Tahir Shah

Presentación de Patricio Tapia

I

Richard Burton –el viajero inglés que exploró el salvaje corazón de África, no el actor inglés que exploró el corazón salvaje de Elizabeth Taylor–, el lingüista victoriano, el sexólogo y traductor de Las mil y una noches, alguna vez afirmó lo siguiente: “Uno de los momentos más felices en la vida humana, me parece, es partir en un largo viaje a tierras desconocidas. Sacudiéndose con esfuerzo los grilletes de la Costumbre, el peso de la Rutina, el manto de los Cuidados y la esclavitud del Hogar, el hombre se siente dichoso de nuevo. La sangre fluye con la rápida circulación de la infancia”.

Si bien no todos compartimos esa noción gozosa del viaje y para muchos partir a tierras desconocidas es fuente de temores, preocupaciones e intranquilidad –la sangre fluye con la rápida circulación de la angustia–, lo cierto es que Tahir Shah tempranamente se embarcó en diversas travesías, con objetivos cada vez más improbables. En El aprendiz de brujo relató su viaje a la India para encontrar un maestro en artes mágicas. Aprendió algunos trucos, pero, sobre todo, conoció a un niño embaucador cuyos engaños no siempre le funcionan: en una ciudad, por ejemplo, decidió crear un tónico protector solar para los turistas con tendencia a la calvicie, pero como puso demasiada azúcar en la solución y los tábanos se ensañaban con los usuarios, ambos debieron huir.

Luego partirá en busca de unos hombres pájaros en Perú (lo cuenta en el libro Un rastro de plumas) y más tarde tras la ciudad perdida de Paitití en la jungla amazónica (según relata en La casa del rey Tigre). En ambos libros, llenos de aventuras y gente extraña, aparece un guía, veterano de Vietnam y adicto a los alucinógenos.

También decidirá encontrar las legendarias minas del rey Salomón. Diversas pistas lo llevan a buscarlas en Etiopía. Allí recorre zonas rurales, duerme en moteles, se desliza en minas ilegales, aprende cosas útiles (como que las prostitutas exigen a sus clientes que se laven con Coca Cola para prevenir el SIDA) y conoce gente nuevamente extraña: como un hombre que alimenta de su mano a las hienas cada noche para que ellas no se lleven a los niños del pueblo o al duro jefe de una caravana de sal que llora desconsoladamente cuando debe sacrificar uno de sus camellos.

II

Tras todas estas aventuras, llega un momento en que el viajero parece agotarse y decide volver a casa. La casa de Shah era un minúsculo departamento en Londres. Pero en 2004 decidió trasladar a su familia a un gran caserón en Casablanca. La historia de su primer año allí la cuenta en el libro La mansión del Califa. Y no faltaron desastres, desde plagas varias a constructores o reparadores torpes y, particularmente, el asedio de espíritus malignos con los consiguientes exorcismos.

Quizá la experiencia sufrida en Pakistán intensificó esa exploración del lugar donde vive. En 2005, Shah fue tomado prisionero en Pakistán, sospechoso de ser espía de Al Qaeda. Fue encerrado en una prisión de tortura, e interrogado por semanas. Lo que lo ayudó a sobrevivir fueron los recuerdos de las historias que su padre le contaba cuando niño. Su padre, Idries Shah –reconocido autor y recopilador de historias sufíes– había llevado a su familia a Marruecos por un tiempo ya que no podía llevarlos a su Afganistán natal. Y Tahir Shah, que había vuelto a Marruecos ahora con su propia familia, heredó de su padre el gusto por coleccionar historias. En su libro In Arabian Nights (quizá podría traducirse como), Shah comienza una búsqueda de historias de su tierra de adopción, escuchadas de labios de todo tipo de personas.

