Mi punto de partida es una cita de “Los mitos de Cthulhu” –no de Lovecraft, sino de Roberto Bolaño:

Hay una pregunta retórica que me gustaría que alguien me contestara: ¿Por qué Pérez Reverte o Vázquez Figueroa o cualquier otro autor de éxito […] venden tanto? ¿Solo porque son amenos y claros? ¿Solo porque cuentan historias que mantienen al lector en vilo? ¿Nadie responde? ¿Quién es el hombre que se atreve a responder? Que nadie diga nada. Detesto que la gente pierda a sus amigos. Responderé yo. La respuesta es no. No venden solo por eso. Venden y gozan del favor del público porque sus historias se entienden. (El Gaucho insufrible 162)

Entiendo así la cita: las historias que se entienden son las que permiten al lector que se diga: ya sé de qué se trata; ya veo más o menos adonde va la historia. Entender, en este contexto polémico, sería asimilar el libro a un molde genérico o extraer de él un mensaje unívoco y cómodo.

Bolaño escribe ficciones que mantienen al lector en vilo sin ser entendibles en este sentido. Estoy tentado de decir: así funciona la buena literatura. Pero sería una afirmación demasiado general y fingidamente objetiva. Diría más bien que muchas de las obras narrativas que admiro comparten estas dos características –tensión narrativa y resistencia al entendimiento– y no mucho más. En esta conferencia voy a reflexionar sobre las diversas maneras en que las ficciones mantienen al lector en vilo sin dejarse entender, tomando mis ejemplos principalmente de tres novelas latinoamericanas de finales del último siglo y de comienzos de éste, novelas que giran alrededor de persecuciones, identificaciones y reconocimientos: Estrella distante (1996) de Bolaño, La orilla africana (1999) de Rodrigo Rey Rosa y La villa (2001) de César Aira.

Estrella distante es la historia de un poeta chileno exiliado contratado por un detective para ayudar a localizar e identificar a otro poeta chileno, ex oficial de las fuerzas aéreas y asesino en serie. La Orilla africana es la historia de un turista colombiano que pierde su pasaporte en Tánger. Cuando tiene su nuevo pasaporte y está a punto de salir, se enfrenta con un misterioso perseguidor que quiere robarle el documento y su identidad. La villa es la historia de un joven culturista bonaerense y de su hermana, ambos perseguidos por un policía corrupto que ha usurpado la identidad de un tocayo y es perseguido a su vez por una jueza mediática.

El lector que está en vilo goza o sufre de un estado inestable: quiere saber, y va haciéndose preguntas y movilizando hipótesis sobre varios aspectos de la historia. Según un estudio reciente de Raphaël Baroni (LaTension narrative, Seuil, 2007) tres mecanismos fundamentales generan la tensión narrativa: el suspenso, la curiosidad y la sorpresa.

El suspenso, por supuesto, es lo que siente el lector cuando un acontecimiento puede llevar a consecuencias importantes para un personaje de la ficción. Nos preguntamos ¿qué va a pasar? Hacemos pronósticos. Es una tensión que se orienta hacia el futuro de la historia.

La curiosidad, por el contrario, depende de algo encubierto o dejado en silencio por la parte anterior del relato. El texto tiene que señalar la ausencia de ese “algo” para que el lector se dé cuenta de que hay un hueco significativo. La curiosidad se orienta hacia el pasado de la historia (“¿qué pasó?”), y también hacia el presente (“¿qué está pasando?”). Estas preguntas generan diagnósticos.

A diferencia del suspenso y de la curiosidad, la sorpresa es una emoción efímera. Por eso, no puede configurar una trama, si bien acompaña la tensión narrativa y a veces la acentúa (297). Dije que la curiosidad se orienta hacia el pasado de la historia, pero tanto la curiosidad como el suspenso polarizan la interpretación hacia lo que está por relatar, mientras que la sorpresa, según Baroni, lleva al lector a reconsiderar una parte de lo que ya se ha relatado. El lector se ve obligado a reevaluar los presupuestos que fundaron su anticipación errónea. La actividad cognitiva característica de la sorpresa no es un pronóstico ni un diagnóstico, sino un cuestionamiento que puede resultar en lo que Baroni llama una “re-cognición”, no el simple reconocimiento de un objeto o personaje sino una transformación del sentido ya actualizado (299).

