Una narrativa de Edgard Rodrpiguez Juliá «Un apresencia inquietante» ¹

Soledad Bianchi

Estoy aquí para presentar al escritor puertorriqueño Edgardo Rodríguez Juliá. No voy a comenzar con el lugar común de recalcar que como el largo territorio de Chile se extiende, solitario, entre la cordillera de los Andes y el océano Pacífico, semeja una isla, y que en esto nos aproximamos a Puerto Rico, archipiélago caribeño, integrante de las Antillas Mayores, país isleño en plural porque está formado por varios cayos. Allí nació Rodríguez Juliá, en 1946.

No iba a reiterar esto de la geografía, pero… ya lo señalé. «Mi isla pequeña», nombraba Gabriela Mistral a Puerto Rico, lugar que le encantó, encantándola (lo que no cuesta nada, se lo aseguro) cuando «la errante» (como ella misma se apodaba) la visitó, por más de un mes, en 1931. El afecto fue mutuo porque las escuelas y los liceos que llevan su nombre, incluso hoy, son multitud.

«Personas son, para mí, los países», decía también Gabriela Mistral, y Rodríguez Juliá podría repetir estas palabras recordando sus años universitarios cuando fue alumno y amigo de José María Bulnes, su profesor chileno de Literatura, que residía en Puerto Rico desde 1959 y que tuvo una muerte brutal, aquí en Chile, a fines del año pasado. Tal vez, Rodríguez Juliá aprendió filosofía con Carla Cordua, con Roberto Torretti o con José Echeverría, todos profesores de Chile, que Jaime Benítez, rector y posteriormente presidente de la Universidad de Puerto Rico, invitó para renovar la enseñanza como parte de la reforma de esa institución, cuya editorial había publicado –en 1948 y 1949– trabajos de Gabriela Mistral y del filósofo Jorge Millas. Casi cincuenta años después, Edgardo Rodríguez Juliá dirigió esa misma editorial. En «Antología personal», una de sus colecciones, dio a conocer compendios de los chilenos Antonio Skármeta y Diamela Eltit, entre muchos.

Pero, más que a su importante trabajo de editor y lector (ensayos literarios suyos pueden conocerse en su reciente Mapa desfigurado de la literatura antillana), quisiera referirme ahora, muy brevemente, a su escritura y su amplia trayectoria.

La renuncia del héroe Baltasar fue su primera publicación, en 1974. Una novela ubicada en Puerto Rico en el siglo XVIII. En su escrito siguiente realiza un viraje formal y da a conocer una crónica, pero Las tribulaciones de Jonás no es un volumen que recoja un conjunto de textos diversos (como muchas de sus obras posteriores, como muchos libros de crónicas) sino que es un único escrito extenso y unitario centrado en un personaje histórico, casi contemporáneo, Luis Muñoz Marín, el primer gobernador puertorriqueño electo por sus compatriotas, cuya muerte en 1980 marca –para el cronista– el fin del Puerto Rico rural. Me parece que esa preferencia por observarle viejo y afásico, lejos del pleno esplendor que lo rodeó; por observarle en su deterioro y ante el próximo –y literal– descenso (posterior a su fin) se relaciona con la visión que Rodríguez Juliá tiene del mundo social que lo rodea y con su benjaminiano concepto de la historia como caducidad, como ruina.

Creo que estos gestos evidencian rasgos muy propios de este escritor y su quehacer, y veo en ese cambio narrativo –de la novela a la crónica– una característica que atraviesa toda su carrera literaria porque su curiosidad le impide continuar una senda ya conocida –la novela, en ese caso– y se atreve a dejarla, pues para manifestar una realidad diferente necesita otro modo de expresión, y este escritor se arriesga y ensaya. Me figuro, entonces, a Rodríguez Juliá como un explorador que no cesa de mirar, de curiosear, de observar, aproximándose y alejándose –de lo que le interesa– para volverse a acercar; que palea por aquí y por allá, en muchas direcciones, sin importarle tanto lo que encuentra como la búsqueda.

