La economía del papel es sabia: las cartas de amor, sobre todo las eróticas, se pueden leer solo con una mano. Y, al contrario, las largas y tapizadas de clichés románticos se pueden botar a la basura sin grandes cargos de conciencia porque, en verdad, sobre el amor no hay nada nuevo que decir.

Tan acorraladas por el deseo como por el fantasma de la cursilería, desde hace siglos las cartas de amor se han repetido con la misma fidelidad que los decorados de Tom y Jerry. Parecen haber estado siempre ahí, dando vueltas como una puerta giratoria, intentando aterrizar sentimientos desesperados, pero curiosamente sin agotarse nunca. O tal vez sí, pero solo cuando se convierten en epistolarios con olor a muerto, como las decenas que ahora mismo tengo frente a mí, en los viejos estantes de una biblioteca muy helada. Para intentarlo en castellano: las cartas de amor se parecen entre sí solo cuando dejan de ser esos mensajes privados que realmente eran.

Pero antes de poner siquiera otra coma, y ya que entramos en el terreno de los secretos y las confesiones amorosas, caigo en cuenta de una obviedad tremenda. Apabullante, digamos. Una de esas que si no se ponen por escrito y por adelantado, ensucian todo con un irrebatible aire de mentira: Jamás he escrito una carta de amor.

Es cierto.
Así de triste.

Francamente ignoro si la ley de la oferta y la demanda influye en esto del amor postal. Quizá el que no las envía tampoco merece recibirlas. Porque la verdad es que no he recibido ninguna. Pero si algo aprendimos a los quince años es que ni el fútbol ni el amor están particularmente interesados en la justicia. Napoleón Bonaparte, famoso al menos en este artículo por escribir cartas desesperadas y melodramáticas, entendía perfectamente cómo el amor –y mucho más el amor postal– era egoísta y no sabía de retribuciones equitativas: “¡Tú misma me tratas de usted! ¡Usted para ti! ¡Malvada! ¿Cómo pudiste escribir esa carta? ¡Qué fría!… Adiós, mi mujer, tormento, alegría, esperanza y sentimientos que me llaman a la naturaleza (…) el día en que me digas ‘te amo menos’ será el último de mi amor y de mi vida”.

Escribir sobre cartas de amor hoy, como cualquier peatón medianamente despierto podrá sospechar, es escribir un poco sobre arqueología y otro poco de museología. De hecho, entremedio de estantes metálicos y rodeado de epistolarios firmados por tipos tan románticos como Victor Hugo, Karl Marx, Juan Rulfo o Ludwig van Beethoven, caigo en cuenta de que lo común y corriente, al menos hasta que los computadores comenzaron a apretar el botón supr sobre la Galaxia Gutemberg, era enamorarse, escribir y caminar nerviosamente hasta el correo.

Y los que se saltaban esa norma, que hasta bien entrado el siglo XX parecía parte inamovible de la educación sentimental burguesa, tenían un nombre. Según el portugués Álvaro de Campos, quizá el más internacional de los heterónimos de Fernando Pessoa, eran sencillamente ridículos. Esa idea, que no deja de ser seductora, queda bastante clara en un poema valiente, creo, como cualquier poema bueno: “Todas las cartas de amor son ridículas./ No serían cartas de amor si no fuesen/ ridículas./ También escribí en mi tiempo cartas de amor,/ como las demás,/ ridículas./ Las cartas de amor, si hay amor,/ tienen que ser/ ridículas./ Pero, al fin y al cabo,/ solo las criaturas que nunca escribieron cartas de amor/ sí que son/ ridículas”. Joseph Brodsky, muy en sintonía con Pessoa, en un ensayo incluido en Menos que uno, advertía sorprendido que en cualquier momento “no quedará nada merecedor del nombre de correspondencias. Incluso los jóvenes, al parecer poseedores de tiempo en abundancia, se las arreglan con postales”.

