Yo no estoy en el negocio de la felicidad. No estoy en el negocio de la alegría. No estoy en el negocio de la satisfacción, ni del placer, ni del gozo, ni de la dicha. Yo estoy en el negocio del miedo. Estoy en el negocio de «siempre salió bien pero esta vez puede salir mal». En el negocio de «quiero hacerlo como nunca lo hice antes pero es posible que no lo logre». En el negocio de «¿siempre tendré algo para decir?».

Ahora, por ejemplo, mientras escribo esto, sé que al terminar obtendré algo parecido al alivio. Pero sé también que ese alivio durará poco y que, apenas después, el desasosiego volverá a comenzar y estaré asediada por las mismas preguntas de siempre: qué decir, cómo decirlo, para qué.

A principios de año releí El mito de Sísifo, de Albert Camus. Camus describe a Sísifo subiendo la montaña con la roca a cuestas hasta que, después de alcanzar la cima, ve cómo la piedra «desciende en algunos instantes hacia ese mundo inferior (…) y baja de nuevo a la llanura». Entonces llega esa frase que siempre me hace temblar: «Sísifo –escribe Camus– me interesa durante ese regreso, esa pausa», porque es «la hora de la conciencia. En cada uno de los instantes en los que abandona las cimas y se hunde poco a poco en las guaridas de los dioses, es superior a su destino. Es más fuerte que su roca (…) El esfuerzo mismo para llegar a la cima basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo dichoso».

Yo, como Camus quiere que imaginemos a Sísifo, soy dichosa durante esa breve pausa que transcurre entre el punto final de un texto y la pregunta «¿Y ahora qué?». Esa breve pausa en la que, por un instante, soy más fuerte que mi roca. Porque yo estoy metida en el negocio del miedo: yo escribo.

Hay una pregunta que se repite y que se responde en dos segundos. La pregunta es: «¿Cómo se aprende a escribir crónicas?». La respuesta es: leyendo y escribiendo mucho. Pero hay una pregunta que casi no se formula: ¿por qué alguien querría escribir crónicas? Y es raro que no se formule porque, si uno quiere entregarse a un oficio, debe, como mínimo, conocer sus efectos colaterales.

Desde 2001, y durante un par de años, me aboqué a tomar clases de tango cuatro o cinco veces por semana: tomé clases tradicionales y de vanguardia, hice seminarios específicos sobre giros y sacadas, deambulé por diversas escuelas y profesores. Hasta que un día empecé a sentir un dolor invencible en la planta del pie. Cada vez que giraba o que caía sobre el metatarso, sentía que una piedra se me hundía en la carne. De modo que fui a consultar a un traumatólogo. El hombre me revisó, me dijo que iba a indicarme sesiones de kinesiología pero que, si seguía bailando, el alivio sería sólo pasajero: que ningún pie está preparado para girar y caer sobre sí mismo durante horas, cuatro o cinco días por semana, embutido en un zapato de taco. Lo miré con asombro y le pregunté: «¿Entonces esto es normal?». Su respuesta fue una pregunta: «¿Usted le miró los pies a alguna de sus profesoras de tango?». Dije que no y era verdad: los pies de mis profesoras de tango permanecían embutidos dentro de zapatos de taco, iguales a los míos. La clase siguiente la tomé con una profesora que además era amiga y le pedí que me mostrara los pies. Lo que vi me dejó aterrada: dedos torcidos, huesos como picos, falanges que parecían machacadas con un martillo. Le pregunté: «¿Esto es normal?». «Todas las bailarinas tenemos los pies así», me respondió. «¿Y no te duelen?» «Todo el tiempo.» Esa respuesta acabó con mis clases de tango. Me gustaba bailar, me gustaba ese mundo donde no importaban ni la edad ni la forma de los cuerpos sino su exquisita gracia, pero no estaba dispuesta a vivir con dos extremidades laceradas para siempre. No sentí pena al dejarlas, pero sí indignación por el hecho de que nadie me hubiera advertido que avanzaba por un campo minado en el que, antes o después, aparecería el dolor.

Antes o después, el dolor de la piedra de la escritura aparece. En ocasiones, bajo la forma de esas frases que mencioné al principio: «Siempre salió bien pero esta vez puede salir mal»; «quiero hacerlo como nunca lo hice antes, pero es posible que no lo logre», «¿siempre tendré algo para decir? ». Y, para combatirlo, no hay más antídoto que la convicción de que no se quiere hacer otra cosa.