Para Rodríguez Juliá, «la imaginación» y «la observación» son «dos modos de acercamiento» a un objeto, y estarían en la base de esas concreciones llamadas novela y crónica, respectivamente. Sabemos que deslindes tan netos no existen y ambas –imaginación y observación– se entrecruzan y conectan, y ninguna puede darse aislada. Sería, más bien, asunto de prioridades y que una aventaje a la otra. Como sea, que lleguen a fundirse es el deseo de este narrador puertorriqueño. Y, como los datos que nos han llegado del siglo XVIII –momento en el que transcurre no solo su novela

inicial sino también la segunda– serán siempre escasos para percibir esa realidad en movimiento y con voz plena, a los antecedentes del pretérito que se conocen de manera primordial, a través de la lectura y del estudio, es decir, de una observación, hay que añadirles imaginación. Para completar ausencias y silencios, para hacer bullicioso y bullente un espacio que no se conoció, pero que se quiere transmitir como «puertorriqueñamente» dieciochesco, para situarlo, para construirlo, para agitarlo y ponerlo en actividad, es decir, al proponerse elaborar una ficción, este novelista –cada novelista/cada escritor– necesita inventar, en sus palabras, «a través del tejido mismo de la lengua».

Incluso si se sitúan en el ayer, por distante que parezca, todos los escritos de este narrador apuntan al presente, y este –para él– comienza con la llegada de «los blondos torpes», en 1898. Y el pasado nunca está fijo. Desde el pasado siempre hay un vaivén, nunca una quietud que sea sinónimo de estancamiento y mudez.

Fue en su enfrentamiento con la actualidad que a Rodríguez Juliá le hizo falta y quiso avenirse con otra manera de narrar, y sus inquietudes –de materias y materiales, de escritura, de modos de expresarse– lo «llevaron» a las crónicas pues lo que se propone exponer está a medio camino entre el testimonio personal, la descripción, la historia (con y sin mayúscula, como él la apunta), la reflexión, el relato, el retrato. Y sus desvelos e intereses son tan vastos y varios que en sus crónicas no hay aspecto despreciado ni hay jerarquía que privilegie alguno en desmedro de otro: comidas (Elogio de la fonda), deportes (Peloteros), música, pintura, personajes íconos (Iris Chacón, Rafael Cortijo en el extraordinario volumen El entierro de Cortijo), arquitectura, determinadas situaciones, elementos de la cotidianeidad… Muchos de estos volúmenes recogen crónicas periodísticas donde, con frecuencia, podemos reconocer al polemista Edgardo Rodríguez Juliá, quien nunca ha dejado de manifestar sus opiniones, aunque no gusten porque van contra la corriente, aunque lo acusen de elitista o de políticamente incorrecto: así, por ejemplo, recientemente y declarando que no entiende el reggaeton, ha manifestado su discrepancia y discordancia por la facilidad de su consonancia, es decir, por su monótona disonancia y ha criticado, asimismo, a sus cantantes, lo que no dejó de levantar polvareda.

Porque este narrador no teme mostrarse, y no solo en sus crónicas. ¿Cómo no pensar en Edgardo cuando enfrentamos a Edgar, el personaje de La piscina, su última novela? Tampoco Rodríguez Juliá quiere falsear ni disimular ni edulcorar su postura ante la existencia: entonces, el escepticismo colorea ambientes, situaciones y personajes. Si hay artistas que se proponen alcanzar y pintar la luz del Caribe, ¿cómo no constatar esa imposibilidad en desilusiones y fracasos irremediables, como lo muestra la tenue narración de El espíritu de la luz? ¿Por qué negarse a reconocer la decadencia que –mañana, tarde y noche– nos deteriora y nos envuelve, sin despegarse de nuestro lado? Entonces, Rodríguez Juliá incita a la reflexión, sin dar respuestas ni soluciones. Nada más distante de su literatura que el «folclorismo», que un folclorismo caribeño, porque al mostrar el Caribe lo construye con sutileza, sin ningún trazo grueso ni caricaturesco ni exótico.

«Personas son, para mí, los países», decía Gabriela Mistral, y mientras Edgardo Rodríguez Juliá escribe, va imaginando Puerto Rico, va imaginando el Caribe y las Antillas. Si leemos los textos de Edgardo Rodríguez Juliá, leeremos Puerto Rico, cierto Puerto Rico, su Puerto Rico, el de ayer y el de hoy: «Personas son, para mí, los países».


