El último día de mayo de 1978, tomé la gran decisión. No pude resistirme. Faltaban pocas horas para que se iniciara el Mundial de Fútbol en Argentina. Para entonces, los muertos y desaparecidos en el país de Perón y Gardel sumaban varios miles desde que un 24 de marzo de 1976 los militares se tomaran el poder. Aunque bien sabíamos los chilenos que la cacería se había iniciado mucho antes, con firma y puño de López Rega sentado a la diestra de la presidenta Isabelita Perón.

Todo eso lo sabía. Pero mi otro yo me acosaba con la magia en la que me iniciara siendo solo una niña: el Mundial volvía por primera vez a tierra sudamericana desde ese inolvidable Mundial del 62 en Chile. Un recuerdo bombardeado de inmediato por el clamor de las organizaciones de derechos humanos por impedir que el torneo se hiciera en Argentina, y por la demanda de un boicot más tarde. Pero nada resultó.

No podía ser de otra manera con el fascista Joao Havelange a la cabeza del fútbol del mundo (FIFA). Por su frase “la Argentina está ahora más apta que nunca para organizar el Mundial”, sus cenas con el dictador Videla y los millones por los que nunca dio cuenta, nadie lo ha juzgado. Ha gozado y sigue gozando de total impunidad.

Pero en esos días de mayo de 1978, Havelange no me importaba. Y yo, obligada a vivir transitoriamente en Francia en esos días de dictadura en Chile, tomé culpable el teléfono ese miércoles 31 de mayo y llamé a Locatel, la empresa de arriendos de televisores más importante de Francia.

-Señor, necesito un televisor a color urgente. Pero tiene que estar mañana en mi casa -dije con voz decidida.

-No se preocupe, señora, su marido no se escapará y estará en su casa mañana para ver el Mundial -respondió mi interlocutor.

-De qué marido me habla, si soy yo la que necesita ver ese Mundial -repliqué molesta, olvidando mis culpas.

Y así fue como ese jueves 1 de junio, cuando el verano ya se anunciaba en París, llegaron tres empleados de Locatel a mi casa con el televisor más maravilloso que yo haya tenido nunca. Mientras lo descargaban e instalaban, los tres hombres reían. No podían creer que una mujer fuera fanática del fútbol. Hicieron bromas estúpidas, como que había otros hombres más guapos que el italiano Paolo Rossi, el jugador que enloquecía a las mujeres por entonces.

No quise decirles que era el fútbol lo que me apasionaba, que lamentaba profundamente que nos perdiéramos al mejor jugador de la época, el holandés de la Naranja mecánica Johan Cruyff, que adelantó su retiro para no ir a estrecharles la mano a los dictadores. Opté por guardar silencio, porque la culpa volvía con fuerza. Y también omití que si de atracción hormonal se trataba, era otro protagonista de ese Mundial el que sacudía mis sentidos.

Ignoraba que él también me sorprendería.

Pero esa tarde yo no tenía tiempo para explicaciones. La ansiedad se había apoderado de mí y quería que pronto se fueran para preparar con calma la inauguración de mi fiesta privada.

Cuando esa noche desde la reluciente pantalla se asomaron los rostros de los hinchas argentinos, escuché sus gritos y pude zambullirme en la cancha de River Plate, donde se enfrentaron Alemania y Polonia, estallé en sollozos.

Solo entonces entendí que mi deseo oculto y arrollador era acercarme, aunque fuera a través de esa pantalla arrendada, al olor y sabor de lo mío. Y también intentar recuperar ese alegre ritmo de mi infancia: volver a la maravillosa sensación de vivir la fiesta masiva y embriagadora de los fuegos artificiales que fluyen desde la cancha, sin el peso de la muerte de tantos alrededor.

Y ya no pude parar de llorar.

Y volvería a sollozar después al enterarme que esa misma noche, el arquero de la selección sueca, Ronnie Hellstrom, no estuvo en la inauguración: optó por acompañar a las Madres de la Plaza de Mayo que exigían que les devolvieran vivos a los suyos.

Fue solo hace algunos años, al leer una entrevista de Menotti, que recuperé el respeto –y solo el respeto- que me inspiraba: “Hay un fútbol de derecha y otro de izquierda. El fútbol de derecha nos quiere sugerir que la vida es lucha, exige sacrificios, debemos volvernos de acero y ganar con todos los métodos… Obedecer y funcionar, eso es lo que quieren los del poder con respecto a los jugadores. Así van creando cada vez más tarados, los idiotas útiles que acompañan al sistema”.

Fueron 25 días de mucho llanto y trasnoche. Más de alguien debe haber pensado que “la chilena” se estaba drogando. Porque me sumergí en un mundo donde no cabía nadie extraño. Solo yo y mis recuerdos. Por la diferencia horaria, debía esperar hasta muy tarde, ya en la madrugada, para ver los partidos. Y cuando la transmisión terminaba, no me movía. Era como jugar al undostres momia. Permanecer en Argentina. Aun cuando estuvieran succionando desde sus casas y en las calles a hombres y mujeres y hasta robándoles los hijos a las prisioneras embarazadas.

