Debo advertir que este texto se compone de varias estampas sueltas que se fueron grabando en mi cabeza a lo largo de muchos viajes sucesivos o distantes entre sí. Me han permitido reflexionar sobre el sentido que pueden tener ahora los viajes, esos viajes que, comparados con los de Marco Polo, Hernán Cortés, Álvar Núñez Cabeza de Vaca, Fray Bernardino de Sahagún, Alvares Cabral, Bernal Díaz del Castillo, Giacomo Casanova, el Conde Potocki o los imaginarios de Julio Verne han perdido totalmente su prestigio y el halo romántico que siempre los acompañaba. Simples estampas, cuadros de una exposición con la connotación pintoresca que tuvieron en el siglo XIX, vigente en las páginas del barón de Humboldt.

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Soy una viajera obstinada, impenitente, quejosa. Viajo como si fuera mi único destino, un destino impuesto por los hados (adversos); por ello intento hacer una operación contradictoria aunque literaria: además de viajar hacia fuera, visitar países, ciudades, playas, inicio un viaje mujer adentro para tratar de explicarme las causas de esa agitada circularidad que cuando vivía en París, en mis ya lejanas épocas de estudiante, dibujaba una extraña figura en el territorio de los transcursos, pero común en el de la retórica, el oxímoron, y el movimiento perpetuo que entraña todo viaje se transformaba de pronto, gracias a un estado de conciencia singular, en el regreso: antes de haber viajado ya estaba de vuelta cancelando el viaje y nulificando su sentido.

Recuerdo alguna vez, cuando llegamos por primera vez a Estambul, la legendaria Constantinopla, dirigirnos a nuestro hotel –por cuestiones económicas situado en un suburbio no muy elegante de la ciudad–, y tener la sensación de no haber salido de la Ciudad de México y recorrer incesantemente calles idénticas a las del barrio de la Lagunilla; las callejuelas de repente se abrieron y se transformaron en el Cuerno de Oro, una enorme perspectiva, la vista soberbia, el sol iluminando apenas el mar y entre el fondo brumoso del cielo la silueta de los innúmeros minaretes y las cúpulas de las mezquitas de la vieja ciudad; la visión me dejó suspensa, maravillada, y sin embargo en un acto malabar y súbito de conciencia ya estaba de regreso en París, llorando desesperada porque iba a dejar de ver el Cuerno de Oro, cosa que en verdad me sucedió como sucede en cualquier viaje, a pesar de que seguía contemplándolo, absorta, extasiada, en ese preciso instante, desde un recodo milagroso de la ciudad. No sé si me explico, pero lo que sí sé es que mis viajes se hacen pero al mismo tiempo se deshacen: apenas empezados los anulo en el pensamiento y de manera inexorable regreso al punto de partida.

Evidentemente he viajado en tren, en avión, en autobús, en barco o he pedido aventón en las carreteras europeas o hasta en un coche Hillman que alguna vez compramos y que nos llevó por la antigua Yugoslavia en tiempos aparentes de prosperidad (en México) para visitar la costa Dálmata, entonces totalmente virgen, apenas tenía carreteras y tan barata que nos alojábamos en hoteles principescos cerca de las antiguas ruinas romanas y comprábamos por una bicoca unas monedas de plata con la efigie de la emperatriz María Teresa de Austria. Pero, me interrumpo, ¿qué importancia puede tener que una mujer cualquiera haga viajes interiores o exteriores que parecen resolverse en la más absoluta inactividad? ¿Será porque había yo leído siendo adolescente El judío errante de Eugenio Süe? ¿O será que he de seguir inexorablemente el destino que mi padre me impuso cuando, terminada la Segunda Guerra Mundial, empezó a viajar interminablemente para conseguir fondos para ayudar o enviar a Israel a los judíos sobrevivientes de los campos de exterminio?

Y sus viajes empezaban y terminaban siempre en el muy pequeño aeropuerto de nuestra ciudad todavía transparente. Por desgracia pensaba solamente y con ansiedad en los regalos que mi padre nos traía, regalos de regiones entonces muy prósperas: collares de plata del Perú, bolsas de caucho de Panamá, artesanías de Guatemala, mariposas disecadas de Brasil, objetos de cuero de Buenos Aires, algunas piedras del Congo belga o bálsamo del tigre de la China, y no advertía que en ese movimiento pendular que nos hacía ir y venir a o del aeropuerto se estaba forjando mi destino.

Vuelvo a hacerme la pregunta, ¿a quién le importa que yo dé vueltas como trompo y que mi movimiento sea sólo una ilusión furtiva? ¿Mis viajes prefiguraban el internet? ¿Eran solamente navegaciones virtuales, como la que me llevó por dos días a Huatulco con mi hija Alina, tratando de resolver algunos asuntos familiares, viaje que ni siquiera nos dejó la piel tostada por el sol, aunque, eso sí, nos permitió ver la terrible desolación de nuestras playas que, como las de Haití, sólo pueden ser gozadas en su plenitud por los turistas extranjeros?

¿Y no sucede también que mis viajes se contaminan de los viajes de algunos de mis amigos más cercanos? En varias ocasiones he asistido a diversos espectáculos operísticos, he visto en París la Medea de Cherubini, ópera de finales del siglo XVIII, y en Houston la Norma de Bellini. Y Cristina Barros me cuenta, mientras oigo una versión de una de esas óperas interpretada por María Callas, que ella también estuvo en Dallas hace varios años y la vio, ¿cuál ópera? ¿Medea o Norma?, le pregunto: Medea, contesta. Entonces vuelvo a ponerla en el tocadiscos –Medea– , una producción de una disquera menor, Arkadia, en vivo, representada en 1959 (dirigía la orquesta Nicola Rescigno), carece de la sofisticación tecnológica actual, con fallas técnicas, ruidos intermitentes, toses, chirridos, golpes de instrumentos sobre la madera, tarareos, el sonido de la partitura cuando los músicos dan vuelta a las hojas y la voz de la Callas, gloriosa, en dúo con Jon Vickers (o con Franco Corelli que era muy guapo y acaba de morir, ya muy viejo), quien interpretaba al Pollione de la Norma en otra de las versiones donde la Callas aparece (1960, coro y orquesta del teatro allá Scala di Milano, dirigida por Tullio Serafín), la voz de ella más dramática, aunque ya no sostuviera bien los agudos y su voz trepidara, vacilante, quebrada, en dúo con Christa Ludwig, ella sí en plena forma y actuando como si fuera su rival amorosa, en realidad y aunque contralto, su rival operística. Dirigía la orquesta Nicola Rescigno. Entre los aplausos creo oír el de Cristina, muy joven, vestida –como los demás espectadores– de gran gala, sentada junto a su madre. Cristina lleva un traje largo de seda clara, el cabello largo y rubio, bien peinado; se levanta entusiasmada en el entreacto y empieza a aplaudir, y en ese instante mismo distingo entre los aplausos grabados los suyos y también estoy allí de pronto gritando vivas, aplaudiendo histéricamente, desordenando un poco mi vestido largo, tafeta de seda roja, tirando a escarlata, como debe de ser, ¿acaso no se trata de una ópera donde la sangre inocente se derrama? Y a lo mejor llevo aretes largos de oro y perlas ¿o son granates? y un collar haciendo juego, ¿un abanico?, quizá no, sería demasiado, pero al verme con abanico ya soy una de las espectadoras que acompañan a Livia-Alida Valli en la película de Visconti, donde ella conspira contra los austriacos y se enamora de un militar enemigo, el guapo Farley Granger; Livia, sí, vestida, ¿cómo no? de gala, con sus joyas soberbias y su cintura melodramática, oyendo una ópera de Verdi en un escenario auténticamente operístico, el decimonónico.

Unos días después desayuno con Hilda Rivera en el Club Libanés y se lo cuento, le relato mi experiencia operística con la Callas, la Callas que ha interpretado en el teatro Diana Bracho y la Norma de Callas y la Medea de Cherubini que ha visto Cristina en Dallas y la Popea de Monteverdi que yo he visto en Londres en 1988, con otros intérpretes, en una vieja iglesia y la Lucía de Lamermoore, en París, con otros amigos, para lo cual he tomado un taxi desde Saint Germain a la Bastilla, el taxista es de una isla del Caribe, ¿Guadeloupe?, nos cuenta que quiere juntar dinero para volver a su isla y construir una casita de palmeras y alimentarse exclusivamente de plátanos, sentado en una silla de playa bajo los árboles, al mismo tiempo que nos habla de su odio a los franceses (aunque haya pasado casi 40 años de su vida en Francia) y del seguro que les dejó a sus cuatro hijos sin reservar nada para sí, porque en las islas se puede vivir en la playa con unas cuantas palmeras como sombra y muchos plátanos como alimento: un verdadero exótico, víctima de su propio exotismo.