1 «Si el entierro es el fin de la vida (…) el velorio es el reino de las emociones conflictivas: (…) un cadáver de cuerpo presente es una presencia inquietante…», se dice en El entierro de Cortijo, Río Piedras, Ediciones Huracán, 1983

En la búsqueda de la voz escondida

Edgardo Rodríguez Juliá

Una reflexión sobre la propia obra es una mirada retrospectiva: en ella recordamos libros, reconstruimos intenciones. Finalmente hablaremos sobre esa región borrosa entre las intenciones y los libros que resultaron de estas, esa reflexión donde evocamos las señas y olvidamos los sitios, los personajes, las anécdotas, principalmente las ideas. Es justo en esta región del olvido, donde el aprendizaje de un oficio, la maestría de su técnica, se encuentran con los motivos recurrentes de la obra y, lo más importante, con sus motivaciones autobiográficas y de época. Es precisamente con la intención de dibujar un arco, el de mi trayectoria, que me dispongo a realizar esta reflexión.

Por muchos años pensé, quizás de manera ingenua, que mi obra tenía como polos el ojo interior de la imaginación y el autobiográfico de la época que me ha tocado vivir.

Mi primera novela juvenil, La renuncia del héroe Baltasar, fue, por así decirlo, como un viaje de ciencia ficción al pasado, buceando en un siglo XVIII puertorriqueño y antillano que se me figuraba como espacio y época de una fundación mítica. Esta novela trata, en última instancia, sobre el encuentro de la sociedad blanca con el mundo negro y mulato; es la apropiación de un conflicto que está en los orígenes de nuestra literatura antillana, y doy por ejemplo a Cecilia Valdés. Resulta curioso este regreso incesante de nuestra literatura a esos orígenes marcados por la esclavitud. En mi novela más reciente, La piscina, también indago en esos temas raciales, que nos incomodan a todos los antillanos.

Aquel esfuerzo de la imaginación intentaba acoplarse a una reescritura paródica, tanto de los modos escriturales de la crónica de Indias como de ese particular manierismo de la historiografía criolla; era un ejercicio borgiano de conceptos, de falsificación mediante documentos apócrifos, la conversión del conferenciante e historiador en detective de épocas remotas, memorias imposibles. Borges y Cavafis, la pasión de ambos por narrar conceptos, serían los interlocutores librescos de esa primera novela.

En mi segundo libro, Las tribulaciones de Jonás, se estrena esa otra escritura en mi obra, y me refiero a la crónica como género fronterizo entre el reportaje, la semblanza, el ensayo y la narrativa.

Esta semblanza de Luis Muñoz Marín, creador del Estado Libre Asociado y principal arquitecto del Puerto Rico moderno, me obligó a crear una nueva manera de testimoniar los más variados cambios sociales, en ese Puerto Rico que comienza a transformarse en los años cincuenta. Me interesó la crónica como una especie de vigilancia de los tiempos que conforman toda una época. La emigración al Norte, camino obligado para tantos latinoamericanos, lo mismo que el tránsito de la ruralía a la ciudad, fueron indagaciones de este libro seminal.

Aunque continué escribiendo las secuelas de La renuncia del héroe Baltasar –quizás amplificaciones de la metáfora que fue esa novela, ejemplo de lo cual es mi segunda novela, La noche oscura del niño Avilés, fue la crónica el género que incitó mi escritura durante años. El entierro de Cortijo, otra crónica dedicada a narrar un entierro, esta vez el de un gran músico popular de los cincuenta y sesenta, quiso ser testimonio de ese nuevo Puerto Rico que ya se consolidaba en lo tocante a disposición urbana, los cambios en la música que a su vez reflejaban transiciones entre la vieja sociedad criolla y la nueva. La marginalidad, la droga, la televisión, los cambios en los modos de una convivencia social que va aboliendo la ruralía, fueron temas centrales en esta crónica. Cortijo y su combo fue la primera agrupación musical negra en presentarse en televisión.

Pude publicar La noche oscura del niño Avilés, con su visión totalizadora y mítica, esa delirante novela de tejido barroco, amplificado en largas cláusulas y voces dieciochescas, mi diálogo juvenil con Lezama y Carpentier, mediante el éxito editorial que tuvieron mis crónicas funerarias, la de Muñoz Marín y la de Cortijo. Asunto raro y algo paradójico, porque era como si la necesaria observación de la realidad circundante, la veracidad de sus detalles, me permitieran el viaje imaginario a un siglo XVIII mítico y fundacional. Era como si el oficio de observar me financiara el de imaginar.

