Un ovillo arrojado al lector

Presentación de Vera Fonseca

Esta es la primera visita de la escritora Lídia Jorge a Chile. Es significativo que un acercamiento entre Portugal y Chile suceda justo aquí, en el espacio destinado a celebrar a Bolaño, uno de los más grandes nombres de la literatura chilena. Un espacio así, que ha destinado tanto esfuerzo y tiempo a escritores y autoras de diferentes partes del mundo es el lugar adecuado para reflexionar sobre el estado actual de la literatura de mi país.

Pensar en la literatura portuguesa del siglo XX y XXI y en aquello que fue la contribución a su necesaria y vital reposición ante la transición de dictadura  a democracia, sin dejar de lado la apertura de una especie de caja de pandora de donde los espectros de la colonización emergen, pasa inevitablemente por la obra de la escritora Lídia Jorge, uno de los nombres más significativos. Ella nació en Boliqueime (Algarve, al sur de Portugal), es licenciada en Filología Románica. En 1970, partió a África, enseñando en Mozambique y en Angola durante la guerra colonial. Escribió más de veinte libros entre los cuales hay novelas, literatura infantil, ensayos, cuentos, una pieza de teatro. Su obra, ampliamente traducida a diversos idiomas, cuenta con adaptaciones teatrales y cinematográficas, destacándose la adaptación de su novela “A Costa dos Murmúrios”, llevada a cabo por la realizadora portuguesa Margarida Cardoso en 2004.

El reconocimiento de la importancia de su obra en el contexto de la literatura portuguesa y europea se ha traducido en la entrega de diversos premios. La autora recibió el Premio Literario Municipio de Lisboa con las novelas “O Cais das Merendas” y “Notícia da Cidade Silvestre”. Además de este premio, Lídia Jorge cuenta con más de 16 distinciones recibidas no solo en Portugal, sino que en otros países como Francia y Alemania. Se destacan el Premio Máximo de Literatura en 1998, el Gran Premio de la Asociación Portuguesa de Escritores en 2002, Albatros – Premio Internacional de Literatura– en 2006, el Premio Luso-Español de Arte y Cultura en 2014 y el Premio Virgílio Ferreira en 2015.

En su obra, se destaca la importancia que asume el contexto anterior y posterior al 25 de abril, así como el laberinto que Lídia Jorge configura en ese contexto teniendo, simultáneamente, como fuerza centrípeta y centrífuga, Historia y memoria. Cinco años después del jueves 25 de abril de 1974, día en el que Portugal amanece para la caída de la dictadura

más larga de Europa, Lídia Jorge publica su primera novela titulada O Dia dos Prodígios. Obra fundamental en la literatura portuguesa post  25 de abril, narra el microcosmos de una aldea del sur de Portugal, de su relación entre lo que lo experimentan sus habitantes en una rutina cotidiana y lo mágico/insólito en su interior,  y lo que la revolución que se vivía allá afuera, volviendo evidente lo atemporal entre el acontecer de la Historia y lo que experimentan los sujetos. Esa misma atemporalidad o fractura entre realidad, verdad, verosimilitud e historia más tarde será plasmada literariamente de forma magistral por la escritora en su obra A Costa dos Murmúrios.

“Si nadie fotografió ni escribió lo que ocurrió durante la noche, se acaba con la madrugada – no existió”, Eva Lobo/ Evita, Costa dos Murmúrios.

En esta novela publicada en 1988, nos muestra una mirada femenina sobre la guerra colonial, construida como un díptico en que el preludio onírico titulado “Saltamontes” dialoga, de forma compleja, con la narrativa principal mediante un proceso de “hacerse otro” o bien la fragmentación de voz autoral, voz narrativa y voz del personaje principal. En “Saltamontes” escuchamos de Evita, joven portuguesa que acompaña a su novio, el alférez Luis Alex a Mozambique. La narradora principal nos habla de Eva y a su vez da cabida a otra voz propia, pues la hace hablar como quien fue: Evita. Si la Historia, como el  resto de las ciencias, solo existe en una relación necesaria e inequívoca entre sujeto y objeto, donde el objeto termina  por ser blanco de la proyección de una supuesta determinación previa del sujeto, en A  Costa dos Murmúrios acompañamos un dramático proceso en que tanto Eva Lobo/Evita como el alférez Luís Alex experimentan la transfiguración de sus identidades. Esto se manifiesta como una retroalimentación entre identidad y memoria, a medida que la primera se transfigura la segunda irrumpe, de modo que las memorias insospechadas y prohibidas que se revelan van a su vez transformando las identidades. Esto trae consecuencias  decisivas para la construcción de un relato histórico, puesto se debilita la presunción de seguridad del sujeto de conocimiento en la producción historiográfica.

En la adaptación de la cineasta Margarida Cardoso, la imagen en primerísimo plano del rostro de la novia Eva/Evita abriendo su mirada, bajo el velo/halo blanco, parece ser la escritura cinematográficamente posible de la frase epigramática con la que Lídia Jorge abre su novela: ‘Evita era yo’. La  obra se presenta como un ovillo que rueda hacia el lector, de modo que su salida del laberinto será la entrada en sí mismo.

