Adelantar intro. El próximo capítulo comenzará en 10 segundos. ¿Sigues ahí? La neurosis de la impaciencia ahora es parte del algoritmo. De tanto impacientarnos con lo que vemos ahora somos nosotros a quienes no nos tienen paciencia. ¿Sigues ahí? Porque si no me apago. Y dejamos los dos esta mentira de que eres capaz de ver algo a esta hora de la noche o después de un almuerzo dominical. Te escuché roncar. Y déjame decirte que quizás deberías dejar de insistir con ver esos policiales nórdicos y volver a las sitcom de los noventa con risas grabadas. ¿A quién quieres engañar? Puedes estar una tarde entera viendo de esas. Pero, ¿cine de autor polaco? ¿En serio? ¿Desde cuándo?

El algoritmo no nos conoce, pero hace como que nos conociera y nos juzga. Y nos corretea como el ganado que somos. ¿Hasta cuándo lo vamos a aguantar? ¿No es un poquito falto de respeto que nos trate así? No, realmente. Lo aguantamos porque el algoritmo es un espejo de nuestra propia intranquilidad vital. De cien veces que nos ofreció adelantar intro, la tomamos 99. No es su culpa, nosotros alimentamos ese monstruo indelicado. Y ahora no solo le pagamos automáticamente todos los meses (ya olvidamos qué día del mes, ni sabemos cuánto pero es mucho más de lo que recordamos) sino que nos tiene cortitos. Pu, pa, pi, pa. Dame más. No te vayas. Si no te gustan mis principios, acá tengo otros. Pero quédate. Por favor, Dave. Quédate, Dave. Dave, ¿qué haces?

Saltamos de una liana a otra, como esas animaciones de El Hombre Araña que avanzaba entre edificios idénticos en un loop eterno para ahorrar plata en dibujantes. Vamos a ninguna parte, pero lo importante es que vamos apurados. La idea que tenemos del tiempo no solo se comprimió sino que se fraccionó, porque seremos primates pero hemos aprendido a usar cuchillos: todo se puede cortar. Y acortar.

Ya entendí. No me lo repitas. Resume. En no mucho tiempo más olvidaremos la voz real de las personas que nos dejan mensajes de WhatsApp de tanto adelantarlas, de tanto escucharlas como una versión idiota de esas ardillas de la tele que también dejamos de ver porque nos aburrían. Solo sabemos que hablaban agudo, ¿qué más necesitamos saber?

Ese es el punto: ya sabemos demasiado. Ya hemos visto demasiado. Seguimos siendo espectadores, pero ya somos mucho más sofisticados. Tenemos demasiadas horas de vuelo. Queremos que las series sean amantes inesperados que nos mantengan con el corazón en la mano, que nos hagan abrir la boca ante la incredulidad de lo que acabamos de ver, que nos hagan sentir denuevo like a virgin / touched for the very first time. La sorpresa es la nueva pasta base. Ojalá nos sorprendan varias veces, y que no nos podamos adelantar. Queremos que nos hagan ir por un camino, y oh, vaya, era el otro. Pero sobre todo, no queremos que nos den la lata, ni que tengamos que esperar cómo los personajes se enteran de lo que ya adivinamos que iba a pasar, ni que se tengan que contar cosas entre ellos que ya supimos dos escenas atrás. Ahí nos sale el algoritmo que llevamos dentro.

Este torbellino de ansiedad del espectador por supuesto que afecta a los guiones y al trabajo de los guionistas. Pero descuiden: no quiero promover la nostalgia por otros tiempos en que las audiencias tenían más paciencia y se detenían a observar lo que pasaba en la pantalla. Todo lo contrario: los guionistas chapoteamos en ansiedad, y lo último que queremos es aburrir. Nos alimenta la atención del espectador. Pero también nos interesa emocionar. Nos convoca construir historias como si fueran legos, para de alguna manera, si organizamos el relato de manea correcta, lograr que algo se quiebre dentro del espectador, y lo desarme, lo emocione, lo estremezca, y si lo sabemos hacer, le rompa la coraza que lo protege de los avatares de la vida diaria.