Los libros que siguen muestran cierta alternancia entre esas dos maneras de concebir la explicación de mi país: la escritura conjetural de Campeche y los diablejos de la melancolía, en que adivino la fundación de nuestro paisaje e identidad mediante el pincel del primer pintor puertorriqueño del siglo XVIII, contrasta con el libro Una noche con Iris Chacón, donde compongo un tríptico de la sociedad puertorriqueña de los años ochenta, usando la crónica para narrar la visita de Juan Pablo II a San Juan, lo mismo que un espectáculo en el cabaré Club Caribe de la llamada vedette de América, Iris Chacón, quien representó nuestras más ancestrales aficiones eróticas. El Cerro Maravilla de la Iris, una especie de Jennifer López aunque con menos talento, también nombraba el sitio del último enfrentamiento entre el desesperado nacionalismo puertorriqueño y el desarrollismo del Estado Libre Asociado. Es un libro sobre las preferencias del deseo, el pietismo católico y también el rencor ideológico. Las tres crónicas configuraban las señas de una identidad en transformación, lo mismo que Puertorriqueños, libro de fotos glosadas –las voces y las poses– publicado por entregas en el periódico El Reportero, hoy desaparecido. La versión periodística apareció con el título de Álbum familiar. Se publicó a lo largo de un mes, todos los días, y en un hermoso despliegue gráfico; ambos libros de crónicas señalaban el final de algo y el comienzo de un porvenir apenas imprevisto.

En El cruce de la bahía de Guánica, mis crónicas comienzan a moverse hacia estructuras de convivencia en nuestra sociedad, tales como esa cultura playera –el tránsito de la ruralía a la playa– donde el hedonismo iría al encuentro con la marginalidad social, los festivales playeros de salsa y la natación. El cruce de la bahía de Guánica también nos revela espacios simbólicos, como esa bahía por donde desembarcaron los yanquis en 1898. Era como ponerse la trusa, el bañador, e ir al encuentro de insospechados cruces simbólicos y patrióticos. Aquí la crónica se acercaría nuevamente al relato y la novela.

En Cámara secreta, en Cartagena y Cortejos fúnebres quise explorar la ciudad, aquella marginalidad de sus playas, sobre todo sus rituales secretos, como el adulterio y las adicciones de todo tipo, mediante una escritura de maniática veracidad. El tejido de mi escritura se había transformado: sin abandonar cierta tendencia hacia la amplificación barroca, la inclinación a una prosodia algo rapsódica, mis oraciones fueron acortándose a pesar del vuelo, y ensayaban una angularidad nueva con la inclusión del diálogo; no me seducía tanto halagar el oído sino probarme en una prosa menos descriptiva, más funcional, por así decirlo. Era como si la crónica de la bahía de Guánica hubiese inaugurado en mí la compulsión por una suerte de hiperrealismo, donde los detalles elocuentes, irreductibles, valen más que la amplificación descriptiva o las imágenes.

En Cámara secreta me estrené en un tipo de astucia literaria, ya que esa colección de ensayos sobre fotografía erótica muy hacia el final se convierte, sorpresivamente, en la insinuación de una novela. Esta concepción de un ensayo irresoluto entre la reflexión y la narrativa –tendencia que ya había explorado en la crónica– contenía las semillas de acercamientos más recientes a los trucos del dato escondido y los finales sorpresivos. Cortejos fúnebres desarrolló, como relatos, anécdotas y personajes que resultaron de una exploración de la playa de Isla Verde, esta suerte de ribera y marginalidad de la ciudad. Cartagena amplía ese panorama de inquietud hasta alcanzar las calles del Village neoyorquino y el estudio del pintor Alejandro Obregón en Cartagena de Indias. Esos libros fueron ingenuamente autobiográficos. Fue una época triste y conflictiva de mi vida que posiblemente preferí olvidar al destinarla a libros quizás justicieramente ignorados por el público lector. Es posible que en esos libros el narcisismo se haya volcado hacia la autoindulgencia. De todos modos, en esta trilogía erótica la escritura es episódica y anecdótica, casi testimonial al modo de la crónica.