Conferencia

Lidia Jorge

1.

Algunos de los presentes se acordarán que, al inicio de los años noventa del siglo pasado, la cuestión sobre la invasión de Timor Oriental por los indonesios era un asunto que apasionaba a la opinión pública. Ocurrió que, en la época de la masacre en el cementerio de Santa Cruz, cuando la tensión estaba en el clímax, apareció un embajador holandés, denegando la posición de los portugueses y hablando contra las pretensiones de los timorenses. Cierta noche, el embajador apareció en la televisión estatal portuguesa con argumentos muy duros, y al exponerlos lo hacía de modo enfático, en un tono severo, agresivo, utilizando vocablos que parecían estallar en el aire con estridencia. El habla del embajador era tan desagradable por lo gutural y áspera, que concluí que el holandés era la lengua más fea del mundo. Sin embargo, al día siguiente viajé a París para integrar un encuentro de escritores que iba a discutir el papel de los creadores en democracia. Quiso el destino que la primera interviniente fuese una mujer, una poetisa holandesa. Y ella comenzó abriendo su discurso con la siguiente frase: El holandés, mi lengua, es la más bella del mundo. Para demostrarlo leyó un poema y, de súbito, la melodía de las palabras hizo de  su idioma una lengua dúctil, serena y profunda, repleta de entonaciones melódicas. Creo que el poema hablaba de libertad.

Estos dos episodios, separados por escasas horas, me hicieron modesta y cautelosa al juzgar  las lenguas. En verdad, las lenguas desempeñan varias funciones que todos les reconocemos, pero no hay duda de que el elemento afectivo existe previamente a la lengua, al mismo tiempo que es formateado por ella, e involucra todas las otras funciones de modo indisociable. De tal  modo, así es como la noción de patria, aprisionada en su nudo de sentimientos profundos de pertenencia, se transforma en uno de los factores de identidad más importantes para el ser humano. En ese dominio, Wilhelm von Humbolt expuso de forma definitiva sobre el asunto en su ya distante conferencia de 1820, demostrando cómo las lenguas son uno de los factores que mejor permite estudiar la diversidad humana y su contienda. Como si al ser humano le perteneciese la voz,la voz como potencial del habla universal, y a las diversas sociedades humanas perteneciesen las lenguas, regionales y particulares como ellas. Y así, a través de esa ecuación que llevaba al extremo, juzgaba von Humboldt que, si se alcanzase el prodigio de hablar una sola lengua, la paz en  la Tierra sería definitiva.

Doscientos años después, esa idea está  alejada de nuestro horizonte. Infelizmente, aprendimos que todas las guerras de las estrellas, esa lúdica proyección del futuro, si ocurriesen en la realidad, serán hechas en una sola lengua. Sabemos también que, aún más arcaica que la voz humana, a través de la cual todas las lenguas se declinan, es el impulso de la violencia que transforma al otro no en el espejo de mí mismo, sino en mi enemigo. Después de von Humboldt surgieron incontables teorías sobre las lenguas y el lenguaje, y ocurrieron dos guerras mundiales para quitarnos las ilusiones. Tal vez, en los últimos tiempos, sin embargo, después de la caída del muro de Berlín, por un breve intervalo, algunos de los creyentes en la naturaleza humana hayan pensado que la paz iba a ser posible. Súbitamente surgieron varias perspectivas en ese sentido, se imaginó inclusive que la Historia como batalla humana podría tener su fin a la vista, y hubo títulos rimbombantes que nos prometían ese futuro radiante. Duró poco, como se sabe, esa ilusión. La idea de que bastaría, dentro de poco tiempo, usar la tarjeta bancaria en vez del pasaporte para que viajásemos alrededor del mundo, esa bella utopía de que seríamos pasajeros libres en un mundo globalizado cayó  estrepitosamente por tierra en los últimos años. Los  soñadores con la paz perpetua pueden revolcarse en sus tumbas. Hoy, para hacer un viaje corto en avión, irónicamente, tenemos que dejar que nuestros equipajes sean revisados como potenciales materiales explosivos y nuestros cuerpos son vigilados y radiografiados con la mayor desconfianza colectiva de la historia humana. Los nacionalismos agresivos regresaron, siempre con la idea de que mi patria es mejor que la tuya. Es más, antes que la cercanía de tu patria me perjudique, que se levante un muro entre la mía y la tuya, para ver si yo me salvo, mientras tú te hundes. Vivimos momentos de decepción, ¿por qué no decirlo? La realidad es tan dura que no hay más lugar para dividirnos entre pesimistas y optimistas, apenas entre quienes desisten y quienes resisten.

Por eso, parte de la teoría de von Humboldt vuelve a ser reclamada como realista, por los que resisten, debido a que defendió que cada lengua es en sí una energía propia, un organismo vivo, una plataforma entre el pensamiento y el mundo, reflejándose en ella la historia de cada sociedad como nación delimitada por sus fronteras, y que la comprensión del mundo se hace a partir de la yuxtaposición de las diversas visiones del mundo que cada sociedad ve. Conocernos, entonces, patria a patria, es una medida modesta, pero razonable.