Hilda lleva también un traje rojo y ha visto muchas veces en su casa a la Callas, más que en conciertos en la inmensa discoteca y videoteca de su marido, Eduardo Lizalde, quien tiene absolutamente todas las versiones habidas y por haber de la Callas (yo tengo algunas, una de Lucía de LamermooreIl TrovatoreAlceste,Tosca, entre otras) y se sabe de memoria todas las inflexiones de su voz, las fiorituras, las dificultades que vencía como si los obstáculos no existieran. La Callas, me recuerda Sergio Pitol, soprano absoluta, diva que se convirtió en leyenda, la misma Callas que hacia 1959 (época en que fue grabada la Medea, la oigo ahora mientras escribo, grabada en el Covent Garden en Londres – ¡no en Dallas, desgraciadamente donde hubiera podido acompañar a Cristina!) tenía aún una voz radiante, única, quizá ya a punto de declinar. En la Normade 1960 había perfeccionado y vuelto más expresivos los registros medios y bajos: esta interpretación contrasta con sus otras grandes interpretaciones, por ejemplo la de la Norma de 1954, en donde su voz era más amplia, sólida y segura, aunque más delgada e inocente. En 1960 su registro y su timbre eran cada vez más expresivos y dramáticos, profundizando en finura, flexibilidad y tensión, aunque en los trinos ya se percibiera una quebradura súbita de la voz.

¿Es que los textos de viaje sólo se legitiman, como dice Francis Wahl al prologar un libro de Barthes, Incidentes, por el esfuerzo realizado por la escritura para asirse a lo inmediato? Algunas frases de Barthes podrían resolver quizá algunas de estas dudas, las dudas que nos asaltan a quienes viajamos: “Me pongo”, escribe, “en la situación de aquel que hace algo, y ya no de aquel que habla sobre algo: no estudio un producto, endoso una producción; elimino el discurso sobre el discurso; el mundo ya no me llega en forma de objeto, sino como escritura, es decir, como práctica, paso a otro tipo de saber”.

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Lo reitero: desde pequeña supe que mi destino sería errante como el del judío de la novela de Eugenio Süe, libro que literalmente devoré en mi adolescencia junto con Los misterios de París del mismo autor, Los tres Mosqueteros de Dumas y Los miserables de Victor Hugo. Ese destino viajero no era manifiesto, porque mis primeros viajes nunca me llevaron más lejos de Xochimilco, Tula o Teotihuacan, o, cuando más, Cuernavaca o Tepoztlán, de donde siempre traían mis padres las tradicionales miniaturas excavadas en madera que evocan a la vez un caserío y las montañas, cuyo máximo atributo, según Carlos Pellicer, es su nostalgia marina. Cuando cumplí 13 años acompañé a mi padre a Veracruz y por primera vez vi el mar, vestida con un traje sedoso de adecuado fondo azul y estampado con caracolas. No recuerdo cuál fue el objeto de ese viaje, sin embargo sí me acuerdo de una escala que hizo nuestro transporte, ADO (Autobuses de Oriente), en Jalapa , justo en la hermosa plaza principal, sobre un cerro, húmeda, desbordante de vegetación y veo a mi padre, luego, bañándose en las playas de Veracruz con el cuerpo totalmente enrojecido por el sol. El mar un poco gris me dio miedo y una leve nostalgia.

Más tarde, a mediados de los años 40, viajé con mi madre a los Estados Unidos para comprar ropa de contrabando y venderla después en la Ciudad de México. Me gusta rememorar mis paseos por las calles de Dallas en épocas de intenso calor y la elegancia de las mujeres con sus grandes sombreros a lo Greta Garbo, sus altos tacones y sus elegantes vestidos de algodón, como si estuviéramos en La rosa del Cairo de Woody Allen, dentro de la película y no mirándola sentados en la sala y conviviendo con personajes desconocidos aunque románticos. A mediados de los 70 y por intermedio de los Ezcurdia, Manuel y Antoinette, fui invitada a dar clases al Instituto de Lenguas de Monterrey, pueblo protagonista de una célebre novela de Steinbeck, situado en la hermosa bahía del mismo nombre, cerca de otros pueblos habitados por gente riquísima, como Carmel o Pacific Grove, mejor conocido como Pacific Grave porque sus habitantes eran multimillonarios de edad provecta.

Cuando hice el viaje, mi hija Alina tenía 6 años de edad y su idea de los Estados Unidos era singular, se lo imaginaba como una inmensa tienda donde sin interrupción vendían sólo helados y muñecas barbies, ese artefacto famosísimo que acaba de cumplir 40 años de vida y sigue siendo el objeto más codiciado de las niñas, entre ellas mi nieta Sofía quien, cuando iba a cumplir 5 años, ya contaba en su haber con 12 muñecas de esa marca, algunas de larga cabellera imposible de escarmenar y miles de accesorios y acompañantes, por ejemplo, su novio Ken, para quien existía asimismo un vasto repertorio vestimentario. Era el tiempo de los hippies del Festival de Newport, del pelo largo, de los pantalones acampanados que se apoyaban en las caderas (hip huggers) y mis alumnos y yo cantábamos y bailábamos al son de los Jefferson Airplanes, The Mammas and the Papas, Johnny Rivers, y obviamente los Beatles y los Rolling Stones, entonces jóvenes y guapos.

En mis momentos libres solía tomar la carretera #1 para almorzar un sándwich de queso y aceitunas negras en Nepenthe, bello y pequeño restorán situado en lo alto de una montaña muy cercana a Big Sur donde Henry Miller se había retirado del mundanal ruido con una de sus esposas, creo que la quinta, una japonesa. Subía yo la carretera en un coche color verde kaki que había pertenecido en épocas mejores a la Pacific Bell Company, entonces la empresa telefónica más importante del oeste, una carcacha inmensa que ascendía con esfuerzo la angosta carretera por donde circulaban los automóviles último modelo a gran velocidad; yo manejaba con una insegura lentitud que provocaba la desesperación de los automovilistas y varias veces estuve a punto de provocar un accidente.

Entre mis amigos había una muchacha hippie que tenía dos hijos a los que nunca les peinaban el largo y rubio cabello y cuyo novio era un objetor de conciencia que hacía dieta para eximirse del servicio militar en Vietnam, medía cerca de dos metros y era delgadísimo, recuerdo muy bien su cuerpo anoréxico enfundado en un traje de baño negro que lo hacía verse aún más enjuto, tumbado en la arena de una de las maravillosas playas de la costa norte californiana con sus acantilados y su maravilloso mar de agua helada, cumpliendo con su heroica dieta mientras nosotros devorábamos todo tipo de junk food, acompañándola con cerveza. Más tarde, cuando ya había acabado la guerra (la de Vietnam), vino a México en motocicleta y se hospedó en mi casa: en ese tiempo los norteamericanos aún creían en la eficacia de sus conductas. En 1997 volví a California, a Berkeley, donde alguna vez los estudiantes participaron en un histórico movimiento de rebelión. Aún es una universidad muy viva, aunque sus formas y sus métodos se han transformado, tanto sus conductas como su lenguaje están estrictamente codificados y cada grupo se integra en compartimentos verificables y hasta anodinos, en cierto modo los resabios arqueológicos de un exaltante pasado. Quizá verbalice aquí una íntima nostalgia.

¿Qué importancia puede tener que una mujer cualquiera haga viajes interiores o exteriores que parecen resolverse en la más absoluta inactividad? ¿Será porque había yo leído siendo adolescente El judío errante de Eugenio Süe? ¿O será que he de seguir inexorablemente el destino que mi padre me impuso cuando, terminada la Segunda Guerra Mundial, empezó a viajar interminablemente para conseguir fondos para ayudar o enviar a Israel a los judíos sobrevivientes de los campos de exterminio?

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El otro día pasaron en el Canal 22 un documental sobre el novelista alemán Heinrich Böll, ganador del Premio Nobel. Objetor de conciencia a pesar de haberse visto obligado a combatir en el ejército alemán, durante la Segunda Guerra Mundial, su obra fue una constante protesta contra el nazismo y una lúcida crítica del llamado “milagro alemán”. Como todo buen documental, el programa constaba de numerosas fotos, entre ellas varias de la ciudad de Colonia justo después de la guerra, una ciudad tenebrosa por esos años. Ese recuerdo me remite a un mismo viaje condensado cuyo periplo esboza un catálogo de imágenes repetidas en el tiempo.

