En una de las películas menos queridas del director M. Night Shyamalan, The Happening,  todo gira alrededor de las plantas. De pronto, cientos de personas, en distintas partes del mundo, comienzan a suicidarse producto de unas esporas malignas. O eso es lo que creen. En realidad, lo único que llegan a saber los protagonistas es que el desastre tiene que ver con las plantas. Y el viento.

Al final de la novela Casa de campo, de José Donoso, hay una escena que siempre me pareció aterradora. Todos los miembros de una familia –a los que hemos acompañado en sus infortunios por muchísimas páginas– deben rendirse frente a la naturaleza. Todos acostados en el suelo, la cara pegada al piso, deben respirar a intervalos marcados por el tañido de un triángulo («con los ojos cerrados, con los labios juntos, viviendo apenas…») mientras la casa es invadida por pequeñas pelusas, o vilanos.

Lo que hace estas historias terribles es la confirmación de que no sabemos nada. Que, frente al mundo vegetal, estamos a merced de las hojas. Como en la película de horror de Shyamalan, algo terrible ocurre y luego se detiene. No sabemos por qué. Como no sabemos qué sucederá con la familia Ventura luego de esa inquietante escena final.

Leer en verde 

Hay un libro de Jennifer Diski que se llama Lo que no sé de los animales. En él repasa su vida en relación con el contacto que tuvo con los animales: desde los peluches o primeras mascotas de su infancia, pasando por las visitas al zoológico, las películas (de Disney o no), hasta los animales que conoció por sus reportajes, en laboratorios científicos o en un viaje de exploración con elefantes. También indaga en los principales teóricos que han abordado el tema, como Derrida, quien se pregunta, en uno de sus textos, si es que debe sentir vergüenza cuando su gato lo ve salir desnudo de la ducha; en otras palabras, si los animales son capaces de devolver la mirada.

Si bien Diski logra una genial especie de biozoografía en la que, a la vez que se resalta la importancia de estos seres en la vida de las personas (Donna Haraway, teórica clave de los Animal Studies, las denominó en su momento companion species), al final lo que se enfatiza también es ese radical desconocimiento, incluso de las mascotas que nos han acompañado toda la vida. Algo que en el mundo vegetal se ve más que a menudo. Un ejemplo es el pasto. Ese olor delicioso a pasto recién cortado es en realidad una señal de alerta que emite ese organismo para avisar a otras plantas cercanas que hay un depredador cerca. Si existe ese malentendido tan grave, ¿cómo podemos leer las plantas? ¿Cuánto más es lo que no conocemos?

Algo parecido a lo que hace Diski pero con plantas es el reciente libro de los filósofos Luce Irigaray y Michael Marder Through Vegetal Being (2016). Allí, ambos relatan sus vidas en conexión con el mundo vegetal. Así, por ejemplo, la sensación de inadecuación de Irigaray dentro de su familia, o el fatal golpe de ser brutalmente rechazada por la academia luego de una de sus publicaciones, se pone en perspectiva al pasar tiempo junto a las plantas. Irigaray recuerda que Buda le pedía ayuda a los árboles, que las plantas y sus formas de reproducirse pueden servir para repensar temas de género y que nuestra necesidad de aire y de respirar nos vuelven seres permanentemente conectados y dependientes de lo vegetal.

A Marder, las plantas comienzan a interesarle por sus raíces, por esa condición de estar quietas, mientras que él, en su vida, solo veía desarraigo. Lo dice en pocas palabras: «Yo me iba, las plantas se quedaban». Marder narra sus múltiples trayectos entre Rusia, Israel, Canadá, Estados Unidos, Portugal y el País Vasco, donde hoy reside, poniendo la bandera de su hogar, no en distintas habitaciones o casas, sino que en los parques y árboles que veía desde sus ventanas, o en las semillas que llevaba de un lado a otro.

Y la verdad es que Michael Marder se ha convertido en el filósofo principal de este regreso a las plantas. Dos libros lo hicieron merecedor de este puesto: Plant Thinking: A Philosophy of Vegetal Life y The Philosopher’s Plant: An Intellectual Herbarium. Luego siguió la colaboración con Irigaray, la creación de una revista académica de estudios críticos sobre plantas y una columna estable en la Los Angeles Review of Books. Marder señala una instancia como el comienzo de todo: la publicación, el 28 de abril del 2012, de una columna de opinión en el New York Times («If peas can talk, should we eat them?») en la que se preguntaba si era correcto comer arvejas, si sabíamos que podían hablar. Se basó en recientes descubrimientos que confirmaban que los vegetales, y en especial las arvejas, se comunican a través de líquidos y nutrientes enviados por sus raíces. En el experimento que dio pie a la columna, un grupo de arvejas que habían sido sometidas a condiciones de sequía habían sido capaces de transmitir su estrés a otras arvejas, las que, tiempo después, recordaron esta información para enfrentarse a esas condiciones adversas.

La columna, escrita con genuino interés, levantó una oleada de ofensas y amenazas. Desde fanáticos religiosos a veganos y académicos, todos intentaron que dejara el tema y hubo incluso quienes le sugirieron que se quitara la vida.

Marder, claro, no lo hizo. Es más: insistió. Sigue insistiendo. Sus libros se preguntan cosas como si es válido decir que uno está solo en la naturaleza. Si estoy yo y una planta en una habitación, ¿estoy realmente solo? ¿Cómo nos relacionamos con eso que tan claramente no entendemos?