En la mayoría de las novelas, el suspenso, la curiosidad y la sorpresa se trenzan y se turnan para mantener la tensión narrativa. Así funcionan las tres novelas de las cuales tomaré mis ejemplos, pero a riesgo de esquematizar, enfocaré el suspenso en Bolaño, la curiosidad en Rey Rosa y la sorpresa en Aira.

Bolaño y el suspenso
Por razones obvias, se ha hablado mucho del detective como figura clave en la ficción de Bolaño. Sus detectives se parecen más a Philip Marlowe que a Hercule Poirot o a Sherlock Holmes. Son detectives de novela negra, más que de novela de enigma. Claro que hay enigmas: ¿Quiénes recogen los testimonios en la segunda parte de Los detectives salvajes? ¿Qué hay en los cuadernos de Cesárea Tinajero, leídos por Juan García Madero en las últimas páginas de la misma novela? ¿Quiénes están detrás de los asesinatos de mujeres en Santa Teresa en 2666? Pero más importantes para el mantenimiento de la tensión son las preguntas orientadas hacia el futuro, preguntas que subrayan el parecido estructural entre las dos meganovelas de Bolaño: ¿Terminarán Belano y Lima por encontrar en Sonora a la poeta desaparecida? ¿Terminarán los críticos por encontrar en Sonora al novelista huraño Benno Von Archimboldi?

En Estrella distante, sabemos desde el primer capítulo quién es el culpable de los asesinatos de mujeres: Carlos Wieder, que al comienzo se hace llamar Alberto Ruiz-Tagle (29-33). El relato va desgranando enigmas menores suscitados por los esfuerzos del narrador y su amigo Bibiano O’Ryan por reconstruir la vida de Wieder, pero son más bien de orden erudito. Por ejemplo ¿es o no el autor de las obras reunidas en el misterioso apartado encontrado por Bibiano en los Archivos de la Biblioteca Nacional? (104) Más que de esos enigmas, quedamos pendientes de las interrogantes siguientes. ¿Terminarán los poetas detectives, y el detective de verdad, Abel Romero, por encontrar a Wieder? ¿Quedarán impunes sus crímenes?

Las escenas más tensas de la novela son aquellas en que uno de los detectives se aproxima a Wieder, figura del mal absoluto: primero Bibiano, cuando visita a Ruiz-Tagle en su departamento antes del golpe de Estado (16-19); luego el narrador, cuando lo identifica en un bar (151-53); y finalmente Romero, cuando se enfrenta con él en su departamento en Lloret (154-56). Son escenas de suspenso puro, que se incrustan en la memoria. De la segunda, Marcelo Cohen ha escrito: “Solo los sudacas saben que ése es el mejor escenario para demorar lo peor, y solo un buen escritor podía descubrir que así, por allí precisamente pasan sin apuro la gloria y el frío del mundo” (35). Demorar lo peor: la fórmula de Cohen capta bien lo que hace Bolaño en esas escenas: desacelera la acción –rasgo típico del suspenso (Baroni 270)– intercalando detalles descriptivos en una secuencia de acciones preestablecida por la versión corta de la misma historia en La literatura nazi en América.

Bibiano, el narrador y Romero corren peligro por el simple hecho de acercarse a Wieder, que es capaz de cualquier atrocidad, pero en la ficción de Bolaño el suspenso puede hacerse sentir mucho antes de que el peligro se defina. Como saben todos sus lectores, Bolaño es experto en la instalación de atmósferas de amenaza vaga. En el curso de sus relatos, la amenaza va concretándose, y muchas veces culmina en enfrentamientos, que claramente deben algo a las peleas de Borges, en las que la inminencia de la muerte violenta acarrea una revelación que da sentido retrospectivamente a toda la vida del protagonista. En “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”, Borges escribe: “Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche fundamental: la noche en que por fin vio su propia cara, la noche en que por fin oyó su nombre […] Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe quién es” (562). En Ficciones y El Aleph el enfrentamiento violento es una epifanía de la identidad, y marca una transmutación del suspenso en curiosidad. De la pregunta ¿quién saldrá victorioso? pasamos a la pregunta ¿qué es la verdadera identidad del protagonista? ¿Quién ha sido sin saberlo? Pero, pese a los ecos indudables, no es así que funcionan la mayoría de la peleas en las ficciones de Bolaño.

