he escrito”. A partir de ese momento, procura una técnica que se sirve de destrozos, historias descartadas, frases inciertas. Describe a Faulkner como su “enemigo” porque hace lo que él desearía hacer: renovar la lengua contra la retórica. Su magisterio representa una rivalidad digna de ser asumida.

Puig enfrenta Europa con una alegría salvaje, dispuesto a tener éxito. Si las buenas costumbres literarias aconsejan pensar poco en el triunfo y menos aún en el dinero, el aprendiz de guionista llega a Roma con el divertido descaro de un Lazarillo de Tormes dispuesto a ascender y salirse con la suya. La correspondencia narra las tribulaciones felices de un tunante, la educación sentimental de quien se educa en la pantalla y traslada esa fábrica de sueños a sus compras, su vestuario y sus viajes, el irresistible encumbramiento de un artista que no se avergüenza de su olfato comercial. Su actitud hacia el público y el dinero está más cerca de Stephen King que de cualquier autor latinoamericano.

En la primera carta que se conserva (antes debió haber otras, pues la amistad ya estaba en curso), Onetti agradece a Payró que se interese por su “isla”. Verani advierte con acierto que la búsqueda de una isla literaria se desplazará a otro espacio alterno, una región imaginaria, al otro lado de un río de aguas lentas: Santa María.

Otro dato sugerente de la correspondencia: en 1937 el novelista ensaya su mano como dramaturgo y aborda un personaje improbable, Napoleón. Obviamente, no se interesa por el hombre que se coronó a sí mismo, sino por el perdedor, exiliado en Santa Elena. Ese grandilocuente fracaso parece el ensayo general de Brausen, fundador de Santa María, patriarca de todas las derrotas.

En forma previsible, las cartas también sirven para pedir dinero, solicitar que Payró lleve textos a su amigo Eduardo Mallea, que dirige un suplemento literario, desahogarse sobre los premios perdidos (con los que Onetti cuenta en forma fantasiosas para pagar sus deudas) y los muchos empleos de una vida que solo al final conoció un orden parecido al derrumbamiento. Entre otras cosas, el renovador del idioma vendió entradas para el fútbol en el estadio Monumental de Montevideo y sufrió la esclavitud de las redacciones (anclado a los teletipos y los manuscritos ajenos, trasladó su cama durante un tiempo a la revista Marcha).

La leyenda de Onetti se perfecciona con pasajes maestros: “Viví no sé cuántas horas en el otro mundo, sin casi comer, sin casi dormir, teniendo como alimento Old Parr y Phillip Morris y algo que no es decible. Usted comprenderá lo que quiere decir estar boquiabierto, con los ojos perdidos en un misterio doloroso que sujetan nuestras manos, estar así, quemándose los dedos en una, en la felicidad, acurrucado al mismo tiempo en el fondo de un mar de la más negra y asfixiante neurastenia. Y tener un recuerdo de total pureza para consuelo y para desdicha en los días comunes que se reinician, la seguridad al menos de saber que uno es capaz, sin esfuerzo, espontáneamente y deseándolo, de adorar con las manos en los bolsillos y metros de distancia”. Un rito de paso de la aniquilación y la pureza, ejes de la imaginación onettiana.

Con sobriedad, el novelista describe su ruptura matrimonial y la forma en que sobrelleva el dolor. Ante la adversidad, mantiene el temple y la esperanza. Pasa por días bajos cuando ve a unos novios felices en un restaurante, con “aire de primera cita”. En forma anónima, les manda una botella de sidra inglesa. En cambio, cuando se siente bien compromete sus emociones, las vuelve complejas de un modo casi insoportable.

La ficción de Onetti es siempre íntima; narra en proximidad y privilegia las escenas de encierro. Los objetos están desgastados por el uso y las emociones y los cuerpos por la experiencia. Las cartas no son ajenas a esa maravilla: “Quemaré las etapas porque todavía no –o en este momento no– me dedico a la literatura descriptiva. Impresiones mías: una mujer terriblemente sensual, capaz de dirigir las operaciones cuerpo a cuerpo, escasos senos, escasas nalgas y una cara de seguridad e inteligencia entre la sombra que me enloquecía. (Las impresiones de ella moriré sin saberlas). Y en el momento culminante sentí que estaba muerta abajo mío –pardon, no es tan bueno el cuento– que estaba ausente [al margen agrega Onetti: “Ella también tenía su fantasma”]. Y yo estaba igualmente muerto y ausente, forcejeando sin éxito y grotescamente para coger un parecido. Después toda la vieja escena de tristeza y silencio, el recobrar las ropas sin alegría, las cuadras caminadas sin hablar, las palabras de súplica, los ojos húmedos, las súplicas calladas, la carrera enloquecida para alcanzarme y acercarse y clavar la mirada después del adiós y un diminuto automóvil que se va y dobla la esquina de una calle vacía. Y heme aquí nuevamente sin amor y sin testigo, en la madrugada, escribiéndole desde Reuter”. Para mejorar esa despedida, solo se puede acudir a impecables relatos de acabamiento, como “Un sueño realizado” o “Bienvenido Bob”.

