Un hombre muere y deja, en la mesita de luz, a pocos centímetros de su cuerpo, una pila de libros. Los cuatro de abajo no parecen leídos. El de arriba, sin embargo, seguramente apoyado pocas horas antes, como se apoyan los libros a esas horas, sin mirar y con los párpados pesados, tiene un señalador a apenas quince páginas del final.

¿Qué libro era?, le pregunto a mi viejo incluso antes de soltarle un pésame mecánico: el muerto es un amigo suyo de sus épocas de mochilero, cuando el sur era un farwest iniciático mucho más grande que ahora. A mi morbo desubicado le corresponde un ¿qué sé yo qué libro era? Hacía veinte años que no nos hablábamos, me dice; estabámos distanciados. Para mi viejo la medida de tiempo «veinte años» equivale a una estimación mucho mayor, un comodín de negación y remembranza casi rothiano; veinte es una cifra redonda que le siempre le sirvió para acomodar el tiempo sin que le pesara tanto. Para él, Casablanca se hizo hace veinte años.

Mi madre acota: el muerto aparece en una diapositiva de mi fiesta de cumpleaños de tres, con un hijo de mi edad. Yo no recuerdo nada, apenas unas gelatinas en cáscaras de naranja.

Nunca voy, pero esta vez decido acompañarlos al velorio. No reconozco a nadie, aunque rápidamente puedo distinguir a la familia del resto. La viuda, claramente recortada por un gesto vencido que no disimula su elegancia, recibe cada abrazo largo sin decir palabra. Detrás de ella, un tipo de mi edad cierra el rito con firmes apretones de mano que da sin sonreír.

Cuando le llega el turno a mi viejo, en pleno abrazo, la viuda dice su nombre y rompe a llorar. Mi madre eleva las cejas y lagrimea, mirándola a los ojos. La mujer, sin soltar a mi padre, le extiende una mano.

Pasa una hora, me aburro y salgo a la vereda. En la puerta me encuentro con el hijo, que pisa un cigarrillo y me invita  al café de la esquina. No tengo excusa y acepto.

Después de varios silencios incómodos, mientras golpea el sobrecito de azúcar, el hijo me cuenta que su padre y mi padre eran carne y uña, hermanos sin sangre. O por lo menos ese era el relato familiar, la leyenda interna circulante. Dos tipos audaces. Batman y Robin.

Flash Gordon y Poncho Negro. Los que fumaban en el baño toscanitos robados. Los que se pusieron los pantalones largos la misma semana. Los que canchereaban con inesperado éxito en la rambla de Mar del Plata. Los que leían los mismos libros al mismo tiempo.

Pará.

(No dije pará, lo pensé.) Improviso desde ahí. Miento. Le digo que mi viejo me contaba lo mismo. Que el tema de los libros era muy fuerte. Que se programaban para no adelantarse el uno al otro: para mañana leemos hasta el capítulo diez, no leas el once, no me cagues. Siempre fui bueno para el verso. Me siento una basura, pero una basura feliz porque el hijo, que recordaba mi cumpleaños de tres y las gelatinas en cáscara de naranja, confiesa que, al llamar a mi viejo para darle la noticia, también le cuenta que seguramente estaban leyendo el mismo libro.

No resistí.

–¿Qué estaba leyendo tu viejo la noche del infarto?
–El último de Barnes: El sentido de un final. Le faltaban quince páginas. ¿Lo conocés?

Claro que sí. Soy un anglófilo en recuperación, y aunque los cuentos de Barnes no me llenan, sus novelas con personajes que alguna vez fueron promesa y terminaron dejándose vivir por vidas grises y amesetadas me atrapan cada vez. En ese momento me cae la ficha de que toda la novela se resignifica en esas últimas quince páginas. Que todo lo que hemos leído hasta allí ha sido solo la mitad de la historia. Que el sentido de ese final es darle precisamente un nuevo significado a todos los finales anteriores: las rupturas amorosas, las amistades truncas, las muertes. En una maniobra caprichosa, como el truco barato de un mago que anima un cumpleaños infantil  o como en esas redacciones de quinto grado que terminaban en que todo era un sueño, Barnes nos hace sentir que hemos vivido en la piel de alguien que entendió todo mal, que se viene contando una historia que no ha sido, porque la vida que nos contamos es, más que la que hemos vivido, la que nos hemos inventado, editando aquí y allá, embelleciendo nuestros desencantos, podando remordimientos, eligiendo qué olvidar, construyendo catedrales majestuosas desde la arquitectura de la autojustificación.

Pienso en el muerto, en las quince páginas que le faltaron, y vuelvo a mentir.

–No, no lo conozco.

Salgo del bar y paso por una librería, a ver si lo tienen. Esa noche se lo regalo a mi viejo.