A finales de 1954 llegué a Colonia con Paco López Cámara y nos alojamos en una pensión familiar que costaba cinco marcos, no tenía calefacción, pero sí una cama provista de uno de esos edredones rellenos de pluma de ganso –como los que transportaron en sus maletas mis padres desde Ucrania–, especiales para combatir el frío y pasar una buena noche, y a la mañana siguiente sacar tímidamente una mano para calibrar la temperatura –edredones que ya se venden en México, en el Price Club o en el Sam’s, gracias al TLC, es decir, el Tratado Comercial que establecimos con el Coloso del Norte y que nos ha invadido con sus productos baratos, algunos de desecho–; luego, haciendo malabarismos, tratábamos de vestirnos protegidos por el edredón, para después, bien abrigados, salir a caminar por la ciudad. De ese viaje sólo conservo ese recuerdo y el de la Catedral ennegrecida, con los vitrales rotos y enormes huecos entre las nubes que dejaban pasar un cielo igualmente tenebroso por el invierno y la huella de las bombas.

Antes, a finales de 1953, visité Alemania por primera vez, estuve en Munich con una amiga mía, cuyo tío, hermano de su padre, había estado en Auschwitz, donde había perdido a su esposa y a sus hijos. Allí había encontrado a su nueva mujer, una judía de pelo oscuro teñido de rubio, con la que tenía dos hijas que celebraban casi sin transición y en el mismo idioma la fiesta de la Janukah –con su famoso candelabro de ocho velas– y la Navidad con su árbol bien adornado. Ambos llevaban en el antebrazo sendos tatuajes numerados. Tenían un departamento bastante grande con tres recámaras y calefacción; fuimos alojadas en el cuarto que servía de refrigerador y nos protegimos del frío gracias al consabido edredón. De esos dos viajes conservo el mismo recuerdo y una especie de asombro, ¿por qué había escogido visitar dos veces Alemania, todavía patria del nazismo, y para colmo durante el invierno? Y ¿por qué los parientes de mi amiga habían elegido esa ciudad, si los alemanes los habían deportado desde algún pueblecito de Polonia a Auschwitz? La única respuesta que encuentro a esas preguntas es una imagen, terriblemente precisa, la de la Catedral de Colonia, que en el documental dedicado a Böll ocupa un lugar excepcional.

Por razones desconocidas esas visiones parecen repetirse casi inalteradas en tiempos muy distintos que forman un único trayecto del recuerdo. Muchos años después, en 1987, visité por primera vez Berlín, de nuevo en invierno. Con una visa en mi pasaporte diplomático –era yo agregada cultural en Londres– atravesé la ciudad dividida, caminé por las calles heladas, desiertas y grises, y llegué a mi destino, el Museo Pérgamo (de mágico nombre) donde se exhiben enormes ciudades arrancadas de su origen: una verdadera transferencia de la monumentalidad. Se diría que los templos y calles allí exhibidos carecen de su esencia y muestran solamente alguno de sus atributos, la palpable demostración de un exilio edificado, cuyo escaso arraigo se contiene apenas en el espacio de una museografía.

De regreso al otro lado, el Berlín occidental, fui a otro museo arqueológico, cuya señal distintiva la determina lo minúsculo. Captó mi atención una famosa escultura pequeña y coloreada de Nefertiti, cuyo tuerto perfil, resplandeciente y noble, dibuja para mí una cifra enigmática, una señal que quizás aclare el sentido de mis transcursos por tierras alemanas: su humilde talla evoca en mi imaginación un cuadro de Gaspar David Friedrich que admiré alguna vez en el museo de Hamburgo (en 1990), otra famosa ciudad alemana, cuadros cuyo color –de linaje literario– de un gris vivo –según Mariana Frenk– ilumina al pintor que de espaldas a nosotros contempla un paisaje ejecutado a la manera romántica. Es posible ver el paisaje, gozarlo en su luminosidad total, pero quizás nunca sabremos qué es lo que piensa el artista, colocado siempre de espaldas a la realidad, como la estatua famosa del conquistador Champlain, colocada a espaldas del Río San Lorenzo en Canadá.

En 1990, ya derribado el muro, visité Dresden, en el lado oriental. Un sentimiento tenaz me condujo a la vieja ciudad que aún conservaba los rastros de la guerra. Parecía que el círculo se había completado: tuve la impresión de que Dresden aún detenida en el pasado era la viva imagen devastada de la Catedral de Colonia contemplada por mí cuarenta años atrás. Me salvó la vida visitar la Pinacoteca en cuyas paredes se ostentan cuadros que siempre quise ver en persona, el famoso angelito pensativo de Rafael por ejemplo. Dresden ha recobrado ya, me cuentan, su viejo esplendor anterior al bombardeo: un nuevo milagro alemán.

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Cuando estaba yo en París, hace medio siglo, la vida en Europa era muy barata y los latinoamericanos aún teníamos una moneda fuerte, éramos bien vistos en Europa (hay que recordar que en las películas norteamericanas de fines de los 40 las capitales de la moda eran México, Río, Buenos Aires y aún la misma Lima que para sus naturales es una ciudad horrible). Nosotros, es decir, Paco López Cámara y yo, compartíamos al inicio de nuestra estancia en el viejo continente una beca gigantesca para los estándares de entonces, quinientos dólares mensuales depositados religiosamente en el banco durante largos diez meses en que viajamos a cuenta de la UNESCO con el fin de que Paco averiguara cuáles habían sido los impactos de la industrialización en los países del Tercer Mundo. Para ello nos detuvimos seis meses en París, dos en Suiza y los Países Bajos y, por fin, dos en el Medio Oriente, Egipto, Siria, Jordania e Israel, países todavía en esa época –1954– más o menos tranquilos y en los cuales se advertía aún la marca indeleble de las colonizaciones inglesa y francesa.

En el Cairo nos alojamos en un hotel de medio pelo: nuestra beca no alcanzaba para que dos personas se alojaran en los grandes circuitos de turistas europeos. El hotel situado en un barrio céntrico tenía una habitación con un enorme balcón desde que daba a la calle, desde allí se podían ver las películas exhibidas en un enorme cine al aire libre; en el programa de esa semana se veía a Sarita Montiel cantando su último cuplé en español y hablando en árabe con los otros personajes españoles de la película: una experiencia inolvidable. Y entre impacto e impacto de la industrialización que no daba muchas muestras de haber llegado para quedarse, nos dábamos tiempo para visitar las ruinas y montar a camello –con gran terror de mi parte–. Las pirámides eran maravillosas pero casi imposibles de gozar por la presencia de limosneros vestidos con pijamas, que literalmente se arrojaban sobre nosotros como un enjambre de moscas, de la misma manera en que las moscas literales se posaban sobre los ojos llenos de pus de los bebés cargados por sus madres, cubiertas sus caras por unos velos divididos en dos, gracias a un artefacto de metal que las cegaba o les daba una uniformidad en la mirada que en buen español llamamos bizca, estrábica, torcida.

Desde el Cairo nos fuimos a Luxor y Karnak con el dinero que habíamos ahorrado en comidas (luego me dio escorbuto, y me sentí heroica, como un marinero de Colón, con las encías sangrantes). Éramos estudiantes pobres en un mundo más pobre aún, viajábamos en un tren polvoriento que rodeaba el Nilo y desde la ventana arenosa veíamos a los campesinos, sus vacas flacas y ese famoso limo de bíblico esplendor. En Luxor compartimos untour con dos gringas, expertas viajeras que llevaban como equipaje dos vestidos de tergal, completa novedad en el mercado y que por lo mismo era también carísimo, ligera ropa que podía lavarse y secarse en un santiamén, con lo que pudimos conocer sin advertirlo el futuro de los viajes, esos viajes masivos que desplazan a turistas gordos y sudorosos, contaminando con su mirada y sus atuendos las viejas ciudades italianas, los museos franceses, las catedrales españolas, las ruinas egipcias y romanas o las de Montealbán, Tikal, Chichén o Teotihuacán. Las gringas aparecían cada mañana vestidas como puritanas impolutas. No usaban entonces los blue jeans ni las camisetas, vestimenta reservada aún a los obreros. Yo llevaba una falda de lana y dos camisas rayadas –una azul y otra roja– de manga corta que me hacían sudar la gota gorda en el desierto, cuando a la sombra de las columnas del templo de Hapshepsut el sol caía al plomo de los 45 grados Celsius.

