Un género con cruce de universos

Presentación de José Gai

– ¡Soy médico! –Vocifera Fanis–.

¿Sabes lo que significa saber que alguien se está muriendo y no poder hacer nada?

–No. Yo soy policía y siempre llego cuando ya están muertos.

La respuesta es del comisario Kostas Jaritos, el protagonista de la serie de novelas policiales, o negras, escritas por Petros Márkaris a partir de 1995. El diálogo con Fanis, su futuro yerno, es significante. Por un lado, el lenguaje directo, el personaje cáustico. Por otro, la «intromisión» de miembros de su entorno familiar en sus investigaciones, lo que es una constante –y un logro– del universo creado por Márkaris en torno a este comisario.

Primero, por cierto, está la trama policial: un crimen, un enigma por resolver. Pero no es lo único, porque en esta serie de novelas centradas en el comisario Kostas Jaritos conviven al menos dos mundos. El segundo es el núcleo que rodea al comisario: su familia, sus hombres en el Departamento de Homicidios de la policía ateniense (más una mujer, la bella secretaria Kula) y varios otros. Y por extensión, hay hasta un tercer ámbito, que engloba a los dos primeros: la Grecia actual.

Los trasvasijes entre estos mundos son permanentes y van sosteniendo el edificio que levanta Márkaris. Así ocurre en este pasaje en que el médico Fanis lleva al comisario en su auto último modelo y se desespera por no poder impedir una muerte (todo ello en la novela Suicidio perfecto). También la esposa de Jaritos, Adrianí, y su hija, Katerina, suelen aportar una luz, con sus comentarios, cuando el comisario anda  dando palos de ciego en medio de un caso. Y viceversa: las relaciones entre los personajes que son investigados por Jaritos suelen hacerle ver bajo otro ángulo los problemas y las tensiones que surgen en la vida diaria de este policía que se acerca a la edad del retiro y al que su tozudez le impidió escalar más allá del grado de teniente.

Este cruce de universos es, me parece, uno de los motivos del éxito alcanzado por la serie del comisario Jaritos. Existen otros. En Márkaris hay un respeto –y un profesionalismo– por la parte más formal de un relato policial, o criminal: elabora tramas complejas donde las piezas deben encajar, sin dejar espacio para trucos o golpes bajos. Y en paralelo, está la metáfora social, que brota del duro escenario que es la Grecia de las últimas décadas. Para Petros Márkaris –lo ha dicho en varias entrevistas–, la novela policial se emparenta con la novela burguesa del siglo XIX, en donde grandes escritores tomaban una historia criminal como punto de partida para hablar sobre la realidad social.

Ricardo Piglia escribió que «hoy el género policial es un gran modo de narrar la sociedad sin hacer literatura política». Esta idea, más que interesante, puede abrir un debate. Estoy de acuerdo con casi toda la frase, pero me hace ruido el «sin». ¿Por qué no una literatura política; qué tendría de inicua mientras sea buena literatura? Quiero entender que Piglia se refería a la mala literatura política, la que busca sembrar una idea en el lector  descuidando a los personajes, la lógica interna de la trama, la atmósfera, etcétera.

Y vuelvo con Petros Márkaris y el teniente Kostas Jaritos. Creo que hay en estos libros una mirada política –que permite una reflexión política sobre qué es la vida en sociedad–, pero que no traiciona a la literatura: los personajes dudan, se equivocan, evolucionan; el autor no descuida la intriga, y existe un entorno urbano y social, la Atenas de hoy, que como buena ciudad literaria, no es solo un telón de fondo sino que se convierte en un personaje más dentro de estas novelas.

En las peripecias del teniente Jaritos, los juicios de valor son reemplazados por la observación de la cambiante vida en la Atenas de los últimos tiempos, y que deja al lector las preguntas o las conclusiones. En Defensa cerrada leemos esta descripción: «El vestíbulo apesta a fritanga. Antes meaban aquí los perros. Ahora mean los albaneses. Los perros han ascendido en la escala social y ahora hacen sus necesidades en las terrazas, donde los confinan los ciudadanos zoófilos».