Ya había pasado con los Animal Studies, que también produjeron y siguen produciendo polémica porque de pronto quitaban del centro la figura del ser humano. Pero las plantas, de acuerdo a los estudios actuales, resultan ser una incógnita aun más indescifrable.

a había pasado con los Animal Studies, que también produjeron y siguen produciendo polémica porque de pronto quitaban del centro la figura del ser humano. Pero las plantas, de acuerdo a los estudios actuales, resultan ser una incógnita aun más indescifrable. Está la radical imposibilidad de comunicarse con ellas, de entenderlas. En esto Marder es enfático: no es necesario hacerlo. Sostiene que es importante aceptar que nunca las entenderemos del todo, a la vez que resalta su importancia pues les debemos el oxígeno. Incluso, afirma, por esa capacidad de darnos aire puro hay culturas en las cuales las plantas no solo forman parte de los elementos sino que son el más importante de todos.

Lo interesante de su lectura es que le da a su mirada un giro ético. Tenemos mucho que aprender de las plantas y de su generosidad. De su forma de estar conectadas con el resto de las cosas. De ahí que Marder les dedicara toda su atención en The Philosopher’s Plant, donde resalta la conexión entre las plantas y las ideas de importantes filósofos como Platón, Aristóteles, o se detiene en los tulipanes de Kant, las uvas de Hegel, los girasoles de Derrida o los lirios de Irigaray.

 Brotes

También la atención al mundo vegetal se ha manifestado en la industria del libro de forma importante en los últimos años. Basta echar una mirada rápida a las librerías de nuestro país para encontrarse con títulos como La memoria secreta de las hojas y La vida secreta de los árboles. Y no es casualidad que se repita ese adjetivo. Todo lo que rodea a las plantas es secreto. O, volviendo a Marder: nunca lo entenderemos del todo. Lo único que tenemos es intentos de escribir, a la Diski, de «todo lo que NO sabemos».

El filósofo incluso cree que los seres humanos volvemos nuestra atención a las plantas (seres de raíces) en aquellos momentos de la historia en que la realidad nos parece más inestable o peligrosa. Pensemos también en el regreso de Thoreau y sus escritos, desde Walden a sus diarios, todos muy bien colocados en los mesones de las librerías.

En Estados Unidos, por ejemplo, uno de los libros superventas del último tiempo es The Triumph of Seeds: How Grains, Nuts, Kernels, Pulses, and Pips Conquered the Plant Kingdom and Shaped Human History. En él se mezcla ciencia e historia para demostrar la importancia de las semillas en los cambios sociales y económicos que estamos acostumbrados a analizar solo tomando en cuenta las decisiones humanas. También Hope Jarhen, en su Lab Girl (La memoria secreta de las hojas) presta atención a la importancia de las semillas y su capacidad de sobrevivir. Dice: «Una semilla sabe esperar. La mayoría de las semillas esperan al menos un año antes de empezar a crecer, una semilla de cerezo puede esperar, sin problemas, durante cien años. Aquello que la semilla espera solo lo sabe ella misma».

Desde las ciencias también se está hablando de plant thinking y neurobotánica en libros como Sensibilidad e inteligencia en el mundo vegetal, de Stefano Mancuso y Alessandra Viola. Una de las preguntas centrales del libro es si las plantas pueden ser consideradas inteligentes, a lo que Mancuso responde que «si ser inteligente es ser capaz de reaccionar a los problemas y solucionarlos, entonces las plantas son claramente inteligentes». Y no solo eso: también poseen todos los sentidos humanos además de, al menos, quince más, como ser capaces de calcular la gravedad, determinar los niveles de humedad o analizar numerosos ingredientes químicos.

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Hay incluso quienes afirman que se establece una estrecha conexión entre las plantas y quienes cuidan de ellas. En La vida secreta de las plantas (un libro de 1973, considerado seudociencia en su momento y que se encuentra traducido al español y muy de moda por estos días), de Peter Tompkins y Christopher Bird, se cuenta la historia de un experimento en el cual se estableció que, si se medía la actividad de una planta durante la ausencia de su dueño, se alteraba de acuerdo a los cambios de ánimo de este. Incluso si estaba de viaje y a una distancia considerable.

La influencia de Marder también ha estirado sus raíces hasta Chile. A principios de 2017, la dramaturga y directora Manuela Infante presentó su nueva obra de teatro, Estado vegetal, que se inspira en el trabajo del filósofo. O, desde otra vereda, la académica Rubí Carreño estudia las plantas medicinales en la literatura chilena. No se trata de una vuelta a la ecocrítica, o de hablar del medioambiente desde distintas disciplinas, sino de centrarse en las particularidades del mundo vegetal y reconocer todo lo que podemos aprender de él.

En Through Vegetal Being, Michael Marder dice que siempre que volvemos a la naturaleza lo hacemos como refugiados. Porque nos sentimos expulsados de nuestras vidas urbanas. Sin embargo, al hacerlo, volvemos a estar afuera, solo que en un afuera distinto. A la intemperie. Vulnerables. Sostiene que, desde la filosofía principalmente, siempre ha habido una actitud de alergia frente a estos seres que se considera inferiores, pasivos, casi objetos («un mueble más de nuestro mundo», en palabras de Mancuso). De ahí sus esfuerzos por fomentar una suerte de polinización cruzada en la cual la filosofía, la literatura y las artes puedan, sí, al fin, cultivarse de otra forma.

Tal vez la razón ya la tenía Violeta Parra cuando cantaba:

Las flores de mi jardín

han de ser mis enfermeras

y si acaso yo me ausento

antes que tú te arrepientas

heredarás estas flores

ven a curarte con ellas.