En Estrella distante el enfrentamiento entre el detective Romero y Wieder no se relata directamente: el narrador espera a Romero en un parque mientras que éste rinde visita al poeta piloto en su departamento. Los hechos violentos suceden en una habitación cerrada a la que no tenemos acceso. Terminan con la vida de Wieder, pero no cambian la de Romero más allá de mejorar sus circunstancias económicas. Ninguno de los contrincantes necesita pelearse para saber quién es. No hay epifanía; no se revela el sentido de una vida. La tensión narrativa sigue orientándose hacia adelante: ¿cómo van a despedirse el detective y el poeta después de este asunto espantoso?

Rey Rosa y la curiosidad
El enfrentamiento que lleva la tensión narrativa a su colmo en La orilla africana funciona de manera muy distinta.

Un turista colombiano, cuyo nombre se oculta estratégicamente hasta la escena que voy a comentar, ha perdido su pasaporte en Tánger. Obligado a quedarse más tiempo del previsto, entabla una relación con una francesa, Julie Bachelier, mientras sigue pidiendo a su mujer en Cali que deposite dinero en su cuenta. Cuando ya tiene su pasaporte nuevo, el dueño de un café, Rashid, le propone un trato: ir a España para cobrar el dinero que ha ganado en una quiniela, a cambio de una comisión de cinco por ciento (126). El colombiano acepta. En Melilla, todavía en la orilla africana, tiene la sensación de que alguien lo sigue. Primero piensa que es para evitar que desaparezca con el dinero (142). Luego se dice que todo fue una ilusión paranoica. Pero más tarde, cuando se vuelve en un callejón, se encuentra con su perseguidor:

– ¿Nos conocemos? –su voz sonó mal. Tragó una saliva ácida.
–Pero claro que te conozco, hombre. –Tenía un acento inesperado.
– ¿En verdad? –respiró–. Perdona, no te recuerdo. ¿Cómo te llamas?
–Ángel Tejedor –dijo el otro claramente.
– ¿Cómo? –algo extraño ocurrió en sus vísceras. El picor que sentía en todos los poros de su piel era la adrenalina generada por el susto. Las piernas comenzaron a temblarle ligera pero incontrolablemente. Ése, Ángel Tejedor, era su propio nombre. – ¿Es una broma? –atinó a decir.
–Ninguna broma. (144)

El perseguidor saca un cuchillo y le toma el pasaporte y el boleto. Cuando el colombiano comprende que su agresor necesita matarlo para acabar el robo de identidad, se abalanza contra él. Sigue una pelea de la que sale victorioso el colombiano, y que le depara un placer paradojal: “había algo de liberatorio y aun de placentero en aquella lucha elemental: la disolución del miedo” (145). Es un momento borgeano, porque la pelea misma libera al protagonista del temor, como en el final de “El Sur” (528). Si no hay una epifanía, al menos su pasividad se transmuta en acción resuelta. Y si no se trata, como en el caso de Tadeo Isidoro Cruz, de “la noche en que por fin oyó su nombre” (562), es, al menos, el momento en que el lector finalmente lo oye. Ángel Tejedor recupera su pasaporte y se salva. Sale corriendo de la novela, dejando una estela de interrogantes. ¿Quién fue su perseguidor? ¿El enviado de Rashid, que iba a sustituir al colombiano para cobrar las ganancias? ¿O sabía del boleto ganador por otra persona? ¿Pero por qué tiene “un acento inesperado” (144) y, más adelante, un “olor desconocido” (145)? ¿Y por qué haber escogido el nombre Ángel Tejedor y demorado tanto la revelación del mismo si no fuera para abrir el abanico de las posibilidades, convocando a la figura del Doppelgänger e invitándonos a leer el nombre propio como una combinación de dos sustantivos?

¿Se trata de una “lucha elemental” porque se traba con un ángel, como la lucha de Jacob, lucha que estorbó también una travesía (de Jaboc) y en la cual estuvieron igualmente en juego los nombres y las identidades? (Génesis 32: 27-29). Al recuperar el pasaporte y el nombre que estaba a punto de ceder, Ángel Tejedor adquiere por primera vez en la novela un verdadero protagonismo y conserva el poder de tejer su propio destino, al menos parcialmente. En una de sus caminatas por las calles de Tánger, vio un anuncio de Lacoste que decía “Conviértete en lo que eres”, una cita desviada de La Gaya ciencia de Nietzsche, que a su vez citaba la segunda oda Pítica de Píndaro. Lo que es Ángel Tejedor permanece casi tan misterioso como la identidad de su agresor, pero al menos ha podido impedir que el otro se convierta en él.