Hay autores (André Gide, Mario Vargas Llosa) que aun en sus textos autobiográficos pueden cubrirse de una coraza mundana y diplomática, una neutralidad que atempera sus desórdenes interiores. Onetti solo puede ser personal. Las cartas refieren sus temas de siempre: el fracaso, el gusto por las adolescentes y las mujeres con experiencia, la ternura, el amor, el apego al whisky y al tabaco, la atracción de una casa en la arena, manchada por el sol, aislada, un poco sucia, con hierbajos crecidos, donde es posible abandonarse bajo el cielo, tostarse placenteramente. La dicha colinda con cosas lastimadas.

En forma desconcertante, el narrador íntimo se siente afantasmado: “esta vida donde yo actúo y escribo pero no existo”. En otra carta dice: “Aquí me tiene, el hombre sin espejos”. Todo es genuino a un grado casi hiriente y sin embargo esa sensación le resulta falaz al narrador, eterno insatisfecho. De ese cortocircuito surge una correspondencia impar, cuarto de máquinas de la narrativa.

Onetti se propone “escribir sin hacer literatura”; las Cartas de un joven escritor. Correspondencia con Julio E. Payró son el campo de fuerza donde ensaya esa temeraria posibilidad.

Puig: “a los del cine se les está acabando el impulso”
Muy distinta es la correspondencia de Manuel Puig con su familia. Aunque el destinatario es colectivo, el testigo de privilegio es la madre, a la que continuamente desafía y siempre toma en cuenta. La relatoría abarca 27 años y ha sido dividida en los dos tomos de Querida familia:, publicados por editorial Entropía en 2006, espléndidamente anotados por Graciela Goldchluck. El primero abarca los años formativos en Europa; el segundo, la consolidación del autor en Nueva York, Río de Janeiro y México.

Las cartas de Puig son un torrente de traslados, compras, planes, envíos interminables de paquetes, encuentros y desencuentros. A diferencia de Onetti, esos momentos de escritura íntima no buscan la suspensión sino la aceleración del tiempo. Con frecuencia, el autor escribe en el metro (que llama “el electroshock”), transporte ideal para su frenesí. En buena medida, esto se debe a que no escribe para un amigo al que le plantee sus dudas, sino a una familia a la que desea deslumbrar y proteger. Los hijos pródigos tienen prisa.

El entusiasmo transmitido por las cartas se debe al deseo de alegrar a la familia, pero también al desafiante carácter de Puig, escritor ontológicamente marginal, ajeno a la república de las letras, las modas en curso, la militancia política izquierdista, la circulación sexual ortodoxa, los protocolos de una “carrera literaria” y, por consiguiente, la obligación cultural de estar deprimido.

De La náusea, de Sartre, a La noia, de Moravia, pasando por Bonjour Tristesse, de Sagan (la melancolía al alcance del gran público), la narrativa europea de posguerra encontró numerosas formas de conjugar ese estado admirable: la angustia existencial.

Puig enfrenta Europa con una alegría salvaje, dispuesto a tener éxito. Si las buenas costumbres literarias aconsejan pensar poco en el triunfo y menos aún en el dinero, el aprendiz de guionista llega a Roma con el divertido descaro de un Lazarillo de Tormes dispuesto a ascender y salirse con la suya. La correspondencia narra las tribulaciones felices de un tunante, la educación sentimental de quien se educa en la pantalla y traslada esa fábrica de sueños a sus compras, su vestuario y sus viajes, el irresistible encumbramiento de un artista que no se avergüenza de su olfato comercial. Su actitud hacia el público y el dinero está más cerca de Stephen King que de cualquier autor latinoamericano. Si para Octavio Paz fue un orgullo –un gesto poético– trabajar en el Banco de México quemando billetes viejos, para Puig el orgullo es ganarlos, sobreponiéndose a los editores españoles de la época, izquierdistas a la hora de pagar y capitalistas a la hora de cobrar.

La literatura es una forma de circulación –historias que cambian de manos– y no es casual que aborde el tema del dinero. James Joyce daba fabulosas propinas que acaso le parecían un correlato de su técnica torrencial. El autor del stream of consciousness no podía ser avaro. En forma equivalente, las cartas son para Puig una preparación estilística. Pasa buena parte de su vida haciendo envíos a su familia y las cartas siguen la pista de esas entregas: ¿ya llegó la blusa?, ¿les gustó? No es difícil asociar esta actividad con algunos recursos típicos de Puig: la narrativa en episodios, la pasión por el folletín, la revelación demorada (las incriminantes cartas de Juan Carlos que aparecen en Boquitas pintadas), la estética de la posposición de El beso de la mujer araña, que mejora la narración al suspenderla.

