Me he tenido que acostumbrar a vivir en no lugares, en zonas en que no me ha sido posible legitimarme como vecino, renunciando al derecho de habitarlos afirmativamente, con la certeza de pisar en suelo seguro, y he comprometido, por lo tanto, peligrosamente mis desplazamientos.

No adhiero a la noción aventurera del viaje, efluvio del romanticismo, en que un mamón edipiano sale al mundo porque no puede ejercer una de las funciones básicas del yo. Yo tampoco puedo y aún así no viajo.

Nunca he ido a Europa y me hubiera gustado ir, sobre todo para (re)conocer los objetos originales que han modelado nuestra matricería patriarcal y que llenan nuestra soledad, como el barroco, por ejemplo (pasticheando a Lezama). Mi negocio de provinciano, consistente en la capitalización retórica del resentimiento, terminó por impedirme definitivamente el viaje o, mejor dicho, la posibilidad del desplazamiento, definida por mi relación compleja con diversas (no muchas) instituciones proveedoras de recursos, ya sea del mundo público o privado. El culpable soy yo.

En mi época infanto adolescencial viajar era un proyecto de aventura que funcionaba como un capítulo de formación del guerrero, es decir, con un profundo contenido mítico, promovido por la cultura jipona o tardo romántica. Viajar en ese entonces estaba asociado a hacer dedo o embarcarse, es decir, no importaba el destino, lo fundamental era sobredimensionar el proceso de traslado y el acontecimiento clave se daba en el proceso, en plena carretera (imaginario de la charcha cultura beat).

Metáfora y/o metonimia, lo mismo da, sólo sabemos que se trata de una retórica del desplazamiento, ya sea por ausencia del objeto de deseo o por contigüidad, como dicen los manuales teóricos de la figuralidad. Insisto, el no viaje es consecuencia del no lugar que uno siempre ha habitado. Toda la aburrida literatura clásica y moderna (la contemporánea no existe), nos aburre con sus viajes reales y virtuales (también le llaman metafísico). Por otra parte, nunca opté por el mercado del exilio, el que podría haber sido un buen negocio. Me hubiera gustado viajar por el llamado viejo continente. Me hubiera gustado ser un chico de la provincia caminando por alguna calle de la vieja Europa. En Italia, España o Francia, tomando café en una plaza adoquinada, rodeado de una arquitectura medieval, renacentista o neoclásica, me daría lo mismo, siendo testigo de lo obvio. Sintiéndome un meteco, sin duda, un trasplantado triste y mediocrizado por los contrastes.

Qué mierda, no debe haber nada más placentero que viajar, que trasladarse de un lugar a otro, que desplazarse de un territorio a otro, montado a lomo de yegua. Asumiendo ya la histeria metafórico épica, no hay nada más literario que viajar, dicen las malas lenguas, que es como decir las malas literaturas. Es un tremendo ni que tópico. Sí, porque ir a otro lugar es también ir al lugar del otro, analíticamente hablando. Ahora, ir en lugar del otro es la impostura que suele fundar la movida gremial de viaje.

Hoy por hoy, yo, en lo estrictamente personal, hubiera querido desplazarme por montañas cordilleranas, a pie y durmiendo en carpa, sintiendo el ruido de los árboles (unos robles apeñinados) y de los animales indómitos en los alrededores, haciendo crujir levemente la hojarasca. Las nostalgias andinas me persiguen, y también las costinas. Ambas cordilleras representan lugares sagrados que me acosan desde la infancia. No se trataría de un viaje vacacional, sino de una estancia que podríamos denominar poética, aunque la palabra es algo mamona en un contexto de sobredimensión estética.

Hubiera querido ir a tantos lugares, pero ya no es posible, la mentada globalización hace que todos los lugares sean el mismo, anulando la diferencia y la sensación de extranjería, que debe ser una de las sensaciones más placenteras de la modernidad.

Después de tanto querer ir a un lugar sin poder hacerlo, ya sea por falta de recursos o porque el fracaso se instaló exitosamente en mi territorio, impidiéndome cualquier posibilidad de salida, la negatividad se me reafirma como un topos o el lugar común en que habito o que me habita. Entonces, el verso célebre “nunca salí del horroroso Chile” me queda preciso en la lápida de mi quietud. La motivación de viaje ha perdido sentido para mí.