Es un mundo hostil. «La globalización de la economía creó la globalización del crimen», ha dicho Márkaris en más de una entrevista. Bueno, también ha generado crisis globales, y Grecia las ha sufrido. Por eso, dentro de la serie de Jaritas nació una trilogía de novelas sobre la crisis detonada en 2010. Pan, educación, libertad, la última de esas tres novelas, muestra el país en 2013, declarado en quiebra y agobiado  por los recortes de sueldos y de pensiones. «Escribir sobre la crisis es escribir sobre las razones que llevaron al país al desastre», dijo hace unos días Márkaris en Buenos Aires. En la novela anterior, Liquidación final, el comisario debe atrapar a un asesino que se hace llamar el Recaudador Nacional y que mata a grandes evasores de impuestos. La consecuencia de ello es previsible: el Recaudador es visto por las masas como un héroe justiciero, y Jaritos siente que al perseguirlo está preservando un orden corrupto e injusto. Ya antes alguna vez, como en la última línea de la novela Suicidio perfecto, luego de resolver un caso y no encarcelar al culpable, se había preguntado: « ¿Cómo es que al final me siento siempre como un tonto?»

El teniente Kostas Jaritos irrumpió en el verano de 1992 en la vida del guionista de televisión y cine Petros Márkaris, y no lo dejó en paz hasta que lo convirtió en protagonista de una novela, y luego, de toda una serie de ellas. Suele suceder que personajes e historias pujan por ganarse su lugar en la mente de un escritor. También sucede que esos personajes toman caminos un tanto distintos a los previstos por sus creadores. Márkaris lo explicó bien en una entrevista reciente, al responder una pregunta sobre cambios en la personalidad del comisario Jaritos: «Es que ahora yo lo conozco mejor que al principio», dijo.

Habló también allí de un punto que remite al estilo: La serie del comisario está siempre narrada en primera persona y en presente. El lector, entonces, lo acompaña en sus aventuras, paso a paso, y se va enterando de sus dudas, errores y prejuicios. Eso allana el camino a uno de los placeres de la literatura como lectura: meterse en vidas ajenas, aunque sean inventadas. Es todo un desafío mantener la atención, y la tensión, sin alterar el orden cronológico ni las deducciones del teniente Jaritos. El oficio y el talento del narrador hacen que no desistamos: queremos saber a dónde llegará con sus investigaciones y qué ocurrirá con sus relaciones familiares y con sus colegas de la policía.

Es, en síntesis, el viejo embrujo de hacer que la ficción parezca realidad. Y es tener la esperanza –y hablo en presente, como el comisario– de que cualquier día Kostas Jaritos nos invite a su casa y percibamos el olor de los tomates rellenos con que su esposa Adrianí lo recibe cuando las cosas andan bien entre ellos.

 

El policial avanza hacia atrás

Petros Márkaris

 

 

Las tramas de crimen existieron mucho antes que las novelas policiales. La primera trama criminal, la que dio origen al lugar del crimen en la literatura, fue escrita por Sófocles. Es Edipo rey. Edipo, el rey de Tebas, debe enfrentar una terrible plaga, y pide la ayuda del oráculo. Este le dice que la plaga se debe a que el asesino del rey anterior, Layo, nunca había sido descubierto. Edipo descubre que él mismo es el asesino del rey, su padre, con el corolario de que está casado con su madre.

Si dejamos de lado la figura de Edipo como rey y la reemplazamos por la de un detective, se completa una perfecta trama de policial. Un detective investiga el asesinato de un rey. Resuelve el crimen, descubriendo que él mismo es el asesino, y descubre también una verdad personal: que se había casado con su madre. Está, entonces, presente desde un comienzo la mayor parte de los elementos que le darán vida, más tarde, a un género completo.