Alan Pauls comentó que las tres caras de Puig son “seducir, narrar y vender”. Los envíos a la familia acuñan esa moneda de tres caras.

Graciela Goldchluk advierte con pericia que en la primera parte de la correspondencia Puig “parece saber siempre hacia dónde va aunque no llegue a ningún lado”. Durante casi 15 años disfruta los múltiples episodios de una carrera de éxito que en realidad no está sucediendo, pero que le proporciona gratos efectos secundarios (una comida regia, un departamento soleado a buen precio, una amistad inquebrantable).

Onetti comentó que en los libros de Manuel Puig sabemos cómo hablan los personajes pero no cómo habla el autor. Sus cartas restituyen esa ausencia. Lo más sugerente, sin embargo, es que la voz del narrador también tiene la precipitada espontaneidad, la oralidad sin freno (¡habla rápido para que lo oigan semanas después en la provincia argentina!), el tono intempestivo de sus personajes. Puig se transforma en el Hijo Entusiasta que agota un opíparo menú de películas, obras de teatro, museos, sitios históricos, aviones, tiendas, contactos útiles e inútiles. ¿En qué otro escritor puede ser típica la frase: “¡Estoy en la gloria!”?

El escritor de cartas se suplanta en otro. Es, durante un tiempo, lo que ha escrito. Entre una carta y otra pasan varios días, tal vez semanas, acaso meses. La imagen del remitente depende de lo último que ha dicho; para modificarlo, se necesita otra carta. Las pausas subrayan el significado de los mensajes, son su caja de resonancia.

El empleado de Air France habla con soltura cuatro idiomas pero no se siente en casa en ninguno de ellos y adereza las cartas con el dialecto parmesano de su familia materna. A esto se agregan las cursivas, que procuran énfasis dramáticos, irónicos, burlones: recursos hablados.

La puntuación, no siempre existente, refuerza el fluir de la voz. En un momento en que el voseo aún no es moneda corriente en las publicaciones argentinas, no vacila en usarlo. En una carta a Jonquières, Cortázar defiende “a muerte” su derecho al voseo, pero muy rara vez lo utiliza. Puig, en cambio, parece escribir por teléfono, explorando las posibilidades naturales del habla. Estamos ante la excepcional construcción de una voz, ajena a todo sentido del reposo (palabras en busca de un intangible jet-lag), enemiga de la solemnidad (la pedantería necesita calma) y donde la psicología es una ocurrencia exprés.

De manera emblemática, Puig escribe su primer gran libro, La traición de Rita Hayworth, en el aeropuerto de Nueva York. En el mostrador de Air France, aprovecha los esquivos momentos muertos para evocar su infancia en General Villegas. Nada parece más apropiado para el dinamismo de Puig y su entrecruzamiento de idiomas y referencias pop que escribir en un aeropuerto, zona de aceleración donde hasta las pausas son frenéticas. Una maleta se pierde, un avión se demora, Puig escribe un párrafo. Enamorado de la prisa, mitiga su angustia por los retrasos con una superstición: “Como buen capricorniano debo hacerlo todo con paciencia”. Más común es que diga: “cuándo explotará es el asunto, tengo urgencia de que sea pronto”.

Durante años, el novelista envía paquetes a su familia, sirviéndose de los contactos que le brinda el aeropuerto. Se convierte en proveedor de bufandas, abrigos, trajes, corbatas, prendas minuciosamente inventariadas en las cartas. En cuanto se establece y gana dinero, compra ropa para un elenco en apariencia inabarcable que en realidad es su familia. En ocasiones (muy pocas) se sorprende de las exigencias de su madre: “decime qué tipo de ‘tapadito’ querés ¿para qué querés tantos? Tenés el de piel, el de gamuza y en el ropero vi que tenías uno negro también moderno. Decime qué tipo de ‘tapadito’ querrías”. Le preocupa mucho que alguna prenda no le siente bien a ella: “¿Por qué te hace panza el rosa si es derecho?”, pregunta consternado.

En Air France obtuvo descuentos que hoy suenan irreales y recorrió el planeta en itinerarios aún más irreales. La traición de Rita Hayworth es la obra maestra de un pasajero en tránsito que atiende a turistas en cuatro lenguas y despacha una copiosa paquetería personal.

A J. G. Ballard le agradaba vivir cerca del aeropuerto de Heathrow porque esa zona de carga y descarga, donde todo parece provisional, revelaba el reverso de la vida sedentaria. Sin embargo, nunca escribió, como Puig, dentro de ese ámbito febril, en el mostrador de una aerolínea, oyendo anuncios de salidas y llegadas. Nada más lógico a fin de cuentas que un heterodoxo, un exiliado de la tradición, narrara desde un paisaje deslocalizado.

