Me perdonarán por valerme aquí de la manida distinción entre turistas y viajeros, tal como hizo Paul Bowles en El cielo protector, la novela que dio origen a una película del mismo título, aunque en la cartelera local, hace ya sus buenos años, la pusieron con el siniestro, o acaso tan solo vulgar, de Refugio para el amor. Los distribuidores debieron pensar que el título original sugería una película de Semana Santa.

Viajero es aquel que sale y no vuelve sobre sus pasos, premunido sólo de pasaje de ida, mientras que el turista abandona su lugar con pasaje de ida y vuelta, y confirma y hasta acaricia cada cierto tiempo el billete de regreso. Yo, por temperamento, me apunto del lado de los turistas. Por mucho tiempo, mientras mis hijas fueron pequeñas, todo lo lejos que salí de Viña del Mar durante el verano fue unos 40 kilómetros hacia el norte, para pasar algunos días en Maitencillo. Pero cuando íbamos recién en Concón, con el automóvil cargado de mercaderías, quitasoles y hasta una piscina plástica desinflada, yo caía en angustia de viaje y pensaba ya en el regreso. No es que lo pasáramos mal en Maitencillo, más bien al contrario, pero mi idea del descanso está más ligada a permanecer que a desplazarme. Los viajes son algo a lo que me resigno. La sola visión de una maleta es suficiente para horrorizarme. Pero nadie ha dicho que resignarse quite valor a lo que te doblega. No se necesita ser masoquista para admitir que ser vencidos puede resultar tan o más bueno que vencer.

Ahora voy algo más lejos –a Los Vilos– y siempre he querido detenerme en Jaururo, un poblado con el que te topas poco más allá de tomar la 5 Norte a la altura de Catapilco. Ya no sueño con París, Viena, Río, Praga o Estambul. Yo con lo que sueño es con Jaururo. Pero cada vez que con mi mujer enfilamos hacia el norte, me falta determinación para convencerla de que lo que debemos hacer es desviarnos en aquel punto de la carretera y tomar el sendero que lleva hasta Jaururo.

Corrigiendo el sedentarismo del cual padezco, o del que me regocijo, he ido en tiempos recientes a lugares para mí muy remotos –San Pedro de Atacama, las Torres del Paine y, del lado argentino, Bariloche y Villa Angostura–, y los he disfrutado, pero de regreso, y ya casi a las puertas de casa, el mejor momento del viaje ha sido la parada en “Antumapu”, el restaurante de la ruta 68 donde todavía puedes pedir pan amasado con carne mechada y tomarte un Santa Carolina 3 Estrellas, atendido por mozos que han estado allí siempre y que te doblan en edad, o eso parece. El gran Gatsby, la espléndida novela de F. Scott Fitzgerald, termina con una frase como esta: avanzamos como barcos contra la corriente, atraídos incesantemente hacia el pasado.

Donde hay viaje hay regreso, y es la idea de regreso lo que da sentido al viaje. El que diga lo contrario, el que afirme que no quiere volver, o es un mentiroso o trabaja para una agencia de turismo.

Hay los viajes que hicimos, hay los que no hemos hecho, hay los que con mucho gusto repetiríamos, hay los que soñamos hacer, y hay también los que nunca emprenderíamos. De todos ellos, yo me quedo con los que me gustaría volver a hacer. Más que conocer nuevos y exóticos lugares, lo que deseo es volver, una y mil veces, a los sitios familiares en que me siento bien y consigo un mejor control de esa sensación de desarraigo que me invade cada vez que abandono la ciudad, qué digo, el barrio donde vivo. Si viajar te brinda la felicidad del regreso, visitar un lugar es la condición que debes cumplir para tener mañana la alegría de poder revisitarlo. El reconfortante bullicio de las cafeterías de Madrid, el olor a perfume y a café que flota en algunas calles de París, el tiempo recobrado en una confitería de Viena, el desconocido bar americano de Bologna donde su dueño me enseñó cómo batir un buen cóctel, la visión del Bósforo o del Danubio desde la pieza de hotel, el húmedo sol del nordeste brasileño, y una oscura y apacible taberna de San Miguel de Allende, son algunos de los sitios a los que me gustaría volver. Porque como advierte Richard Russo en El puente de los suspiros, perder un lugar puede ser tan grave como perder a una persona.

Pero antes de volver a esos lugares está mi deuda con Jaururo.