El escritor norteamericano David Foster Wallace escribió, en 2005, el discurso de graduación para los egresados de la Universidad de Keyton. Es un ensayo llamado Esto es agua, donde dice: «Ustedes deciden qué es lo que van a adorar, porque (…) en el día a día de la vida adulta no existe tal cosa como el ateísmo. No existe tal cosa como no adorar nada. Todo el mundo adora algo. La única elección está en qué decidimos adorar. Y una gran razón para decidir adorar a algún dios o algo parecido a un espíritu –llámese Jesucristo, Alá, Yavé, la Diosa Madre, Las Cuatro Nobles Verdades o algún conjunto inquebrantable de principios éticos– es que prácticamente cualquier otra cosa que te pongas a adorar te va a comer vivo».

No sé qué será la escritura para los demás, pero para mí es una pulsión ineludible y una forma de organizar el mundo. Hablo del mundo de ahí afuera –de todas esas personas y todas esas aves y todas esas alfombras y barcos y puentes y colchones y almejas y bacterias–, pero también del mundo de aquí adentro, de mi mundo lleno de un ruido blanco y cenagoso que sólo deja de ser un balbuceo demente cuando escribo. Poniéndolo en palabras de Foster Wallace, es probable que la escritura me esté comiendo viva. Y yo estoy dispuesta a dejarla.

Hay otras preguntas que se formulan siempre, pero cuyas respuestas son más complejas. Son preguntas conmovedoras, por lo desesperadas: porque el que las expresa busca un camino que no ha sabido encontrar por sí mismo. Esas preguntas son «¿Cómo se hace para vivir de esto, cómo puedo llegar a los editores, cómo hago para que me lean?».

¿Han sido alguna vez una niña de doce años soñadora y melancólica viviendo en un pueblo chico con la ambición irracional de dedicarse a escribir? Yo lo fui. Durante demasiado tiempo. Lo fui mucho más allá de la niñez, a lo largo de la adolescencia y de la primera juventud, hasta que un editor que no me conocía leyó un cuento mío, lo publicó, me ofreció mi primer trabajo en una redacción, me hice periodista y ya no quise ser otra cosa. Pero esa niña soñadora y melancólica que fui recuerda perfectamente el desamparo que se siente al mirar desde fuera un mundo al que se pertenece pero al que no se puede entrar. Y sentí ese desamparo muchas veces, incluso años después de haber empezado a practicar el oficio.

En 2001 yo trabajaba como redactora en la revista dominical del diario La Nación. Lo hacía desde 1996 y lo haría aún por varios años, hasta 2009. Escribía además, como free lance, para otros medios, todos de mi país y uno de Uruguay. En diciembre de ese año la Argentina cayó en una crisis terminal: los bancos se quedaron con el dinero de los ahorristas, el presidente renunció, tuvimos una sucesión de siete mandatarios en una semana. Los pronósticos hablaban de un país que se aislaría del mundo y sobreviviría con lo que pudiera. No costaba nada imaginar ese futuro cuando se caminaba por las calles donde la gente quemaba llantas de automóviles, saqueaba supermercados, golpeaba enfurecida las puertas de los bancos. Me dije que no iba a conformarme con cualquier clase de vida y que, si el país se replegaba sobre sí mismo, yo haría lo contrario y empezaría a escribir para medios extranjeros. Detrás de la idea de expandir preventivamente el horizonte laboral se movía otra, más interesante y peligrosa: la idea de la ambición. En el periódico funcionaba una oficina del Grupo de Diarios de América, una red de intercambio de contenidos periodísticos entre distintos medios de la región. Dirigía esa oficina un hombre mayor, adusto, que siempre vestía un traje gris y exudaba autoridad. Sólo hablaba con los editores, rara vez con los periodistas rasos, y tenía un labio inferior prominente, volcado sobre el mentón, siempre húmedo. Fui a su oficina, pensando que podría darme algunos contactos. Me hizo pasar, me atendió de pie. Le expliqué rápidamente mis intenciones. Cuando terminé me dijo: «Eso es para otro tipo de periodista, para una periodista como vos es muy difícil».

¿Qué era para ese hombre una periodista como yo? Alguien que escribía acerca de cosas que no salían en la portada: yo no hablaba de guerras ni de corrupción ni entrevistaba presidentes. Yo escribía sobre gitanos y judíos ortodoxos, sobre actores y actrices, sobre diseñadores de joyas y de perfumes, sobre personas que vivían en barrios miserables y que tenían espantosas afecciones en la piel provocadas por la contaminación de las curtiembres, pero que no eran narcos ni sicarios. Una periodista como yo era, en fin, alguien que escribía sobre temas irrelevantes.