Solo que también ahí se verificó una alteración fundamental. La noción de fronteras nacionales continúa existiendo en concreto, como elementos convencionales indispensables, pero a ellas se sobreponen nuevas fronteras no demarcadas ni previsibles. De súbito, como día a día dolorosamente se confirma, las fronteras dejaron de ser geográficas para confinarse pura y simplemente  a los límites de nuestro propio cuerpo. Gracias a los nuevos medios técnicos y a la tecnología, todos podemos caminar al rededor de  la Tierra, todos podemos ser vecinos de cualquier  otro, solo que no estábamos preparados para semejante cercanía. Las diferentes culturas y las diferentes religiones, mezcladas explosivamente con súbitos amores por antiguas y nuevas patrias, hacen que las fronteras no sean más riscos sinuosos en los mapas, sino paredes porosas de cualquier compartimiento en cualquier lugar de la Tierra. Y a nosotros, que nos gustaría decir que cada hombre es una patria, somos obligados a decir que cada hombre es una frontera, lo que en  concreto  significa  que  cada  individuo es, al mismo tiempo, un escudo, un objetivo y un arma. Cada hombre es un campo de batalla, un campo de Austerlitz en potencia. Esta es la novedad que los teóricos pacifistas de las lenguas no vislumbraban. Lo que significa que en este contexto global, vale la pena regresar calmadamente a las lenguas y a las patrias, como si no hubiésemos aprendido nada, para reiniciar el conocimiento mutuo, en la esperanza de que ese conocimiento nos permita colocarnos de corazón abierto unos delante de los otros, y así recomenzar una nueva aproximación, una nueva cercanía, un nuevo entendimiento.

2.

En esa perspectiva, me gustaría hablar de lo que mejor conozco, de los portugueses, de su patria  y de su lengua. Sobre todo de su Literatura, la forma más elaborada que las  lenguas  alcanzan, teniendo en cuenta, por otro lado, que las Literaturas, que viven de las fábulas y de los imaginarios transversales, tienden a la universalidad y siempre nos unen. Compartir el modo cómo nos vemos, cómo nos definimos, lo que lamentamos y lo que deseamos, a través de la Literatura, es una forma de reconocernos como sujetos de un espacio que, saliendo siempre de una cierta tierra, queda en cima de la Tierra, un espacio familiar, ya que el imaginario y la transfiguración son un territorio extendido a todos, a pesar de que sean complejos y no resumibles.

Es más, por oposición, hablar de cierto modo de las Lenguas incluso es fácil y resumible. Es fácil para los portugueses, por ejemplo, hablar del Portugués con cierta vanagloria y entrar con facilidad en la corrida para los sprints en búsqueda de los primeros lugares del podium. Es fácil decir, por ejemplo, que hoy en día ella abarca cerca de doscientos millones de hablantes, mencionarla como la tercera lengua europea más hablada del mundo, y la sexta, después del mandarín, del inglés, del español, del hindi y del árabe, en el ranking de las grandes lenguas. Que se distribuye por cuatro  continentes  del  Globo terrestre, que sus hablantes corresponden a zonas en expansión demográfica, que contiene 600.000  vocablos  contra  el  millón  de vocablos ingleses, pero que se igualan por la riqueza de las perífrasis y asociaciones metafóricas, tal como sucede con las otras lenguas románicas. Que tienen vocablos míticos intraducibles a cualquier idioma como saudade, colo o bicho, palabras que son cuerpos semánticos simbólicos de su singularidad. Se puede decir también que, con el adviento de las nuevas tecnologías, los países que forman la comunidad que tiene por sigla CPLP, semejante a las lenguas francesa, inglesa o española, está creando instrumentos de utilización modernos y eficaces que le permite una proyección ascendente. Se puede decir que, al igual de lo que sucede con otras lenguas, también ahora regalamos libros, gorros y lapiceras a cambio de la aceptación de la lengua. Y, también, en sentido contrario, ya hacemos sociedad con países que no tienen nada que ver con la Comunidad de Países de Lengua Portuguesa, como es el caso de la integración inexplicable de Guinea Ecuatorial a cambio de eventuales petrodólares. Y en medio de todo eso, muchos distorsionan el sentido de  la frase de Fernando Pessoa, proclamando que mi patria es la lengua portuguesa, para que nos imaginemos grandes, como era antiguamente, cuando teníamos colonias y nos llamábamos imperio. Otros invocan la impresión de Miguel de Cervantes de que el portugués era un español sin huesos, para subrayar su carácter dúctil y melódico, asociado a un temperamento manso.

O sea, descrita de este modo, la lengua Portuguesa se encuentra en medio de las estadísticas ganadoras. Pero nada será  comprendido  sobre la historia de esta lengua, si no se entiende que todo comenzó con una población de un millón de hablantes, ocupando el escaso espacio de unos noventa y tres mil kilómetros cuadrados muy cerca del mar, acosados por la vecina España y que, digan lo que digan, a lo largo de los siglos XIV y XV, fue el primero en circunnavegar África e ir hasta la India, y después a China y a Japón y el que primero circunnavegó la Tierra, y participó como pionero en la primera globalización, habiendo dejado el rastro de la Lengua Portuguesa, hasta hoy, por varios continentes. Con las manos sucias, pero también con las manos limpias, propias de una época, en el amanecer del descubrimiento de la configuración redonda de la Tierra.

