UNO
Argumentación, enojo, sentido común, humor y una vívida sensación de realidad. Más que en cualquier otra sección del diario, en las Cartas al Director la actualidad deja ver matices o tonalidades que en muchas ocasiones la noticia, ya sea por apuro, desidia o línea editorial, no permite desplegar.

Históricamente la carta ha sido concebida como la forma más privada de comunicación. Por algo es un delito abrir correspondencia ajena. Con la carta que se escribe para un diario, sin embargo, sucede lo contrario: la intención es que la lea no solo el director, sino la mayor cantidad de personas posible. Esa contradicción es única. De ahí que esa página sea una prolongación de la plaza pública: el espacio donde los ciudadanos expresan sus opiniones, donde explicitan sus apoyos y desacuerdos, donde juzgan a las autoridades y al propio medio. Es frecuente, por ejemplo, que en este espacio se publiquen aclaraciones de personajes que han sido citados –mal citados– en reportajes anteriores. Entregan su versión y piden más rigor. Nunca descalifican al autor del artículo, pues saben que el ataque frontal equivaldría a no ver nunca su carta impresa en el diario.

Esto nos lleva al tema de la edición. Al igual que en Política y Economía, el editor de Cartas es alguien de confianza del director o de los dueños del medio. Las cartas, entonces, no obstante transmitir una fuerte sensación de espontaneidad, son al mismo tiempo un espacio en el que se miden fuerzas, se resguardan los equilibrios y se protege la ideología. Los editores de esta sección pueden formar parte del comité editorial y, en más de un sentido, recuerdan a los “inspectores de pesos y medidas” del Imperio Austro Húngaro: funcionarios que recorrían hasta las zonas más aisladas del territorio para examinar las varas, las balanzas y las pesas, como una forma de asegurar que los comerciantes no engañaran al Estado.

Con todo, lo que domina es la sintonía con la comunidad. Los temas que de verdad importan (los abusos sexuales del clero, el inminente monopolio que podrían ejercer dos compañías en caso de fusionarse, el futuro energético del país y la permanente discusión con respecto a lo que se debe hacer para sacar a la educación pública del túnel) gozan de un largo seguimiento. Incluso si uno tiene prisa, podríamos decir que basta leer la página de cartas para quedar bien informado. Lo singular de esta sección es que también deja espacio a cuestiones laterales, a digresiones, a comentarios al margen. Las Cartas son actualidad, pero también son un alivio contra la solemnidad con que se aborda la actualidad. Y tampoco son exclusivas de personalidades públicas o de quienes forman parte de los think tanks. Al contrario, es uno de los pocos lugares que tienen los “no profesionales”, es decir la ciudadanía, para manifestar su compromiso en la gestión de los asuntos comunes.

Los adalides de la informática dicen que en la red están las verdaderas pulsiones de la sociedad. Es muy posible. La propia prensa cuenta ahora con foros para que los lectores comenten los juicios de sus columnistas y la cobertura de ciertas noticias. A eso llaman democratización. Lamentablemente, eso sí, lo que se ve con demasiada frecuencia es el narcisismo desenfrenado, la canallada encubierta con seudónimo y la más repelente de las ordinarieces. Campea el garabato, la descalificación, el ataque personal. Es el terreno de los espartanos, mientras que las Cartas al Director, sin duda, guardan más parecido con Atenas y su respeto –valoración– por lo público.

DOS
Así como las cartas de los lectores transmiten la sensación de ser anteriores al periodismo, más íntimas, modestas y desinteresadas, la literatura elaborada a partir de epistolarios irradia algo que está muy cerca de la verdad. 84, Charing Cross Road de Helene Hanff es la muestra más refinada y conmovedora de este efecto. Se trata de un libro escrito a partir de la correspondencia que suscribió la autora con el encargado de una librería londinense durante dos décadas. Divertida, maniática y generosa, Helene Hanff era una dramaturga de escaso éxito que se las arreglaba para vivir en Manhattan, a fines de los años cuarenta, gracias a la escritura de guiones para televisión. Como nunca tuvo una educación formal, decidió, en 1949, acceder a la cultura clásica por su cuenta. Pero en las librerías de Estados Unidos era dificilísimo encontrar lo que ella anhelaba: ensayos de Hazlitt y Stevenson, la Biblia latina, la Antología de poesía inglesa de la Universidad de Oxford, El viaje a América de De Tocqueville, la obra completa de John Donne y un largo, larguísimo, etcétera.