Le agradecí por su tiempo, salí de su oficina y fui directo al archivo del diario, donde pedí ejemplares de todos los periódicos y revistas desde México hacia el sur. Anoté teléfonos, direcciones, nombres de editores. Pasé semanas redactando cartas de presentación en las que explicaba quién era y qué quería hacer. Imprimí esas cartas, algunos artículos que había publicado, metí todo en sobres, fui al correo y gasté una buena porción de mi salario enviando ese material a distintos países del continente y a España. De a poco, las respuestas empezaron a llegar. Meses después, colaboraba en Letras Libres, de México; en una revista de viajes española cuyo nombre olvidé; en una revista colombiana; en otra que se hacía en Miami. Mientras eso sucedía, y a costa de una sobrecarga de trabajo importante, empecé a viajar a un pueblo pequeño ubicado en medio de la meseta patagónica para escribir una crónica sobre doce personas jóvenes que se habían suicidado allí a lo largo de un año y medio. Lo hacía por mi cuenta, pagándome los pasajes, el hotel y la comida, y empleando los períodos de vacaciones que me correspondían en el diario. Aunque estaba claro que ninguna revista podría pagarme por esa crónica siquiera lo suficiente para cubrir gastos, yo quería escribirla. Un día tomé un café con un editor amigo, Elvio Gandolfo, y, no sé por qué, le conté lo que estaba haciendo. Me dijo «¿Y vas a escribir un artículo? Con mucho menos que eso Truman Capote escribió A sangre fría. Ahí tenés un libro». Yo jamás había pensado en escribir un libro, ni ese ni ningún otro. Pero redacté una propuesta y la llevé a diversas editoriales. Dos o tres respondieron por teléfono: «La gente no quiere leer historias de suicidas –me dijeron–, es demasiado deprimente». Sin embargo, la editora de un sello importante me citó en su oficina. Fui, bastante ilusionada. Cuando llegué, me dijo que le había parecido una historia estupenda, que la había impresionado la redacción sólida, parca, precisa y contundente del proyecto. Y entre tanto elogio me dijo: «Me imagino que el libro lo querés escribir vos». Algo desorientada, le pregunté a qué se refería. Me respondió: «Pensé que a lo mejor le podías pasar todo el material a un periodista que tenga más nombre, que sea más conocido que vos, para que ese periodista lo escriba. Y a vos te podríamos pagar por el informe». El informe: decenas de entrevistas a lo largo de meses con amigos y familiares de gente muy joven que se había ahorcado con alambre de hacer fardos, que se había disparado en la cabeza con la pistola reglamentaria de papá. Viajes al pueblo, llamadas de larga distancia todas las semanas, mis vacaciones invertidas en el último confín. Le respondí que, en efecto, lo quería escribir yo, que gracias por recibirme. Salí de allí aterrada, segura de que en pocos meses vería esa historia en las librerías porteñas, escrita por un periodista con más nombre y más conocido que yo. Entonces mi amigo el escritor Sergio Olguín me sugirió que presentara el proyecto en Tusquets. Yo creía que el libro no encajaba en el perfil de la editorial, pero le hice caso. Poco después, Mariano Roca, editor por entonces de esa casa, me llamó y me dijo dos frases que lo cambiaron todo: «Nos interesa muchísimo y queremos publicarlo». Me encerré a escribir, usando una vez más las vacaciones del periódico, y el libro se publicó poco después en Argentina y en España bajo el título Los suicidas del fin del mundo. Un año más tarde, me contactó una editora del diario El País: lo había leído, le había gustado, quería que empezara a escribir artículos en la revista dominical.

¿Quiere decir eso que yo era buena? No. Quiere decir que nunca hay que hacerle caso al hombrecito de traje gris y labio prominente que dice: «Eso es muy difícil para una periodista como vos». Quiere decir que no hay que dejarse amedrentar por la editora con ideas espurias. Quiere decir que, si se tiene lo que hay que tener, por cada hombrecito de labio prominente y por cada editora con ideas espurias hay al menos un editor ávido que tiene tantas ganas de publicar buenas historias como nosotros de escribirlas. Y quiere decir también que en toda esa cadena de causas y consecuencias pesa, más que el azar, el factor humano: un ariete hecho de convicción, coraje, olfato, insistencia, tozudez, disciplina y trabajo.
Claro que también pesa, y mucho, esa frase que quedó camuflada en el párrafo anterior: tener lo que hay que tener. Y eso consiste no sólo en discernir la diferencia que existe entre escribir correctamente y escribir asquerosamente bien, sino en ser capaces de encarnarla.

Muchos creen que escribir crónicas consiste en escribir raro. Poner el adjetivo delante del sustantivo, prescindir de verbos y artículos, inventar símiles extravagantes, usar muchos puntos y aparte, esparcir comas como si se tratara de láminas de queso parmesano.

Hace poco, el participante de un seminario de periodismo que dicté escribió un texto que comenzaba con una metáfora altisonante e inextricable. Le pregunté qué significaba y qué función cumplía. Me respondió: «No sé». Le pregunté: «¿Entonces por qué la escribiste?». Me respondió: «Es que primero se me ocurrió la metáfora, que me gustó mucho, y a partir de eso escribí lo demás». Era un claro caso de textoguarnición: la metáfora era el plato principal y el texto un puré de acompañamiento.

