1. Desde mediados de los ochenta siempre he participado en manifestaciones y marchas, pero en la provincia. Ya en ese entonces huía de la capital e intentaba refugiarme en zonas alejadas, y a pesar de la distancia hasta allá llegaban los efectos de la dictadura (en todos estos pueblos chicos siempre había un relegado). La más rara de las manifestaciones en que he participado fue en una realizada en Chiloé contra la influencia de empresas japonesas en la isla, corría el año 86; fue en plena zona rural, en un puente del camino costero a Quemchi, cuando pasaba una delegación oficial que iba a firmar un contrato a un centro de cultivo, que un grupo de ecologistas insulares considerábamos dudoso. Fue con carteles y todo, y tuvimos una extraña conversación con un capitán de carabineros que no podía creer lo que veía, éramos como unas quince personas (incluso detuvimos los vehículos con una barricada humana).

2. Lo más impresionante de las actuales manifestaciones es que le han hecho perder la arrogancia a los políticos profesionales, lo que ha posibilitado ciertos arranques de humildad de estos, imposturas, por cierto, que ocultan abyecciones perpetuas, sin las cuales no podrían funcionar. No recuerdo otras manifestaciones populares cuyas propuestas tengan una legitimidad social tan potente.

3. El día 24 de agosto marché bajo la lluvia con los trabajadores y con los estudiantes, al modo como yo imaginaba que lo harían los de la generación del 38, participando de alguna huelga obrera contra el gobierno de Alessandri o de Ibáñez. Yo iba con el poeta Roberto Bescós por Barros Luco, la calle central que une Barrancas con San Antonio, veníamos de Llolleo, él, como yo, somos miembros de la filial de la SECH, pertenecemos a un gremio, y nos sentíamos legitimados (entre estudiantes, obreros y pescadores, y también profesores), compartiendo el espíritu épico correspondiente, aunque sin renunciar a la voluntad de hueveo, sin la cual no hay relato adecuado. Sí, porque junto a nosotros, un compañero de la Asamblea Ciudadana portaba un megáfono con el que emitía consignas, combinando las de viejo cuño, con otras más contingentes. Una de las clásicas era la del pueblo unido que jamás será vencido, y por molestarlo nosotros le recomendábamos la variante “el pueblo armado jamás será aplastado”, y otras más impresentablemente ultras. Más adelante iban escolares con tambores, bailes y disfraces, dos estéticas totalmente distintas, lo que también influía en los contenidos, sin duda.

Y así desfilábamos, regidos, casi mandatados, por la patriarcalidad épico movilizadora y con la conciencia viva de lo que debía ser un intelectual orgánico, como se decía antes. Cuando era adolescente siempre quise ser un intelectual de esos. Aunque está la variante cortazariana, creo, del intelectual orgásmico que parece culturalmente más correcto.

4. Hago un relato personal de estos eventos, porque llevo muchos años participando en ellos y las causas no siempre las he tenido muy presentes, además, hay mucho texto comentando lo comentable y diciendo lo que hay que decir (lo políticamente correcto). Muchos se tratan de colgar de la hegemonía ética de la actual movilización. Yo recuerdo cuando no teníamos razón y desfilábamos por ciertas calles inciertas de algunas ciudades, con el desprecio a flor de piel de la población y de las autoridades. Nunca me había tocado estar del lado de los vencedores, al menos en términos morales, porque por último, como dice una consigna estudiantil que encubre un cierto nihilismo: No queremos hundir al Titanic sino repartir decentemente los botes.