Ya ven.
Brodsky apenas se equivocaba.
Pero se equivocaba.

Pues el que crea que no es romántico enviar un <3 por teléfono, o no tiene corazón o no se dio cuenta de cómo las cartas, y acaso el amor postal, se han ido reescribiendo a punta de ceros y unos.

Por lo mismo, y para contradecirme una vez más, tal vez sí conozco el amor postal. O al menos ese nuevo capítulo que se inauguró sin querer y que tiene muy poco que ver con el papel y la tinta.

En uno de los ensayos de No leer, y ya para entrar de lleno en la discusión inútil sobre de qué hablamos cuando hablamos de cartas de amor, Alejandro Zambra escribe que su generación fue la última en ir al correo con un sobre en la mano y con un kilo de paciencia en la otra. Si la historia fue así, aunque ignoro qué hace que una generación sea realmente una generación, la mía fue la primera en usar internet no solo para hacer trampas en las tareas que nos enviaban del colegio, sino también para escribir correos electrónicos desesperados y llorones bajo el gentil auspicio de Hotmail.

Quizá por lo mismo fuimos los primeros en aprender esa máxima moderna de que jamás se envía un mail después de medianoche.

Mucho menos uno pretendidamente romántico, porque el microsegundo que pasa entre que un tipo despechado –y medio borracho, ya que jugamos a ser sinceros– aprieta send y el mensaje es recibido al otro lado, tiene un mundo de diferencias con las horas que pasaban entre que se firmaba una carta y se dejaba caer dentro de un buzón. Y esa diferencia tiene un nombre: arrepentimiento.

O quizá tiene dos: arrepentimiento y vergüenza.

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“Tortolita mía, no os enfadéis conmigo por llamaros así en mis escritos. Esa palabra le cuadra tan bien al sentimiento que yo guardo por vos, justa y cabal: tortolita”.

Tolstoi a Valeria Arsénieva, 23 de noviembre de 1856.

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Intuyo que más allá de los ridículos y los no ridículos hay otras divisiones en el mundo de los amantes postales. De hecho, después de gastar un par de tardes encerrado en esta biblioteca llena de buenos sentimientos y de apodos tendientes a la zoología, se me ocurre una tesis que en una de esas no puedo probar, pero que tampoco me puedo callar: no todas las cartas de amor son realmente de amor.

En el prólogo que el estadounidense Jeffrey Eugenides escribe para My Mistress’s Sparrow Is Dead, una compilación de cuentos románticos seleccionados por él mismo, asegura muy sabiamente que en las historias de amor nunca hay una sola gota de amor. En ellas hay desdichas, sufrimientos, promesas incumplidas y desesperación. Sobre todo desesperación. Porque cuando realmente hay amor no hay historias que contar: todo es calma. Ya saben, como esos lagos quietos en donde no sopla ni el viento. En cambio, donde hay desamor, malentendidos, quiebres inesperados, matrimonios hundidos por la rutina, o amores no correspondidos, ahí sí hay historias que contar. Así, las historias de amor, según Eugenides, realmente serían historias de desamor.

Con las cartas, como sospecharán, sucede exactamente lo mismo.

Una carta de amor seria y responsable, completamente asumida, sería como la que el bueno de Flaubert, uno de esos escritores con epistolarios acaso más contundentes y memorables que sus propias novelas, le escribió a Colet la noche del 6 de agosto de 1846: “¿Despreciarte, dices, porque te has entregado a mí demasiado pronto? ¿Has sido capaz de pensarlo? ¡Nunca, nunca, hagas lo que hagas, ocurra lo que ocurra! Me entrego a ti de por vida, a ti, a tu hija, a los que desees. Es una promesa: retenla y haz uso de ella. La hago porque puedo cumplirla”.