El hilo que conecta la trama criminal con novelas e historias que no son relatos policiales como los conocemos hoy continúa a lo largo de la historia literatura. La novela del siglo XIX, en su mayoría, integra historias de crimen en su estructura. ¿No es un crimen acaso lo que desencadena la historia de Los miserables? Recordemos que empieza con un fugitivo carcelario que es perseguido por la policía. ¿No es una historia  criminal la que da comienzo a Grandes expectativas de Charles Dickens? Sus novelas están plagadas de historias de crímenes. ¿Será necesario agregar Crimen y castigo, una novela criminal completa antes de que existiera la estructura de la novela policial?.

Cuando sir Arthur Conan Doyle llega a inventar al detective por excelencia, los relatos policiales no le eran desconocidos. Historias de crímenes parecidas se encontraban esparcidas por toda la literatura. ¿Cuál es, entonces, la gran contribución de Conan Doyle? Es algo de apariencia injustamente simple: el detective permanente, Sherlock Holmes.

Este invento no tiene nada que ver con la tradición del siglo XIX. El detective permanente es una figura medieval, una traducción victoriana del caballero. Tal como el caballero medieval viaja de pueblo en pueblo derrotando el mal, el detective viaja de novela en novela. El panorama, entonces, se forma así: por un lado la trama criminal, proveniente de novelas que nada tenían de policiales, y por el otro, la raíz medieval, la figura del héroe como peregrino, como viajero errante que se enfrenta al mal.

Pero esta síntesis no es el final de la historia. Tal y como el caballero tenía por arma una espada y el militar un rifle, el detective privado en su forma clásica, el que aparece en las novelas de Doyle y tiene su origen en el Dupin de Poe, tenía un arma fundamental: el cerebro. El detective privado siempre está en lo cierto, sus deducciones siempre van un paso adelante de las de los demás. Pero entre nosotros, les confieso: detesto a ese personaje miserable. Cuando oigo a Sherlock Holmes hablando con su pobre amigo Watson, cuando lo oigo decir «elemental, mi querido Watson», me hierve la sangre, porque le está diciendo a su amigo: «qué imbécil eres, no puedes entender siquiera lo elemental». Prefiero mil veces un arma afilada que el afilado sarcasmo de esos excéntricos como Poirot, con su bigotito y sus ridículas aficiones por los licores o las drogas y su teatralidad. Me gusta mucho más miss Marple. Es una solterona, se pasa hablando con todo el mundo y lo obliga a uno a preguntarse: ¿cómo es posible que esta vieja insoportable sea capaz de resolver un crimen? Esa vieja parece mucho más real que Hercule Poirot; por eso me gusta. Y aun así, la novela de modelo inglés, como recién la he explicado, persistió en la literatura criminal europea por décadas y décadas, salvo Georges Simenon. Fuera de él, todos se preguntaban: ¿quién, quién mató, quién lo hizo? El género se entendía como un juego cómplice –«solo un juego»– entre autor y lector, cuyo objetivo era encontrar a ese quién. Así fue como la novela criminal se convirtió en la literatura preferida para la hora de dormir. Los ingleses solían decir: «querida, es fantástico para leer en la cama». ¿Quién, me pregunto yo, puede dormir bien después de leer sobre un asesinato horrible? Nunca lo he entendido. La conclusión de esta clásica concepción del «misterio» es que leer sobre gente muerta termina teniendo un efecto parecido al de la melatonina.

La novela policial se consideró, entonces, literatura poco seria. Había otros argumentos para esa condena, y el más popular de ellos era que muchos policiales se publicaban en forma serializada. Eran folletines. Baste corroborar que Oliver Twist, Eugénie Grandet y Los tres mosqueteros, entre otros grandes trabajos del siglo XIX, fueron publicados originalmente en facsímiles serializados para entender que no había ninguna limitación inherente a esta forma de publicar. Estos trabajos no eran tan serios como los pensamos hoy. Es la academia la que les ha dado ese aire pomposo y reverencial, que no existía cuando la gente común los leía.