Muchos creen que escribir crónicas consiste en escribir raro. Poner el adjetivo delante del sustantivo, prescindir de verbos y artículos, inventar símiles extravagantes, usar muchos puntos y aparte, esparcir comas como si se tratara de láminas de queso parmesano. En verdad, es todo lo contrario. Alguna vez, y perdón por la autorreferencia, escribí esto: «El periodismo narrativo tiene sus reglas y la principal, Perogrullo dixit, es que se trata de periodismo. Eso significa que la construcción de estos textos musculosos no arranca con un brote de inspiración, ni con la ayuda del divino Buda, sino con eso que se llama reporteo o trabajo de campo, un momento previo a la escritura que incluye una serie de operaciones tales como revisar archivos y estadísticas, leer libros, buscar documentos históricos, fotos, mapas, causas judiciales, y un etcétera tan largo como la imaginación del periodista que las emprenda. Y contar no es la parte fácil del asunto. Porque, después de días, semanas o meses de trabajo, hay que organizar un material de dimensiones monstruosas y lograr con eso un texto con toda la información necesaria, que fluya, que entretenga, que sea eficaz, que tenga climas, silencios, datos duros, equilibrio de voces y opiniones, que no sea prejuicioso y que esté libre de lugares comunes. La pregunta, claro, es cómo hacerlo. Y la respuesta es que no hay respuesta. (…) A los mejores textos de periodismo narrativo no les sobra un adjetivo, no les falta una coma, no les falla la metáfora, pero que todos los buenos textos de periodismo narrativo son mucho más que un adjetivo, que una coma bien puesta, que una buena metáfora. Porque el periodismo narrativo es muchas cosas pero no es un certamen de elipsis cada vez más raras, ni una forma de suplir la carencia de datos con adornos, ni una excusa para hacerse el listo o para hablar de sí».

Y así es como volvemos al negocio del miedo. Porque las buenas crónicas –esas que son mucho más que un adjetivo, que una coma bien puesta, que una buena metáfora– están escritas con una voz propia que se alimenta de una zona en la que confluyen los libros leídos, las películas vistas, las borracheras, los viajes, los amores vividos. Pero también cosas mucho más peligrosas.

Un verano de mi adolescencia estaba de vacaciones en Necochea, una ciudad de la costa argentina, con mis padres y mi hermano. Yo tendría, supongo, 16. Era una persona llena de furia que quería ser adulta y vivir sola, alguien que no aceptaba autoridad pero que aplicaba una capa de obediencia para que la vida cotidiana no fuera un infierno. Una tarde caminábamos con mi familia por la peatonal céntrica. Yo usaba un suéter color maíz que me encantaba. Mi padre y mi hermano entraron a una casa de juegos electrónicos; mi madre y yo a una galería, a ver vidrieras. No recuerdo por qué, empezamos a discutir. La discusión subió de tono hasta volverse terrible, demoníaca. En un momento ella se adelantó un poco, y yo miré su espalda y pensé: «Me voy». Y me fui. Di media vuelta, salí de la galería, caminé por la peatonal hasta la esquina. Antes de doblar, giré, segura de que ella vendría detrás. Pero no: no me seguía nadie. Estoy casi segura de haber sentido asombro: así que uno dobla una esquina y la vida cambia para siempre. No podía ser tan fácil. ¿No podía ser tan fácil? Empecé a deambular sin plan. Porque ¿cuál podría haber sido sido mi plan? ¿Vivir en la calle, pedir limosna? Caminé un rato. Cada tanto miraba hacia atrás, pero nadie corría detrás de mí, nadie me gritaba que volviera, y el mundo alrededor seguía su curso, impávido. En algún momento, quizás cansada, quizás porque entendí que era una peregrinación idiota, quizás porque tuve miedo, emprendí el regreso. Desandé el camino, llegué a la peatonal, fui hasta la galería. Apenas entré vi a mi madre. Imagino que debía estar con mi padre y mi hermano, pero no los recuerdo. Sólo a ella, sólo su rostro que no supe leer. Porque a esas alturas toda la ciudad me estaba buscando. Mi desaparición había sido denunciada a la policía, que patrullaba las calles informada de mi aspecto: alta, flaca, suéter color maíz. Mi nombre y mis datos se mencionaban por las radios locales. Mis padres llamaban cada cinco minutos al hotel donde nos hospedábamos para preguntar si yo había aparecido. Pero, cuando vi a mi madre en la galería, yo no sabía nada de todo eso y avancé diciéndome que, como en las películas, ella iba a venir hacia mí, a fundirse en un abrazo y a darse cuenta de que yo era una hija maravillosa con la que no debía pelear. En efecto, vino hacia mí. Y, sin siquiera preguntar qué había sucedido, me dio una bofetada bestial. Después empezó a llorar. Yo no pensé en el íntimo infierno de sus horas, en que me habría imaginado perdida para siempre, descuartizada, violada, hecha pedazos. Sólo sentí por ella un desprecio resplandeciente, un odio perfecto y luminoso.