Fue así como, a través de un anuncio en el diario, supo de la librería Marks & Co., ubicada en el número 84 de la calle Charing Cross Road de Londres. La primera carta está fechada el 5 de octubre de 1949 y la última en octubre de 1969. Son 20 años en los que somos testigos de una pasión por la literatura totalmente singular y también de un amor por la profesión de librero pocas veces narrado. Frank Doel es quien contesta la mayor parte de las misivas. Al principio se despide con un cortés “Quedo a su disposición”. Hacia el final, escribe “Con todo el cariño de Frank”. Ella va del “Les saluda Helene Hanff (Srta. Helene Hanff)” del primer envío al “Besos” del último.

A medida que avanza la correspondencia los lectores nos enteramos del racionamiento de alimentos que vivieron los ingleses después de la Segunda Guerra Mundial, de los movimientos del personal del negocio, de cómo crecen las hijas de Frank y de las dificultades del trabajo de Helene. Vive en un edificio que se cae a pedazos, se viste con chalecos apolillados y pantalones de lana porque jamás prende la calefacción, y sus libros reposan en libreros hechos con cajas de naranjas. No tiene gran aprecio por las primeras ediciones; al contrario, ya en el primer mensaje define que el precio de un libro no debe superar los cinco dólares.

Hanff desdeñaba las novelas y la poesía sentimental, si bien estaba dispuesta a devorarse todo el resto. Quizá su mayor excentricidad son sus gustos como lectora o como relectora, porque como ella aclara, “va contra mis principios comprar un libro que no he leído previamente: es como comprar un vestido sin probártelo”. Tener un texto muy valioso le provoca culpa y un infinito placer, y le gustan los libros usados por varios motivos: le encanta que se abran por la página que el anterior propietario abría con mayor frecuencia y leer las anotaciones al margen le provoca una indescriptible sensación de camaradería. Cuando un libro es bello pone especial cuidado en no mancharlo con cenizas de cigarro o ginebra (se vislumbra que escribía los guiones en el más absoluto despelote), aunque tiene la saludable costumbre de botar los textos a los que no volverá, como si fueran una blusa que le queda estrecha. “Personalmente creo que no hay nada menos sacrosanto que un mal libro o un libro mediocre”.

En 84, Charing Cross Road no hay apreciaciones literarias deslumbrantes, abundantes antecedentes de la vida de los autores citados o alusiones a las corrientes de moda en aquellos años. Helene Hanff es ante todo una lectora. Una lectora extravagante y, por lo mismo, admirable. Y Frank Doel es un librero riguroso, confiable, atento. Entre ambos surgió una relación de respeto y admiración: quizá eso sea a fin de cuentas lo más parecido al amor.

TRES
Una medida de la calidad de un columnista es el número de cartas que provoca entre los lectores del medio. Joaquín Edwards Bello y Roberto Arlt escribieron muchas crónicas en las que contestaban a un lector. A veces daban su nombre y exponían brevemente de qué se trataba la misiva, convirtiendo en público el diálogo privado. “He recibido un verdadero montón de cartas. Hay para todos los gustos. Desde la felicitación cordial hasta la maldición más simpática”, sintetiza Arlt en una de sus Aguafuertes porteñas.

Carlos Peña actualmente suele causar la irritación de los sectores más conservadores del país, pero nunca utiliza su tribuna (o sea, su próxima columna) para responder tales misivas. En España, en cambio, Javier Marías más que responderles a los lectores que lo critican, los acalla. Su caso demuestra que la referencia a las cartas recibidas es, además de una medida de calidad, una forma de calibrar el ego del columnista.

CUATRO
La manera en que la prensa cubrió el epistolario entre Doris Dana y Gabriela Mistral, remitiéndose exclusivamente a la identidad sexual de la poeta, refleja el provincianismo que todavía padecemos. De pronto fue ese provincianismo el que motivó a Gabriela Mistral a huir –o a liberarse– de Chile.

CINCO
La Carta al padre se encuentra entre los textos más perturbadores de Kafka. Por consideración a la familia, Max Brod la publicó después de la muerte de las hermanas del escritor checo. Lo primero que impresiona es la utilización de un tono jurídico para referirse a una relación afectiva, como si en realidad importaran más los hechos –las pruebas– que los sentimientos y las motivaciones.