A diferencia del enfrentamiento entre Romero y Wieder, la escena que vengo comentando desemboca en unas interrogantes que despiertan la curiosidad. Una vez terminado el suspenso, el lector se vuelve atrás para preguntarse ¿qué pasó allí?, a semejanza del protagonista que sale corriendo callejón arriba, pero mira para atrás, antes de doblar la primera esquina. “El otro parecía moverse”, nos dice el narrador, con su reticencia característica (145).

Aira y la sorpresa
Ya no sorprende a nadie afirmar que la sorpresa está en el centro de la estética de Aira, pero sobre el funcionamiento de las sorpresas en su narrativa todavía hay mucho que decir. Imaginemos, para empezar, al lector de una sola novela de Aira, que no conoce las otras o las tiene olvidadas. Para este lector hipotético, la mayoría de las sorpresas serán del tipo que Baroni llama simples, es decir no precedidas por una expectativa marcada (Baroni 306). Parecerán bajar del cielo, o caer como una foto de Bolaño sobre la espalda de un conferenciante. También serán sorpresas textuales: ningún elemento del discurso aparecerá retrospectivamente como un indicio que habría podido orientar el lector hacia una interpretación correcta de la situación narrativa (307). De las sorpresas textuales, Baroni escribe: “nos parece que este caso es muy poco frecuente” (307). En la literatura en general, sí; en la de Aira, no. Aquí tenemos uno de los rasgos de su rareza. Muchas de sus sorpresas son enteramente imprevisibles, aun leyendo con una atención máxima, porque al parecer no fueron planificadas, sino que surgieron en algún momento de la improvisación cotidiana del autor.

En la ficción de Aira los personajes pueden cambiar radicalmente. Al comienzo de La villa, el Inspector Cabezas es un policía cínico, sin demasiados escrúpulos, pero al final se vuelve auténticamente satánico. Y en otras novelas hay casos aún más chocantes. Las noches de Flores nos cuenta la vida nocturna de Aldo y Rosa, una pareja de jubilados que reparten pizzas a pie para complementar su renta después de la crisis argentina de 2001. En la página 79, leemos: “Como todos los ciegos, Rosa siempre sabía más de lo que parecía” (79). Hasta este punto cualquier lector habrá hecho la suposición subconsciente de que puede ver, como no ha habido nada para indicar el contrario. No creo que se trate de un dato estratégicamente ocultado, como el nombre del colombiano en La orilla africana, sino de un cambio súbito. Al final de la novela hay otra vuelta de tuerca: aprendemos que Rosa es un hombre disfrazado de mujer, y no cualquier hombre, sino un criminal monstruoso llamado Resplandor, implicado en un caso de abuso de menores.

Aunque los cambios coinciden a veces con reconocimientos, éstos no son reconocimientos aristotélicos porque no conducen “de la ignorancia al conocimiento” (Poética XI). No puede decirse que Resplandor sea más real que Rosa o que el satánico Cabezas del final de La villa sea la verdad debajo de la máscara del cínico Cabezas del comienzo. De hecho, sería más fácil sostener lo contrario, porque cuando los personajes se transforman en villanos o monstruos pierden algunos grados de complejidad psicológica. Pero en vez de hablar de apariencias y verdades, creo que es más iluminador ver los cambios como mutaciones que pueden afectar la forma física o la sustancia psíquica de los personajes, y que hacen de la obra de Aira en su conjunto una enciclopedia de metamorfosis, en la estela de Ovidio y Apuleyo.

Los personajes de Aira pueden sorprender al lector también por su manera de hablar. En La villa, Adela, la sirvienta peruana, no solo se muestra más despierta que sus coetáneos burgueses, también tiene un mejor manejo del discurso conceptual. En una conversación con Maxi, habla así del robo:

para que se mantenga el equilibrio todos deben estar actuando al máximo de sus posibilidades. De otro modo quedarían huecos. Si yo no hago algo que puedo hacer, por un escrúpulo, entonces quedo a merced de que el otro tenga un escrúpulo equivalente, ¿y cómo saber si va a tenerlo o no? ¿Cómo obligarlo a tenerlo? De ahí nacen muchas amarguras (75).

