La situación dramática del deporte ha sido capaz de producir cimas de incuestionable valor patrimonial, como la siguiente frase del futbolista chileno Luis Chavarría después de un compromiso contra Uruguay, en noviembre de 1996: «Estoy contento por mi debut, lo hice bien y, gracias a Dios, Francescoli salió lesionado». Chavarría, natural de Monte Águila, un hombre salido del Chile profundo, describió de esta manera un hecho que además resume su palmarés deportivo: en su primer partido por la Roja le pidieron bajo cuerda que le hiciera una futbolera demostración de cariño al mejor hombre de los rivales, y él cumplió con creces. Francescoli abandonó el juego por un golpe suyo y, lejos de ser reprobada, su conducta quedó tipificada como objeto de culto en aquel narcisismo nacional hipertrofiado que se viste con los colores de la Selección. Chavarría es un héroe del género picaresco, pedrourdemaliano y atarantado si se quiere, pero héroe al fin. El discurso acomodaticio de los medios de comunicación favorece el modelo: eso que no se hace, si es un poquito, no le hace mal a nadie. En el uso del lenguaje la malicia sustituye a la maldad sin mojar la camiseta.

La lógica del bien y del mal en el imaginario deportivo, cuando saca sus trapitos al sol, abunda en estas dualidades espurias, indeterminadas y vacilantes. En primer lugar, el Estado-nación exige una lealtad muy fuerte, detonante y exclusivista, tanto en la actividad ejecutiva como en el proceso de identificación que la circunda. En Argentina, después de Maradona, los goles con la mano también valen, y en Chile, durante el caso Rojas, las teorías conspirativas llegaban poco menos que a la Casa Blanca. En el fútbol, la figura del rival como enemigo de la patria suele durar lo que dura un partido, pero a veces va más allá y a nadie le extraña demasiado cuando ocurre: la postal de los chilenos apedreando la embajada de Brasil en 1989 ya es un ejemplo clásico de estas perversiones.

En este punto es justo preguntarse si estas condiciones, propias del fútbol, se reproducen en los demás deportes. En el rugby, por ejemplo, junto con la normativa se inventó el third half (tercer tiempo), una antigua tradición en la que los rugbiers de los dos equipos en disputa se reunían para disfrutar una cerveza y una comida, con el fin de controlar las pasiones y los sentimientos negativos que genera el enfrentamiento. En las islas británicas, por cierto, hay un dicho alusivo a las obligaciones morales del rugby y el fútbol, que tienen el mismo origen: «El fútbol es un juego de caballeros jugado por villanos y el rugby es un juego de villanos jugado por caballeros».

Entre estos deportes de contacto, el que en principio tiene más violencia simbólica (el fútbol) supera en agresiones explícitas al que desarrolla en mayor medida la violencia física (el rugby). Hay un trasfondo histórico y social muy claro a partir de estas diferencias. Ambos deportes surgieron de una práctica medieval llamada mob football o fútbol de carnaval, en la que villas y pueblos enteros se medían en multitudinarios duelos cuyo objetivo de llevar la pelota hacia una de las porterías, separadas a veces por kilómetros de distancia, solo excluía el asesinato voluntario como regla fundamental. Casi siempre moría alguien: el único árbitro era Dios y sus castigos, si los había, eran sumamente interpretables. En realidad, es posible que los ateos hayan sido los primeros grandes zagueros en la historia del fútbol. El fin entonces también justificaba los medios: el triunfo aseguraba la prosperidad colectiva, los favores divinos y las buenas cosechas. Con el tiempo se fueron agregando restricciones y administradores de justicia deportiva (ya difundido por Europa, en el calcio florentino redujeron el número de jugadores a veintisiete por lado). Pero el lema «solo quería pegarle a la pelota, señor árbitro» nunca desapareció como posibilidad de aniquilar al contrario por la vía rápida.

La aparición del deporte moderno en Gran Bretaña, en la primera mitad del siglo diecinueve, supuso una reglamentación a gran escala en todas las disciplinas. El multitudinario fútbol de los tiempos oscuros se partió en dos: unos adoptaron las reglas de Sheffield y Cambridge, que restringían notablemente el contacto físico y el uso de las manos, y otros siguieron los métodos impuestos en Rugby. El fútbol rugby, así llamado en sus comienzos, es el auténtico heredero del fútbol de carnaval en su modus ludendi, pero las universidades en Inglaterra decidieron dotarlo de un estricto código moral para evitar la violencia y con eso ahuyentaron a las clases trabajadoras de  su práctica. El fútbol, que se jugaba con los pies y privilegiaba la habilidad frente a la fuerza física, recibió a un montón de gente que se comprometió despreocupadamente a respetar las normas y al mismo tiempo mantuvo en el aire el espíritu libre y permisivo del antiguo mob football.

