Antes escribía con la televisión prendida.
Esto sucedía en Valparaíso el año 2005, en una casa con un pasillo larguísimo que arrendábamos con mi mujer.
Era una casa extraña, bajísima, que nos obligaba a soportar los ruidos de la vecina de arriba, que estaba completamente loca y dañada. Ahí teníamos varias teles y todas estaban prendidas en los canales nacionales. El murmullo era parecido a una música del azar y me servía para no quedarme atascado porque, por ejemplo, pillaba de la tele palabras que me faltaban para lo que estaba escribiendo.
Mal que mal, en esa época yo tenía el oído atento a las noticias bizarras de todos los días y alimentaba mi trabajo con ellas.
En ese momento redactaba crónicas, guiones y ensayos y tenía una columna en la Revista de Libros de El Mercurio. Todo andaba bien, aunque a la distancia me doy cuenta de que estaba saturado y sobrevendido, copado. Pero tenía diez años menos y mucha energía, y funcionaba.
La tele era un bálsamo que normalizaba todo, una especie de murmullo que sintonizaba como si fuese una medida del tiempo, el sonido de una vida que no se detenía y que me permitía no detenerme con ella.
En esos días había terminado una novela y estaba pensando en otra. Ninguna hablaba de la tele directamente pero sí aludían a ella: llené esos libros con tantas historias freak y hechos apocalípticos que bien podrían haber calzado en el noticiario de Mega o Chilevisión, o en ese programa de ayuda social de Andrea Molina donde entrevistaban a muchachas poseídas; podrían haber empatizado con el martirologio marginal de las estrellas enanas de Rojo o los últimos días de Mekano, esos shows en que el patetismo y las historias estúpidas existían como una plaga hecha de situaciones penosas e imposibles.

No sé cómo eso afectó mis ficciones ni cómo se coló en lo que trabajaba entonces. Yo escribo novelas, un género que considero inclusivo y flexible, donde se puede hacer caber un mundo completo. Por lo mismo, cuando me preguntan cómo puede ser que un novelista mire televisión abierta, pienso que se trata de una pregunta que no tiene mucho sentido y pienso en ese murmullo, en esas teles antiguas que captaban algunos canales y otros no, esos aparatos que habían sobrevivido a varias décadas de uso, y cómo eso era una suerte de radiación que afectaba lo que escribía, dándole un sentido concreto, conectándolo con mi propia biografía como si hubiese un lazo secreto entre esas imágenes catódicas y las visiones que me obsesionaban y que aspiraba a poner por escrito.

Tenía sentido en ese momento: la literatura que quería escribir pretendía amplificar el ruido del mundo, algo que consideraba retorcido y extraño como una noche cualquiera en Valparaíso, esa ciudad que se devoró a sí misma y cuya luz más bella provenía, precisamente, de sus escombros.
¿Seguí escribiendo con la tele prendida? Sí, pero cada vez menos. Por otras razones, paraescribir se me impuso el silencio, el placer de escuchar el eco de mis pasos sobre el parqué de una casa donde todos duermen, mientras afuera la luz de la mañana empieza a iluminar los árboles del parque Bustamante.
Por supuesto, me sigue llamando la atención que a muchos les llame la atención que un novelista vea tele y escriba sobre ella, como si fueran mundos irreconciliables. Me lo han preguntado y a veces quien lo hacía enunciaba la pregunta en voz baja, pidiendo disculpas, quizás horrorizado por contaminarse con una realidad que le parecía horrible, acaso intolerable.
¿Me sirvió la televisión como novelista? Por supuesto. Me hizo bien. Me quitó la pedantería de cierta cultura letrada porque me hizo entender las paradojas y contradicciones de las que está hecha la literatura; me confirmó que el lenguaje está vivo y que cambia en cada momento, mutando como un virus o como un programa que se extiende por varias temporadas, deformándose más y más en cada una de ellas. Gracias a la tele terminé de confirmar que todo está hecho de ficciones y que esas ficciones (sean culebrones, realities o programas irreales como Tolerancia Cero), por patéticas o inverosímiles que sean, son capaces de explicar o atrapar al mundo y en eso no se diferencian de una novela cualquiera, porque en todas puedes escuchar el ruido de las cosas, algo que muchas veces suena cercano a la estupidez pero en realidad puede ser considerado una forma de la belleza.