Como también poco se entenderá si no se sabe que el inmenso imperio portugués se fragilizó, desde el primer momento, por pésimas administraciones, si no se dice que la religión católica dirigida por los portugueses era mucho más ritualista que instructiva, si no se comprende que la difusión de la lectura y de la instrucción letrada fue escasa y a veces nula en comparación con los pueblos considerados ultramarinos, entre los europeos. Y así, invocando la Literatura, el lugar donde la lengua florece, no admira que los portugueses incluso hoy encuentren en el símil del mar, ese lugar donde se definieron ya sea como ganadores o como vencidos, la proyección de su intimidad y de su destino. El símbolo de su configuración ontológica como nación y como individuos. Vocablos, oraciones, narrativas, cuentos populares y producción literaria de toda naturaleza tienen el mar como espacio y referencia. La música desde la popular a la erudita  se refiere a él como tema. Es impresionante la presencia del tema del mar en las letras de la música portuguesa. Una cantante como Amália Rodrigues encuentra en los versos que transcribo a continuación una síntesis íntima de esa configuración. De ella es la siguiente letra de fado:

“Tenía un corazón, lo perdí Pero sé que lo voy a encontrar Preso en el lodo del río

O anclado en el mar”.

De igual modo, la poetisa Sophia de Mello Breyner Andresen escribió de modo más radical una especie de epitafio para sí misma, y el elemento determinante es el mar.

“Cuando muera volveré para buscar

los instantes que no viví junto al mar”.

O simplemente la síntesis que Vergílio Ferreira introdujo en el discurso de apertura de Europalia 91 en Bruselas, que después sirvió de placa en   el frontis del pabellón portugués en el Salon du Livre de París, en 2000, y hoy es una divisa usada entre las escuelas, universidades y la población común – “De mi lengua se ve el mar”.

Se trata, pues, del topós más frecuente, y más glosado de la Literatura portuguesa. Una lengua de mar en varias vertientes, en la alegría  de  tener cerca, en el deslumbramiento del paisaje, en el lugar de prosperidad y abundancia, en la simbología de la totalidad, en la simbología del lugar de la evasión y del viaje, en el desafío  de las olas y las tempestades y en el heroísmo de vencerlas, pero también lo que significó en sacrificio y sentimiento de derrota que se glosó en el pasado, que atraviesa el siglo XX y que viene hasta nuestros días. Como si la consciencia de la felicidad nunca fuese suficiente para alejar la dificultad y la batalla a que se le asocia.

La Literatura  Portuguesa  enseña,  entonces, que este pueblo europeo vive  del  recuerdo  de un pasado de esplendor ya remoto, pero, sobre todo, de una experiencia prolongada de derrota, condimentada por la noción de una manera de compartir humanamente cercana a un ideal de fraternidad que nos acerca a los ideales modernos de convivencia oriundos del Siglo de las Luces.

No es necesario regresar al siglo XVI, con Camões, ni al siglo XVII con Fernão Mendes Pinto o a los relatores de la Historia Trágico-marítima. Por ejemplo, el poeta Camilo Pessanha, escritor de inicios del siglo XX, invocando la sensualidad del mar, en el poema Venus, entre lo deslumbrante de la belleza, escribió cinco de los versos más compasivos sobre la confrontación entre el mar  y el hombre, en el recuerdo del naufragio como condición de la propia naturaleza. El hombre, deshecho y confundido con la naturaleza. El poema termina de la siguiente manera, intraducible al inglés, creo yo:

“¡Tantos  naufragios, perdiciones, destrozos!

– ¡Oh brillante visión, linda mentira! Rosáceas uñitas que la marea había partido. Dientecitos que el vaivén había desclavado Conchas, piedritas, pedacitos de huesos…”

Pero el poema que mejor sintetiza el deslumbramiento por el mar cruzado con el desastre, la furia y la violencia, y la tenacidad humana, el gozo de vencer y rasgar fronteras de todas las especies, será tal vez la Oda Marítima de Fernando Pessoa, largo poema de novecientos ocho versos que, en un determinado momento elije, en la figura del pirata de los mares, el héroe trágico que simboliza la Humanidad de la que el ser del poeta se torna compañero ebrio. Es el poema más bello de la Literatura portuguesa del siglo XX, tal vez de todos los siglos. Permítanme que lea el siguiente pasaje:

“En el mar, en el mar, en el mar, en el mar,

¡Eh! Poner en el mar al viento, a las olas,

¡mi vida!

Salar de espuma lanzada por los vientos Mi paladar de los grandes viajes.

Fustigar de agua chicoteante las carnes de mi aventura,

Repasar de fríos oceánicos los huesos de mi existencia,

Flagelar, cortar, arrugar de vientos, de espumas, de soles,

Mi ser ciclónico y atlántico,

Mis nervios puestos como  jarcias,

¡Lira en las manos de los  vientos!