El argumento sorprende y escandaliza a Maxi, pero es desinteresado. Adela no está justificando su propia conducta: “¿Me ves a mí robando?” dice. “Se me reirían en la cara”. Y el narrador agrega:

“En efecto, era escuálida” (74). Ya sabemos que es “humilde y seria, responsable y meticulosa” (53). Lo que ella puede hacer es amar, y está decidida a realizar esa potencia: “La intención no era que se quedara para vestir santos. Todo lo contrario. La idea era que amara” (54). ¿De dónde viene entonces el argumento, que recuerda a los ataques de Nietzsche en contra de la negación y del resentimiento (escrúpulos y amargura en el lenguaje de Adela)? (Ver La Genealogía de la moral I, 10).

No tiene una justificación realista, pero puede explicarse de dos maneras. Primero, Aira se preocupa poco de la “probabilidad” de los pensamientos de sus personajes. Al contrario, le gusta componer personajes improbables, combinando rasgos y cualidades, reflexiones y acciones que pertenecen a distintos tipos de persona, o así nos parecería espontáneamente. Es una manera de rechazar el psicologismo en la novela, es decir una psicología estereotipada, demasiado probable.

La segunda explicación es de corte filosófico: los personajes teorizadores responden a una concepción leibniziana del pensamiento humano como sistema combinatorio, según la cual las ideas existen virtualmente como combinaciones posibles, y por lo tanto no es inconcebible que otro combinador llegue a las mismas conclusiones que Nietzsche por sus propios medios y empleando su propio vocabulario. De modo parecido, en Le Chiendent de Raymond Queneau, un portero sin formación filosófica pero dado a la reflexión abstracta reinventa las proposiciones metafísicas del Parménides de Platón y las paradojas del Sofista (374-377). Los mundos ficticios de Aira, como los de Queneau, son radicalmente democráticos en este sentido: la sabiduría popular no se reduce a un conjunto de dichos gastados; puede tomar formas elaboradas y sorprendentes, y el discurso conceptual no está vedado a nadie por causa de sus orígenes.

El lector de una sola novela de Aira puede sorprenderse entonces de las mutaciones de los personajes y de sus formas de hablar, entre otras cosas, pero ese lector es hipotético o al menos minoritario, porque la mayoría de los lectores de Aira son lectores en serie que saben que el nuevo libro que leen será muy probablemente un objeto hétero-genérico. Lo que no pueden saber es cómo los géneros se mezclarán o se combinarán. En muchos casos la novela vira hacia un género popular o fantástico, y en algunos, hay un salto abrupto: el relato se quiebra en dos partes muy distintas. Pero los géneros pueden combinarse de muchas otras maneras, y el lector experimentado de Aira se complace en la anticipación de las combinaciones, preguntándose cómo se las arreglará esta vez con su “huida en adelante”, su prohibición de la reescritura, y con las complicaciones cumulativas que tiende a producir. En este nivel más abstracto de la lectura, entran en juego otra vez el suspenso y la sorpresa.

La villa es una novela que se tuerce sin quebrarse. Los géneros se mezclan desde el principio en el personaje de Maxi, mitad gigante bueno de cuento de hada, mitad joven ocioso de clase media bonaerense. Hacia el final, los personajes principales parecen estar destinados a reunirse todos en una escena culminante. Se siguen en una “procesión inconexa” hacia la villa, mientras que se avecina una tormenta apocalíptica. Pero por unas complicaciones que sería demasiado largo contar en detalle, en vez de una confrontación general, se realizan unas pequeñas agrupaciones. Los personajes más folletinescos –el diabólico Cabezas y la super-jueza Plaza– chocan en un enfrentamiento melodramático. Los personajes más realistas –Adela y su novio Alfredo, Vanessa y Jessica– se refugian en una pizzería y miran los sucesos por la televisión. Mientras tanto, el fantástico Maxi, hábilmente escondido por los villeros, sigue durmiendo apaciblemente. El desenlace desenreda los hilos genéricos, burlando a la vez las expectativas específicas generadas por la intriga y las que podía tener el lector en serie, acostumbrado a finales más contundentes. Así se producen, en dos niveles de lectura, sorpresas que Baroni llamaría “abiertas”: desconciertan, pero no proponen una alternativa a los esquemas negados (305). Aunque suceden a una expectativa marcada, a diferencia de las sorpresas “simples” que comenté anteriormente, no llevan a una re-cognición.

El efecto cumulativo de las sorpresas simples y abiertas de Aira es la disolución del sentimiento de pisar terreno conocido que uno tiene cuando lee una novela que sí se entiende. La tensión narrativa se mantiene no tanto porque hay secretos que esclarecer o consecuencias específicas que los personajes tratan de evitar o conseguir, sino porque, como dijo aquí mismo Martín Kohan, en la ficción de Aira “puede pasar cualquier cosa”.