Para bien o para mal, como decía, la novela europea siguió por muchos años el clásico modelo inglés, a pesar de que el norteamericano era muy distinto. La novela americana tenía dos piedras angulares: la investigación y la soledad del detective, como Marlow o Sam Spades. Eran, también, novelas situadas en un ambiente particular. Muchas de las descripciones más memorables de ciudades norteamericanas están en textos de Dashiell Hammett o de Raymond Chandler. Sobra decir que respondían a una realidad social: la prohibición, el crimen organizado, la corrupción política.

En respuesta, ya en los años sesenta del siglo XX, el policial europeo emitió señales de cambio con el italiano Leonardo Sciascia, que escribió un par de policiales más incisivos que lo habitual sobre las mafias en Sicilia. Por el momento, lamentablemente, no significó un cambio importante en la mayoría de los escritores de policial.

Sin embargo, aun teniendo estas posibles referencias, más sólidas e innovadoras, la novela policial europea, entendida como un todo, se  obstinó con el estilo inglés hasta los ochenta, en que hubo dos importantes puntos de inflexión. El primero en 1986, con el nacimiento del policial escandinavo. El año del asesinato de Olof Palme, primer ministro sueco. Luego de eso vino Hackan Nesser, en 1998, y Henning Manckell, en 1990. Conecto estos hechos, que parecen estar relacionados casualmente, gracias a algo que me dijo un amigo, el escritor sueco Arne Dahl. Dahl no es un escritor policial prototípico, publica, también, novelas tradicionales, y es editor de una revista de teoría literaria. Arne me dijo una vez que, con el asesinato de Olof Palme, los suecos se habían tenido que enfrentar al hecho de que vivían cegados por la ilusión de una civilización ideal, que de ideal no tenía nada. Tras esa desilusión surgió la necesidad de escribir sobre temas políticos y sociales y, al intentarlo, Arne se dio cuenta de que el policial se había convertido en el único camino posible. El segundo hecho al que me refería es, por supuesto, la caída del Muro de Berlín en 1989. Este hecho histórico tuvo dos consecuencias bastante interesantes. Significó, por un lado, la masificación de las estructuras mafiosas en Europa y, por otro, la globalización de las actividades criminales. En el momento en que los escritores europeos empiezan a preocuparse por su situación política y social, en el momento en que dejan de preguntarse por el quién y empiezan a preguntarse sobre el por qué –las razones profundas que hacen que el crimen sea posible–, en ese momento nace la novela criminal europea, como hoy la entendemos.

En mi obra Liquidación final, segunda en mi trilogía sobre la crisis, intenté seguir esta tendencia, preguntándome por qué un hombre asesinaría en serie a evasores de impuestos. La identidad del asesino es casi irrelevante. Intento investigar las razones más profundas que lo llevan a actuar.

Pero los hechos y la psicología que motivan la acción de un criminal no son las únicas preocupaciones. El escritor policial se pregunta, también, sobre las consecuencias que tiene el crimen a gran escala en la sociedad. Por ejemplo, lo que ocurre cuando grandes cantidades de dinero lavado distorsionan el flujo normal de la economía -En el año 2005, dos trillones de dólares ingresaron por esta vía-. O lo que sucede cuando un ciudadano griego, que sigue las leyes y paga sus impuestos, no tiene idea de que trabaja para una de las 4.500 bandas de crimen organizado que operan hoy en Europa, limpiando su dinero sucio. Estas realidades cotidianas tienen grandes implicancias en nuestra sociedad.

El giro del que hablaba, la distancia entre el quién y el por qué, no es menor. Es, de hecho, una distancia similar a la que existe entre la novela decimonónica del siglo XIX y el folletín policial de comienzos del XX. La novela policial evoluciona hacia atrás. Avanza, alejándose de sus orígenes, en busca de la novela social del XIX.

En fin, escribiendo sobre los crímenes que nos rodean, no inventamos absolutamente nada. La novela policial siempre vuelve a contar. El desafío es tratar de ser original repitiendo una historia que es tan vieja como nuestra escritura.

Traducción: Cristóbal Riego