El juego que los marineros ingleses embarcaron en sus naves ya contenía la dosis de malicia necesaria para hermanarse en Sudamérica con la «picardía criolla». Sin la culpa victoriana de los estudiantes británicos, los futbolistas del Río de La Plata, fundamentalmente, se formaron su propia opinión moral acerca de la competencia. Estos valores tienen su espacio garantizado en la cultura popular y las clases trabajadoras se apropiaron de su lenguaje belicista que alimenta el afecto por los clubes y actualiza las rivalidades entre las comunidades que estos representan. El héroe en el fútbol siempre es malo para los adversarios, un instrumento de castigo, y el daño que provoca puede ser simbólico (un delantero que anota goles) o real (el defensor que lesiona al delantero estrella de la trinchera contraria).

En la práctica, sin embargo, asistimos a gran parte de la teatralización del deporte como espectadores de otros partidos y otras competencias, cuando nuestros colores no están en juego. Y si el «contra quién» nos granjea enemigos, la neutralidad nos dura hasta que empieza el partido o, como mucho, hasta antes de que termine: las masas se mantienen congeladas en un rictus de economía emocional, a la espera del lado en que caerá la moneda del bien y del mal. El triunfo favorece la elección desde su sobredosis emotiva, pero no resuelve todos los dilemas.

Las convocatorias ecuménicas, como los Juegos Olímpicos y los mundiales de fútbol, tienden a desarrollar dichas expectativas. Uno puede remitirse a la epopeya de Jesse Owens en las barbas del amenazante Tercer Reich, en Berlín 1936. El nombre de Owens, ganador de cuatro medallas de oro frente al Führer, fue inmortalizado pese a que nunca terminó de convertirse en héroe nacional de Estados Unidos: «Cuando volví a mi país, después de todas las historias sobre Hitler, no pude viajar en la parte delantera del autobús. Volví a la puerta de atrás. No podía vivir donde quería. No fui invitado a estrechar la mano de Hitler, pero tampoco fui invitado a la Casa Blanca a dar la mano al Presidente».

El racismo hizo previsible el destino de Owens y, simultáneamente, ocultó la tragedia de Luz Long, el campeón alemán de salto largo que debía vencer al estadounidense en aquella prueba. Long, además de ser considerado un perdedor por los suyos, quedó como una especie de traidor por aconsejar a su rival para que pudiera clasificarse a la final del salto tras dos intentos anulados por los jueces. Owens después llegó mucho más lejos, con récord olímpico incluido, y Long, segundo, se convirtió en el villano de turno: cuando comenzó la guerra fue enviado al frente, resultó herido de gravedad en Sicilia y murió en un hospital controlado por las fuerzas británicas, el 13 de julio de 1943. «Yo no sé si Luz Long creía en Dios, pero de lo que estoy seguro es de que Dios creía en Luz Long», escribió, años después, Jesse Owens en sus memorias. La prisa por adjudicar roles en el deporte, a la par con los resultados, suele incurrir en este tipo de injusticias. Long, el rubio doblemente malo de la película nazi, recibió una medalla póstuma por su deportividad. Treinta años después de su decepción.

En el fútbol, la figura del rival como enemigo de la patria suele durar lo que dura un partido, pero a veces va más allá y a nadie le extraña demasiado cuando ocurre: la postal de los chilenos apedreando la embajada de Brasil en 1989 ya es un ejemplo clásico de estas perversiones.