Otro tipo de carta de amor, ya no revelada contra la incomprensión de la amante sino contra la torpeza del mismo escritor, sería esta: “Y si a veces me pongo un poco sentimental, no te enojes demasiado… Me gustaría ser más inteligente o más certero, escribirte cartas maravillosas. Debo resignarme a conjugar el verbo amar, a repetir por milésima vez que nunca quise a nadie como te quiero a ti, que te admiro, que te respeto, que me gustas, que me diviertes, que me emocionas, que te adoro”.

Esa la escribió Rulfo.

“Debo resignarme a conjugar el verbo amar”: ese es el conflicto. Ese es el amor enfrentado a la palabra escrita. Ese es el centro y el problema que debe resolver cualquier carta.

“Debo resignarme a conjugar el verbo amar”: hermoso.

Por eso, robándole la idea a Eugenides, me parece que buena parte de las cartas de amor realmente luchan contra el desamor. Las de amor, en cambio, no serían más que escuálidos partes climáticos o apuntes turísticos enviados responsablemente por culpa de la distancia.

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Las cartas de amor permanecen en secreto y están destinadas a enriquecer o complejizar los deseos privados, y nada más que los privados. Por lo mismo son profundamente egoístas. O exigen u ofrecen deseo. Pero nada más. Entonces, visto al revés, las cartas de amor nos transforman en los intrusos que las leen como si sus autores –Flaubert, supongamos, o Marx– creyeran realmente que sus ansias, sus deseos y su egoísmo jamás iban a ser publicados.

“Toda la desdicha de mi vida proviene, si se quiere, de las cartas o de la posibilidad de escribirlas (…) las cartas siempre me engañan. Y no solo las de otros, sino también las mías (…) Es una relación con fantasmas –y no solo con el fantasma del destinatario, sino también con el propio– la que se va gestando bajo la mano que escribe, en esa carta y, más aún, en una serie de cartas de las cuales una corrobora a la otra y puede apelar a ella como testigo. ¡A quién se le ocurrió que la gente puede mantener relaciones por correspondencia! Uno puede pensar en una persona ausente y puede tocar a una persona presente; todo lo demás supera las fuerzas humanas. Pero escribir cartas significa desnudarse ante los fantasmas, cosa que ellos aguardan con avidez”.

Franz Kafka a Milena Jesenská.

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Repentinamente, y para enfocar todo desde la vereda de enfrente, caigo en cuenta de que puedo escoger cualquier epistolario –ya ni estoy pensando solo en cartas de amor– y en la mayoría de los casos los remitentes habrán estado separados, al menos, por cientos de kilómetros. Esa maravilla de descubrimiento, por cierto, remite a una verdad inapelable: las viejas cartas de amor en buena medida combatían la distancia. U otra: las cartas siempre fueron víctimas de sus circunstancias. Entonces, como un forense del amor postal, uno no puede más que confirmar que cuando las distancias hoy son opinables o, en el mejor de los casos, se miden en horas y no en metros, gran parte de esas cartas que se enviaban para dejar constancia, por ejemplo, de que Chéjov había llegado sano y salvo a Moscú, ya no son necesarias. Ya no corren más. Así, la siguiente parte de la ecuación no es extraña. A menos cartas, menos cartas de amor. Pero el amor romántico e idealizado, o lo que puede quedar de él, seguramente se las ha arreglado para sobrevivir a punta de correos electrónicos furtivos y de mensajes de texto que fingen ser urgentes.

Es solo otra forma de escribir el amor.

Por supuesto que ya no quedarán correspondencias físicas y si las hay, rescatarlas será una misión digna de Julian Assange. Pero lo importante, me digo combatiendo el frío que se cuela por estos estantes, es que las cartas de amor finalmente se libraron de los carteros y de los buzones que lentamente han ido desapareciendo de las calles. Hoy son libres. Con la muerte generalizada de la cultura epistolar, contrario a lo que a buenas y primeras se podría pensar, no desaparecen las cartas sino las cartas innecesarias. Las que se pueden reemplazar por un llamado o un mensaje de texto más rápido e higiénico. Pero la puerta para los correos electrónicos inesperadamente eróticos o sufridos siempre queda abierta. De hecho, solo se destruye la estética del siglo XIX, esa de la campiña francesa en donde la enamorada virginal abría ilusionada un sobre sellado con esperma roja, pero el resto permanece tranquilamente ahí, en un correo electrónico que se cuela en la bandeja de entrada y que recuerda la noche anterior. O que propone una nueva.