Sí, sí, sí… crucificadme en las navegaciones

¡Y mis hombros gozarán mi cruz!

Atadme a los viajes como a postes

Y la sensación de los postes entrará por mi espina

¡Y yo comenzaré a sentirlos en un vasto espasmo pasivo!

Haced lo que queráis conmigo, mientras sea en los mares,

Sobre cubiertas al son de las olas,

¡Que me rasguéis, matéis, hiráis! Lo que quiero es llevar a la Muerte Un alma transbordante de Mar.

(…)

¡Hagan jarcias de mis venas!

¡Amarras de mis músculos!

Arránquenme la piel, clávenme a las quillas.

¡Y pueda yo sentir el dolor de los clavos y nunca dejar de sentir!

¡Hagan de mi corazón una flámula de almirante!

¡En la hora de guerra contra los viejos navíos!

¡Pisoteen a los pies de las cubiertas mis ojos arrancados!

Este es, precisamente por casualidad, el poema más bello de la Lengua Portuguesa, por la furia lírica, por la osadía semántica, por la entrega a los extremos. Y también por la corporización del europeo que atravesó los mares en la figura del gran pirata, aquel que reúne el ímpetu de la violencia con el ímpetu de la transposición de lo desconocido, de las barreras físicas y las éticas. Pero naturalmente que este es un poema prominente, excepcionalmente lírico, pero existen otros campos mucho más prosaicos, en que el mar y la distancia surgen como sujetos. Restos de un imperio colonial que perduró mucho más que los otros imperios europeos, el primero en diseñarse y el último en cerrar la puerta, por el prolongamiento de varios frentes de una Guerra Colonial extemporánea, la lengua portuguesa, hoy hablada por cerca del cinco por ciento de los hablantes del Globo, se transformó en una lengua de tierra y lugares intercambiados. El recuerdo de las idas y venidas constantes, ya sea por comercio o por guerras y escaramuzas, dejó marcas que van mucho más allá de la toponimia, pero que a través y por la mezcla con ella se manifiestan.

António Lobo Antunes en una de las Cartas de Guerra que envió a su mujer, desde Angola, durante la Guerra Colonial, escribía en 1971, sobre la falta que le hacían los lugares portugueses, mezclada con la extrañeza sobre los hábitos de los nativos:

“Estar aquí me trae constantemente a la memoria, no sé por qué, paisajes como aquella calle entre Santarém y Alpiarça, con los plátanos cerrándose por encima de las  cabezas, el  jardín público de Montemor, la Golegã desierta a cualquier hora y con las puertas cerradas, el Tajo enarenado reducido a inmensos  bancos de arena. Me gusta desesperadamente mi país  y mi amada lengua portuguesa, la más bella de todas. Quiero ser enterrado ahí, donde quiera que muera, bajo el “viento que muhe comu uma vaca”. A la hora del almuerzo ellos traen fuba y pescado seco y amarillo, y comen sin masticar esa harina sin gusto, y afilan los dientes con el fin de transformarlos en triángulos agudos de ratón. Y a mí me gusta todo de ti y te amo. António”.

Lobo Antunes se encontraba, en aquel entonces, acantonado en Gago Coutinho, provincia de Moxico, en plena Guerra Colonial. Pero, pasados cuarenta años, después de la descolonización, los regresados de África son los que transportan consigo los topónimos lejanos y los escriben en letra imprenta en los establecimientos. Quien vive desterrado en Portugal es el que homenajea el lugar dejado allá lejos, y los lugares, en este caso, la provincia de Moxico viaja ahora en sentido inverso. El joven escritor Bruno Vieira Amaral, en su libro Las Primeras Cosas, intentando explicar por qué razón el nombre de la farmacia Macondo, del Barrio Amélia, lugar inventado, al sur de Lisboa, no se refiere al lugar literario de Gabriel García Márquez, colocando una nota en la respectiva página de la novela:

“El origen (de Macondo) no es literario. Expone apenas el origen de los propietarios. El señor Neves y la mujer tenían un terreno en África en la provincia de Moxico, más precisamente  en los alrededores de la ciudad de Macondo. En el Barrio Amélia estaba también el bazar Malange, la frutería Namibe y la papelería Huambo, del Señor Aires. Cafés, estaba o Nortenho, O Minhoto y o Alejentano, siendo que nada, excepto el nombre, asociaba los cafés a la tierra natal de sus propietarios”.

Claro que la práctica del viaje de los topónimos es de todos los tiempos y de todos los lugares, siendo que la relevancia que cada cultura le atribuye a esa representación alcanza grados diferentes. En Portugal las distancias en relación con los puntos del Globo cuentan historias pasionales con relación a la patria de una forma impresionante, como si Portugal fuese un personaje dejado atrás, maltratado, o simplemente adorado a la distancia. Cuando António Lobo Antunes, en ese entonces apenas un joven médico que aún no era públicamente un escritor, ni persona conocida, declaraba que amaba su tierra al punto de solo querer ser enterrado en ella, lo hacía como cualquier soldado, para que su deseo quedase encerrado en los dobleces del papel de una carta de familia. Esa es la sensación que se tiene, de que existe una historia pasional de los portugueses con su país, donde quiera que estén, y que muchas veces la forma de reducirlo, denigrándolo, como ocurre a menudo, es todavía un modo de declararle su amor.