Entender
La villa termina con un discurso de la jueza en contra de una droga llamada proxidina que se suspende así:

“A la “madre” no hay que buscarla fuera del éxtasis porque está implícita en él, y durante el camino que se emprende con el consumo se va transformando y toma todas las formas posibles del mundo, en una sucesión incoherente e irresponsable que lo extravía tanto como está extraviada la mente de un soñador”. (169)

Este final puede leerse como una autocrítica irónica por la cual el autor insinúa que la ficción extravía a sus lectores, mostrándoles una sucesión incoherente e irresponsable de transformaciones o mutaciones. Podríamos concluir que en la novela que acabamos de leer simplemente no hay nada que entender, que se trató de un mero divertimiento. Y las apologías de la frivolidad que hace a veces el autor podrían inclinarnos hacia tal conclusión. Pero dar así por resuelto el problema del entendimiento sería pasar al lado de lo más estimulante y perturbador. Porque si no hubiera nada en las novelas de Aira que fuera digno de una consideración seria, no tendrían el poder de fascinación que sostiene la fidelidad de sus lectores aun a través de los desencuentros.

Entre las reflexiones generales de los personajes y del narrador, hay algunas que son sensatas y casi proverbiales, como la siguiente, acerca de la multiplicidad de materiales recuperados por los cartoneros: “donde hay necesidad no hay especialización” (10). Otras son al pensamiento sensato lo que son las peripecias increíbles al realismo llano: pertenecen al campo del pensamiento fantástico o de la teoría-ficción. Pero entre lo sensato y lo fantástico hay muchas ideas que dejan perplejos al lector que soy y sin duda a otros: ¿es que no he podido seguir el desarrollo ultra-rápido del pensamiento? o ¿estoy tomando demasiado en serio unas frases hechas para sonar bien? Y a veces la frontera escurridiza entre lo sensato y lo fantástico o exagerado no pasa por entre las frases sino que las atraviesa, como cuando el narrador compara la situación de los novios villeros que no tienen el respaldo de una familia con la de las jóvenes burguesas: “Ese era el único y dudoso privilegio de la burguesía: no aprender de la experiencia, y volver a equivocarse, y seguir contando con el reaseguro materno” (161). No aprender de la experiencia es un privilegio dudoso, por cierto, pero dudo que sea el único privilegio de la burguesía. En cierto sentido, la ficción de Aira está concebida para suscitar semejantes dudas y perplejidades, para obligarnos a movilizar y a modificar el sistema de conceptos con los que entendemos la experiencia, es decir, a pensar.

En Las vueltas de César Aira, Sandra Contreras resalta las afinidades de Aira con el narrador arcaico que, según Walter Benjamín, da a quien lo oye un consejo obtenido en la experiencia de la vida (292). No cabe duda de que Aira tiene el don de formular generalizaciones notables y memorables. Pero en muchos casos podemos dudar del alcance y de la fiabilidad de éstas. Se distingue del narrador arcaico de Benjamín por la manera en que pone en duda su propia autoridad, por sus reivindicaciones de la frivolidad, pero sobre todo por su manera de variar continuamente lo bien fundado de sus ideas generales.

En El narrador, Benjamín dice que la narración alcanza una “amplitud de vibración” de que carece la información por el hecho de sustraerse a las explicaciones (capítulo VI). Aquí su teoría no calza tan bien con la práctica de Aira, porque en muchas ocasiones el argentino echa mano de las explicaciones retrospectivas en su huida hacia adelante. Ilumina, en cambio, la narrativa de Rey Rosa, que es muy poco explicativa. En su hermoso prefacio a La orilla africana, Pere Gimferrer subraya las afinidades del arte de Rey Rosa con el cuento oriental y medieval: “Nadie pide a un relato como los que hoy componen Las mil y una noches que signifique algo ajeno a su entidad en cuanto relato. Pero conquistar así el reino de los enigmas atávicos de lo popular y anónimo […] y hacerlo desde una escritura refinadísima en su simplicidad es cosa dable a muy pocos escritores” (10).