Hacia estos años publiqué la última entrega del ciclo Crónica de Nueva Venecia, trilogía que comenzó con La noche oscura del niño Avilés. En El camino de Yyaloide exploro, mediante la parodia de una novela romántica del Sturm und Drang dieciochesco, cierta manera –casi mítica como imagen fundacional– de concebir el encuentro del viajero forastero con la linda criollita. Ese motivo es recurrente en nuestras letras, desde la crónica de André Pierre Ledrú a fines del siglo XVIII, pasando por La peregrinación de Bayoán de Hosto, hasta recalar en la novela Balada de otro tiempo, de José Luis González. Resulta extraño que me decidiera a publicar esa novela en medio de la composición de un ciclo cuya obsesión era retratar verazmente el San Juan de los años ochenta. Aquella escritura paródica, que imaginé con La renuncia y amplifiqué con La noche oscura, tocaba su fin. Entendí que esa escritura estaba agotada para mí, apenas sentía comunicación con sus tics y manierismos. Por ello la tercera novela de ese ciclo, y que lleva por título Pandemonium, permanece inédita. La miro y ella me mira; compartimos la extrañeza de pertenecer a épocas distintas.

Junto con la veracidad lograda mediante la crónica y el ciclo de la trilogía erótica, finalmente alcancé cierta astucia literaria. Esta comenzó con la lectura de un libro que significó un nuevo oficio en mi trayectoria como novelista. Esa lectura fue la de Crónica de una muerte anunciada. Desde entonces la voz, el tono que fui logrando a través de la crónica y las narraciones antes mencionadas, descubrió el truco del «dato escondido». Pero, más que el esquema del dato escondido aplicado mecánicamente a la novela policial, lo que me provocó al escribir Sol de medianoche –quizás mi primera novela straight, según las categorías de Hemingway– fue la entrega de un inescapable dilema moral al lector. Crónica de una muerte anunciada es una novela que nos conduce sabia y astutamente al llamado dato escondido en elipsis, según lo define Vargas Llosa cuando comenta al maestro colombiano. La naturaleza de la relación amorosa de Santiago Nasar con Ángela Vicario primero nos intriga, luego nos entrega un conundrum, una adivinanza o acertijo ético. Sol de medianoche, mi primera novela policial, que en realidad más que detectivesca es existencialista, obliga al lector a una de esas elipsis en que la solución dada al enigma diría tanto sobre el lector y sus valores como sobre el autor y sus obsesiones. Esta lección la fui aprendiendo lentamente, quizás de manera inconsciente, desde ese lado oscuro, o punto ciego, donde reside el arte. Finalmente me percaté de cómo la semilla de Crónica de una muerte anunciada había germinado en mi escritura. Reconocí que ese misterio entregado al lector, lo mismo por Henry James en Otra vuelta de tuerca que por Dostoievski en Crimen y castigo, lo mismo por Fuentes en Aura que por Bolaño en las cien últimas páginas de Los detectives salvajes, representa un arte literario superior. Esto sí que no lo puede lograr la música, a mi modo de ver el arte supremo.

Ahora bien, a pesar de ese lento –a veces exasperante– aprendizaje literario, nunca abandoné del todo la crónica, esta ofreciéndose siempre de modo casi silvestre, porque ese pareo de la reflexión y lo narrativo es como la segunda naturaleza de mi dificultoso talento. Además, el periódico El Nuevo Día me ofreció un espacio privilegiado para mis crónicas. Libros como Peloteros, una crónica sobre la Serie del Caribe de Béisbol, edición 1995, fue publicada por entregas en el periódico. Más que sobre el béisbol, ese libro es sobre las sociedades antillanas que asumieron aquel juego inventado por los yanquis, parsimonioso y decimonónico, como parte de la herencia colonial. Caribeños es una colección de las crónicas y ensayos escritos desde mis andanzas por las Antillas. Ahí está mi crónica sobre la pintura de ese venezolano genial que fue Armando Reverón, su ambición de pintar la deslumbrante luz de nuestras latitudes. En el ensayo-crónica sobre el Faro a Colón en Santo Domingo, reseño la obsesión trujillista y balaguerista por un monumento de significación panamericana, edificación aplazada por décadas y que trajo, por la superstición del llamado «focú», una retahíla de eventos desgraciados, asunto esperpéntico solo posible en las Antillas, asentamiento de la dictadura más sangrienta que ha dado Latinoamérica, la de Rafael Leonidas Trujillo. También visito, en ese periplo de la crónica, la Martinica, durante la celebración de los ochenta años de Aimé Cesaire, poeta y profeta de la negritud que, lo mismo que Muñoz Marín, dejó como herencia política un país a medio hacer. Culminé ese libro en un encuentro con Fidel Castro, crónica sobre La Habana que es, también, una reflexión sobre esos esfuerzos fallidos por traer justicia social a países asolados por la herencia de la esclavitud, la caña de azúcar y el imperialismo. La sección sobre Puerto Rico de Caribeños recoge episodios íntimos de mi crianza en el caserón antillano de pueblo pequeño, el escenario de mi reciente novela La piscina. También se encuentra en ese libro la primera semblanza que escribí de mi padre.