Siempre extraterritorial, Puig carece de contactos literarios. Gracias al fotógrafo cubano-español Néstor Almendros conecta primero con editores parisinos. Cuando Francia e Italia proponen editarlo, apresura la publicación en español con el fin de que haya una “versión original” de lo que ya se está traduciendo.

El deseo de estar fuera –la no pertenencia como acto de liberación– se refrenda en las menciones a Argentina: “Qué horror ese país, todo ahí se atranca y cuesta sangre, cuando yo pienso que hasta los atrasados gallegos aprecian mi novela y los críticos argentinos a los que mostré algo no se pronunciaban ni que sí ni que no […] Gracias, Argentina, reino de la envidia y la amargura”, escribe en diciembre de 1965. Un par de meses después vuelve al ataque: “Tengo un buen veneno contra la Argentina, hay algo ahí que no funciona, una cosa de rivalidad en el aire que tiene a la gente siempre mal dispuesta”. Es posible que, de nacer en otro sitio, Puig habría desarrollado la misma repulsa hacia el origen, tan necesaria para escribir desde los márgenes.

El género epistolar cayó en desuso antes que otra costumbre que ahora agoniza: ir al cine. La principal afición de Puig adquiere en la correspondencia un tinte arqueológico. La cinematografía le parece herida de muerte. Le gusta mucho Vivre sa vie, de Godard, pero advierte que cada vez hay menos novedades dignas de interés. En su opinión, el cine ha perdido la idea del relato. En esto coincide con Onetti, quien piensa lo mismo 25 años antes.

También comparten la pasión por Intermezzo, dirigida por Gregory Ratoff, que marca el debut de Ingrid Bergman en Hollywood. Una escena de La traición de Rita Hayworth  prefigura El beso de la mujer araña: “lo único que quería era que le contaran la película Intermezzo, que la dieron y no pudo verla por la fiebre”. Por su parte, Onetti le escribe a Payró: “Acabo de ver una película, muy buena, extraordinaria para mis gustos, que se llama Intermezzo […] Se me ocurre pensar que lo que le pasa al protagonista es una maldición que debería caer en la vida de todo hombre, a condición de que sepa tocar el violín o posea virtudes sucedáneas. Uno siente, con todas sus fuerzas, que se lo merece. Y todavía, no es perfecto. La perfección estaría en que el virtuoso continuara más o menos tiempos con la incalificable Ingrid Bergman, y que estando con ella, cuando el amor se solidifica hasta tener la forma, medida y firmeza de la casa que lo encierra, apareciera otra muchachita con ojos espantados y cara de Murmullo de primavera”.

Cruzar correspondencias destinadas a seguir otras rutas produce efectos inesperados, como el gusto por Intermezzo de dos autores que no coincidían en gustos literarios. Pero las cartas también revelan otra coincidencia, más fuerte e irracional: la fobia por el horroroso número 31, cancelación del calendario.

Museo de arcaísmo, el género epistolar depara anacrónicas sorpresas. Las cartas de Puig remiten a un tiempo, apenas concebible, en que existía la privacidad. Hoy en día, chatear en plan racista puede comprometerte de por vida. Como amargamente supo John Galiano, en todas partes hay testigos.

Los juicios epistolares del autor de The Buenos Aires Affair son gozosamente irresponsables. En 1963, ya instalado en Nueva York, comenta: “Se ve mucha gente conocida por Broadway, vi a Ava, en plena mañana, bastante joven. La Woodward insignificante, entraba al teatro con una vieja, dos pobres diablas, con la guita que gana, la judía amarreta. Carroll Baker más bien fea, súper judía” (la puntuación del párrafo es típica de la celeridad hablada de Puig). En otro pasaje dice que Natalie Wood es “judía pero simpática”. El exabrupto antisemita es ofensivo, desde luego, pero en el corpus de la correspondencia se entiende como otras tantas descalificaciones rápidas, destinadas a divertir a su madre. Desde el hipervigilado presente, esos dislates recuerdan la prehistoria de la vida privada, donde no era necesario justificar palabras dichas en secreto. Escenarios de ligereza, las cartas de Puig no se sirven del análisis sino del juicio intempestivo.

Las alusiones a películas, novelas, obras de teatro caen con la liviandad con que se habla de conocidos en una tertulia. Puig no quiere convencer; por lo tanto, no ofrece argumentos; levanta veloz inventario de sus gustos. No posa ni quiere quedar bien con nadie; su criterio es el del impulso: El séptimo sello lo decepciona… El deseo bajo los olmos le parece “una cagada”, “una ensalada de estilos”… “Gabriela Mistral ¡qué bestia! qué cosa horrible. Me habían llegado comentarios de que era un bluff pero no sabía que era semejante desastre. También saqué uno de los últimos de Neruda, Odas elementales, toda retórica comunista, otro a quien se le pasó el cuarto de hora”… se refiere al “chatísimo Siglo de las luces de Alejo Carpentier”… “El grupo”, de Mary McCarthy, que tiene tanto prestigio, no me gustó nada, es de lo más corriente… Donoso “es de una pobreza y chatura de no creer”… “Saqué de la biblioteca Rayuela de Cortázar, bastante simpática pero medio pobretona”… Leí una novela de Mallea: La ciudad junto al río inmóvil, es tan mala que resulta interesante, es como un tratado de cómo no escribir una novela”… Puig recorre obras como si se tratara de lugares típicos, con el desenfado de un turista que valora souvenirs.

