Me asombra constatar lo bien recibidas que son por todo el mundo las viejas fotografías de Santiago. Me refiero a fotos de un tiempo cuyo rango va aproximadamente de 1870 a 1970. Estas imágenes de una ciudad a medias reconocible causan en sus observadores una especie de alegría evocativa, la emoción de pertenecer a algo que ya no está. Los lugares son intercambiables: la Plaza Italia bajo una nevazón, Américo Vespucio colindando con el campo, glicinas cargando el muro del primer patio de una casona, pesados techos bajo el sol del verano registrados desde un campanario. Las formas de vida que se infieren de estas fotos parecen más bellas, más silenciosas y más armónicas  que las del presente.

A mí al menos esto me sucede siempre. Si me aparece ante los ojos una foto de la Alameda de mediados del siglo XIX, prefiero permitir que la imagen me emocione como una epifanía: la inminencia de     una materialidad ligada a mis afectos, el olor del boldo de la orilla, la luz de una lámpara de aceite en un mostrador donde se alterna el lacre, el cochayuyo, el papel de carta. Se trata de imaginaciones automáticas,  que eluden siempre el aspecto sórdido de la vida de cualquier época. Aun los terribles conventillos de antes –con su precariedad cochambrosa– parecen tocados con la luz de resplandor nímbico.

El asombro mencionado al principio proviene de una observación: la fotografía nos entrega o nos devuelve algo que a menudo somos incapaces de percibir en el modelo real. Es probable que haya e este fenómeno una adaptación darwiniana.

Claro, la sensación de continuidad con la que uno vive solo podría servir para no sucumbir cada vez que un aspecto de nuestro entorno llega a su fin. Estamos permanentemente pasando de una cosa a otra y ese tránsito de mutación parece ser el medio en el que mejor sobrevivimos.

Yo conocí el sector aledaño  al cine Santa Lucía desde muy chico. Es una parte de Santiago que me resulta totalmente familiar, pero en el mundo real he vivido desde los cuatro años en el túnel de una continuidad en la cual cada segundo ha sido el consecuente de uno anterior y el antecedente del que viene después. Y cuando paso por el lugar no puedo sustraerme a ese presente continuo, casi podría decir que no veo nada.

Pero basta que me pongan al frente una foto de la zona en 1964 para que la realidad perdida «se revele» en un movimiento parecido a un chiflón o a un precipicio. Se hace visible entonces lo que el sentido de continuidad borronea: las mansiones que había en la vereda sur de la Alameda, entre San Isidro y Carmen, la línea de edificaciones que se prolongaba desde el cine hasta Santa Rosa. En la fotografía las cosas tienen fin, tienen edad, tiempo concluido.

Es sabido que la memoria de los habitantes de una ciudad es por lo general muy frágil. Demuelen una casa esquina, sacan un grupo de árboles, abren un by-pass entre dos calles: las referencias se pierden casi de inmediato. Es difícil establecer qué había antes en el lugar de las novedades. Insisto en que este rasgo de aparente insensibilidad corresponde más bien a una capacidad adaptativa.

Quizás es cierto que el futuro realmente existe, que es una entidad dimensionable y no un simple relato que hacemos sobre el presente. A veces vivimos como si efectivamente nos dirigiéramos a un destino.

Las viejas fotos profundas: años cincuenta, sesenta, la circunspección general de la vida, los lustrosos jopos, las miradas ridículamente desafiantes de los muchachones enfiestados, el brillo de los cromos, de las guardas de bronce a la entrada de un edificio del centro.

Cuando la experiencia se hace discontinua se activa la memoria, que está dormida o adormecida como el caballo Kundalini. El chakra de la memoria. Solo ahí se hace perceptible que no existe el niño de 1964 y tampoco las verjas de madera ni las tapias del fondo ni los columpios, ni los tesoros enterrados ni las liebres ni la nieve barrida en las cunetas.