No recuerdo muy bien cuáles habían sido los impactos de la industrialización en esos países, en cambio, sí me acuerdo de las ruinas romanas en Jordania, de las antiguas y sonoras ciudades de Tiro y Sidón, de las gigantescas y maravillosas columnas del templo de Baalbeck en Líbano y de un peluquero que le hizo la barba a Paco y le preguntó si le podíamos ayudar a emigrar a México. Líbano era todavía la Suiza del Medio Oriente y aún podían verse los famosos cedros de que habla la Biblia, era un tiempo sereno anterior a la debacle que luego llegó a Centroamérica y que poco a poco ha ido invadiendo también nuestro país con las consecuencias catastróficas con que se aniquiló la antigua Yugoslavia. Ahora, al relatarlo, advierto claramente que el impacto de la industrialización en esas tierras iniciaba su ominoso proceso.

Estuve en Jerusalén dos veces, ciudad dividida entonces por un muro, como más tarde lo estaría Berlín. Me tocó ver a los judíos religiosos lamentarse por la pérdida del reino y por los millones de judíos aniquilados en los campos de concentración nazis.

Recorrimos también otros lugares sagrados, las mezquitas de los árabes, el Santo Sepulcro manejado por los católicos y ortodoxos como el mercado de reliquias, la mía fue un simple prendedor de plata y concha nácar que aún conservo. Desde la vieja ciudad podía contemplarse la nueva ciudad construida por los israelíes, una ciudad incipiente, muy distinta a la que ahora se destruye por los miles de fraccionamientos que transforman a Jerusalén en una ciudad norteamericana de pacotilla y engendra terribles y sangrientos conflictos. Para ir al otro lado de la ciudad tuvimos que volar a Chipre, enseñar nuestro salvoconducto antes de volver a contemplar desde lejos los viejos y sinuosos caminos por donde anduvo Jesús y ver desde el avión literalmente serpentear al Jordán.

5
Viví varios años en París, el boulevard Saint Michel estaba adoquinado y durante algunos meses me alojé en un hotel pequeñito del barrio latino situado, creo, en la rue Serpente, cerca de Monsieur le Prince, en el año memorable de 1953, cuyo invierno fue muy crudo. En octubre pasado, en el año de Gracia de 2003, cuando se cumplían exactamente cincuenta años de haber visitado París por primera vez y donde permanecí cinco años, volví al hotel donde nos alojamos hace medio siglo mi primer marido y yo, ahora un pequeño hotel de tres estrellas, con un lobby elegante, restaurado, luminoso, de donde ha desaparecido, al lado de la puerta, un letrero en metal niquelado blanco con letras negras que anunciaba “gas à tous les étages”. Recuerdo en particular una tarde en que Ricardo Guerra, Lilia Carrillo, Paco López Cámara y yo estábamos frente al Arco de Triunfo a la intemperie, sin saber que íbamos a hacer y con la cara amoratada por el frío; también recuerdo una mañana en que decidimos ir al Louvre y tomamos el autobús equivocado y al advertirlo decidimos simplemente caminar hasta allí, pero al cabo de unas cuantas cuadras entramos precipitadamente en un bistró, semejante peligrosamente a los de cualquier película francesa de esos tiempos, con el deseo de tomarnos un vino caliente, cosa que yo hice sentada sobre el calefactor. Los cuartos de hotel eran pequeños y sólo tenían un lavabo y un bidet, y en cada piso, en un recodo de las retorcidas escaleras, haciendo juego con el nombre de la calle, un excusado cuyo inclemente olor me acompañó todo un invierno.

Luego nos mudamos a un hotelito del Parc Montsouris y por fin a la casa de México de la Ciudad Universitaria, donde vivimos los cuatro años siguientes en una de las cuatro recámaras destinadas a los estudiantes que cometían el error de llegar a París en pareja. La casa de México estaba recién estrenada y aunque era un edificio anodino en su funcionalidad, la considerábamos una maravilla y cuando por casualidad estábamos prósperos íbamos a comer con Enrique González Pedrero y Julieta Campos a un restorancito cuyo máximo atractivo era el postre, siempre un Mont Blanc, puré de castañas con crema. Por lo general, comíamos en la ciudad universitaria en un enorme restorán de aspecto carcelario con largas mesas en las que depositábamos nuestras charolas repletas de comida muchas veces nauseabunda, y todos los viernes, día en que se servía obligatoriamente pescado, el olor era tan fuerte que se reconocía a diez cuadras de distancia, cerca del metro de la Porte d’Orléans. A la entrada del restorán había un letrero que ordenaba quitarse los sombreros antes de entrar, orden casi lógica si se tiene en cuenta que casi siempre era invierno (o por lo menos así me lo parecía entonces) y todos íbamos enfundados en ropas de lana y con la cabeza cubierta. Si uno se olvidaba de obedecer, todos los estudiantes golpeaban con sus cuchillos las escudillas que contenían un roast beef sanguinolento y unos ejotes grasosos. Pero no hay que exagerar, porque me estoy acercando peligrosamente a Oliver Twist o a Nicholas Nickelby de Dickens y ni éramos huérfanos ni se nos perseguía sádicamente como en las novelas de folletín y podíamos recurrir a otros restoranes universitarios, el de Francia ultramarina o el Mabillon que aún existen (con mucho mejor comida), porque hay que tener en cuenta que llegamos a Francia no mucho tiempo después de la guerra y los franceses eran entonces todavía pobres. A mitad de nuestra estancia, es decir, hacia 1955, conseguimos un carnet para el restorán de las estudiantes universitarias, situado al frente del parque Luxemburgo donde se comía mejor y mi marido se creía Casanova, porque siempre estaba rodeado de seis o siete muchachas de buen ver y de distintas nacionalidades (me parece que prefería a las alemanas y a las suecas) y yo me sentía como un miembro de un ménage à sept y él se comportaba como si estuviera en un harem (más tarde nos divorciamos).

A mí me gustaba tomar el metro desde la CU, cambiar en Denfert Rochereau, bajarme en el Luxemburgo, abordar luego el autobús 22 –que me dejaba en el Palais Royal– y caminar por la rue Richelieu, rumbo a la Biblioteca Nacional a cuya puerta hacía cola, detrás de algunos príncipes rusos, hecho extraordinario cuya excelsa significación solía recalcarme el portero que vigilaba la democrática distribución de los lugares. Ya dentro, pedía los libros que necesitaba para seguir haciendo mi tesis sobre los viajeros franceses que habían venido a México entre 1847 y 1867, para explicar en parte otro problema, el del exotismo francés. Mientras me llegaban los libros, tomaba yo de los estantes las comedias de los dramaturgos de los siglos de Oro, porque yo hubiese querido investigar el tema del indio en América a partir de las comedias de Lope de Vega, tema que según Marcel Bataillon, a quien le solicité asesoría, ya estaba perfectamente bien estudiado y con la solemnidad y finura que le eran habituales y que brillan en su célebre libre llamado Erasmo y España, traducido por Margit Frenk y Antonio Alatorre, me mostraba textos sobre ese tema de cuyo nombre no me acuerdo. La biblioteca se cerraba a las 6 en punto y yo regresaba a pie al Palais Royal y me detenía con fruición en una quesería situada al final de la calle Richelieu, unos pocos metros antes de llegar a la Comédie Francaise, en dicho establecimiento podían admirarse en la vitrina una diversidad magnífica de quesos (había cerca de trescientos cincuenta variedades) que yo miraba con la misma desesperación que acosaba a los personajes indigentes de Los misterios de París. Si hacía buen tiempo, caminaba hasta el Boulevard Saint Michel, me compraba un helado, entraba en el jardín del Luxemburgo y me sentaba a ver pasar a la gente.

Cuando en 1959 emprendimos el regreso a México, lloré desconsolada pensando que nunca más volvería a ver esas memorables calles adoquinadas. Premonición cumplida: en mayo de 68 los estudiantes, imitando a los obreros de tiempos de la Comuna, usaron los adoquines como proyectiles, de inmediato reemplazados por asfalto. Volví de nuevo a París en 1981 y pude comprobar lo que alguna vez dijera Proust: “… les rues et les avenues sont passagères, hélas comme les années”.

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En 1961 estuve en Cuba, acompañando a mi marido Paco López Cámara quien iba invitado por el gobierno cubano como miembro del Frente de Liberación Nacional fundado por el General Lázaro Cárdenas. Tenía la intención de estar 15 días en La Habana para reincorporarme luego a mis clases en la Preparatoria 4, albergada entonces en el magnífico edificio de Tolsá, hoy Museo de San Carlos, donde yo impartía el curso de Estética, en realidad un curso de Historia del Arte para el que aprovechaba no sólo las clases de Paco de la Maza, Justino Fernández, Carlos Lazo, Juan del Encina que yo había tomado en Mascarones –otro maravilloso edificio colonial, propiedad de la UNAM–, sino también las fotografías de nuestro viaje al Cercano Oriente y Grecia en las que junto a las ruinas aparecíamos siempre Paco y yo montados en un camello junto a las pirámides de Egipto o el templo de Luksor, o recargados en una columna dórica de los templos de Delfos o en el Partenón de Atenas.