La primera carta del Hijo Entusiasta narra la poca higiene de los pasajeros del barco: “hasta ahora no he visto a nadie dirigirse a las duchas”. El tema de la limpieza pertenece a la economía sentimental de Puig. En The Buenos Aires Affair, Gladys se masturba y reflexiona con melancolía: “después del amor hay que lavarse”. Por desgracia, una errata (aborrecida por el autor) dio a la frase un sentido teológico: “después del amor hay que elevarse”.

En su correspondencia, Puig abre ventanas para que entre el aire; aclara que todo está bien, es decir, ordenado, limpio. La madre no debe preocuparse.

La ansiedad del escritor por recibir noticias de los suyos aumenta por sus continuos desplazamientos. En cada ciudad de Europa va a la agencia American Express a ver si tienen algo para él. De manera típica, es más nómada que su correspondencia.

En toda relación epistolar, abundan las misivas escritas como penitencia para recibir otras. Sin envío no hay respuesta. Onetti se preocupaba de que sus envíos se cruzaran con los de Payró. Lo mismo le ocurría a Cortázar en su trato con Jonquières. Un vínculo que depende del correo no puede ser ajeno al azar y la zozobra; los retrasos y las pérdidas en los envíos hacen que la amistad prosiga como una novela castigada, a la que se le suprimió un capítulo.

Cortázar y Onetti se quejan de que no les respondan pronto. Su ansiedad los lleva a culpar al amigo antes que al cartero. Puig también es único en la medida en que es él quien viaja hacia las cartas. Sus viajes continuos hacen que solo de manera simbólica pertenezca al personal de tierra de una aerolínea.

¿Cuál fue la patria literaria de este autor errante? En el copioso epistolario destaca una carta del 2 de enero de 1962, fechada en Roma. Ahí dice: “De ahora en adelante quiero hacer todo en base a datos que me ha dado la realidad y en Villegas tengo un filón extraordinario”. Puig ha renunciado a escribir guiones que parecen un resumen de todas las películas que alguna vez le gustaron. Un año después, ya en Nueva York, se concentra en una novela. Cambia de países y de género literario con un sentido de la movilidad que recuerda la leyenda de los antiguos medicamentos: “Agítese antes de usarse”. El peregrino se mueve para encontrarse. El tono espontáneo que necesita y que en vano ha buscado en los diálogos del cine, ya está en sus cartas. Además, la correspondencia le permite hacer otro viraje: de tanto escribir a su pueblo termina por convertirlo en un lugar mitificable. General Villegas es Atenas, La Atlántida, Esparta, Hollywood. Todo remite ahí. El cosmopolitismo de un autor literalmente excéntrico, enamorado de los márgenes, tiene un núcleo real y a la vez imaginario: el sitio que se abandonó en el mundo de los hechos para regresar en la imaginación. Las cartas son el adiestramiento impar para este ejercicio.

Curiosamente, la voz del autor quedará fuera de las novelas y las piezas teatrales, como el hilo de un zurcido invisible que se oculta para preservar la forma. Las cartas revelan la voz que hizo posible las otras. Lo que no se ve en la costura (la ausencia que reclamaba Onetti) permite que lo demás exista. Querida familia: es el dilatado soliloquio donde Puig se dirige a sus parientes, pero también y sobre todo, el campo de pruebas para un desplazamiento, los libros donde los personajes responderán a un autor que los guía en un silencio cómplice.

Cortázar: “hago huevos fritos (con suerte variada)”
Durante medio siglo, Julio Cortázar mantuvo amistad con Eduardo Jonquières, pintor y poeta argentino. La edición de Alfaguara, publicada en 2010, incluye también las ocasionales cartas a María Jonquières. Es una lástima que el aparato de notas, a cargo de Carles Álvarez Garriga, sea tan pobre y se limite a traducir algunas palabras o registrar una obviedad (si Cortázar habla dethe heart of the matter, la frase se traduce sin mencionar que además se trata de una novela de Graham Greene).

La soledad en que el autor de Bestiario pasó su primera juventud, la temprana muerte de su amigo Paco (uno de sus muy escasos confidentes) y la partida a Europa luego de años de abatimiento en la Argentina peronista, lo convierten en un escritor aislado, con pocos vínculos mundanos, que solo con la celebridad entrará en contacto con un amplio reparto de lectores, artistas exiliados en parís, militantes de la izquierda, colegas del boom, la colorida fauna que animaría sus últimos años.

