El oficio puede dejarlo a uno habituado al trato familiar con “monstruos del escenario”, pero nunca dejará de ser asombroso tener al frente a Beto Cuevas quejándose como un niño al que le ha tocado el cuadrado más pequeño del chocolate: “Le pusiste tres estrellas a Britney Spears y a nosotros nos pusiste dos. Por favor, explícame eso”.

Qué puede responderse ante algo así. El invento de las estrellitas es para el que las pone mil veces más antipático que para el que las recibe. No hay periodista pensante que las defienda pero siguen saltando por todas partes, en toda su arbitraria inutilidad. “Pero, Beto, el comentario era mucho más favorable para ustedes que para Britney”, dirá uno, aludiendo a aquello del contexto y las insinuaciones entre líneas; ejercitando el cinismo que vaya quedando para que no se note que La Ley nos gusta tan poco como la Spears. “Además, ¿a quién le importan las estrellas?”. Mala idea: los músicos jóvenes y sus fans funcionan de acuerdo a una lógica llana y literal, donde lo que se ve de primer golpe es lo definitivo. Pasarán los años, los Grammies y las giras, y de su mente no saldrá jamás aquella estrella adeudada.

A las condenas inevitables de la vida, los comentaristas de música sumamos la carga de las estrellas, los adjetivos y las ironías de más o de menos con las que hemos distorsionado por un rato la carrera de todo noble cantautor o conjunto. Ofrece cierto consuelo saber que los tropiezos al respecto son universales (y, quizás, hasta parte del engranaje pop). Casi nunca los discos clásicos han tenido de inmediato el trato debido, incluso en publicaciones prestigiosas. Pet Sounds, la obra más citada de los Beach Boys, dejó mareados a varios críticos en 1966 con una cantidad de timbres que The New York Times consideró “navideños”. Al Nevermind, de Nirvana, los semanarios británicos lo trataron como si fuese el disco de otros tontos skaters gringos. Son gafes que sólo hablan bien de la música popular y la conexión vital con su ambiente, mucho más poderosa que la que pueden permitirse otros géneros. A los buenos discos, el efecto colectivo que producen los hace aún mejores. Un crítico despierto entiende rápido que “saber de música” -esa condición que algunos consideran una virtud de dote divina- tiene mucho más que ver con establecer asociaciones entre expresiones y lecturas ante el mundo que con la tontera enciclopédica de memorizar monosílabos (ska, dub, rap, funk) y distinguir cómo mueve las perillas tal o cual productor.

Como con otros géneros, comentar música es también un oficio de ensayo y error, pero determinado de modo distintivo por lo joven que comienza uno a ejercerlo. Sólo a los veintitantos se tiene el tiempo y la curiosidad para estar tan al día en tendencias, condición siempre atractiva en salas de redacción copadas por gente que no distingue muy bien ningún sonido posterior a Queen. Pero sólo a los veintitantos puede también estar uno tan tontamente orgulloso de sus prejuicios. Los míos me hicieron ningunear shows históricos (“Paul McCartney no hace más que seguir usufructuando de su catálogo”) y medir con raseros absurdos a gente a la que no entendía (“a Ozzy Osbourne le falta elegancia”). No es tan grave (ni gracioso) como lo que salía en el diario La Segunda cada vez que enviaban a alguna fanática de Julio Iglesias a comentar shows de Luca Prodán, Faith No More o Electrodomésticos. Pero son oportunidades desperdiciadas, que se recuerdan con remordimiento una vez que la edad ha enseñado el encanto de lo sencillo y el misterio inexpugnable de la seducción masiva que sostiene al pop. Abordar un concierto desde la perspectiva de “el crítico” es sentarse en el peor lugar de la galería. Ante las sacudidas colectivas que sigue permitiendo la música popular -da igual si es un show de Kraftwerk o de Ana Gabriel- no se puede ser más que un(a) cronista. ¿Cómo, si no, va a poder admirarse el movimiento de muñecas de Raphael, la capacidad gutural del cantante de Motorhead, la coquetería inoxidable de Yuri y la droga gratuita que regala Primal Scream en vivo?