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“Por más malo que sea tu retrato, me sirve perfectamente, y, ahora comprendo por qué hasta las lóbregas madonnas, las más imperfectas imágenes de la Madre de Dios, podían encontrar celosos y hasta más numerosos admiradores”.

Karl Marx a Jenny von Westphalen.

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Mirando por el retrovisor de las cartas de amor, muy al fondo se ve a Ovidio. Él, un poeta romano que en las estatuas aparece siempre muy concentrado y que finalmente pasó a la historia por dar consejos sexuales y amorosos en su Ars Amatoria, también escribió las Heroidas. Y ya que estamos viendo en perspectiva, no deja de ser interesante que uno de los primeros epistolarios románticos de los que se tenga memoria sea realmente una ficción. Quizá eso habla muy bien del aspecto eminentemente privado de las cartas o de lo extendida que era su práctica para que un reconocido poeta de la plaza las convirtiera en género. Pero más allá de elucubraciones, lo cierto es que las Heroidas son un compendio de cartas firmadas por mujeres como Medea, Safo o Penélope, que las enviaban a hombres como Jasón, Faón o Ulises. Ovidio, que al parecer comprendía muy bien los secretos del best-seller, inicia así, desde la vereda de lo que en un futuro será la novela histórica, la historia oficial de las cartas de amor. Un viaje que ciertamente en la Francia del siglo XIX encontrará su esplendor –o al menos a sus escritores más grandilocuentes y apasionados–, pero que se inició mucho antes y en el más absoluto secreto.

Las correspondencias, sobre todo las políticas y las artísticas, se pueden leer como la contracara de las cartas de amor. Son cartas que aunque sean privadas pueden ser de interés público porque no solo ponen en práctica toda la cultura ligada a la palabra escrita sino porque son capaces de modificar el curso de una guerra o, por ejemplo, de enriquecer una escuela de pensamiento. Imaginemos, si quieren, a Pedro de Valdivia enviándole una carta zalamera a Carlos V o a Freud intercambiando sueños con Einstein.

Las cartas de amor, en cambio, permanecen en secreto y están destinadas a enriquecer o complejizar los deseos privados, y nada más que los privados. Por lo mismo son profundamente egoístas. O exigen u ofrecen deseo. Pero nada más. Entonces, visto al revés, las cartas de amor nos transforman en los intrusos que las leen como si sus autores –Flaubert, supongamos, o Marx– creyeran realmente que sus ansias, sus deseos y su egoísmo jamás iban a ser publicados.

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“¿Acaso no sabes que todo lo que hago siempre lo hago contigo en mi mente? Y cuando tengo éxito, ese es mi homenaje”.

Rosa Luxemburgo a Leo Jogiches, 6 de marzo de 1899.

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El camino de las cartas de amor, desde los romanos hasta bien entrado el siglo XX, es difuso y entrecortado. Encontrarlas en la Francia de Napoleón o en la Rusia de esos escritores de novelas y barbas largas no es difícil. Entre ellos reinaba la palabra escrita, las recepciones elegantes y la cultura del papel. A fin de cuentas los escritores han sido siempre iguales: las cartas los distinguían y les daban la posición social que ellos estaban seguros de merecer. Entonces, las escribían y confirmaban más recepciones a las que asistir. Pero antes del triunfo final de la imprenta, en cambio, las ideas sobre el amor eran distintas y las hojas de papel seguramente más esquivas. De todos modos, con índices de escritura y lectura irremediablemente enclaustrados en las clases más altas, aparecen casos extraños y populares. Como la historia de Heloísa y Abelardo.