Por el mismo camino, la frase «Ali, bumayé» (Ali, mátalo) resume un duelo que muchos han definido como la gran batalla de todos los tiempos en la historia del deporte. Es el triunfo de Muhammad Ali frente a George Foreman por el título mundial de los pesos pesados en Kinshasa, el 30 de octubre de 1974. La devoción de las masas por Ali, sobre todo luego de sus episodios de rebeldía con el gobierno de Estados Unidos, transformó a Foreman en un ogro sin pretenderlo, condescendiente con los poderosos y antipático a ojos del vulgo. Campeón mundial invicto en cuarenta peleas y tan negro como El Más Grande, Big George cayó en la trampa del antihéroe y aquel día, el de su primera derrota, las hordas efectivamente querían que Ali lo matara. Foreman tardó veinte años en recuperar los favores del público, cuando recuperó en la misma pasada la corona de la categoría madre del boxeo ante Michael Moorer. Tenía 45 años: su papel de abuelo campeón reivindicó sus credenciales en el mercado de los afectos.

Estas inversiones de sentido corresponden a una manifestación típica del resultadismo en el deporte. Según el sociólogo Rodrigo Figueroa, la victoria y la derrota mantienen entre sí la misma distancia que hay entre 99 y 100, pero la necesidad de oficializar un relato hegemónico tergiversa esas condiciones de producción. El protagonista está condenado a asumir roles opuestos como quien se cambia de traje. Es el paso indiscriminado de villano a héroe (y viceversa): un lugar común de la crónica deportiva que en su interpretación valórica de los hechos, simplificada y mercantilista, sostiene que el triunfo es redención, aunque, por el contrario, la derrota ha sido desde siempre la gran fuerza liberadora en la historia del espíritu humano. El éxito obliga y el fracaso aliviana la carga. La vida del deportista es un derrotero, una novela por entregas en la que cada capítulo podría empezar con el clásico «érase una vez».

Lo que hace que los buenos sean los buenos y que los malos sean los malos en el deporte tiene una cuota decisiva de mediatización, apariencia y arbitrariedad, salvo, claro está, cuando la figura central de las sospechas es el encargado del arbitraje. Ken Aston, el hombre que debía impartir justicia en el partido de Chile contra Italia en el Mundial de 1962, fue el culpable de «la más estúpida, horrorosa, repulsiva y vergonzosa exhibición de fútbol posible en la historia del juego», como fue presentado el encuentro en la retransmisión posterior de la BBC. Gumboath Smith, el árbitro que le fracturó un tobillo al Tani Loayza cuando este tenía el título al alcance de sus puños en el combate contra Jimmy Goodrich en el Madison Square Garden, es el eventual responsable de un supuesto destino trágico del deporte chileno que, de acuerdo a la creencia generalizada de los propios chilenos, ha hecho de la palabra casi una religión.

El discurso que articula una narrativa común a los duelos Chavarría-Francescoli, Owens-Long y Ali-Foreman recalca unas coordenadas que se pueden replicar hasta el cansancio, por ejemplo en el cabezazo de Zinedine Zidane a Marco Matterazzi, la retórica de José Mourinho contra el resto del mundo o, incluso, el dopaje de Ben Johnson en Seúl 1988. En su libro Fútbol y conciencia nacional, el argentino Enrique José Blanco estableció en 1971 la posibilidad de construir de manera artificial un correlato maligno de una hazaña deportiva. Blanco acusó al periodismo bonaerense de conjugar alrededor de Estudiantes de La Plata un mito del antifútbol que, a ojos del extranjero, acabó identificando durante varios años a todo el fútbol de Argentina. Se intentó renegar del valor anímico y físico del jugador, que fue la característica esencial innovadora en Estudiantes en la mirada de Blanco: «Se llega por la vía del absurdo a suponerse que cuando está presente el espíritu de lucha no puede existir la habilidad como elemento integrador». Ese equipo, tres veces campeón de la Copa Libertadores entre 1968 y 1970, tuvo que cargar con la controversia y una leyenda negra que persigue hasta el día de hoy a sus integrantes: entre otras tácticas, usaban alfileres para pinchar a los rivales durante los partidos.

La trampa, como usufructo de las reglas del juego, es uno de los capitales simbólicos menos reconocidos del deporte: lo que no se debe hacer también nos remite a un contenido ritual, dramático y simulado. Es una forma de equivocarse que forma parte del juego, un tipo de error que se puede traducir como acierto si logra salirse con la suya y que a través de sus falsos atajos esconde la mayor de las contradicciones: en el deporte lo único más difícil que ganar es ganar con trampa. En esta línea hay que descartar las conductas delictuales que surgen del hooliganismo, los sobornos y las apuestas clandestinas. Lo anterior es evidente en el caso de Tonya Hardin, la campeona de patinaje artístico sobre hielo en Estados Unidos que conspiró para que su enemiga número uno en la pista fuera golpeada con una barra de metal en las rodillas. La investigación policial demostró que ella estaba implicada y la federación de patinaje la suspendió de por vida.