Hay un episodio llamativo. Un amigo bereber de Shah –que sabe de su búsqueda de historias– le pide un favor. Le pide que viaje al Sahara y le traiga un saquito de sal de roca. Su nieta, le dice, va a casarse y, por tradición, la sal se utiliza para purificar el jardín de la boda. Shah acepta, deja su familia, viaja por días en trenes y buses, conoce la hospitalidad marroquí de los más humildes, toma “agua de la memoria” en un manantial sagrado (la que, por cierto, no sabe muy bien), duerme en el desierto abierto, bajo las estrellas. Cuando finalmente, tras una semana, regresa con la sal, su amigo le pregunta por el viaje y Shah le relata sus aventuras. Ha conocido tanta gente y ha escuchado tantas historias. Es entonces cuando el amigo tira la sal y le revela que no hay ninguna boda. “El favor que te pedí era menos para mí que para ti. Eres un hombre diferente del que eras hace siete días”.

Quizá los libros de Shah tienen algo de esto. Como la sal, las minas de reyes o las ciudades perdidas, finalmente no importan. Uno llega a conocer tanta gente y a escuchar tantas historias. Uno es alguien un poco diferente después de leerlos.

El legado de la ciencia árabe

Tahir Shah

Quiero decirles lo emocionado que estoy en estar aquí hoy con ustedes, hablándoles del legado de la ciencia árabe en la Edad de Oro del Islam. Es un tema muy cercano a mi corazón que considero particularmente importante, en especial en tiempos en que las relaciones entre Occidente y Oriente se encuentran tan tensas.

La sociedad occidental tiende a creer que la base científica y cultural donde se asienta fue producto del mundo clásico, en especial de los romanos y griegos. En nuestras escuelas, profesores vociferan explicando etimología latina, hablando sobre las contribuciones de Euclides, Pitágoras, Platón y Aristóteles. Nos recuerdan los inventos de estos sabios y afirman que el conocimiento de la antigua cultura clásica ha configurado nuestro propio universo de aprendizaje.

Pero, en nuestra obsesión por los romanos y griegos, nos cegamos frente a un panorama completo. Olvidamos de qué manera ha llegado el conocimiento a nuestras bibliotecas, a nuestras universidades y a nuestras propias cabezas. Olvidamos cómo los adelantos de la cultura clásica fueron moldeados para constituir la base de la civilización moderna occidental.

Es usual que nos engañemos en la transmisión del conocimiento: las cosas no han sido precisamente simples como solemos creer. En realidad los conocimientos de los sabios clásicos pasan por una matriz, un sistema específico que los va precisando y les da forma, tal como un hierro se forja y va tomando cuerpo de espada. Como es común en la historia de la humanidad, las líneas no son rectas, sino en zigzag.

Ahora, por primera vez, los historiadores están reevaluando el método del pensamiento científico que se ha desarrollado hasta aquí, enfocándose en cómo un gran avance impulsa a otro, tanto en Occidente como en Oriente. Por primera vez en Occidente hay acuerdos sobre las extraordinarias contribuciones árabes –aportes que permitieron al mundo que habitamos llegar a existir tal cual como lo conocemos hoy.

Sin esto la mayor parte de la tecnología que conocemos y queremos simplemente no existiría. El avión que me trajo a Chile no hubiera despegado del suelo. El celular que cargo en mi bolsillo no serviría para comunicar, y el lápiz que sostengo no escribiría. El hospital que me mantuvo vivo en mi primera semana de vida tampoco existiría. O la tecnología que me permite sostener esta hoja impresa. No habría hojas de vidrio en las ventanas; es más, la tecnología que enciende nuestros computadores y que amolda nuestras vidas hoy, lisa y llanamente, no existiría.

Siendo alguien que tiene un pie en el Este y otro en el Oeste, considero extraordinario volver a pasar lista de los avances que pueden atribuirse a la sociedad oriental. Más precisamente, avances ocurridos entre los siglos IX y XII d.C., considerados como la Edad de Oro del conocimiento árabe.

Un fuego de conocimiento se expandió por la tierra durante este tiempo; una llama que se dispersó rápidamente, tal como los límites de la fe islámica se expandían en todas las direcciones. Era la época en que los primeros hospitales y bibliotecas fueron construidos, y aparecen los primeros grados académicos. Pacientes con trastornos mentales se trataban por primera vez con música –más de un milenio antes de la actual idea de terapia musical. Un infinito catálogo de invenciones se engendró en centros de aprendizaje que, con el tiempo, se transformaron en modelo de la concepción occidental de universidad.