De esta manera se comprende que otro escritor, Pedro Rosa Mendes, en la novela A Baia dos Tigres, haya intentado retomar el viaje entre la Costa Occidental de África y la Costa Oriental, que había ocurrido más de cien años antes. Me refiero al viaje de exploradores anterior al viaje de Livingstone, viaje de los  portugueses que buscaban legitimar el derecho a la faja de África Central, toda la zona que está en medio de Angola y Mozambique, plan que los portugueses perdieron estruendosamente ante los ingleses, los alemanes y los franceses, en los lejanos años ochenta del siglo XIX. Volviendo  a   A Baia dos Tigres, novela de viajes y simultáneamente autobiográfica, en 1997, conviene decir que el narrador parte de la Bahía con ese nombre en Angola, y se va internando por el interland adentro, encontrando una África cuyas fronteras, muchas de ellas trazadas a regla y escuadra  al final del siglo XIX, ya perdieron los contornos, transformándose en una amalgama de referencias desencontradas, gente perdida, ante las cuales los oficiales de la ONU son impotentes o inoperantes. A lo largo de ese viaje, el narrador, que lleva consigo una ecografía de la hija que va a nacer, ve desvanecer la imagen, a medida que las identidades también colapsan y el territorio africano se transforma en un espacio de desastre. Claro que, sobre el tema, no es el único que lo hace.

Incontables libros en las últimas décadas han sido escritos sobre la misma realidad. Pero que yo haya tenido conocimiento, nunca ninguno alcanzó la proyección humana, sentida, de A Baía dos Tigres, por la pasión por los hombres, por sus relatos directos, sentimiento de conmiseración y simpatía, como si un siglo después, Pedro Rosa Mendes hubiese venido a decir que el mapa de color rosa, este mapa que los portugueses trataron de crear hace cien años, y que fue rasgado, fuese ahora inaugurado por el poder del testimonio vivido. Por el poder de la lengua y de la literatura, ahora cuando el mundo se globalizó en una nueva colonización para la cual aún no encontramos los adjetivos adecuados. Sobre los efectos de la guerra civil en Angola se puede leer en La Bahía de los Tigres:

“¿Quieres saber sobre la Guerra de Bié?

Nos matamos hasta que no quedó nada. Sin cuartel –no salimos de casa, ni para el entierro. Una guerra civil es eso. Demencia alrededor del comedor. La nuestra nos exorbitó. Exterminamos el linaje, desde el más joven al más difunto, desde los que aún estaban por concebir  a  los que ya no tenían misa por sus almas. Morimos en el hogar y en el cementerio, en la cama en la tumba en el campo. En Cuíto también se mataron los muertos, la guerra llegó hasta ellos, no los desperdició, los mereció, murieron dos veces. Los vivos muchas más. En Bié somos sobrevivientes o resucitantes y tú no vas a poder decir aquello que yo soy. Nadie tiene ese coraje. Ni nosotros. Tendríamos que vaciar los ojos de modo que nada quedase en órbita, para entonces enfrentar la verdad (…) En los patios hasta levantamos cruces con la madera que quedó.

Nosotros conocemos los lugares – ¿cómo olvidarlos? – pero los niños nacieron después”

Es posible que sea una presunción, pero creo que solo un portugués podría haber escrito un libro tan compasivo como este, con la Historia de los portugueses de mezcla con gente de todo el mundo. Las guerras, las amenazas, las monstruosidades y las escenas de compasión son relatadas como si todos fuesen vecinos cercanos  y todos reciben el turno de su discurso directo. Es más, un trazo que  define  a  los  portugueses en oposición a otras culturas es una forma especial de compartir. Hay una imagen síntesis, extremadamente elocuente, que involucra británicos y portugueses en oposición. Surgió en el libro del General Spínola, Portugal e o Futuro, publicado en 1973, el libro que anticipó la Revolución de los Claveles en 1974 y el inicio de la descolonización que vendría en consecuencia. En cierto momento, escribe el General a propósito de la colonización portuguesa y la colonización inglesa. Cito de memoria– “Mientras los británicos les dijeron a los pueblos nativos, elévate pero no te acerques, los portugueses dijeron, acércate pero no te eleves”. Si nos colocamos solo del lado positivo de la afirmación, la síntesis coloca en destaque el carácter civilizador de los ingleses en oposición a la capacidad de confraternización de los portugueses.