Lo ilegal es parte de la sociedad civil y lo antirreglamentario solo le incumbe al juego. Esto tiene consecuencias, en especial para la situación dramática en el deporte, donde la trampa y el error sirven para medir las capacidades de los aspirantes a la gloria. El punto también debería influir en una concepción menos solemne del relato: la crónica deportiva a menudo olvida el contexto lúdico en que se genera la cuestión ética del deporte. El Chita Cruz funciona como un factor de superación adicional cuando le baja los pantalones a Pelé en plena carrera hacia el gol. El héroe es un villano posible y el villano es un posible héroe en cada estación del juego.

La globalización del deporte en los últimos años, más que eliminar el fraude y la falla humana, ha sobredimensionado la urgencia de un consenso ético sobre la práctica. La histeria en el mercado y en los medios de comunicación articuló, en ese sentido, una discusión inédita en la historia del deporte a raíz de los homéricos duelos entre el Barcelona de Josep Guardiola y el Real Madrid de José Mourinho. Un apasionado debate en el que lo táctico se volvió ético: cómo se juega también puede forzar una interpretación maniquea, al borde de la caricatura, que nos obligaría a tomar de antemano una opción entre el bien y el mal. La teoría de las buenas artes incluiría, in extremis, el juego abierto, con las cartas vueltas para arriba y encima de la mesa, sin importar que las vea el oponente, lo cual transformó por defecto a Mou en el villano mediático más famoso de la década. Existe una sospecha mundial de que el segundo mejor equipo del mundo contrató al mejor entrenador del mundo para jugar los partidos más importantes de la historia con una impronta que también quedó en la historia: jugaron como unos cagones.

El romanticismo y el pragmatismo, enemigos de toda la vida en la cruzada sentimental del deporte, ahora vienen a verse las caras en el terreno de la moralidad en un escenario que puso al mundo de cabeza. La disyuntiva Barcelona-Real Madrid, por añadidura, insinúa una elección de alcance universal en los dos niveles participativos del deporte. Partiendo por los de adentro: en los juegos de equipo hay que optar entre ir de frente o esperar atrás. Y sin dejar de lado, ni mucho menos, a los de afuera: deben preguntarse si los buenos son tan buenos y si los malos son tan malos antes de tomar partido o incluso quedarse en un punto intermedio para hacer leña del árbol caído por turnos. El espectador que solamente existe para reprobar, en vez de garantizar adhesiones, es una representación figurada de la perfidia.

El conocimiento de sí mismo, las mejorías que de este emanan y las consecuencias de su ignorancia, también están involucrados en la comprensión moral del fenómeno. Si el deporte tiene un para qué, esto debería constituirse como la principal tabla de medición entre el esfuerzo del deportista y los resultados que obtiene por su desempeño competitivo. Hacer deporte es mirarse al espejo: quererse un poco o mucho, odiar lo que haga falta, luchar hasta el límite de lo posible, hacerse ilusiones, actuar de buena fe hasta donde se agota la buena fe y pensar mal de otros si no hay más remedio. Un titular de portada en el diario La Tercera de 1994, a raíz de un partido de tenis en el que un joven y prometedor Marcelo Ríos perdió con Pete Sampras, por esos días número uno del mundo, redondeó desde un modesto rincón la lógica del vaso medio lleno: «Triunfal derrota». Otro, de Las Últimas Noticias en 1996, por un empate sin goles ante Venezuela que eliminó a una selección chilena de un torneo sudamericano, también le apuntó pero por el lado del revés, con ironía y humor negro en la hora del vaso medio vacío: «Somos malos». El equilibrio entre ambos estados de ánimo nos ofrecería un resumen histórico del deporte chileno: ni tan buenos ni tan malos; ni tan héroes ni tan villanos. Sin embargo, también opera aquí la conciencia autoflageladora de los convocados y los convocantes, cuando, por falta de espíritu deportivo y voluntad de superación, se quiere ganar la competencia que parece más fácil: entre los malos, quedar como los peores, los primeros desde abajo para arriba. El deporte chileno es una crisis de pánico permanente que parafrasea de contrabando a Whitman: «Me canto y me chaqueteo a mí mismo».