El otro día, en una novela de Rachel Cusk llamada Tránsitos, leí un pasaje en el que ella describe la presentación pública de un escritor llamado Julian. Ese pasaje dice así: «Los escritores, continuó Julian, siempre trataban de llamar la atención: ¿por qué, si no, íbamos a estar sentados en ese escenario? Lo cierto, añadió, es que nadie nos había hecho caso de pequeños, y ahora íbamos a cobrarnos esa diferencia. Según él, el escritor que negara el elemento infantil de la venganza en su producción era un mentiroso. Escribir era la manera que los escritores tenían de tomarse la justicia por su mano, nada más. A los padres a veces les cuesta aceptarlo –continuó–. Tienen un hijo, o una hija, que es una especie de testigo mudo de su vida, y no les gusta que, al crecer, empiece a ir contando sus secretos por ahí. Yo les diría “Cómprense un perro”». Estoy de acuerdo con ese consejo –padres y madres del mundo: si no quieren hijos escritores, cómprense un perro–, pero no cuento esto por venganza sino para hablar de esa zona de mí misma donde el golpe de mi madre todavía sigue vivo. Escribo con muchas cosas –con los viajes y los libros y la poesía y el cine y el amor y el desamor–, pero también con esa parte de mí que aún siente aquel odio perfecto y luminoso, que aún mira a mi madre a los ojos y le dice: «Señora, a mí no se me pega».

En 2008, David Foster Wallace dijo, en una entrevista: «Yo tuve un profesor (…) que aseguraba que la tarea de la buena escritura era la de darles calma a los perturbados y perturbar a los que están calmados». En eso consiste el negocio del miedo. En manipular la nitroglicerina de la perturbación e impedir que te haga volar en pedazos.

Hay cierto parecido entre un cronista latinoamericano y esos electrodomésticos que ejecutan múltiples funciones y cortan, pican, trituran, licúan, procesan, hacen salsas, sopas, jugos. Como las multiprocesadoras, los cronistas latinoamericanos hacemos varias cosas: escribimos columnas, dictamos talleres, editamos libros y los escribimos, formamos parte de jurados de diversos premios. Sin embargo, existe la extraña idea de que el cronista latinoamericano se gana la vida escribiendo dos o tres artículos por año, y nada más. Yo no soy una persona religiosa, pero hay una frase de la Biblia, Romanos 11:33, que dice «¡Oh profundidad de las riquezas, de la sabiduría y del conocimiento de Dios! ¡Cuán incomprensibles son sus juicios e inescrutables sus caminos!». Los caminos de la compensación económica son, en este oficio, tan inescrutables como los de ese dios. Aunque el pluriempleo tiene en ocasiones el rostro aborrecible de la precariedad laboral, a mí la combinación de todas esas tareas –que, además, me gustan– me mantiene la mano aceitada, la cabeza en marcha y los ojos abiertos. Pero, más allá de eso, en una región como América Latina, en la que no existen las condiciones debidamente pasteurizadas para construir eso que se llama, con rimbombancia, una obra, la idea del cronista dedicado solamente a escribir tres o cuatro textos al año es eso: una idea. Creer que las condiciones perfectas existen, y que sólo hay que esperar que lleguen, es una excusa perfecta, y ni siquiera demasiado imaginativa, para no escribir jamás.

Claro que el negocio del miedo no se detiene nunca. Ni siquiera cuando uno se decide a entrar en él, aceptando el pluriempleo como una condición. Porque no pasa mucho tiempo hasta que uno descubre que es un negocio abierto las 24 horas los 365 días del año, repleto de ofertas de dos por uno, bonos de descuento, sonrisas maníacas, atracciones gratuitas. Toda esa gente prestándote atención, todas esas entrevistas, todos esos extraños que te aplauden, te alaban, te celebran. Todo ese ego brillante como una tarta de cumpleaños, insaciable, grotesco. Todas las cosas extrañas que empiezan a suceder, como cuando en una ciudad extranjera un desconocido grita tu nombre en la calle y te pide, temblando, que le firmes un pedazo de papel y, mientras se lo firmás, llora. O como cuando un lector de un país que no es el tuyo te busca por cielo y tierra sólo para decirte que un texto tuyo le salvó la vida. O como cuando un premio Nobel al que no conocés y que no te conoce escribe elogiosamente acerca de un libro tuyo, a toda página y en el diario más importante de un país de Europa.