En aquella época, la Casa de las Américas era dirigida por Haydée Santamaría, antigua guerrillera y compañera de Fidel Castro (quien luego se suicidaría, no Fidel, la guerrillera), y Roberto Fernández Retamar, ahora responsable vitalicio de la institución, era el director de la revista. Trabajaban entonces allí el escritor argentino Ezequiel Martínez Estrada, famoso por su Radiografía de la pampa, Juan José Arreola, José Luis González, José Revueltas, José de la Colina… Por su parte, Joaquín Sánchez Mácgregor daba clases de Marxismo en la Universidad y en el Ministerio de Educación; en la Biblioteca Nacional trabajaba Surya Peniche, su esposa. Conocí también a Edmundo Desnoes, que ya había escrito sus Memorias del subdesarrollo, casado entonces con Rosa María Almendros, hermana del que sería más tarde el famoso camarógrafo de cine, Néstor, e hija de José Almendros, educador español anarquista, muy amigo del maestro José Tapia, fundador en el DF de la célebre escuela activa José Bartolomé Cossío, donde estudió mi hija mayor. Asistí también a una representación memorable de la obra de teatro de Virgilio Piñera, Electra Garrigó: Piñera, autor de hermosos libros y amigo alguna vez de Gombrowicz, cuando éste vivió en la Argentina.

Nosotros estábamos hospedados en el Habana Libre, hotel que aún guardaba vestigios de la época de Batista, con sus lujosos cabarets, sus shows con bellísimas bailarinas y sus maravillosos mojitos. Era la segunda vez que visitábamos La Habana, la primera fue en 1958, justo el día de la gran huelga general antes de la caída de Batista. Veníamos de regreso de Europa, en un barco de carga holandés que habíamos tomado en Amberes y que se detuvo en Lisboa, en las Azores y luego en La Habana, ciudad resplandeciente: nosotros sólo pudimos pasear por el zoológico.

Como antes dije, yo era una simple acompañante que llevaba además la misión de visitar a Surya, mi amiga, a quien como regalo inapreciable le llevaba una bolsa de harina Mimsa para hacer tortillas – ¡las extrañaba!–, un horno milagro y un clásico collar de plata. Recuerdo muy especialmente una visita que hicimos juntas a El encanto, una enorme tienda a caballo entre El Puerto de Liverpool y Saks Fifth Avenue, donde me compré un traje de verano color salmón y una bolsa de paja de Italia. Y lo recuerdo muy especialmente porque era una tienda muy grande y de bella arquitectura, pero sobre todo porque unos días más tarde la tienda fue volada como un preámbulo a la invasión de Bahía de Cochinos. Poco antes habíamos estado en una recepción en el Palacio de Gobierno, donde saludamos admirativamente e intercambiamos palabras con Fidel, el Che Guevara, Omar Cienfuegos. Terminadas mis dos semanas, me dirigí al aeropuerto para tomar el avión de regreso a México y justo entonces empezaron los bombardeos. Por primera vez entendí el sentido de la palabra isla y me sentí atrapada: mi hija Alina estaba en México con mis padres y apenas tenía un año y medio. A pesar de todo fue hermosa esa época romántica de la Revolución, con las sesiones en la Casa de las Américas, el paso de los aviones y el ruido de las bombas, resguardados debajo de unas mesas junto con Juan José Arreola, después de largas conversaciones sobre Paul Claudel, Albert Béguin y El alma romántica y el sueño, el famoso libro de Denis de Rougemont sobre el amor cortés, y también sobre su maestro, el actor Louis Jouvet, quién varios años antes, asombrado de su talento histriónico, lo había invitado a París. La derrota de los invasores y las grandes concentraciones que llenaban las calles durante horas, cuando aún eran vigentes los discursos de Fidel. En la televisión, los invasores, antiguos torturadores de la época de la dictadura, se careaban con sus víctimas. En el Habana Libre, alojamiento de los extranjeros, convivíamos con los chinos, los latinoamericanos, los italianos, los franceses y los rusos. Me acababa de comprar una falda color azul eléctrico y en la tienda me la habían entallado con el resultado de que mi figura se volvió, al usarla, esteatopígica, parecida a la de esas hermosas mulatas que caminaban suntuosamente por los malecones. Mi marido me reconvino, me hizo avergonzar, airado me dijo: ¿por qué vestirse así en una reunión histórica donde se decidiría el futuro de la democracia? Ningún ruso, ningún italiano, ningún centroamericano, y evidentemente ningún cubano, encontró nada raro en mi vestimenta. Cuando se restablecieron los vuelos regresé a México: había pasado más de un mes.

7
En un libro, llamado El enigma de la llegada, el escritor trinitario de origen indio V.S. Naipaul, quien no hace mucho recibió el Premio Nobel de Literatura, afirma que el escritor y el hombre son una y sola persona. Sin embargo, en el relato de su primer viaje fuera de su isla, poco antes de cumplir los 18 años, al describir una larga jornada que lo llevaría en un avioncito minúsculo primero a Puerto Rico, luego a Nueva York donde tomaría un barco para dirigirse a Oxford, afirma: “Ese día en que había experimentado la aventura y la libertad, el viaje y el descubrimiento, el hombre y el escritor estaban unidos en un intenso deseo. Pero la naturaleza de las experiencias de ese mismo día propiciaba la separación de los dos elementos en mi personalidad. El escritor, o el muchacho que viajaba para convertirse en escritor, era una gente educada, había tenido una educación formal y conocía que era noble el llamado que lo impulsaba a viajar para dedicarse a ese oficio. Pero el hombre, del cual el escritor era sólo una parte (la más importante porque lo impulsaba), el hombre en su más profunda realidad, como ser humano, no estaba educado”.

Y lo menciono porque viene al caso, a finales del siglo XX (¡qué expresión tan melodramática!) estuve en Nueva York para asistir a un coloquio sobre el viaje que organizó la escritora argentina Sylvia Molloy: me funcionó a manera de intermedio en esta constante relación pendular que tengo justamente con esa actividad. En el coloquio se indagaba sobre el sentido político, ético, literario y filosófico del viaje, ocupación predominante en el llamado Primer Mundo, con fines de dominio y expansión como lo demostraron con creces los viajes de los europeos que “descubrieron”, exploraron y conquistaron distintos territorios de lo que sería el Tercer Mundo. Hoy una actividad negociada por las grandes internacionales de turismo, y además una actividad académica propiciada por los congresos donde se reúnen sistemáticamente los universitarios del mundo occidental y algunos del mundo en vías de extinción o desarrollo. Y en ese viaje para estudiar el viaje yo hablé del viaje estático, ese viaje que interminablemente describo en mi columna del periódico La jornada desde hace varios años. Y justamente los que participábamos en ese coloquio, todos viajeros, asimismo éramos, casi sin excepción latinoamericanos, muchos residentes en los Estados Unidos, gente que por necesidades económicas o políticas hacen su vida en elx extranjero, nostálgicamente dedicados a investigar sobre sus propios territorios de origen desde la desterritorialización de la academia.

El trabajo más certero fue el del escritor brasileño Silvano Santiago; versaba sobre los Tristes trópicos de Lévi Stauss, etnógrafo por casualidad, para quien el Brasil –y por extensión toda América Latina– era un continente adolescente pero decrépito, un lugar donde desde el principio la vida civilizada se convierte en ruina, tema también de otro trabajo notable de la brasileña Flora Sussekind, y de un libro del hermano menor de Naipaul, Shiva, muerto muy joven en 1985, y como su hermano transportado a Inglaterra desde Port of Spain, Trinidad, para lograr ser escritor, y a quien Naipaul dedica el libro que mencioné al principio de este texto. Shiva hace un viaje como periodista a África en 1975, descrito en su libro intitulado North of South, El Norte del Sur. Allí narra sus experiencias en dos países africanos descolonizados, Kenya y Tanzania, esas ruinas construidas gracias al contacto infamante del desarrollo europeo y el subdesarrollo africano. Shiva, proveniente de esa colonia británica a la que habían sido trasladadas muchas familias desde la India para trabajar en las plantaciones de caña de azúcar, desde donde, a su vez, nostálgicos “de civilización” los hermanos Naipaul se dirigieron, en distintas épocas, a la madrastra patria Inglaterra. Los hindúes trinitarios, seres intermedios, con un acento oxfordiano inigualable y otro color de piel, definido en la Metrópoli con el adjetivo swarthy, color despreciable, sospechoso, intermedio, atezado, moreno, curtido por el sol, que hace que los hindúes y los coloniales en general estén siempre “entre” todo, sin nunca poder ser como los otros, los que colonizan y tampoco alcanzan el estatuto de los llamados nativos o indígenas, apelación totalmente colonial: Shiva entre los negros y los blancos, empeñados en una lucha maniquea en la que los hindúes, también trasladados por el imperio al África –recordemos a Gandhi– son los extranjeros, los otros, los del color atenuado, no por el mestizaje sino por el exilio original, en suma, “los otros”, si aceptáramos la definición pergeñada por Todorov en algunos de sus libros.