Nos gusta pensar que tenemos una llave para desactivar esa fortaleza. Y contamos con algo a favor: ustedes desean emocionarse. Somos del mismo equipo.

Pero muchas veces escribir guiones puede ser una disciplina desesperante para quien la emprende porque deben cumplirse muchos objetivos simultáneamente: no solo hay que contar algo, sino que hay que hacerlo de tal manera que sea dramático (interesante, atractivo, misterioso, enganchador). Y además, debemos ir al grano: ser breves. Establecer algo y movernos al siguiente punto. ¿Cómo cresta se hace eso? No es tan terrible como parece. De hecho, ser breve es fundamental para mejorar el envolvimiento del espectador y mejorar el drama. La neurosis puede jugarnos a favor. ¿De qué forma? Intentaré explicarlo. Trataré de ser breve, pero por supuesto fallaré.

Contar algo

Lo primero es entender (brevemente) las partes de una historia. Siempre se dice que para contar una historia uno debe someterse a la estructura aristotélica de los tres actos, que establece que toda historia tiene un comienzo, un medio y un final. O presentación, desarrollo y resolución. Se puede llamar de muchas maneras dependiendo del libro de guion que consultemos. Y hay cierto consenso en que en una historia hay, al menos, un comienzo y un final: en el comienzo se presenta al personaje y su mundo, y se echa a andar la historia porque pasa algo. Eso que pasa activa un deseo en el personaje o le impone un problema. Luego, en el desarrollo o segundo acto, el personaje deberá enfrentarse a lo que sea para resolver lo que le han puesto por delante, y en el tercer acto sabremos si pudo lograrlo o no. ¿Cierto?

Pues bien, más o menos. Pensar las historias en actos no es particularmente útil porque enreda la conversación. De partida, no existe verdadero acuerdo respecto de dónde empiezan y terminan los actos en una historia ni qué duración tienen (spoiler: los tres actos nunca duran lo mismo; habitualmente el segundo acto dura el doble y hasta el triple que los otros dos). Pero, peor que eso, quizás los actos permiten entender las partes de una historia, pero no ayudan particularmente a construir una.

Por lo tanto, si tuvieras que explicar cómo se cuenta una historia quizás deberías olvidarte un momento de los actos y pensar más en que la historia debe transitar por estaciones, como si fuera una línea del metro. Para contar una historia uno debe cruzar cinco estaciones muy marcadas que hacen posible el relato y ayudan a construir la emoción. A saber:

En la presentación, ya dijimos, introducimos al personaje principal y su mundo. Nos enteramos de asuntos básicos de su personalidad (defectos y virtudes), de quiénes lo rodean, y sobre todo de aquello que mueve al personaje (puede ser un deseo, un sentido del deber, un trauma infantil, una manía), en definitiva, algo que lo hace ser quién es. Esto es clave, porque es este detalle el que proveerá la gasolina necesaria para hacer andar la historia, y la que para el espectador será un misterio a resolver: ¿por qué este personaje es así, tan especial?

¿Está Chile en un eterno segundo acto? Discuss.

El gatillante es un evento inesperado que echa a andar la historia. Marty McFly inesperadamente viaja a los años 50 en un DeLorean en Volver al futuro. Ese no era el plan original: la idea era que viajara el científico que construyó la máquina, pero la aparición de unos terroristas libaneses cambiaron los planes. Ese evento inesperado (que los guionistas llamamos «punto de giro») es lo que cambia la dirección de la historia, pero sobre todo lo que atrae la atención de los espectadores. Si uno estaba a punto de levantarse del sofá para ir al baño, pero tuvo que aguantarse, es porque acaba de ocurrir un punto de giro en una historia: murió el mejor amigo del personaje principal, o acaba de descubrir que es adoptada, o simplemente se enamoró de alguien que acaba de ver en el metro. Todos esos son puntos de giro, las tuercas que cambian la dirección del tren en el que vamos.

El primer punto de giro, entonces, es el gatillante. Su nombre lo dice: dispara como un cañón al personaje desde su mundo ordinario a un mundo extraordinario. Pensemos en El mago de Oz: Dorothy vivía en la aburrida Kansas, pero un tornado (gatillante) la envió a un mundo extraordinario donde hay un camino amarillo, y al recorrerlo conocerá a distintos personajes extraños que la acompañarán en la búsqueda de un mago que, se supone, la ayudará a regresar a su hogar.