El reportero de Rolling Stone David Lipsky entrevistó a David Foster Wallace durante la gira de presentación de su novela La broma infinita y le preguntó: «¿No es genial que la gente hable de vos como de un escritor muy sólido?». Foster Wallace le dijo: «En mi experiencia eso no es cierto. Lo peor que hay en el hecho de que todos te presten mucha atención es que también vas a tener “atención negativa”. Y si eso te afecta, el calibre del arma que te apunta ha aumentado de una 22 a una 45». Como todos saben, en 2008 David Foster Wallace se ahorcó en el garage de su casa. La carga de nitroglicerina nunca se acaba, siempre es inestable, y en cada curva puede hacerte rodar hacia el abismo.

Hay muchas formas de que los tiempos sean difíciles para el periodismo. Ojalá ahora pudiéramos dar batalla –como tantos la dieron antes– con nuestras armas más nobles. Yo, que no creo en nada, tengo fe en esas armas nobles.

Pero dejemos de hablar de ostras y de reyes y hablemos del fantasma que últimamente se convoca en cada congreso, feria, seminario, festival, mesa redonda: el Armagedón, el posible fin del periodismo en garras de un combo formado por redes sociales y noticias falsas. Hablar de eso es importante porque, sin periodismo, no hay negocio del miedo.

Tiempo atrás un colega me hizo una entrevista para un programa de radio. Días después, me envió el link. Allí escuché que, al presentarme, decía: «La periodista argentina Leila Guerriero dice que no hay mejor periodista que aquel que escribe sus propios textos». Me bajó la presión. ¿Cómo sería un periodista que no escribe sus propios textos? ¿Un plagiario, un farsante? Estoy segura de no haber dicho semejante cosa, pero lo que me preocupa es que el colega no haya visto en esa frase nada raro. Si alguien me dijera, o yo creyera haber entendido, «no hay mejor guitarrista que el que toca la guitarra», dudaría. Preguntaría: «¿Se puede explicar mejor? Porque me parece que no entendí».

Hace semanas otra colega me entrevistó para un medio gráfico. La nota iba acompañada por uno de esos recuadros donde el entrevistado responde cuál es su libro preferido y si le gustan más los canarios o los hámster. La colega decidió escribir mis respuestas por su cuenta, sin hacerme las preguntas. Adivinó bastante bien, excepto en la opción «¿Mate o café?», porque  respondió –me hizo responder– «Café». Hace dos o tres décadas que no tomo café. No me gusta y me hace mal. Sin embargo, ahí anda esa información dando vueltas: que prefiero el café, una bebida que no soporto, al mate, una infusión que me gusta. Esas frases incoherentes, esos inventos torpes, no afectan a nadie. Ni siquiera a mí, porque los olvido o me sirven para escribir conferencias como esta. El problema es que reflejan, a muy pequeña escala, una forma canalla de ejercer el oficio. Una forma canalla que puede alcanzar alturas siderales. El año pasado, en pleno mundial de Rusia, se anunció la muerte de Diego Maradona. Se descompensó al terminar un partido de Argentina y terminó en la enfermería. Poco después empezaron a llegar a las redacciones dos audios de WhatsApp en los que un hombre le daba a entender a otro que Maradona había muerto. El audio era falso, pero recorrió el planeta en segundos gracias a las redes sociales y los medios de comunicación que se hicieron eco de ellas. A medianoche Maradona seguía aclarando que estaba vivo. En los días que siguieron hubo debates acerca de las fake news, los falsos audios, la responsabilidad del periodismo. Los colegas coincidían en que, al recibir una noticia, hay que chequear antes de difundir. Pero, decían, quien pergeñó el audio fue astuto: lo hizo sabiendo que después del partido Maradona tomaría un avión rumbo a otra ciudad de Rusia y que eso lo mantendría inubicable a lo largo de una hora. Ese hecho hacía, según los colegas, imposible chequear la información. La conclusión inmediata parecía inevitable: había que publicar. Escuché ese argumento una y otra vez. Inubicable, una hora, imposible chequear información. Este oficio es el mismo que ejerce la premio Nobel de Literatura de 2015, Svetlana Alexiévich, cuyas investigaciones sobre el accidente en la central nuclear de Chernóbil le tomaron diez años y expusieron el desamparo de las víctimas y la negligencia del Estado. Uno solía tomarse tiempo para chequear información que podía alterar los destinos de un país, de una persona. Ahora, nuestro límite de tolerancia es de sesenta minutos. No sé qué nos pasó, pero nos pasó de una manera contundente.