No supe que en esos mismos minutos del martes 6 de junio, cuando se enfrentaron Francia y Argentina y yo –más culpable aún- estallé entre lágrimas en un grito de regocijo con el segundo gol de Argentina, mi voz se unió a otras que sofocaron los lamentos de los que torturaban y asesinaban en la mayor cárcel secreta, la ESMA, ubicada a solo diez cuadras de la cancha de River Plate.

No olvidaré al peruano Teófilo Cubillas. El 21 de junio, perdiendo ante los dueños de casa por 4 goles contra 1, su hombría y dignidad me recordaron la madera de la que están hechos los jugadores de verdad. Los que no venden la principal fiesta popular por unos dólares.

Su coraje mitigó mi indignación al saber que el ex secretario de Estado de Richard Nixon, Henry Kissinger, uno de los principales gestores del Golpe de Estado en Chile, era invitado por Videla y Massera al palco principal del estadio.

“Los argentinos somos derechos y humanos”, rezaba el cartel que copiaba una frase del dictador en réplica a las denuncias de la masacre. Me estremecí ante el escarnio y la mentira. Y decidí parar.

Esa noche, intenté un gesto de rebeldía. Me fui a dormir. Pero el pito argentino igual irrumpió en mis sueños. Culpable y extenuada me instalé frente al televisor. Ignoraba que a solo dos días de la final, en la noche del 23 de junio, había sido liberado gracias a la presión internacional Adolfo Pérez Esquivel (Premio Nobel de la Paz 1980) desde una cárcel secreta en La Plata.

“En la cárcel, como los guardias también querían escuchar los partidos, el relato radial nos llegaba por altoparlantes. Era extraño, pero en un grito de gol nos uníamos los guardias y los prisioneros. Me da la sensación de que en ese momento, por encima de la situación que vivíamos, estaba el sentimiento por Argentina”, recordaría más tarde.

Cuando años después mi amigo Abel Gilbert, quien escribió el mejor libro sobre la esquizofrenia que vivieron los argentinos en esos 25 días de junio de 1978, me describió lo que pasaba alrededor de cada partido, volví a sentirme culpable. De las 9 mil desapariciones comprobadas por la Comisión Nacional de Desaparecidos (CONADEP), que presidió Ernesto Sábato, una gran parte ocurrió en 1978. Durante el Mundial la cacería no tuvo tregua.

Como sonámbula llegué al 25 de junio. Para jolgorio de los dictadores y sus partidarios, Argentina estaba en la final. Al frente, un rival potente: Holanda. Fue un partido dramático. Se acercaba el final del segundo tiempo y había empate. Vendría el alargue prolongando la angustia de millones de argentinos. En el último minuto, un estúpido poste impidió que la Naranja mecánica sin Cruyff, pero a través de la cabeza de Rensenbrink, dejara a Videla sin su copa.

Por eso tengo al gran jugador argentino Mario Kempes, el goleador del campeonato y autor de los goles que le dieron la copa al dictador Videla, en el congelador.

Ese domingo no pude permanecer sentada y dejé escapar toda mi rabia con la esperanza de que Argentina perdiera. Y con la ilusión secreta de que el hombre que concitaba mi atracción fatal, el entrenador de la selección albiceleste César Luis Menotti, inteligente, culto y progresista, les hiciera aunque fuera un pequeño desprecio a los asesinos.

“Todos los presos políticos, los perseguidos, los torturados y los familiares de los desaparecidos estábamos esperando que Menotti dijera algo, que tuviera un gesto solidario, pero no dijo nada. Fue doloroso…”, diría después Pérez Esquivel.

Para mí también. Desde ese día ya no volvió a cautivarme. Y ni siquiera lo que dijera Valdano, otro gran entrenador argentino que se quedó en el Real Madrid, me devolvió la fascinación que me provocaba: “Yo le oí las palabras que él dirigió a los jugadores antes de la final. Menotti les dijo: ‘Nosotros somos el pueblo, pertenecemos a las clases perjudicadas, nosotros somos las víctimas y representamos lo único legítimo en este país: el fútbol. Nosotros no jugamos para las tribunas oficiales llenas de militares, jugamos para la gente. No defendemos la dictadura, sino la Libertad’”.

Fue solo hace algunos años, al leer una entrevista de Menotti, que recuperé el respeto –y solo el respeto- que me inspiraba: “Hay un fútbol de derecha y otro de izquierda. El fútbol de derecha nos quiere sugerir que la vida es lucha, exige sacrificios, debemos volvernos de acero y ganar con todos los métodos… Obedecer y funcionar, eso es lo que quieren los del poder con respecto a los jugadores. Así van creando cada vez más tarados, los idiotas útiles que acompañan al sistema”.

Han transcurrido 32 años y nada es igual a aquel junio de 1978. El televisor de Locatel fue devuelto a mis arrendadores y poco después yo iniciaba mi regreso a Chile. La pantalla me había acercado a mi país con un derroche de culpas y emociones que se convirtieron en el puntapié de una decisión de la que jamás me arrepentiré.

Escribo estas líneas poco antes de que el Mundial comience. Otra vez me preparo para la fiesta. Con los amigos de siempre, con los vivos y los que ya no están, pero que siempre ríen y gritan en estas ocasiones. Porque el fútbol es vida y memoria, es alegría y pena compartida. Una historia que se enlaza y da identidad, pertenencia. Por eso no podré jamás olvidar el Mundial del ’78.