O Abelardo y Heloísa.

De hecho, un artículo sobre cartas de amor sin un dramón de esos venezolanos quedaría envuelto en un extraño aire de sospecha.

Abelardo era un tipo inteligente, vivía en el París de mediados del siglo XII y enseñaba filosofía aristotélica. Es decir, era un tipo interesado en la ficción y en los desenlaces imprevistos. Tal vez por eso aceptó educar a Heloísa, la sobrina del cura de la Catedral de París. Y entre clase y clase, desafiando al futuro Humbert Humbert, se enamoró perdidamente de ella, de Heloísa. Y la muchacha, ya que estamos en medio de una vieja historia de amor, se enamoró de él. Entonces, a escondidas y entremedio de tediosas lecciones escolásticas, tuvieron un hijo que bautizaron Astrolabio. Sí, Astrolabio. Nadie, con ese dato sobre la mesa, puede decir que no estuvieran realmente enamorados. Pero cuando se enteró el cura de París, se enfureció y con un par de mafiosos fue hasta la casa de Abelardo y lo castró. De todas formas, Heloísa y Abelardo se casaron, pero los separó la vergüenza. Abelardo empezó a hablar de catolicismo, demonios y pecados, Heloísa se hizo monja y terminó enviándole cartas de un amor empapado de filosofía.

“A pesar de que a veces estuviéramos separados, podríamos, por la correspondencia, estar presentes el uno en el otro. Además, las palabras que se escriben suelen ser más ardientes que las que se pronuncian por la boca. El júbilo de nuestras conversaciones no conocería interrupción”, supuestamente, solo supuestamente, escribía ella.

Con el paso de los años terminaron sepultados en el mismo cementerio parisino y florecieron las cartas apócrifas y las novelas epistolares que daban vuelta sobre ellos. Heloísa y Abelardo, de algún modo, fueron el paradigma del amor postal. De todos modos, más allá de las falsificaciones, las novelas y los espejismos, en el Epistolae duorum amantium, un volumen copiado por el bibliotecario de una abadía francesa, y descubierto en la década de los setenta, se encuentran poco más de cien fragmentos aparentemente originales que, como podrán sospechar, han mantenido muy entretenidos a los románticos medievalistas.

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“¿Alguno de esos borrachuzos se ha pasado de listo contigo? Si se pasan, apúntate los nombres, porque no me voy a quedar toda la vida en este tugurio. Dame un minuto, cielo, voy a ver qué ha ocurrido arriba. Nada malo, niña, todo está en orden. Por un instante pensé que estaban todos muertos porque no oía ni una mosca, pero Frank está leyendo y Pat está malo; un par de ellos están durmiendo y Lee se ha sentado al lado de la ventana, y mira a la calle y se muere por salir. Nunca había visto este antro tan callado desde que llegué. Espero que no se despierten antes de que haya acabado de escribirte. Cielo, me decías que harías cualquier cosa que te pida. Bueno, te diré qué quiero que hagas por mí: Sé buena y no dejes de quererme. Si haces las dos cosas, no necesito nada más…”.

Clyde le escribe a Bonnie.

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La tipología de las cartas de amor es generosa: una de sus subdivisiones más viscerales, y por lo mismo más ridículas, son las cartas de celos. Supongo que a diferencia de las eróticas, lo encantador de ellas es que usualmente rozan el mejor humor. O derechamente el patetismo y los propios terrores de quien las escribe. Las cartas de celos, visto así, seguramente son mucho más sinceras y reales que las otras. Y jugando ya a leer el mundo a punta de indicios oscuros, supongo que como hoy resulta tan fácil apretar send, las cartas de celos se han multiplicado como la peste negra. En cualquier caso en ellas no hay contención sino un ataque rabioso pues –y esto es lo central en el mundo del amor postal– al que tienen que desear es siempre a uno, al que escribe. Nunca, pero nunca jamás, al otro.