(Todas las historias visitan ese mundo extraordinario, pero, claro, no en todas hay hombres de hojalata… Pero siempre para el protagonista tiene la apariencia de estar visitando un país en el que nunca se ha estado. Ese país puede ser infiltrarse en el mundo del narcotráfico, despertar todos los días en el mismo día o simplemente enamorarse.)

Al llegar a ese mundo extraordinario, el personaje se enfrentará a diversos obstáculos que están ahí para impedirle alcanzar lo que se propone. Los obstáculos son un poco como vivir en Chile y tener que cambiarse de empresa de telefonía: primero, no logramos encontrar el número al que hay que llamar para cortar el servicio; cuando lo hacemos nos dicen que debemos ir en persona a una oficina del centro de la ciudad, que cuando llegamos está llena de otras personas poniendo reclamos. Luego de haber perdido un día entero en el trámite, cortamos el servicio pero un mes más tarde descubrimos que nos sigue llegando la cuenta, y así. Obstáculos, obstáculos, obstáculos. (¿Está Chile en un eterno segundo acto? Discuss). De hecho, los obstáculos le pegarán duro al personaje principal, al punto de que estará en un momento tan débil que nos preguntaremos si acaso será posible que logre sus propósitos. Es ahí cuando llegamos a la tercera estación: la crisis.

Hay un libro de guion muy tontorrón (Save the Cat) que sí tiene un mérito y es que a este momento le pone un nombre muy poético y descriptivo: a la crisis le llama «la noche oscura del alma», y la crisis es precisamente eso, el momento más bajo en el que cae el personaje. Piensen en E.T., cuando Elliot sale en búsqueda de su amigo extraterrestre desaparecido y lo encuentra botado en un río, azul de frío, desamparado, casi muerto. Esa es la crisis de E.T. Allí Elliot descubre que ha fallado en cuidarlo y protegerlo de los adultos, y quizás nunca lo logre.

Y mientras más profunda es la crisis, mejor saldremos disparados hasta la siguiente estación: el clímax. La crisis fue tocar fondo, pero también es rebotar contra el suelo, es tomar conciencia de nuestra propia mortalidad, y nos hará sacar fuerzas de flaqueza para enfrentarnos a aquello que constituye el conflicto central de toda historia: las fuerzas de represión (del mundo) versus las fuerzas de liberación (del personaje). Podemos entender las narrativas como la representación de la eterna lucha entre esas dos fuerzas.

Quizás haya que detenerse un segundo en este punto, que me parece esencial. Los personajes, como nosotros los espectadores, no elegimos nacer. O bien, no elegimos nuestro nombre, ni el país, ni la clase social ni la raza ni la identidad sexual. Por lo tanto, es bien probable que no estemos contentos con el mundo que nos tocó, porque además ese mundo tiene valores que nos imponen reglas con las que no tenemos por qué estar de acuerdo. Esos valores y reglas se avizoran en la presentación de la historia, se refuerzan en los obstáculos (que aparecen cuando el personaje va decidido a liberarse) y el momento de la verdad es cuando se produce el choque del personaje contra esa represión.

Y eso ocurre en el clímax, que casi siempre es un tipo de enfrentamiento: una discusión, un duelo, una competencia deportiva o concurso, donde el personaje pone a prueba todo lo que aprendió en el camino. Y puede ganar o puede perder. Cuando gana, se libera y revierte el orden moral del mundo, algo que a los espectadores nos parece particularmente gratificante. Cuando pierde, es un duro golpe con el que también podemos identificarnos porque también hemos sufrido esas derrotas morales o materiales. Sea como sea, el clímax es el momento de la verdad porque es el momento del choque de fuerzas, el enfrentamiento contra los dragones del mundo y el encuentro con nuestros propios fantasmas.

Los guionistas chapoteamos en ansiedad, y lo último que queremos es aburrir. Nos alimenta la atención del espectador.