Es más, hace mucho que considero que los portugueses, por buenos y por malos motivos, son aquellos que están siempre dispuestos a compartir los tres rectángulos primordiales de la vida – el rectángulo de la mesa, porque comen con  todos, el rectángulo de la cama, porque se acuestan con todos, y el rectángulo de la tumba, porque no les importa ser enterrados al lado de cualquier otro, aunque siempre sueñen con ser sepultados en la tierra natal. Ese carácter de compartir los bienes de primera instancia (no las letras y la cultura) está plasmado en los grandes textos clásicos portugueses, es parte de su historia marítima, la trágica y  la heroica, y llega a los siglos XX y XXI enunciando los mismos temas, en una línea de sucesión impresionante. Incluso hace dos años, Ana Margarida de Carvalho, una escritora bastante joven, publicó un libro en que el tema de la fraternidad se bifurca en dos vertientes diferentes– una historia luso-brasileña de compartir, y una metáfora del mundo actual reflejado en la figura de los que rondan de tierra en tierra y se empujan por tener un espacio legítimo, como si la Tierra habitable se hubiese reducido a estrechas fajas del Globo.

En “Não se pode morar nos olhos de um gato”, Ana Margarida imagina un barco negrero, un navío destinado para el transporte de esclavos,  ya después de la abolición de la esclavitud, barco que parte de Brasil y camino a Portugal es asaltado por una  tempestad. Habiendo  llegado a la costa unos cuantos náufragos, son obligados a compartir una estrecha faja de arena que  se ensancha o disminuye, hasta desaparecer por completo, al sabor de las mareas. Es en ese estrecho espacio forzadamente compartido  que  los ejemplares de una sociedad del siglo XIX, dividida en clases, desde el esclavo al padre, las señoras, madre e hija aristócratas, son obligados a cohabitar, exacerbando las diferencias, pero forzándose a ceder unos ante los otros, por la fuerza de la sobrevivencia. En determinado paso, incluso aquellos que eran extraños terminan por hermanarse y confundirse durante un baño con aceite de ballena, como si fuesen niños, cuando ya no hay otro modo para limpiarse y curar las heridas. En determinado momento puede leerse:

“En seguida, Teresa mandó a llamar a Julien, Marcolino y el capataz, que pescaban en el mar, uno por uno. Los refregó desnudos, de los pies   a la cabeza, y ningún erotismo encontraron en   el acto, pues Teresa los lavaba metódica y concentradamente, raspándoles la piel de la espalda con un pedazo de concha de ostra (…) Y ellos, cada uno a su vez, sumisos y silenciosos, pacientes que se someten a la  cura, agradecidos  por ser cuidados (…) Y Núnzio con el desagradable presentimiento de que Teresa no quería desperdiciar el precioso aceite con él.

Hay hombres que nacieron para ser nadie.

En la noche, envueltos unos con otros, todos se sintieron hermanados,

por tener, nuevamente, el mismo olor”.

Una poderosa metáfora en que la playa del siglo XIX se transfigura en la Tierra del siglo XXI, ahora que  se  entiende  que  la  reinvención  de la esclavitud parece ser infinita, pero también cuando se entiende que nadie se salva solo.

De hecho, nada de lo que aquí se dijo sobre la Literatura portuguesa, el mar, la distancia y el viaje, el naufragio, es exclusivo de nuestra casa. Lo que es particular, eso sí, es la persistencia, el destaque y la continuidad que este tipo de temas alcanza en los textos que a lo largo de los siglos fueron siendo producidos en lengua portuguesa. Como si el tema de la relación de los portugueses con los otros nos definiese ante nosotros mismos, y nos diese un sentido de existencia personal y colectiva. En términos colectivos, se registra una especie de tratamiento atenuado de las diferencias, en oposición a las literaturas de identidad marcadas por la confrontación. Incluso las zonas de contacto entre los portugueses y los pueblos de los otros espacios de Lengua Portuguesa, los espacios de la antigua colonización, no se establecen con agresividad, existe antes una cierta compasión que está patente en las diferentes literaturas, la brasileña, la mozambiqueña, la angoleña, o la timorense. Literaturas recientes afirmadas en las últimas décadas muestran, por parte de los escritores de lengua portuguesa de los países africanos y asiáticos, una especie de regreso al acto colonial, pasando el cuchillo por la incriminación antigua, y al hacerlo, trillan el camino de una revisión que les importa tanto a ellos como a nosotros, usufructuarios y víctimas de esa manera antigua de hacer mundo. Mia Couto, Agualusa, Nélida Piñon o Luís Cardoso no transportan a la Literatura la molestia y el resentimiento que amplias partes de esas sociedades aún sienten en vivo. No son estandartes de esos sentimientos. Al contrario. Lo mismo pasa con las otras artes, particularmente la música y la canción. El coro de la canción Fado Tropical de Chico Buarque de Holanda, grabada en 1971, continúa siendo una divisa, cercanos que están los dos países, Brasil y Portugal, a veces por los buenos, otras veces por los malos motivos. Aún suena como un himno familiar, en la voz de Chico, ese estribillo brasileño:

Esta tierra aún va a cumplir su ideal

Aún va a convertirse en un inmenso Portugal.