Elogio de la fonda es una colección de las crónicas gastronómicas que escribí para el periódico y que me granjearon un nuevo público lector. Buena parte del tono hard boiled de mis novelas policiales, preciso y recortado, con buena dosis de ironía y hasta sarcasmo, lo ensayé en la descripción de ambientes marginales –a veces de bajos fondos e indigestas fondas– en que me busqué un hígado graso y bosquejé una teoría sobre la alimentación antillana. Elogio de la fonda es un libro divertido que disfruté mucho más que mi trilogía erótica, admitiendo la diferencia entre el apetito y el deseo vuelto glotonería; aquel puede desembocar en obesidad, este en fracaso moral. Todas esas crónicas tuve que lucharlas a brazo partido con mis editores en el periódico; no era fácil convencerlos de que la reflexión y la extensión eran tan necesarias para la crónica como los detalles para el reportaje periodístico, o la ambición de profundidad para el ensayo. Cuando Carlos Monsiváis vino a Puerto Rico y procuró conocerme, mi café ya estaba colao, como decimos; el cultivo de la crónica, en un ambiente tan provinciano como el nuestro, sigue siendo para mí objeto de asombro. Haber publicado en una revista dominical llamada Domingo buena parte de los ensayos literarios que aparecerían bajo el título Mapa de una pasión literaria hoy por hoy me parece milagroso.

En Mujer con sombrero panamá insisto en el planteo del dato escondido aunque aquí exploré una nueva variante, la de la voz escondida. Hacia el final de esa novela comencé a concebir la aparición de una voz en primera persona escondida en la omnisciencia de la tercera. Como tantas otras epifanías literarias, esta la tuve mientras nadaba en la playa de Isla Verde, una buena manera de quizás descubrir el Mediterráneo nadando en el Atlántico. Figuré esa voz como la de alguien que ha estado leyendo esa misma narración, sobre nuestro hombro, y que ahora ha decidido intervenir con voz propia, una especie de lector que irrumpe sorpresivamente ahí en el texto. Es una novela tomada por una voz que no pensábamos que estuviera ahí; hay cierta incomodidad y extrañeza, la sensación uncanny al descubrir que el espacio narrativo ha sido ocupado por voces fantasmales. La primera persona del observador a veces se borra, cual perspectiva en fuga, hacia la omnisciencia; aquí ocurrió al revés. Esta incertidumbre en la voz es una vuelta de tuerca a la elipsis.

En el libro San Juan, ciudad soñada vuelvo a la crónica urbana, pero esta vez mediando un recorrido donde lo sentimental propio vislumbra lo histórico, en que la ciudad es vista a través de la literatura y esta a través de la ciudad y su devenir. Los rincones citadinos olvidados por muchos, y salvados por la memoria, se convirtieron en incitaciones para un desplazamiento de la atención. Como en esos poemas borgeanos sobre los sitios inéditos, aquí se trata de una intención ya entrevista en los comienzos de la literatura puertorriqueña, aquel encuentro con la interioridad en el marco del rincón citadino, ocasión privilegiada que descubrió nuestro primer escritor, el realista y romántico Manuel Alonso.

La nave del olvido es la antología personal de mis crónicas, fragmentos preferidos, esos lugares donde se cumplió la promesa de significación y también la buena narrativa. Viajamos desde la semblanza de Muñoz Marín hasta el encuentro con Fidel Castro, desde el cruce a nado de las playas hasta las semblanzas de los peloteros Roberto Clemente y Peruchín Cepeda como algo más que emblemas de encrucijadas morales y existenciales de un país caribeño en transformación. Incluí, a modo de presentación de cada crónica o fragmento, unas glosas que evocan intenciones y establecen saldos a distancia, algunas veces de muchos años. Resulta interesante esa mirada retrospectiva, porque siempre deriva en algo de extrañeza, la efigie del escritor que fui.