Con esta concepción del relato puro, que “no admite moraleja” (10), parece que nos hemos alejado del narrador de Benjamín, “un hombre que tiene consejos para el que escucha” (capítulo IV). Pero quizás no del todo, porque los enigmas invitan a la interpretación, aun cuando no admiten resoluciones definitivas, como en el caso del agresor que dice llamarse Ángel Tejedor. Los enigmas que la ficción de Rey Rosa propone a nuestra curiosidad no sirven solamente para mantener la tensión narrativa. También pueden conducir a reflexiones que desbordan el marco del relato. Por ejemplo ¿no sería significativo que La orilla africana sea una novela no solo de persecuciones sino también y sobre todo de huidas? Los seres se dispersan en un movimiento centrífugo, y el motivo de la fuga se repite como en una fuga musical. Justamente, en el título de la última parte de la novela –“Fuga”– pueden entenderse los dos sentidos de la palabra.

El final tiene algo de la exaltación que pueden provocar las fugas musicales. El último párrafo describe el vuelo de una lechuza buscando un lugar donde posarse (este animal tiende el hilo que conecta a todos los personajes humanos). Finalmente, a pesar de los vientos contrarios y de otros pájaros que defienden sus territorios, encuentra “una hendidura conveniente” en la pared de una casona abandonada (157).

Si tuviéramos que extraer un mensaje de La orilla africana, sería un mensaje incómodo y antisocial: en vez de hacer frente a las dificultades y tratar de sanar la convivencia, más vale huir y buscarse un hueco protegido. Pero ésta sería una lectura reductora, porque en la novela la convivencia no siempre es predatoria y la voluntad de dominar no domina totalmente; también se manifiesta un “impulso cuidador”. Lo despierta la lechuza en Ángel, Julie y el pastor Ismail, sin dejar nunca de ser un animal salvaje y predatorio, como vemos claramente cuando caza un ratón y lo engulle de un solo bocado (147). Ángel conoce a Julie e inicia su frágil pero íntima relación con ella precisamente porque sigue el impulso y quiere cuidar a la pequeña fiera hasta que pueda defenderse sola. Así se desestabiliza el supuesto mensaje antisocial.

Pero en realidad no se trata de la comunicación de un mensaje. Si tal fuera la prioridad de la literatura, muchos de sus rasgos característicos no serían más que estorbos. Lo que hace la literatura, al menos la que estoy analizando hoy, no es “mostrar soluciones” sino suscitar o “ayudarnos a recrear imaginativamente perplejidades morales, en el sentido más amplio de estos términos”, para citar a Hilary Putnam (485).

La fórmula de Putnam se aplica muy bien al final de Estrella distante. Allí el narrador queda preocupado por su complicidad en un ajusticiamiento extrajudicial, y confía su inquietud a Romero:

Nunca me había ocurrido algo semejante, le confesé. No es cierto, dijo Romero muy suavemente, nos han ocurrido cosas peores, piénselo un poco. Puede ser, admití, pero este asunto ha sido particularmente espantoso. Espantoso, repitió Romero como si paladeara la palabra. Luego se rió por lo bajo, con una risa de conejo, y dijo claro, como no iba a ser espantoso. Yo no tenía ganas de reírme, pero también me reí (157).

Llegado a este punto, el narrador siente una mezcla de desasosiego y alivio. Convertirse en justiciero, como lo ha hecho Romero, conlleva un peligro evidente: no hay mecanismos institucionales para impedir que el agente de la justicia informal sea corrompido por la criminalidad. Y Bolaño no excluye la posibilidad de que tal corrupción se haya producido en cierto grado. La risa de conejo de Romero, que no figura en la versión corta de la historia en La literatura nazi en América, le propina al lector una pequeña punzada en la última página del libro, impidiendo que se relaje. Es una versión muy atenuada de la peripecia clásica por la cual, en una película de terror, un personaje supuestamente salvado de los zombis o vampiros se vuelve contra su salvador para morderlo como ya lo mordieron a él. Probablemente no sea una coincidencia que el detective comparte su apellido con George Romero, director de La noche de los muertos vivientes.

Con este final, no creo que Bolaño esté pregonando la acción directa; más bien nos invita a recrear imaginativamente la perplejidad moral de alguien que se ve implicado en un asesinato que carece definitivamente de autorización legal y cuya justificación ética tendrá que quedar en duda. A los reparos del narrador, Romero responde: “En cuanto a que no puede hacer daño a nadie, qué le voy a decir, la verdad es que no lo sabemos, no lo podemos saber, ni usted ni yo somos Dios, solo hacemos lo que podemos” (155). Romero no puede darse el lujo de ahondar indefinidamente en la reflexión, tiene que hacer lo que puede cuando la ocasión se le presenta. Y como sucede en la mayoría de las situaciones reales, tiene que decidir sobre la base de datos incompletos.