Después del clímax ya nada es igual. Se acabó el paseo por el mundo extraordinario y debemos volver a casa. Pero este viaje cambió al personaje, lo hizo descubrir algo de sí mismo que desconocía, así que, aunque físicamente sea el mismo lugar, el «hogar» es un mundo nuevo porque el personaje ya no es el mismo. Y es ese mundo nuevo el que descubrimos en la resolución o final de la historia

Esas son las cinco estaciones de una trama narrativa clásica. De hecho, no solo es una línea del metro sino que podríamos dibujarla como un electrocardiograma. Pero hay algo más interesante respecto de esta estructura: es fractal. Es decir, no solo representa la composición general de una historia, sino que es también la estructura de sus partes. Es decir, este dibujo representa el ritmo interno, es el corazón que palpita también en cada trama secundaria, en cada acto y hasta en cada escena. Todos comparten la misma estructura general. Cuando uno escribe guiones y descubre eso es como descubrir la ley de gravitación universal. Es efectivamente cierto, y está en todas partes. Ese dibujo representa el ADN de la narrativa clásica, la estructura más básica en la construcción de una historia. Entender este electrocardiograma narrativo es fundamental al momento de escribir guiones porque provee el beat narrativo que está presente en todo lo que contamos.

La ley del deseo

Por supuesto, la primera reacción de cualquier persona que se interesa en contar historias ante un gráfico como este es la rebeldía, porque, claro, hay millones de maneras de contar historias, y por lo tanto no se puede encasillar el arte narrativo en un simplón mapa del metro. Y por supuesto esa rebeldía es sana: en el camino a descubrirnos como narradores lo primero es encontrar nuestra propia voz, aquello que nos importa y que internamente sentimos es único y especial.

Pero no debe considerarse la estructura narrativa como una regla que hay que cumplir, sino más bien quizás haya que entenderla como las escalas melódicas que hay que conocer para aprender a tocar piano. Una vez que aprendes las escalas melódicas del blues o del jazz, de inmediato puedes poner las manos sobre un teclado e improvisar, hacer volar los dedos sobre el piano. Creo que con los guiones pasa algo similar: lo importante no es la escala, lo importante es la improvisación que surge a partir de ella. La escala no nos oprime, nos permite crear.

Además, una historia se puede contar con todos estos elementos y aun así ser fría como un pescado. Lo decía muy indignado David Mamet en un memo que envió a los guionistas que trabajaban con él en una serie llamada The Unit (2005). No se preocupen si no la recuerdan: casi nadie la conoce. Por algo será. En el legendario memo, Mamet les pide que sepan entender qué es dramático, y está agobiado con que los guionistas estén más preocupados de «entregar información» a los espectadores que de hacer drama. No es un dilema fácil: contar historias muchas veces se trata de relatar eventos, crear diálogos que te entreguen información para entender lo que pasa. Si no sabemos lo que pasa, no podemos seguir la historia. «Pero los espectadores no prenden la tele para ver información —les escribe, usando solo mayúsculas como si estuviera gritando–. Solo encienden la tele para ver drama.»

Para ponerlo en simple, para Mamet, y para cualquier dramaturgo que se precie, los personajes son mucho más importantes que la trama. La trama es una excusa para poner en acción a los personajes. Lo verdaderamente fascinante es ver a otros seres humanos. El misterio de la condición humana es el universo en que vivimos, y ahí radica la energía que nos hace escribir: en intentar dilucidar ese misterio, apuntar las linternas, aunque sea torpemente, hacia las áreas oscuras de los otros seres humanos y sus relaciones interpersonales. Esa relación vibra, es tensa, nunca es simple a no ser que la veamos desde lejos o superficialmente («Si tus fotos no son buenas es porque no estás lo suficientemente cerca», decía sabiamente Robert Capa).

En el centro de ese drama está el deseo, la energía que nos mantiene vivos. «Haz que tu personaje quiera algo» era la primera recomendación que daba Kurt Vonnegut Jr para iniciar una historia. Y tenía razón. Seguir una historia en rigor es seguir a un personaje empujado por su deseo. Y en la búsqueda de eso que se persigue, y en la interacción con otros personajes con sus propios deseos, inevitablemente se hará presente el drama.