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Como decía al principio, si se habla de viajes ahora, no nos queda más remedio que aceptar la evidencia: las condiciones del viaje han cambiado radicalmente. ¿Cómo comparar siquiera los viajes de Marco Polo con los de los cronistas de Indias? ¿Y cómo –cosa imposible– comparar esos periplos con los míos, a pesar de mi condición de viajera impertinente? Y si eligiera reseñar a los viajeros que salieron de su país natal para dirigirse a las tierras descubiertas o conquistadas allende el mar, ¿qué tipo de viajes privilegiaría? No sé, quizá tenga que ver con mi estirpe plañidera, pero los cronistas que me llaman la atención son los que fracasan, más bien los que naufragan, en primer lugar Álvar Núñez Cabeza de Vaca, mi náufrago preferido, luego algunos otros cuyas desventuras narra Gonzalo Fernández de Oviedo en una sección colocada al final de su Historia General de Indias, intitulada precisamente Naufragios, y por último, Historia trágico-marítimade Bernardo Gomes de Brito, en las que se relatan algunos naufragios de navegantes portugueses que recorrían en sus travesías no solamente el camino hacia las Indias occidentales sino el de las verdaderas, las Indias orientales, desembarcando en Goa o saliendo de allí para dar la vuelta al continente africano y llegar hasta el Cabo de la Buena Esperanza.

Y es evidente que ser náufrago implica de inmediato la pérdida de las embarcaciones que han transportado a los viajeros, porque naufragio significa eso exactamente, hacerse pedazos el navío, de navis y frango: la fractura de las naves. Fernández de Oviedo lo sabía bien y por eso hizo culminar su larguísima crónica con estas palabras lastimeras que encarecen la miseria de quienes emprendieron largos viajes hacia tierras extrañas: “Determinado tengo de reducir en este último libro algunos casos de infortunio y naufragios y cosas acaecidas en el mar, así porque a mi noticia han venido con cosas para oír y notarse, como porque los hombres sepan con cuántos peligros andan acompañados los que navegan. Y si los que yo no he sabido ni aquí se escriben todos se hubiesen de decir, sería uno de los mayores tratados que en el mundo están escritos, porque así como las mareas son en diversa parte navegadas por diversas gentes y lenguas, así es imposible venir a noticia nuestra todo lo que en ella ha acaecido de semejantes cosas”.

El naufragio es entonces una de las formas más refinadas del infortunio y entre sus maldiciones está la desnudez, alguna vez condición paradisíaca, aunque señal de desgracia en el mundo civilizado y lo digo con entera seguridad, en esta mi condición de consumista empedernida que en mis viajes suelo dedicar una parte importante de mi tiempo a comprarme ropa para colmar mi desnudez. Oigamos lo que tiene que decir al respecto Cabeza de Vaca, después de que un golpe de mar hace naufragar al torvo e inepto Pánfilo de Narváez, a quien tanto los hombres (recuérdese a Hernán Cortés) como los elementos vencían. Sí, Pánfilo de Narváez y sus hombres naufragan en su intento de conquistar la Florida, lugar donde pensaban repetir sin contratiempos las ‘gloriosas hazañas’ del Marqués del Valle en México.

“Como la costa es muy brava, el mar de un tumbo echó a todos los otros, envueltos en las olas y medio ahogados, en las costa de la misma isla sin que faltasen más de los tres que la barca había tomado debajo. Los que quedamos escapados, desnudos como nacimos y perdido todo lo que traíamos, aunque todo valía poco, para entonces valía mucho. Y como era por noviembre y el frío era muy grande y nosotros tales que con poca dificultad nos podían contar los huesos, estábamos hechos propia figura de la muerte”.

Y sin vestido han perdido de repente su condición civilizada, se han vuelto irreconocibles, tanto que los indios que en general andaban desnudos, “al ver el desastre en que estábamos con tanta desventura y miseria se sentaron entre nosotros y, con gran dolor y lástima, que hubieron de vernos en tanta fortuna, comenzaron todos a llorar recio y tan de verdad que lejos de allí se podía oír y esto les duró más de media hora y, cierto, ver que estos hombres tan sin razón y tan crudos, a manera de brutos, se dolían tanto de nosotros, hizo que en mí y en otros de la compañía creciese más la pasión y la consideración de nuestra desdicha”.

La desnudez es pues terrible, pero nunca lo es tanto cuando esa desgracia le acaece a una mujer. La mayor parte de los náufragos consignados por los cronistas son varones, por eso sobresale el caso de doña Leonor, mujer de don Manuel de Souza, portugués que en 1552 regresaba de Asia en el galeón Grande San Juan, traficando especias y mercaderías orientales y quien al llegar a África naufraga junto con otros 90 pasajeros, entre ellos varios esclavos. Obligados por las trágicas circunstancias a recorrer grandes extensiones de tierra desconocida, en medio de privaciones de alimento y despojado de gran parte de su ropa, de su razón y de sus mercaderías, y a la merced de los habitantes de la región que el cronista llama los ‘cafres’:

“Pues, reitera Gomes de Brito, ¿qué se puede creer de una mujer muy delicada, viéndose en tantos trabajos y con tantas necesidades y, sobre todas, ver a su marido así maltratado y que ya no podía gobernar, ni mirar por sus hijos? Pero como mujer de buen juicio, con el parecer de aquellos hombres que aún tenía consigo, comenzaron a caminar por aquellos bosques sin ningún remedio, ni fundamento, sólo el de Dios…” Y ese buen juicio es en realidad una forma extrema del pudor, ese pudor que hizo que tanto Eva como Adán al ser expulsados del paraíso cubriesen de inmediato sus cuerpos pecadores, pudor que sin embargo, en el caso de doña Leonor, la conduce a la muerte, cuando se resiste a quienes quieren apoderarse de las ropas que malamente aún al cubren: “Aquí dice –¿quién?, me pregunto– que doña Leonor no se dejaba desnudar, y que se defendía a puñadas y bofetadas, porque era tal que quería que antes la atasen los cafres, que verse desnuda ante la gente; y no hay duda que acabara allí enseguida su vida, si no fuera que Manuel de Souza le rogó que se dejase desnudar, que le recordara que nacieron desnudos, y pues era Dios servido de aquello, que lo fuese ella… Y viéndose desnuda doña Leonor, tiróse al suelo y cubrióse toda con sus cabellos que eran muy largos, haciendo un hoyo en la arena, donde se metió hasta la cintura, sin levantarse más de allí”.

Y me viene a la mente una amiga venezolana muy rica, casada varias veces y cuyo primer marido se suicidó dejándole dos hijos pequeños; más tarde, a pesar del escarmiento de esa su primera aventura, casó de nuevo, volvió a quedar viuda y ya cerca de la tercera edad, como ahora se dice acomodándose a las reglas del lenguaje políticamente correcto, conoció a un embajador con el que se carteaba regularmente –era antes del internet– y a quien visitaba tres veces por año, consumando un idilio maduro y gratificante. Viajaba de cuando en cuando sola, una última vez al Japón. Cuando regresó, extrañada de no haber recibido ninguna carta, averiguó que su amante había fallecido de manera imprevista, quizá un infarto masivo. Desesperada, mi amiga –también escritora, me lo cuenta otra amiga que ha viajado a México– saltó desde un balcón situado en el octavo piso de un edificio de lujo en Caracas. Siempre elegante, cuidadosa en extremo de su apariencia, la noche en que eligió saltar al vacío iba vestida únicamente con un camisón corto que al caer dejó al descubierto sus vergüenzas.

