Publicar algún secreto familiar supone, en primera instancia, un vigor higiénico que descomprime y repara; la luz que rompe las tinieblas, la brisa que ventila.

Detrás de ese impulso, una ilusión. El pasado como una trama literaria que la palabra restituye y fija para los otros, la familia del futuro. El quiste extirpado a modo de libro, objeto que circula despegado ya del cuerpo sufriente, con una vida impredecible.

Pilar Donoso le responde a su padre, ese padre que en sus diarios la trata de limitada de mente, fea, narigona. Un plan de reparación y libertad que se convierte en Correr el tupido velo, un libro terrible y hermoso que, sin embargo, no evita que dos años después la autora se encierre en su departamento de Providencia, acompañada por la dosis suficiente de medicamentos que le permiten liberarse, ahora sí, del peso de los secretos expuestos en el libro.

Si se cierra alguna herida, se abren otras. La palabra que, como un búmeran, vuelve por el lado más filoso.

Es el fracaso de la ilusión purificadora. Quizás porque se escamotean otras fuerzas menos honorables. La revancha, el ajusticiamiento, la injuria que cree resarcir injurias del pasado. Porque se habla, nunca mejor dicho, por la herida. Y el secreto develado oculta otro secreto: la impudicia renta casi siempre, literariamente hablando.

La madre quemada con ácido por el padre, el rostro desfigurado de la madre, el proceso que intenta reparar ese rostro con sucesivas intervenciones quirúrgicas, es lo que Jorge Barón Biza narra en El desierto y su semilla. Un relato que se presenta al mundo como ficción, como novela, pero que el mundo reconoce de inmediato como la historia de Clotilde Sabattini y Raúl Barón Biza, los padres del autor que, a los 56 años, se decide a publicar su primer y único libro. Elegido por Página/12 como libro del año y alabado de forma unánime por la crítica, parecía el comienzo de una carrera literaria tantos años postergada, quizás, por el peso de ese secreto infame. Pero, si el «para que no mueras con las viejas heridas» del epígrafe supone una intención del autor, habría que aceptar otra vez el fracaso. El libro no cerró nunca las heridas o abrió otras nuevas, insospechadas, que llevaron a Jorge a subir hasta el piso 13 de un edificio en Córdoba y lanzarse al vacío.

En ambos casos lo narrado es, de todos modos, un secreto relativo. La historia de los Barón Biza fue parte de las crónicas policiales argentinas de mediados de los sesenta; la de Donoso quedó registrada en sus propios diarios vendidos a la Universidad de Princeton y dados a conocer en 2008. El aporte de los hijos es una mirada desde dentro, el detalle del involucrado que establece las jerarquías de las culpas y el ángulo doméstico del victimario.

En ambos casos se escribe sobre seres muertos, fantasmas que no acusan recibo, lo que termina por convertir la posible venganza en un acto siempre incompleto, otra derrota.

En ambos casos además se trata de un solo libro publicado, un libro único y definitivo, la forma más elaborada de seguir eternamente girando alrededor de ese secreto de familia.

Ganancia, en el mejor de los casos, para los lectores, el mirón impune que se sienta cómodo a enterarse de lo que un padre le hizo al hijo, de la traición del hermano, de la prima que muere por un balazo en la frente o cualquier variante de la intimidad de una familia.

Pero cuando se ha vivido muchos años al amparo de una historia, de un secreto que articula el pasado y el presente, difícilmente su divulgación consigue el anhelado desprendimiento. Ya no se puede vivir sino con esa historia, rendido ante esa historia, aplastado por esa historia.

Entonces la constatación más dura: el libro publicado es solo una versión, el secreto ha sido apenas rozado y el autor, otra vez solo, ya no tiene fuerzas para intentarlo de nuevo.

Si se ataron cabos sueltos, la soga queda ahí, disponible. Si se cerraron ciclos y heridas, el abismo se mantiene abierto, un hocico inmenso que modula un llamado.