En la novela El espíritu de la luz mi exploración es la deslumbrante luz antillana. Es una extraña novela que, a diferencia de las otras, no germina desde un personaje o una anécdota sino desde una vivencia –la de la luz– convertida en concepto, en idea. Intento la descripción de nuestra luz, desde la fascinación que produjo en la mirada de Joseph Lea Gleave, el arquitecto inglés del Faro a Colón en Santo Domingo, hasta la locura, quizás manía esquizofrénica, o mera obsesión, que desató en la pintura de Armando Reverón, el genial pintor venezolano del litoral de Macuto. También recreo la figura de Francisco Oller, un pintor puertorriqueño que se formó en el París del primer impresionismo, colega de Cézanne y otro caribeño, Camille Pisarro. Es una novela flagrantemente visionaria en que la imaginación podría considerarse autoindulgente, sobre todo en la creación del personaje de Alfredo Aguiar, una especie de dandy cubano y fotógrafo maldito que alcanza la vejez entre el París de Reynaldo Hahn y el Santo Domingo de Trujillo. El espíritu de la luz antillana emigra al Mediterráneo y enturbia aun más la depresión del pintor ruso francés Nicolás de Stäel. Cercana a este postrer personaje, El espíritu de la luz remata nuevamente con una de esas voces escondidas en la narración, voz que se insinúa, muy tardíamente, como la de alguien que ha irrumpido en el texto compartido con el lector, quizás un periodista en la pista de entrevistar al hijo de Aguiar. Aquí comencé a indagar en el tema de cómo el artista antillano, desde su insularidad y provincianismo, concibe su entrada en la centralidad europea y cómo, de regreso a su mundo, altera su arte, volviéndolo más susceptible a la observación realista de lo circunstancial. El libro tiene su origen en crónicas y ensayos que escribí para el periódico y que están recogidos en Caribeños.

En La piscina, mi más reciente novela, escribí un libro de edad y época, explicación de mis tiempos y clase social, desde los años cincuenta hasta la actualidad. Es una novela de sesgo autobiográfico en que las conflictivas y a la vez sinuosas actitudes raciales de la pareja coinciden con la crónica beisbolera y el paso de un huracán, donde la mudanza del caserón antillano de los años cuarenta a la casa de urbanización del nuevo Puerto Rico es episodio central. La novela se desarrolla entre 1953 y 1958; el ataque al Congreso de Estados Unidos por cuatro nacionalistas puertorriqueños se convierte en emblema de época, tal como un juego de pelota entre el equipo cubano Marianao y los puertorriqueños Criollos de Caguas en el Parque Sixto Escobar, estadio frente al Atlántico y situado bajo el manto sonoro de la más antillana de las noches, la cercana al mar. Es una novela que se planta en la confluencia de lo más íntimo con lo político y social de esa época. Mi libro de ensayos Mapa desfigurado de la literatura antillana es una revisión de las señas de la literatura compartida, hecha desde una selección de textos algo personal y excéntrica respecto del canon.

Mi teoría sobre la literatura isleña –de ahí el título del libro– indaga en senderos que he recorrido como escritor, mi ruta quizás sea la de otros escritores; semejante visión, tan personal, desfigura la tradición, alterando hitos y señas; aquí me ocupo del anhelo de interioridad a la vez que se busca la ciudad, del afán mítico-fundacional que reaparece lo mismo en Paradiso como en La noche oscura del niño Avilés, siendo del deseo de capturar la oralidad constante que comienza con Cecilia Valdés y alcanza la prosodia en La guaracha del Macho Camacho. El libro contiene ensayos que por su tono se alejan del discurso académico y se acercan a la crónica y el testimonio.

Así he dibujado el arco de mi trayectoria novelística, de mi oficio como ensayista y cronista, tan marcados por las señas de la imaginación desbocada y la observación consecuente, la veracidad de un hiperrealismo narrativo y el descubrimiento de esa astucia capaz de crear el enigma, la elipsis, acertijos morales y voces insospechadas, escondidas, que hacen de la lectura un laberinto inquietante.