El periodismo no es una herramienta de repetir sin chequear cualquier rumor que recorra el mundo. En la Carta abierta de un escritor a la junta militar que el periodista argentino Rodolfo Walsh despachó a diarios y revistas el 25 de marzo de 1977, horas antes de que los militares de la dictadura que había empezado un año antes en la Argentina lo asesinaran, se lee: «Estas son las reflexiones que en el primer aniversario de su infausto gobierno he querido hacer llegar a los miembros de esa Junta, sin  esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso que asumí hace mucho tiempo de dar testimonio en momentos difíciles». Hay muchas formas de que los tiempos sean difíciles para el periodismo. Ojalá ahora pudiéramos dar batalla –como tantos la dieron antes– con nuestras armas más nobles. Yo, que no creo en nada, tengo fe en esas armas nobles.

En 1970 el poeta Nicanor Parra tenía cincuenta y cinco años, era defensor de la Revolución Cubana y miembro del jurado del premio de Casa de las Américas cuando asistió a un encuentro de escritores convocado por la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos en Washington y, junto a otros invitados, hizo una visita a la Casa Blanca donde los recibió la mujer de Nixon a tomar el té. La taza de té con la esposa de Nixon en plena guerra de Vietnam fue, para Parra, la aniquilación: Casa de las Américas lo inhabilitó para actuar como jurado y le llovieron insultos. Cuando volvió a Chile, el presidente de la sociedad de escritores lo llamó «hippie sexagenario», sus alumnos boicotearon las clases en la facultad, donde era profesor de Física. Él se plantó en el patio con un cartel que decía «Doy explicaciones». Jamás se las pidieron. A veces pienso en Parra y su cartel y me digo que quizás podría sentarme en alguna parte con un cartel que dijera «Tengo entusiasmo, vengo a ofrecer».

Contra la idea instalada de que el periodismo miente: vengo a ofrecer. Contra la idea instalada de que el periodismo está en decadencia: vengo a ofrecer. Contra la idea disparatada de que el periodismo podría dejar de existir: vengo a ofrecer. Pero la verdad es que no tengo ganas de ofrecer nada. Todo mi entusiasmo lo necesito para mí, porque estar en el negocio del miedo requiere de toda mi energía y de toda mi concentración. Sí puedo decir esto a los que auguran el fin del periodismo: no cuenten conmigo. A quienes dicen que los lectores ya no leen: no cuenten conmigo. A los cínicos, a los agoreros, a los quejosos: no cuenten conmigo. Porque el negocio del miedo podrá ser un negocio fatal, un muy mal negocio, pero es un negocio de gente que hace, que insiste, que intenta y que cree.

En mayo de 2018, la periodista española Soledad Gallego Díaz, antes de ser nombrada directora del diario El País, de España, recibió el premio Ortega y Gasset a la Mejor Trayectoria Profesional y dio un discurso en el que hizo una defensa de las redacciones: «… lo más raro y magnífico de las redacciones es que los periodistas lo hacen todo mejor porque lo hacen juntos –dijo–, porque respetan los mismos procedimientos profesionales, porque aprendemos unos de otros y porque colaboramos unos con otros. Porque, gracias a esa cultura compartida, sabemos identificar el buen y el mal periodismo. (…) Si la sociedad quiere derrotar a las fake news (…) tiene que darse cuenta de que necesita nuestras informaciones, nuestros reportajes y nuestro trabajo profesional. (…) El periodismo ha servido a la democracia y a la sociedad y sigue siendo vital para su sostenimiento. Si de algo estoy segura es de que el periodismo sigue siendo la indagación de los hechos en busca de la verdad. Y que para saber indagar en los hechos hace falta tener entrenamiento y oficio. Y eso es asunto de las redacciones. Todo lo tecnológicas que quieran y puedan ser, pero redacciones donde se realiza un trabajo colectivo y cómplice. Donde hay periodistas y se hace periodismo».

Desde que Sol Gallego Díaz dio ese discurso pienso que debería llevar varias copias impresas y, ante cada pregunta acerca del estado y el futuro de periodismo,  entregarlas a modo de respuesta.

Finalmente, y para que quede claro: yo estoy en el negocio del miedo. Pero no cambiaría ese negocio por nada.