Las cartas ofrecen las confesiones de alguien que acaso solo se franqueó de ese modo con Jonquières. Llama la atención la certeza con que un Cortázar apenas desembarcado afirma que se quedará en Europa para siempre. Disfruta París con todos los poros y se propone dominar la lengua como un nativo. Repudia a los latinoamericanos que viven en islotes de exiliados, al modo de una cofradía secreta, y declara que su idioma diurno será el francés y el nocturno el español. Comenta con orgullo que quedó en primer lugar en el examen de traductores de la UNESCO (y su esposa Aurora en segundo) y disfruta que su vocabulario y su acento provoquen la admiración de los lugareños. En ocasiones, le escribe a su amigo en francés.

A propósito de Libro de Manuel, Ricardo Piglia escribió: “Habría que decir, entonces, que hay una poética, una sociología y una moral del consumo en Cortázar: de hecho, la relación fundamental que sus personajes mantienen con la sociedad se da a través del consumo: la única división social que proponen sus textos se ordena sobre una jerarquía basada en el gusto. Los cronopios y los famas son dos categorías de consumidores […] En última instancia, el personaje más representativo (habría que escribir: el héroe) de Cortázar es siempre el exquisito”.

La extensa correspondencia con Jonquières es la dieta del consumidor cultural de excepción que fue Julio Cortázar. El 16 de marzo de 1953 reseña una exposición: “Ahí están los Picasso del cubismo analítico, los primeros Braque, Delaunay, Roger de la Fresnaye, Gleizes, Metzinger (un as, ce gar-là), y montones de esculturas, Brancusi, Gargallo, Lipchitz, la locura desatada y absolutamente parabólica […] Ah, y Juan Gris, qué diablos, ese increíble bicho Juan Gris. En fin, una exposición capaz de desesclosarle las meninges a cualquiera”. Una tercera parte de las cartas se ocupa de celebraciones culturales, todas ellas de obligada sofisticación. Conviene recordar que hasta en el box, Cortázar tuvo un sentido de alta cultura. En una actividad que no admite la idea de vanguardia, los conocedores –entre ellos el autor de Último round– repudiaron a Cassius Clay como a un payaso.

Las cartas también incluyen demoradas y bien compartidas vivencias. El joven Cortázar recorre París en bicicleta, bebe vino en tazas de cerámica, se resigna a bañarse con una esponja y a compartir un inodoro inmundo en el pasillo con tal de disfrutar las maravillas de su sitio de elección. Lo único que lamenta es no haber llegado ahí desde los veinte años: “Europa me ha invadido de tal manera que no me deja ser yo mismo. Todo el tiempo estoy siendo otras cosas, el paisaje, los cuadros, los olores, la felicidad. Te digo con enorme egoísmo que no me importa no escribir. Nunca creí en las ‘misiones’ de los escritores, y entiendo que el escritor trabaja por las mismas razones hedónicas que el opiómano enciende la pipa o el violinista toca Bach”. Si Onetti ve la escritura como una atracción que lastima –un vicio, un placer y una condena–, Cortázar se sitúa del lado de la dicha. Sus cartas atestiguan la búsqueda y la consecución de una existencia feliz, solo llevadera en Europa, “patria de la mejor hora del hombre”.

Ya famoso, se molesta de que lo llamen “europeizante”. No hay duda de que lo es. Resulta absurdo reprocharle su predilección cultural o geográfica (nadie nace con la obligación telúrica de defender un sitio); en todo caso, se puede criticar cierto culteranismo que lo aleja de la originalidad y lo convierte en epígono o coleccionista de prestigiados talismanes ajenos. Por momentos el cazador de asombros artísticos se rebela: “Tengo horror al esteticismo ínsito en mi alma”. Un par de líneas después, claudica: “¡Qué increíble cronopio, Donatello! La colección de marfiles franceses del Bargello (y los del Vaticano) me parece digna de quedarse semanas estudiándola”. El banquete artístico da lugar a cartas que algo tienen de prosas de catálogo, a medio camino entre la simple noticia y el verdadero ensayo.

Por suerte, el safari cultural lleva a impensadas presas literarias: “El otro día se me ocurrió que si tengo tiempo y ganas, voy a escribir un Manual de instrucciones. Esto nació de que con Aurora habíamos ido a san Giovanni in Laterano para seguir explorando el museo (que es fenomenal, incluso en la parte etnográfica tan divertida, pero sobre todo los sarcófagos cristianos y los mosaicos de las termas de Caracalla). Como faltaba un rato para que abrieran, libamos un timballo de lasagna en una tavola calda, y nos metimos en el palacio de la Santa Scala. Tú sabrás que por dicha Scala se sube de rodillas, pues Santa Helena la importó a Roma después de sacarla de casa de Pilatos. Noté entre varias cosas notables, que vendían unos libritos con “instrucciones para subir la Santa Scala” y me pareció muy bien. Tan bien me pareció que me di cuenta hasta qué punto estamos huérfanos para hacer cantidad de cosas importantes. Harían falta instrucciones para beber una tacita de café, por ejemplo, o para sentarse en una silla”. Llama la atención la matriz culta de un texto anticulto, “Instrucciones para subir una escalera”. Conocedor de los prestigios, el inventor de los cronopios reacciona contra su falsificación y escribe parodias desternillantes para usar lo obvio.