Ya en 1975, después de la Revolución, cuando Brasil aún vivía en dictadura, Chico Buarque escribió y cantó Tanto  Mar, tema prohibido por   la censura brasileña. Decía entonces palabras  que continúan siendo actuales en los siguientes versos:

Sé que hay leguas separándonos Tanto mar, tanto mar

Sé también cuánto se necesita, oh Navegar, navegar

Es más, esa relación amistosa de asociación, a nivel musical continúa intacta. El cantante, hijo de caboverdianos, Boss A. C., que a sí mismo se define como tuga, es decir, abreviación de portuga, deformación familiar de portugués, en una composición rap, con el título de Haz el favor de entrar, o Tuga Night, muestra su preferencia por la lengua portuguesa y por los portugueses en detrimento de los otros idiomas y otras nacionalidades, aunque ellas le diesen otras hipótesis de éxito, con las siguientes palabras:

“ … Falso aquí no es nadie, solo entra quien viene por bien.

La fiesta es nuestra, no es necesaria tarjeta de la casa

Si vienes con prejuicios, yo, vete, vete Pocos entienden el plan, rap veterano Oyes unos consejos en inglés, pero no soy

americano,

Me llamo tuga-verdiano Hermano, esto es hiphop lusitano

Olvida el bling-bling que eso aquí no brilla Deportamos mafiosos de vuelta pa’ Sicilia … Calentamos el ambiente cause we hot like that Don’t hate because I’m tuga like that …”

La Literatura  Portuguesa  enseña,  entonces, que este pueblo europeo vive  del  recuerdo  de un pasado de esplendor ya remoto, pero, sobre todo, de una experiencia prolongada de derrota, condimentada por la noción de una manera de compartir humanamente cercana a un ideal de fraternidad que nos acerca a los ideales modernos de convivencia oriundos del Siglo de las Luces. En el momento en que esos ideales de convivencia e intercambio parecen de nuevo debilitados, es posible que los portugueses puedan decir algunas palabras al mundo. Quedaría muy mal si el pueblo que habla, escribe y creó la Lengua Portuguesa defendiese, en el momento actual, las posiciones que defienden la primacía de las finanzas sobre la gestión de la justicia, si defendiesen, en el concierto de las naciones, las posiciones de los que a través del negocio    de las armas crean guerras cercanas y lejanas, enfrentando pueblos contra pueblos, continentes contra continentes. Nos quedaría muy mal, a nosotros, que conocemos la humillación que infligimos a los otros en los territorios donde fuimos colonizadores, y la humillación propia infligida por aquellos que se han aprovechado, a lo largo de los siglos, de nuestra debilidad interna, para disminuirnos. Nos quedaría muy mal. Lo digo, con sinceridad porque lo pienso. Pero lo pienso, principalmente, porque lo viví.

3.

Personalmente, mi primer contacto con la distancia y con los parajes lejanos data de la primera infancia, cuando recibíamos las cartas de mi papá y de mi abuelo materno, ambos emigrantes en África. Vivían y trabajan en Mozambique, y enviaban fotografías de grandes aglomeraciones alrededor de las mesas de uno y de otro, personas casi desnudas, con ojos asustados delante de la máquina, a veces fotografías de cacerías, los nativos en cuclillas junto a los animales abatidos, otras veces bailando, y mi papá y mi abuelo, creyéndose buenos patrones, contaban que los africanos, cuando se los encontraban en las calles cambiaban de vereda por respeto. Había de parte de mi padre y mi abuelo un paternalismo que en esa época yo no sabía interpretarlo, e imaginaba que allá, junto a aquellas personas que apenas entendían el portugués, porque hablaban la lengua sena y la lengua ronga, existía un paraíso. Mis familiares eran personas de aquel entonces, de aquella condición, de aquel mundo. Imposible de percibir en la armonía que mantenían con la población local la más pequeña brecha. Fue necesario que se desencadenase la Guerra Colonial, y tener acceso a la rabia en directo, para comprender cuánta humillación había sido recalcada a lo largo de los tiempos. Viajé para allá. De esa fecha, me acuerdo de una escena marcante. Yo vivía en un comedor de oficiales. Al caer la noche, los oficiales de la Fuerza Aérea se juntaban en el foyer con las mujeres para una breve comida. Pero en aquella noche nadie tenía calma porque allá afuera había una plaga de saltamontes tan densa que creaba aureolas verdes alrededor de las luces de los postes de la calle. Además, los nativos habían encendido fogatas a lo largo del margen y en ellas asaban saltamontes que comían, bailando. Era una imagen maravillosa, plásticamente deslumbrante, la noche oscura estaba adornada con aureolas verdes y, sobre todo, las personas parecían felices. Se oía el sonido de los cantos. Pero allí adentro, entre los oficiales portugueses, no era eso lo que se comentaba. Se comentaba que los salvajes comían saltamontes. Se comentaba con repulsión. Y mientras tanto, lo que se comía en el foyer, era alguna cosa que tenía la misma carne y la misma configuración de los saltamontes, solo que de otro color. Comíamos camarones. En esa noche, entendí por qué razón de íbamos a perder la guerra, tendríamos que perderla. Entendí que los muertos que estábamos sufriendo en las selvas eran para nada. Era para olvidar. Éramos hermanos unos de otros, tan cercanos, tan idénticos y no nos entendíamos. En nuestros juicios de valor, teníamos siglos separándonos. Pasados muchos años, a partir de esa noche de los saltamontes, yo escribí “A Costa dos Murmúrios”.