James Joyce, por ejemplo, le enviaba a Nora Barnacle una joya como esta: “¿Es Giorgio hijo mío? La primera noche que dormí contigo en Zurich fue el 11 de octubre y él nació el 27 de julio. Esto hace nueve meses y diecisiete días. Recuerdo que aquella noche hubo muy poca sangre… ¿Te habías acostado con alguien antes de hacerlo conmigo? Me habías contado que un cierto Hallohan (un buen católico, claro, cumpliendo siempre sus deberes de Semana Santa) quería tenerte, cuando estabas en el hotel, usando lo que llaman un ‘condón’”.

Y así y todo, aunque no lo crean, aún hay profesores de literatura que desconocen la genialidad de Joyce.

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“Tal vez fue locura muy grande entrar en esta pasión. Cuando examino los primeros hechos, yo sé que la culpa fue enteramente mía. Yo creí que lo que saltaba de tu mirada era amor y he visto después que tú miras así a mucha gente. Loco fui, insensato: como un niño, Doris, como un niño”.

Gabriela Mistral a Doris Dana.

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Para ir cerrando con una obviedad un artículo que realmente nunca empezó, supongo que las verdaderas cartas de amor, tal como las buenas novelas, son las que mientras se leen inventan un mundo o un lenguaje propio. Uno en donde el remitente y el lector pueden ser completos desconocidos, pero que revelan absolutamente todo con una universalidad que permite reconocerlos –y reconocerse– en solo un par de líneas.

“¡Ay!, verte borracha alguna vez, ¡qué privilegio!, casi me da miedo de proponértelo; pero Anaïs, cuando pienso cómo te aprietas contra mí, cuán ansiosamente abres las piernas y qué húmeda estás, Dios, me vuelvo loco de pensar en cómo serías cuando todo se disuelve. Ayer pensé en ti, en cómo ciñes las piernas en torno a mí, de pie, en cómo se tambalea la habitación, en cómo caigo sobre ti en la oscuridad sin saber nada. Y me estremecí y gemí de placer”.

Así, cuando Henry Miller le escribe a Anaïs Nin, uno no puede más que imaginar esa escena con la misma concreción incuestionable con que Armando Uribe nos asegura que los cuerpos resucitarán después de muertos. Miller, en solo un par de líneas, parece un tipo urgentemente necesitado. El mismo enamorado incontenido que todos alguna vez fuimos, descontando su envidiable talento softporn, claro. Porque a fin de cuentas una buena carta de amor es esa que luchando contra las penas privadas puede ser completamente universal. Y la universalidad seguramente se mide en cuántos escolares enamorados la copien y la hagan suya. Es que el mejor homenaje, incluso en el mundo de las cartas, siempre ha sido el plagio.

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“Háblame de amor; estoy sediento…”.

Alexánder Pushkin a Anna Petrovna Kern, 22 de septiembre de 1825.

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Antes de dejar esta biblioteca llena de sentimientos húmedos y de cartas embalsamadas en libros viejos, recuerdo una anécdota linda. Una de esas que demuestran que de algún modo las cartas de amor siguen vivas pero de otro modo: en la primavera de 2009, a la hora de almuerzo, iba en la Línea 5 del Metro de Santiago cuando el tren se detuvo en Parque Bustamante. Las puertas se abrieron y el carro prácticamente quedó vacío. A un lado iba un grupo de alumnos del Instituto Nacional y al otro unas chiquillas, también de uniforme. Entonces, como en un partido de tenis en donde las miradas nerviosas se cruzaban de un lado a otro, en donde las risas contenidas jugaban al empate, uno de los muchachos sacó un cuaderno de su mochila y tomó un lápiz. Y mientras el tren ya avanzaba por el túnel oscuro, alumbrado solo por esas luces blancas, levantó el cuaderno y apuntó hacia una de las niñas: “¿Me das tu mail?”, decía.