La pasión por París se complementa con el repudio a Argentina. Cortázar nunca se siente cómodo con lo que ahí se piensa. Cuando escribe sobre los cronopios –invención que acaso comenzó como divertimento infantil para los hijos de los Jonquières- comenta: “Pienso que en la Argentina un librito así molestaría –como vagamente molestaba Macedonio Fernández, o molesta Ramón–” (en una edición más eficaz, una nota aclararía que se trata de Gómez de la Serna). Esta necesidad de cancelar la vía de regreso lo acerca a Puig.

De manera intensa, Cortázar escribe de pintura. Es mucho lo que ve y lo que estudia acerca del tema. Además, parece sentirse más cómodo ante el Jonquières pintor que ante el Jonquières poeta. Cuando recibe un texto de su amigo, lo alienta con afecto y destaca algunos versos discretos. En cambio, la pintura le permite usar más adjetivos.

Revelaciones de lo cotidiano: el aprendizaje plástico sirve para elegir mejor las corbatas. Cuando las discusiones de estética definen minucias de lo diario, las cartas ganan interés.

Desde el principio, la relación entre los corresponsales parece descompensada. Aunque no ha publicado casi nada, Cortázar está seguro de su talento y fustiga al poeta para que saque lo mejor de sí mismo. A diferencia de Onetti y Puig, el autor de Bestiario no tiene ansias de publicar ni lucha por hacerlo. En una entrevista diría que esa posposición se debió a su orgullo: convencido de sus dones, no necesitaba ponerlos a prueba. En forma reveladora, recuerda el consejo de Gide de no aprovechar el impulso adquirido. Todo autor debe renunciar a sus facilidades (lo cual significa que las tiene).

Mientras Cortázar lucha contra sí mismo con el valiente tesón del que ya logró algo, para no repetirse en el siguiente texto, su amigo carece de confianza en sí mismo.

De carácter depresivo, cordial, vacilante, Jonquières no siempre está a la altura de las exigencias de su corresponsal. Envía un cuento a París y Cortázar lo critica, poniéndose de ejemplo: “Yo, zorro viejo en la materia, tengo ya inevitablemente una deformación profesional que me fuerza ver todo cuento desde adentro, como una construcción cuyos jalones voy midiendo y pesando paso a paso […] Creo que tú lograrías tu fin con muchísima más fuerza si, ingenuamente (es decir con esa falsa ingenuidad llena de astucia que por ejemplo meto yo en ciertos cuentos), describieras tu sesión de peluquería sin trascendencia alguna”.

Cuando finalmente Jonquières expone en París, el amigo parisino se limita a mencionar dos asuntos que le disgustaron: la muestra fue presentada oficialmente por la embajada argentina y la museografía quedó mal. Jonquières se ofende y Cortázar se disculpa, aclarando que después de elogiar tantas veces esas obras dio sus méritos por supuestos. Imposible saber si también aquí utiliza “esa falsa ingenuidad llena de astucia”.

El trato abunda en apelativos cariñosos, muy propios del autor de los cronopios: “gran pingüino”, “gran atorrante”, “goloso”, “dispendioso”, “oh pintor”, y en giros de ternura hacia sus pertenencias (la motocicleta Vespa es un “Caballito de Lata”).

Jonquières tenía amistad con José Bianco, jefe de redacción de Sur. Durante un tiempo, Cortázar lo convierte en albacea de sus colaboraciones. No insiste demasiado en esos envíos porque no tiene prisa en publicar. Con frecuencia, pide dinero y describe las maravillas que ve en Roma gracias al préstamo. Luego repara, con desfasada culpabilidad, en que Jonquières tiene esposa e hijos y ha pasado apuros para que él disfrute. La relación de préstamos se prolonga hasta después de publicada Rayuela. En todo el intercambio, queda claro cuál es el autor que importa y cuál el que ayuda. Típicamente, Cortázar pierde las misivas de Jonquières y el poeta y pintor atesorará las suyas.