Ser breve

Pero, por supuesto, me fui por una rama y ahora los miro a todos desde arriba de un árbol buscando la escalera para bajarme. ¿De qué se trataba esto? Ah, sí: de ser breve. Parece una digresión la mía pero no lo es realmente. Lo que venía a contarles es lo que aprendí de escribir guiones, y de la necesidad de ser breves para ser más dramáticos. Y la clave de eso la entrega William Goldman, uno de mis héroes personales. Goldman hizo Todos los hombres del Presidente, Butch Cassidy y Sundance Kid y Misery, entre otras maravillas, y escribió un delicioso libro de sus aventuras como guionista en Hollywood que sigue vigente.

Los obstáculos son un poco como vivir en Chile y tener que cambiarse de empresa de telefonía.

A Goldman se le atribuye un consejo clave al momento de escribir escenas: entrar tarde, salir temprano. O, como lo dice él: «Debemos entrar a las escenas en el último momento posible, y una vez que está hecho lo que había que hacer, salir lo antes posible». No pierdas tiempo en introducciones, saludos, personajes abriendo puertas para entrar a habitaciones o demorándose en decir lo que tienen que decir. Sé breve, anda al grano. Qué quiere el personaje en esta escena es lo primero que debe pasar. Alguien dirá: «Pero eso no es realista: en el mundo real las personas dudan y se demoran en decir las cosas». Cierto, pero el realismo es una trampa de la que los guionistas nos cuesta salir porque sentimos que ese es nuestro deber, imitar la realidad. Pero el realismo es un falso amigo: como dice Mamet, nuestro deber es hacer drama y para eso darse rodeos no ayuda mucho. Por ser realistas nos olvidamos de ser dramáticos.

Y no solo se trata de entrar «tarde» a la escena. También se trata de irse temprano. Es decir, terminar en el clímax, cuando las fuerzas en conflicto están chocando, y salir de ahí de inmediato. No quedarse a ver la explosión: arrancar.

(Otro que tiene una obsesión con irse lo antes posible de una escena es un famoso discípulo de Goldman y suerte de superestrella de los guionistas: Aaron Sorkin, autor de los guiones de las películas Cuestión de honor y La red social, y de la serie The West Wing.) Lo interesante de construir escenas así, que llegan tarde y se van temprano, es que dejan al espectador sacando las conclusiones de lo que acaba de pasar, resolviendo la aritmética. Las escenas presentan el problema (2+2) para que ustedes hagan la suma (4) mientras comienza la escena siguiente, que de nuevo no será necesario que tenga presentación, porque 4, la conclusión a la que llegó el público, de la escena que acaba de ver, será el punto de partida de la escena siguiente.

Si se fijan, lo que hace este modelo en rigor es tomar la estructura fractal de cinco partes (presentación, gatillante, crisis, clímax y resolución) y quitarle la primera y la última estación. Quedando así:

La brevedad, entonces, se vuelve esencial para la narrativa porque no entrega todo en bandeja ni masticado. El espectador tiene un rol activo en entender lo que ocurre y en querer saber más. La escena comienza con un gatillante inesperado (¿qué hace el policía yendo a la escena del crimen a esta hora de la noche?), hay un momento de crisis (encendió una linterna y lo acaba de ver el vecino, ¡que es el principal sospechoso!) y termina en el clímax (el policía ilumina una parte de la casa y se encuentra con el vecino sospechoso, que trae un hacha y se abalanza sobre el policía). Corte. Fin de la escena (quizás escuchamos un disparo).

Por supuesto, un guion en el que todas las escenas estén escritas así puede ser delirante (a veces necesitamos respiros), pero siempre será efectivo, y sobre todo dramático. Las urgencias están puestas arriba de la mesa, y los espectadores nos quedaremos pegados viendo para resolver las preguntas que nos han sido planteadas.

Esto, claro, no es un regla. Se pueden escribir grandes escenas largas e igualmente dramáticas, misteriosas y atrapantes. Pero tomar conciencia de este modelo puede ayudarnos a escribir guiones más intrigantes, y si no escribimos guiones, al menos quizás nos ayuden a que nuestros amigos nos echen de menos cuando el mundo vuelva a ser normal (que lo será) y nos inviten a sus fiestas. Casi siempre el invitado más querido es el que llega tarde y se va temprano.