Las novelas de Aira, de Rey Rosa y de Bolaño no se entienden en el sentido de que no comunican mensajes unívocos; más bien suspenden el entendimiento, y suscitan o nos sumen en perplejidades axiológicas o valóricas. Pero creo que pueden hacer más. En “Mensajes y literatura” Félix Martínez Bonati escribe: “la experiencia literaria no es la comunicación de un mensaje por medio de códigos compartidos, sino la comunicación de códigos nuevos, por medio de un mensaje ficticio” (170). Por “códigos”, quiere decir no solamente los lingüísticos, sino también los “códigos constitutivos de la experiencia” (172), que pueden ser las categorías de Kant o las nociones universales de Aristóteles (174), o bien los conceptos del razonamiento práctico. Según Martínez Bonati, la obra literaria, como el torso de escultura arcaica en el famoso soneto de Rilke, somete al lector al imperativo “Debes cambiar de vida”, y modifica “aunque sea mínima y fugazmente” sus “disposiciones éticas” (169). Estas formulaciones tienen la ventaja de ser generales y neutras: evitan así dos presuposiciones cuestionables que han sustentado a muchas intervenciones en el reciente debate sobre la “crítica ética” en Norteamérica.

La primera es la de suponer que el cambio de vida o de disposiciones éticas que puede iniciar una obra literaria siempre será un mejoramiento. Como dice Joshua Landy, para mejorarse moralmente al contacto de obras literarias, hay que emprender la lectura con la voluntad previa de dejarse mejorar (81). Si el lector tiene otros designios, podrá encontrar recursos para modificarse de otras maneras.

Martínez Bonati evita también la presuposición según la cual si hay una modificación de las disposiciones éticas, sea lo que sea su signo ético, será necesariamente lo que Landy, siguiendo a Noël Carrol, llama una clarificación, es decir un descubrimiento de lo que valoramos realmente en la vida (80). Entender así la clarificación presupone que “lo que valoramos realmente” es un hecho provisoriamente ocultado en algún rincón oscuro de la psiquis que una obra literaria puede iluminar. Pero valoramos realmente muchas cosas, no siempre compatibles; manejamos valores diversos, y estos no constituyen sistemas armónicos y estables, al menos no en la vida real de la mayoría de los seres humanos.

Sin embargo hay otra manera de entender la noción de clarificación, no como descubrimiento sino como reorganización. Una obra literaria puede provocar una reorganización valórica cuando revela no un valor fundamental sino valores rivales. Según Landy, para incitarnos a reflexionar seriamente sobre nuestras actitudes una obra tiene que ser “axiológicamente compleja”, tiene que lanzarnos un desafío, poniendo en conflicto dos de nuestros valores (al menos), y dando a cada uno la posibilidad de reivindicar nuestra adhesión.

Conflictos de este tipo y sus resoluciones eventuales pueden ocasionar modificaciones de los “códigos constitutivos de la experiencia”. Pero me gustaría señalar para ir terminando que las obras no obran solas, y que la complejidad axiológica a la que nos enfrentamos los lectores y que puede hacernos cambiar de vida, es también la del conjunto de las obras y de los autores que admiramos. Esa complejidad puede ser muy grande. Los escritores que admiramos no tienen por qué compartir valores estéticos y éticos. Yo diría incluso mejor que no, porque si lo hicieran, formarían una masa aplastante, de cuya autoridad solo podrían librarse “aquellos que son muy fuertes y brillantes y bestiales” para citar a Bolaño (Llamadas 33). Tal como son las cosas, si leemos con un mínimo de curiosidad y abertura, las discordancias axiológicas entre las obras y los autores que admiramos nos incitan a asumir nuestra independencia intelectual, aun si somos relativamente débiles y torpes y cohibidos. Esas discordancias nos invitan a modificar los códigos que constituyen nuestra experiencia, no necesariamente a través del tipo de conversión que puede sugerir el lema nietzscheano “Conviértete en lo que eres”, sino quizás por un cambio continuo, sensible a los descubrimientos y azares de la lectura, un caminar sin término fijo pero no sin coherencia, una aventura imperceptible pero no por eso menos real.


BIBLIOGRAFÍA

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