El máximo extremo de la desnudez es sin embargo el hambre. En tierra de ‘salvajes’, los náufragos regresan al estado de naturaleza, desnudos como nacieron, o como lo habían estado sus primeros padres antes del pecado original, para convertirse literalmente, y para colmo de males, en seres irracionales: “Y porque hacía tantos años que no habíamos hecho camino, concluye uno de los náufragos portugueses, ni metiéramos en las bocas cosa alguna que tuviese nombre, obligó la necesidad a que muchos fuesen de parecer que nos comiésemos a este cafre…”

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Para despedir el año 2001 de infausta memoria hice un viaje con mis hijos y mis nietos por la península de Yucatán, Belice, Guatemala y Chiapas y de nuevo Yucatán, un viaje de verdad redondo. Llegamos primero a Bacalar, una bella laguna, cerca de Chetumal, ciudad fronteriza más o menos horrible, más o menos tepitesca con edificios de adocreto, antes de entrar a Corozal, primer punto de Belice que tocábamos en nuestro periplo. A lo largo del camino, varias iglesias de diferentes cultos protestantes, junto a tortillerías o estanquillos con nombres bíblicos. La frontera, paraíso libre de impuestos: la desperdiciamos, no quisimos perder tiempo, hay que llegar de día a Belice City. Hacemos cola, firmamos documentos que nos comprometen a regresar por la misma frontera y asegurar que nuestro coche no se queda ilegalmente en el país vecino, pasamos luego por la rutinaria desinfección, pagamos con dólares beliceños que se compran al dos por uno (los billetes/ un poco manoseados/ conservan aún el retrato de la reina de la Gran Bretaña, todavía joven y bella), discutimos con los cambistas que nos ofrecen dinero a precios especiales, y llegamos a la interminable carretera (muy recta) que nos llevará a nuestro destino, hay pocas señales, un camino bastante bien trazado, aunque lleno de baches y desvanecidas las líneas amarillas que dividen la carretera y facilitan el trayecto.

Por fin, más o menos a vuelta de rueda, llegamos a la antigua capital de este ex protectorado británico, hermosa, aunque bastante dilapidada y, dicen, peligrosa. La arquitectura es muy diferente a la de las ciudades vecinas y la mayor parte de las bellas casas que bordean el malecón de pavimento irregular y arenoso, donde se sitúa nuestro hotel de nombre aristocrático, están montadas sobre pilotes. El hotel es elegante pero ha decaído, las habitaciones huelen a moho, las paredes tienen fracturas, el servicio es en cambio muy bueno y generoso, llegamos a tiempo para celebrar la Navidad con una comida, mezcla de cocina criolla y china, pues de los 250.000 habitantes que tiene Belice varios proceden de Taiwán, son los dueños de los supermercados, más bien mini-supermercados, y de los restoranes de comida china (obviamente). Otros son mayas, los originales habitantes de esa zona (se dice que en las épocas de mayor gloria alcanzaban casi los dos millones de habitantes): hablan inglés, maya y español, con acento (maya), muchos descienden (aseveran con orgullo) de aquellos indígenas que a mediados del siglo XIX huyeron de las matanzas que provocó la Guerra de Castas en Yucatán. La población negra traída por los ingleses es bastante homogénea, muchos son altos, esbeltos, y algunos van vestidos y peinados a la usanza rasta. Hay también norteamericanos y europeos, haciendo negocios (son dueños de hoteles, llamados pomposamente resorts en donde se practica el ecoturismo) o cumpliendo de manera estricta con los preceptos de sus religiones, por ejemplo están los amish que usan cinturones sin hebillas metálicas, jamás pintan las fachadas de sus casas de madera porque sería pecado de orgullo, se trasladan de un lado a otro vestidos como en el siglo XIX y en carricoches tirados por caballos; están asimismo los mormones (muy probablemente a su pesar monógamos) y numerosos adeptos de una nueva religión muy extendida, no sólo en Belice sino también en Yucatán y el mundo entero, llamada allí la fe de Bahá’í, cuya sede está en Haifa, una mezcla curiosa de las religiones anteriores al cristianismo (Zoroastro) y de las religiones monoteístas, tirando más bien a la musulmana, aunque en verdad se parece en algunos de sus preceptos, pero no en sus vestidos, a los talibanes.

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He venido a Berlín varias veces, tres antes que cayera el muro, después en 1990 y 1992, cuando recorrí algunas ciudades alemanas al terminar la feria de Frankfurt, y también en 1995 para un congreso sobre judíos nacidos en Latinoamérica. En el 2000 participé en un Congreso sobre la Malinche, personaje que corre el riesgo de convertirse en la nueva Frida Kahlo. Me invitaron Carlos Rincón y Bárbara Dröescher del Instituto Latinoamericano de la Universidad Libre de Berlín; me alojaron en el Hotel Kempinski, bien situado, hermoso, elegante, sin demasiada ostentación, a cuyo enorme lobby llegaban altas y rubias mujeres cubiertas con abrigos de visón (¿las esposas de los capos de la mafia rusa?). En ocasión de esa visita mía, se organizó también una conferencia en el Instituto Iberoamericano de la Biblioteca Iberoamericana sobre los campos de concentración nazis y las políticas de la memoria, justo después de que se conmemoraba la liberación de Auschwitz por los soldados aliados (27 de enero) y los neonazis de Berlín protestaban el 30 de enero porque se intenta construir un memorial para recordar el asesinato de los judíos alemanes y europeos en el predio donde estuvo el búnker de Hitler, y al mismo tiempo en que los partidos de derecha neonazi estaban a punto de tomar el poder en Austria, se hizo público que en Suecia hubo muchos colaboradores fascistas –incluso algunos solicitaron trabajar como vigilantes en los campos de exterminio– y se desató en Suiza, ese filisteo país, una ola derechista y muy antisemita.

Pero lo que más me interesó fue la efervescencia de esta ciudad que ya he visitado, como dije antes, en muy distintas situaciones. En 1987 pasé por Check Point Charlie, del que queda un escaso letrero en una calle, apenas una señal para no olvidar su antigua y temible presencia; cerca una línea roja que señala lo que fue el muro, del cual resta una pequeña parte de cemento armado y varillas retorcidas. En 1995, una muralla aérea, por llamarla de algún modo, coronaba el cielo de la ciudad, inmortalizada por Wenders, infinidad de grúas y de altas plumas llegaban hasta las nubes. La puerta de Brandemburgo estaba abierta, Alexander Platz volvía a retomar su ímpetu y quizá muy pronto retomará el carácter de lo que fue durante la época en que Döblin escribió su famosa novela, dándole a ese lugar un sitio predominante en la vida de Berlín; la sinagoga se reconstruyó y se han abierto muchos cabarets como en la época de Dix, Gross, Weil y Brecht. La Postdammer Platz es un hervidero de grúas y escombros y vendedores de ámbar y cajitas de laca rusas, además de mamatchkas, los horribles sombreros de piel, y miles de transeúntes que cruzan apresurados las calles improvisadas entre máquinas y polvo. Edificios de todo tipo, algunos horribles, otros extraordinarios crecen como hongos en un ábrete sésamo milyunochesco.

Un lugar excepcional lo ocupa el nuevo museo del judaísmo, aún vacío en 2000 y cuya construcción aparecería como caprichosa a primera vista: un edificio que corre en zigzag, recubierto de placas de zinc y perforado por numerosas ventanas colocadas en lugares inusitados, formando extrañas figuras y luminosidades. El edificio construido por un arquitecto nacido en Lodz, Polonia, en 1946, de padres judíos sobrevivientes, se llama Daniel Libeskind (el hijo querido es la traducción de su apellido). “El museo –dice su autor– ha sido concedido como un emblema en el cual lo visible son los elementos estructurales reunidos en este lugar de Berlín para exhibirse mediante una arquitectura donde lo innombrado es el nombre de lo que se mantiene en silencio”. Las simétricas planchas de zinc brillan o se oscurecen según el clima, pero las ventanas obturan el espacio y lo vulneran, son como heridas que han dejado cicatrices imborrables. El edificio se conecta con un antiguo palacio donde trabajó como abogado E. T. A. Hoffman, el músico y escritor fantástico del siglo XVIII; el patio lleva inscripciones que derivan de un concepto de la poesía de Paul Celan, realizado por su esposa, Gisèle Lestrange, y 60 espacios dentro del museo se refieren al mismo número de aforismos del libro de Walter Benjamín, Dirección única. Un espacio cerrado, oscuro, helado, iluminado apenas por una ventana perforada en el muro, es la torre del holocausto, lugar donde uno se siente totalmente desamparado, de la misma manera en que se siente perder el equilibrio frente a la plaza donde se han construido 49 columnas de concreto en cuya cima crecerán árboles, ahora desnudos, que con sus ramas secas apuntan al cielo. La torre del holocausto siempre permanecerá vacía, está situada frente al edificio principal y se conecta a él por un subterráneo invisible desde fuera, la construcción tiene como emblema principal la producción de espacios vacíos imposibles de colmar. “El museo judío –concluye Libeskind, quien construirá pronto un edificio en Guadalajara– tiene una relación multivalente con su entorno. Actúa como lente de aumento que agiganta los vectores de la historia y permite que los espacios y continuidad se hagan visibles”.

