«Si Piñera es mi Hokage me declaro Akatsuki», rezaba una pancarta a fines de octubre de 2019. Un mensaje oscuro para muchos, sin duda incomprensible para el gobernante mencionado, pero cuyo contenido político es bastante transparente para los iniciados en Naruto. En el Mayo del 68 los referentes políticos eran bastante más tradicionales e históricos: pensadores y políticos, líderes sociales y espirituales, personas de carne y hueso, la mayoría hombres, que habían escrito, peleado o estado en el lugar correcto. Freud, Marx y Lenin continuaban presentes a través de Marcuse, Bourdieu o Althusser. Pero mayo terminó en junio del 68 y a partir de entonces Occidente vivió un periodo de creciente despolitización, en el cual el único clivaje válido tendía a ser un «ellos contra nosotros» cada vez más impreciso. Toda una generación nació y creció en un mundo prácticamente sin referentes políticos críticos, sin voces o pancartas que llamaran a la revolución o transformación de los valores. Cuando en 1992 Francis Fukuyama afirmó que habíamos alcanzado «el punto final de la evolución ideológica de la humanidad», líderes de todo el mundo brindaron por la certidumbre que los estaba haciendo ricos: la democracia liberal sustentada en la ineludible racionalidad del libre mercado era la única formulación política y económica viable. Pero las ideas germinan en terrenos tan yermos como el del capitalismo. El mercado legó a esta generación un sinnúmero de materiales culturales que, habiendo sido concebidos con fines diferentes e incluso opuestos, le ha permitido expresar nociones políticas. Esto se ha manifestado con especial fuerza durante las revueltas sociales de octubre y noviembre en Chile a través de pancartas, memes, disfraces, consignas y rayados. Los ejemplos son incontables, desde alusiones a Los Simpson hasta la resignificación de conceptos del manga y animé. Los otaku, con sus desprejuiciadas maneras, se han vuelto un símbolo de las protestas. Asimismo, los superhéroes han sido centrales

para expresar la rebelión ante la opresión y la defensa de causas nobles. Su imaginario también ha permitido reflexionar sobre la violencia civil. En oposición a la monserga buenista del «condenamos la violencia venga de donde venga», entre los jóvenes (que han mostrado ser más tolerantes y pacíficos que sus padres) hay un grado mayor de comprensión de la violencia como defensa colectiva frente a agentes represores. Con esto han emergido superhéroes locales, como Pareman (un anónimo encapuchado que utiliza un signo Pare a modo de escudo) o la imagen del perro Negro Matapacos, entre otros personajes que las redes sociales han llamado los Avengers chilenos. Son muchas las manifestaciones de esta índole y memes «activistas» que beben de series, videojuegos, cómics, películas e incluso otros memes. Estas reconfiguraciones de materiales preexistentes no reemplazan la reflexión política, pero muestran la subyacencia de ideales de justicia social que han pasado de contrabando en productos culturales mainstream o que provienen de otras fuentes menos evidentes. Por otro lado, reflejan la necesidad de íconos y referentes compartidos para articular a la ciudadanía en torno a nuevos acuerdos sociales. El desparpajo que muestran los jóvenes al encausar este flujo infinito de símbolos hegemónicos en una corriente de discursos opuestos a las ideas de la generación precedente y de la élite, en rebelión ante el sentido común que protege al statu quo, recuerda las palabras que Tristan Tzara escribió a los 22 años en un lejano 1918: «Escribo este manifiesto para mostrar que uno puede ejecutar acciones opuestas al mismo tiempo, en un solo y fresco respiro».