Hubo un tiempo en que las cartas escritas a máquina resultaban groseramente impersonales. La caligrafía, ya impracticable en la época digital, era una muestra de carácter. “Vuelvo a deplorar escribirte a máquina”, comenta Cortázar. Lentamente, la relación se desgasta sin consumirse, y adquiere un tono un tanto mecánico, donde los mejores pasajes son reproches. En 1965 escribe Cortázar: “Me porto mal, te veo poco o nada, a veces me aburro abiertamente en mitad de una charla (espero que te suceda lo mismo, sería justo)”. En una fase conflictiva, el novelista explica que se mueven en órbitas distintas; él ve a personas que no le gustarían a su amigo pintor, tiene otras ocupaciones, muchas de ellas políticas, la vida pública lo escinde de la exigua zona privada donde tuvo lugar la amistad epistolar. Da la impresión de que Jonquières lo extraña. Cada tanto, Cortázar da una conmovedora prueba de afecto y de lealtad, y en ocasiones le reclama a su amigo: “Mi impresión es que estabas ansioso de testigos, de gentes que te quieren y a quienes quieres, pero que buscabas a esos testigos de una manera peligrosamente egoísta, sin dar nada de ti esperando en cambio todo del otro”.

La correspondencia arroja luz sobre los misterios de las traducciones de Poe y Yourcenar, la vida diaria de un solitario que paulatinamente rompe su aislamiento, se entrega a los otros y pasa de una obra rigurosa a cierta autocomplacencia.

A propósito de Memorias de Adriano, Cortázar explica que no solo enfrenta el desafío de otra lengua sino de otro modo de expresar la emoción. Un francés ama de manera distinta. La pasión homosexual se vulgariza en español. ¿Hay forma de traducir una vida en otra, de asumir una existencia extranjera sin perder la propia? Estas preguntas surgen cuando trasvasa la novela de Yourcenar, donde todo apela a la otredad: la época, el cielo sin dioses, el erotismo, el idioma. Estamos ante uno de los pasajes más esclarecedores de las cartas. Cortázar no solo habla del libro que tiene enfrente, sino del destino que desea traducir en otro.

Terminada la lectura, queda la impresión de una vida plena, disfrutada en forma sanguínea a partir de una elección correcta. En esa felicidad se halla, acaso, la explicación del contagio que los textos de Cortázar ejercieron en mi generación, no solo como relatos, sino como manual de autoayuda y gustos compartidos. Un club para aprendices de la sensibilidad y los placeres que depara la cultura.

Uno de los mejores cuentos de Cortázar, “Cartas de mamá”, trata de la forma en que se deben entender los envíos y los silencios lejanos. Lo omitido puede ser lo más importante. Llevar una correspondencia es usar valores entendidos. Como en “La salud de los enfermos”, lo relevante, lo doloroso, no se pronuncia porque de algún modo ya se sabe.

Cortázar no le dice a Jonquières que su obra literaria lo decepciona; no es necesario que lo haga. Respecto a sus libros, muestra una confianza ajena al narcisismo. Con todo, su satisfacción no deja de inquietar. ¿Qué comunica más allá de lo que dice? Cada acto cortazariano, desde romper los huevos para hacer el desayuno, es un gesto artístico. La actitud es la contraria a la de Onetti, Tolstoi o Kafka, siempre inseguros, incapaces de escribir algo que los deje satisfechos. La felicidad de Cortázar es genuina. Sería ruin suponer que un aprendizaje del dolor habría mejorado su obra aún más.

La psicología siempre anima los misterios: tal vez por respeto al amigo que no logró una obra literaria tan significativa, las cartas de Cortázar bajan de tono cuando se habla de la entrega literaria y el esfuerzo que comporta, aceptan, como quien no quiere la cosa, que se trata de una afición placentera, no de una fiebre incurable. Algo importante se silencia, la posible revelación de que esa vida cumplida, dichosa, libre de vacilaciones y angustias, imponía un límite a la obra.

Cartas de Onetti, Puig, Cortázar: escrituras en el tiempo, saldos de otra época. Hoy en día, un texto que se llama “Carta de Londres” es un artículo. La correspondencia literaria ya solo existe en sentido figurado, una metáfora semejante al “escritorio” (desktop) del que disponemos en las computadoras.

Al reunir sus cuentos por temas, Cortázar ubicó “Cartas de mamá” en el volumen de los Ritos. Una elección correcta: en el ritual y el mito, el tiempo da la vuelta, no tiene principio ni fin.

Toda carta alude a un momento anterior; es un pasado que nos alcanza. Esto se potencia al leer correspondencias mucho tiempo después de su fecha de escritura: “Si se pudiera romper y tirar el pasado como el borrador de una carta o un libro. Pero ahí queda siempre, manchando la copia en limpio, y yo creo que eso es el verdadero futuro”, escribe Cortázar en “Cartas de mamá”.

La escritura epistolar es una utopía por entregas: quien manda una carta proviene del pasado; quien la lee, se encuentra en el futuro. Este ajuste temporal, que no inquietó a los filatelistas ni fue muy tomado en cuenta por los corresponsales, cobra nueva dimensión en la era del instante y la comunidad digital. Qué extraño resulta un género que pospone, suspende y confunde el tiempo.

“Esto lo estoy tocando pasado mañana”, piensa el “perseguidor” de Cortázar ante un solo de jazz. De manera equivalente, las cartas permiten leer hoy el futuro que fue ayer.