La misiva es una descripción pormenorizada del vínculo del autor con su padre, deteniéndose en ciertos castigos que vivió en la infancia, en el trabajo en la tienda, en la elección de la carrera o, hacia el final, en el significado del largo y tortuoso compromiso de matrimonio con Felice Bauer. Más que denostar la figura del padre y mostrarse él como una víctima, estamos ante el examen exhaustivo, casi clínico, de dos caracteres contrapuestos. Hermann es energía, laboriosidad, salud, elocuencia. En el negocio y en la casa derrochaba confianza en sí mismo, incluso una cierta desmesura y tiranía. “De todo eso yo, en comparación, no tenía nada o muy poco”, escribe el hijo, Franz, temeroso, débil y enfermizo.

Su tormento proviene de una paradoja que lo inmoviliza: carece de la fuerza para cumplir las órdenes tal y como el padre anhela, no obstante le falta también la fuerza para rebelarse contra él. Esa parálisis define la relación padre-hijo y permite al mismo tiempo que emerja la vocación por la escritura. Kafka no lo dice directamente, pues, lo sabemos, Kafka nunca dice algo en forma directa. Lo suyo es el desvío, los trayectos que nunca llegan a término, las relaciones indirectas. “Perdí la facultad de hablar”, escribe en la carta. “Seguramente tampoco habría sido nunca un gran orador”. Kafka como un hombre que no habla, es decir, como un hombre que escribe y encuentra en el papel –y en la soledad de su cuarto, con el silencio que únicamente en la madrugada es posible sentir de manera envolvente– la libertad que no posee en la vida real. “En lugar de gritar, escribo libros”, diría muchos años después Romain Gary, un escritor kafkiano en el desamparo y kafkiano en el misterio.

Debido a su hablar balbuceante, Kafka optó por la letra. Fue un escritor compulsivo de cartas, meticuloso y narrativo en el más amplio sentido de la palabra: contaba experiencias que el destinatario había vivido, convirtiéndolo en el personaje de la historia. Incluso mantuvo un compromiso de matrimonio casi exclusivamente epistolar. Los cinco años con Felice Bauer han sido condensados en un volumen de 750 páginas que, para Canetti, constituyen El otro proceso de Kafka. Así se llama el libro excepcional que escribió el autor de Masa y poder después de leer la correspondencia y constatar que el único compromiso que Kafka podía conservar era con la literatura. El susto que le provoca el matrimonio lo deja entrever en varios mensajes, para que Felice se vaya haciendo a la idea de que será difícil llegar hasta el final. “Hace algún tiempo”, escribe Kafka, “me preguntaste por mis planes y perspectivas. Me quedé asombrado por la pregunta (…) No tengo naturalmente ningún plan ni perspectiva; no puedo ir hacia el futuro; puedo, sí, arrojarme al futuro, rodar hacia el futuro, dar un tropezón hacia el futuro, y más: puedo quedar tendido. Pero realmente no tengo ningún plan ni perspectiva. Si estoy bien, el presente me colma; si me va mal, maldigo el presente, y más aún el futuro”. Otra carta es todavía más elocuente respecto de su entrega a su obra: “A menudo he pensado que la mejor vida para mí consistiría en recluirme con una lámpara y lo necesario para escribir en el recinto más profundo de un amplio sótano cerrado. Me traerían la comida desde fuera y la depositaría lejos, tras la puerta más externa del sótano. El ir a buscar esta comida, vestido solo con una bata, a través de los pasillos del sótano, sería mi único paseo. Luego regresaría junto a mi mesa, comería lentamente, reflexionando, y de inmediato volvería a escribir”.

Asumir la responsabilidad del casamiento era demasiado para él, porque implicaba un esfuerzo inmenso para alguien tan inseguro que llegaba a despreciarse a sí mismo. “Desde el punto y momento en que decido casarme, no puedo dormir, la cabeza me arde día y noche, ya no vivo, desesperado doy tumbos de un lado a otro”, explica Kafka en la Carta al padre, a modo de excusa, en esta narración que cristaliza todas las obsesiones del escritor. Hay momentos en que utiliza imágenes de insectos para ejemplificar las complejas relaciones familiares, llevándonos de manera indirecta a La metamorfosis o a los cuentos de animales. En otro pasaje habla de “ese horrible proceso pendiente” en el que el padre siempre es el juez, mientras que él es el condenado. La mayor parte de las relaciones serían para Kafka una proyección de la imagen de un juicio permanente, incomprensible y arbitrario. “Tiene miedo de que la vergüenza le sobreviva”, le escribe a su padre a propósito de una persona que padecía un sentimiento de culpa similar al suyo. Con esta frase Kafka también cierra El proceso.