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Barton Creek es una cueva subterránea, en las montañas de Belice, cerca de San Ignacio, no muy lejos de la frontera de Guatemala. Es una excursión obligada cuando uno se encuentra en esa zona, y yo me encontraba, como decía antes, a finales de diciembre del 2001, por lo que cumplí efectivamente con esa obligación y con ese placer ineludibles.

Fuimos varios de los turistas alojados en un “resort” de nombre pomposo. Éramos ocho adultos y dos niños, mis nietos. Nuestro guía, un alemán parecido a un vikingo, Manfred, lleva viviendo 25 años en Belice con su esposa inglesa, ocho hijos y doce vacas, conduce un Land Rover que pertenece al dueño del hotel, Bart, un norteamericano que se ha establecido también en ese pequeño país para poder practicar a la vez el comercio de turistas y su devoción a una secta conocida como la religión Bahá’í, cuyo máximo propósito es el de enderezar los entuertos de la humanidad (en su totalidad), mediante la unidad religiosa, la adquisición de conocimientos, la igualdad del rango entre el hombre y la mujer, la resolución espiritual del problema económico (que nuestro anfitrión logra a la perfección), la firmeza, la obediencia, la cortesía, la castidad y la pureza, el desprendimiento, la bondad, la equidad, el ayuno, la prohibición absoluta de ingerir bebidas alcohólicas, la oración como obligación, no murmurar o no calumniar, respetar a las leyes y a los gobiernos, etc., etc. El hotel opera con 18 ayudantes, todos convertidos a la religión Bahá’í, muchos de ellos mayas trilingües. Están al servicio total y voluntario de su patriarca, el jefe del clan, a la vez un comerciante: sus ganancias son máximas, las de sus empleados mínimas, como es de esperar, su devoción obsequiosa y ejemplar. Entre comidas se celebran servicios, él los dirige y extiende sus tentáculos hasta Yucatán. Sus empleados, perfectamente aleccionados, se acercan a los turistas mientras comen para ofrecerles viajes atractivos a las ruinas mayas, a los zoológicos vecinos, al mariposario, a la cascada de las Tres Hermanas, viajes que luego comprobamos cuestan diez veces menos en el pueblo.

Mientras viajábamos rumbo a Barton Creek, Manfred nos ilustra acerca de la flora y la fauna de la zona, la composición étnica del país, los tipos de cultivo, la pobreza de una tierra selvática no apta para la ganadería ni la agricultura, la decadencia de los mayas, en una época cerca de dos millones de personas que de repente abandonaron sus ciudades dibujando un enigma aún no resuelto, y por fin, las distintas costumbres de las numerosas sectas religiosas residentes allí, huyendo de las dificultades que la práctica de sus religiones encuentra en sus países de origen.

Llegamos muy bien informados a la cueva, nos distribuimos en tres canoas (yo sobro siempre), en una canoa va el guía, mi hija, mi yerno y mis nietos, una pareja de alemanes en una canoa pequeña y en la tercera, de tamaño mediano, una norteamericana al timón (en las canoas, es virtual y, como en los barcos, se sitúa en la parte de atrás, la popa), la mujer se llama Carol, es robusta, eficiente, malencarada y ha nacido cerca de un río, de allí su ejemplar destreza con los remos; su esposo Nima, serpa nepalés, obviamente alguna vez guía en el Himalaya (seguramente también allí sedujo a Carol o ella a él): su sudadera subraya esa profesión y anuncia su pericia. Quedo sentada en medio, como salero, mi función es iluminar la cueva con una linterna alimentada por una batería de coche.

Vamos recorriendo galerías suntuosas, formaciones rocosas que figuran encajes y adquieren diversas y ricas tonalidades, múltiples y variadas, llegamos por fin casi al final de nuestro recorrido donde las rocas caen a pico, casi a ras del agua, hay que inclinarse, remar con precaución y, a veces, impulsarse, apoyándose en las rocas, operaciones todas que logramos con éxito o que lograron con eficacia mis remeros. Regresamos sin incidentes por el mismo camino, recorremos los pasajes difíciles, todo va viento en popa, cuando de repente Nima se ofusca, rema hacia la pared lateral derecha, las rocas casi golpean su cabeza, yo me tiro al suelo sin dejar de iluminar el camino, Nima se encarama en lugar de agacharse, ha olvidado que se encuentra en un río y quiere poner en práctica sus buenos oficios de alpinista. Obviamente, la canoa naufraga, siento con gran sorpresa que la canoa se vuelca, que caigo en el agua con mis botitas españolas beige recién boleadas, mis calcetines nuevos y blancos, mi pantalón negro de diseñador, mi bolsita de terciopelo negro bordada sobre negro (de Chiapas, aún no hemos ido a Guatemala), mi hermosa blusa roja, mis collares, mis aretes, la linterna que mantengo firmemente agarrada, iluminando el fondo del río. Me hundo, trago agua, y vuelvo a resurgir gracias a mi salvavidas que es de un color muy rojo, mi hija grita, le pide a mi yerno que se eche al agua para salvarme, el guía exige prudencia, sabe que en las canoas cualquier movimiento brusco altera el equilibrio y todos pueden caer al agua, nadie, excepto yo, lleva salvavidas. Nima llora, hace pucheros, Carol lo confronta, le dice, no te preocupes Nima, no va a pasar nada, aquí estoy yo, te cuido: es ancho de espaldas, sus piernas como troncos, sus músculos de acero como quien dice y el rostro infantilizado por el miedo.

¡He naufragado, por fin he naufragado!, me digo triunfante. ¿Podré estar ahora a la altura de los grandes viajeros y como Gonzalo Fernández de Oviedo (en su Proemio al libro quincuagésimo y último de su Historia natural y general de las Indias, donde narra los infortunios y naufragios acaecidos a varios viajeros en los mares de la India, Islas y Tierra Firme del Mar Océano), sí, como Fernández de Oviedo, podré exclamar justificando la escritura de sus y mis relatos: “porque los hombres sepan con cuántos peligros andan acompañados los que navegan”?

¿Qué hubiera pasado si en lugar de navegar por la humilde y doméstica cueva de Barton Creek, Nima me hubiese servido de guía en el Himalaya? ¿Hubiera perecido de frío, de sed, de hambre en las nieves eternas? ¿Cómo se hubiera comportado Carol si hubiese estado bajo la protección de Nima actuando como serpa? ¿O qué me hubiera pasado si yo hubiese acompañado a mi marido en un galeón proveniente de Goa y hubiese naufragado en las costas de África, inclementes y sudorosas, expuestas a los embates terribles de los leones y los tigres y de los nativos africanos a quienes los europeos llamaban con desprecio cafres? ¿En estos días en que un cafre es simple y llanamente un mal chofer? ¿Cómo guarecerme de la intemperie, cómo cubrirme el cuerpo desnudo con estos mis cabellos cortados a la moda de Vidal Sasoon? ¿Hubiera podido decir, de nuevo como Fernández de Oviedo, “que aquel navío ninguna cubierta tenía donde pudiese hombre esconderse de los aguaceros ni del sol, ni teníamos pan ni vino?” A nosotros Bart nos mandó unos sándwiches de queso, jamón, pepinos y jitomate, brownies y coca cola y yo los devoré, hecha un adefesio, con los pelos pegados a la cara y con ropas prestadas, y jamás tuve la ocasión de esbozar ninguna de las figuras de la muerte que la mayoría de los náufragos, por ejemplo Cabeza de Vaca, lograron dibujar con tanta perfección en sus escritos.

Podría asegurar, eso sí, que con estas y muchas otras dificultades plugo a Dios Nuestro señor que aportara el salvamento a la isla antes mencionada, y añadir que entré en el puerto de la ciudad de Santiago, si simplemente sustituyo a esa ciudad por el pueblo de San Ignacio en Belice, y en lugar del adelantado Diego de Velásquez que recibió a Oviedo en la isla de Cuba, menciono al inefable y untuoso Bart quien, junto con sus empleados, me recibió como si fuera una sobreviviente rescatada de las borrascosas aguas del Mar Océano, para poner pie de manera ominosa en la Tierra Firme, es decir en su albergue, llamado suntuosamente Maya Mountain Lodge and Tours, donde, en una de sus cabañas rústicas (descritas como pintorescas) y mal iluminadas, pude cambiarme de traje, cepillarme el pelo y constatar que mis pantalones negros de diseñador, arrugados y todavía mojados por el agua de Barton Creek, hubieran debido enviarse a la tintorería porque sólo podían lavarse en seco.