Acaba de morir el oso polar del Zoológico de Santiago. Dicen que tenía dieciocho años, una melena blanca amarillenta y una mirada lánguida. Yo no lo conocí; hace más de veinte años que no piso el Zoológico. Pero hubo un tiempo en que fui una visitante regular del Parque Metropolitano. Y recorrí todos sus rincones con ojo atento, incluida la piscina del oso blanco que antecedió al mamífero que ahora acaba de morir.

Fue en 1977. Durante ese año mi padre nos llevó en su citroneta, a mi hermana y a mí, todos los domingos a las once y media de la mañana, con un propósito muy preciso. Había un concurso de dibujo infantil auspiciado por la revista Icarito, del diario La Tercera de la Hora, que convocaba a niños en dos categorías (de seis a ocho años y de nueve a doce) para que dibujaran a los animales del parque. Un bicho cada domingo. Yo gané dos veces: la primera con faisanes, la segunda con guanacos. Tenía siete años. En mis dibujos siempre había un sol poniéndose en la montaña con cuatro o cinco rayos tipo antenas de televisión y un pasto con puntitos que no alcanzaban a ser flores. El premio era la publicación de los dibujos en las páginas de Icarito.

Supongo que hoy estarán muertos esos guanacos, esos faisanes. Tal como están muertos los domingos en que mi padre buscaba rellenar las mañanas con estas dos mocosas que hacían preguntas impertinentes, que no entendían por qué los discos de antes ya no sonaban en la casa, por qué los milicos en las esquinas, por qué la madre y él ya no, por qué, papi, por qué. Qué alivio debe haber sido para mi padre, pienso ahora, que a mi hermana y a mí nos entretuviera tanto dibujar animales cada domingo al aire libre. Que entráramos en otro mundo y nos perdiéramos un rato. Como la niña del cuento «Otro zoo», de Rodrigo Rey Rosa, que una tarde desaparece misteriosamente entre los animales salvajes mientras su padre la pierde de vista. Rey Rosa escribió ese cuento de corte fantástico mucho después de 1977 y en su relato el hombre se queda solo mientras reflexiona que el destino de los padres es perder a los hijos. En el mundo real que ahora recuerdo, en cambio, mi padre volvía con nosotras a la casa en la citroneta y almorzábamos, y en la tarde veíamos a mi madre, y al día siguiente había colegio y el año seguía corriendo.

Aunque, ahora que lo pienso, tal vez me hubiera gustado ser la niña que se pierde entre los animales. Y haber desaparecido un rato del paisaje de todos los días. En el tiempo de los faisanes y los guanacos, cuando en vez de hablar podía dibujar, cuando mi padre nos depositaba al lado de una jaula mientras él leía el diario y repasaba mentalmente las escenas de una vida que se desmoronaba, yo le pedía a un dios inventado que me volviera transparente. Por favor, diosito, por favor hazme invisible. Yo quería ver a los demás sin ser vista. Traspasar las jaulas, el parque, los cerros, la ciudad. Pero ningún dios me escuchó, por supuesto, y yo seguí siendo visible y luego crecí y ya no dibujé ni fui más al Zoológico. Y ahora, ahora que soy mayor que mis padres entonces, creo entender por qué mi papá cumplía su rutina con tanta precisión y nos dejaba ahí, medio a la intemperie, junto a esos bichos que casi se habían vuelto nuestros parientes. Era su forma de alejarnos del tedio de los domingos, pienso, de su propio encierro en ese rincón asfixiante que era Chile entonces y de unos demonios que nosotras desconocíamos. O, mejor y más simple: era una manera de inventarnos una familia de otra naturaleza. El tío faisán, el hermano guanaco, el primo oso. Aunque lo más posible es que yo esté interpretando todo mal y mi padre en realidad solo haya querido, en ese lejano 1977, que sus hijas dibujaran y fueran felices y le llenaran la casa de animales salvajes con un sol poniéndose en la montaña y cuatro o cinco rayos de sol.