Hay una escena en la película Kill Bill, volumen dos, de Quentin Tarantino, en la que Beatrix Kiddo, interpretada por Uma Thurman, se venga de los miembros de un Escuadrón que, por orden de Bill, un hombre al que ella ha amado intensamente, intenta liquidarla en el exacto momento en que, embarazada, está por casarse. Una noche, Beatrix Kiddo llega a la casa rodante donde vive uno de los miembros de ese Escuadrón, un hombre llamado Budd. Él, advertido de que ella va a buscarlo, la espera acechante y la sorprende disparándole al pecho dos balazos de al. Beatrix Kiddo se derrumba como una astilla dorada. Cuando cae, Budd le inyecta algo que la deja inconsciente. Rato después, al recuperar la conciencia, ella descubre que está en un  cementerio, atada de pies y manos. Budd se acerca y le dice lo que va a hacer: va a enterrarla viva. La arrastra hasta el ataúd, la arroja adentro, le coloca una linterna sobre el pecho –para que contemple las tablas de madera entre las que va a asfixiarse– y empieza a clavar la tapa. Dentro del ataúd, Beatrix Kiddo hiperventila, aterrada, los ojos dilatados por el pánico, el horror envolviéndola como un murciélago negro. Cuando el último clavo se hunde en la madera, desaparece el hilo de luz que la une a la superficie y el ataúd empieza a descender hacia la fosa hasta tocar fondo con un golpe seco. Después, se escuchan paladas de tierra que caen blandas, una tras otra, hasta que cesan. Sobreviene un silencio total. En la oscuridad del ataúd sólo se escucha la respiración enloquecida, taquicárdica de Beatrix Kiddo, que enciende la linterna y contempla la caja donde va a morir. No hay nada que hacer. ¿Qué puede hacer? Está enterrada un metro bajo tierra, atada, dentro de un ataúd. Sin embargo, empieza a moverse lentamente hasta que logra quitarse una bota. Y de la bota sale una navaja. Con movimientos siempre lentos y trabajosos lleva la navaja hasta una de sus manos, la abre con la boca y corta la soga que le amarra las muñecas. Entonces sonríe una sonrisa triste y agónica, cargada de esplendor y de horrible esperanza y, con la mirada fija en la tapa del ataúd, alza la fulgurante palma de su mano, la apoya contra la madera como quien mide a su enemigo, inspira y, con un rostro en el que se mezclan el ruego, la euforia, el instinto de supervivencia, el desvalimiento, la fuerza y el pánico cerval, dice: «Bien, Pai Mei, allá vamos».

Pai Mei es su sensei. Un legendario maestro de artes marciales que la ha entrenado sádicamente llevándola más allá del dolor y la extenuación, tratándola con desprecio hasta transformarla en una guerrera blindada, en un ser más peligroso que la muerte, en la única digna de ser depositaria de un secreto que él nunca ha enseñado a otro discípulo: una serie de movimientos letales, casi imperceptibles, que, ejecutados sobre el pecho del enemigo, hacen que su corazón estalle. El golpe se llama «cinco puntos y palma que revientan el corazón». Beatrix Kiddo es la única persona en el mundo que sabe ejecutarlo y lo guarda para su venganza magna: el momento en que, al fin, encuentre a Bill, el hombre al que amó, el que ordenó su muerte y a quien ella va a matar.

Pero ahora, en el ataúd, Beatrix Kiddo no piensa en su venganza: está en la boca del miedo y sólo se concentra en seguir viva. Extiende los dedos, los apoya contra la madera, cierra la palma en un puño, aprieta los dientes y golpea. Golpea duro, corto, seco. No puede tomar impulso porque no tiene espacio, de modo que la fuerza de su golpe no proviene del cuerpo sino de algo que aprendió acarreando baldes de agua para Pai Mei, golpeando troncos para Pai Mei, recogiendo arroz del piso como un perro bajo los gritos de Pai Mei. Sin esperanza, pero sin lugar para la duda, se entrega a una convicción imposible: salir viva. Y golpea. Una y otra vez. La madera se mancha con su sangre cremosa. Los nudillos crujen con ese golpe que tiene la convicción de las montañas, de lo que no se piensa, de lo que se hace porque es lo único que se puede hacer. Hasta que, de pronto, la madera cruje. Y después cruje un poco más, y otro poco, hasta que un último golpe parte la tapa como a un tórax y Beatrix Kiddo asciende gloriosa, ahogada pero viva, y se yergue en la superficie, dura como un arpón, dispuesta a que el mundo conozca la magnitud de su venganza, lista para ejecutar su mejor golpe: los cinco golpes y palma que revientan el corazón.

Cada vez que me siento a escribir soy esa mujer en una caja de madera, sin esperanza pero sin lugar a dudas, entregada a una convicción imposible. Cada vez acaricio la tapa que me cubre, mido la calidad de mi enemigo, cierro el puño y, con una fuerza que no viene del cuerpo, digo: «Bien, Pai Mei, allá vamos». Con la esperanza de erguirme alguna vez sobre la superficie dispuesta a ejecutar mi mejor golpe: los cinco golpes y palma que revientan el corazón.

¿Podré hacerlo, lo habré hecho alguna vez? No lo sé. Pero eso –esa incertidumbre– es el salario que se cobra el miedo. Y yo se lo pagaré toda la vida. Quizás, antes de poner un pie en este negocio, ustedes deberían preguntarse si están dispuestos a pagárselo.