Los árabes inventaron aparatos químicos, sistemas hidráulicos y farmacéuticos, herramientas astronómicas e incluso detergentes para la ropa. Escribieron sobre conceptos de la evolución, medio ambiente y contaminación, así como por primera vez bosquejaron un método científico, tal como la idea de “revisión por pares”. Ellos moldearon las bases constructivas de nuestra propia cultura científica, y repensaron toda suerte de asuntos que hoy son críticos en nuestro mundo. Fue a través de ellos que recibimos el papel, los “números arábicos” y el tremendo avance matemático con la concepción del cero.

Las contribuciones árabes de la Edad de Oro abarcan casi todas las ciencias. Pueden encontrarse en matemáticas y botánica, en química, psicología y filosofía, en ingeniería, física, agricultura y astronomía, en metalurgia, medicina y zoología.

Los núcleos de casi todas las tecnologías que gobiernan nuestras vidas han pasado por las culturas árabes –desde los neumáticos de los vehículos a los relojes en nuestras muñecas, los satélites que nos otorgan televisión y el mecanismo que hace posible internet.

Esta lectura otorgará una fotografía sobre el papel de la ciencia árabe, un impacto que permitió la gestación del Renacimiento, lo cual finalmente configuró nuestro mundo moderno.

La grandeza de la ciencia árabe comienza realmente con la caída del Imperio romano en 475 d.C. En la escuela preparatoria tradicional a la que asistí en Inglaterra solían enseñar que siglos de oscuridad siguieron al colapso romano. Luego, cual rayo que golpea repentino al cielo, vino el Renacimiento europeo. Entre medio –como me enseñaron de todas las formas posibles– no había nada interesante digno de comentar –solo un hoyo negro de cultura, un tiempo que los escolares aprenden (o solían aprender) como “Edad oscura”. Sin eruditos, sin aprendizajes, sin progresos, solo un desierto absoluto de oscuridad cultural e intelectual.

Imaginen: casi mil años donde nada ocurrió en absoluto. Y luego, el Renacimiento –el renacimiento de la sabiduría–, construido únicamente en los fundamentos de la gloriosa cultura clásica. Suena increíblemente romántico, pero nada ni nadie puede dictar la verdad…

Para entender el presente, debemos fijarnos en cómo nos influyen los clásicos. Porque, como suele ocurrir en la historia de la humanidad, las líneas de transmisión no son del todo rectas.

Por favor no duden de mi pragmatismo –en ningún momento pretendo divulgar que los árabes aparecen sin referente alguno. Muy lejos de ello. Y esta es la clave: en las ciencias, los árabes tomaron trabajos clásicos y los refinaron. Lograron corregir las matemáticas ya que utilizaron los inmensos logros de la numeración hindú. Debe haber sido como aprovechar el poder de un mega computador. Pero estos números fueron solo una flecha entre su arsenal de materiales. Como podemos ver, los abasidas desarrollaron el papel, implementos de escritura y un lenguaje común que era la lingua franca desde Tombuctú en el Oeste hasta Samarcanda y aún más allá en el Este.

Dado lo que sabemos, me parece notable que la contribución árabe –que fue tan profunda y adelantada por siglos a su época– sea a menudo reducida, marginalizada o completamente olvidada.

Desde un principio los primeros académicos árabes traspasaron sus ideas al papel, permitiendo que circularan hasta las más lejanas extensiones del mundo islámico. Escribieron sobre conceptos evolutivos y discutieron sobre lo que entendemos por medio ambiente y su clasificación (lo que conocemos hoy por mineral, animal y vegetal), además de proponer un claro método científico.

Aun así, para mí, lo más fantástico de todo es constatar la erudición de los científicos que se desarrollaron en media docena de áreas de estudio al mismo tiempo. Ese enfoque a todo terreno les permitió utilizar los progresos de un área y trasladar esos conocimientos a otros campos completamente distintos.

Tal como acabo de mencionar, la ciencia occidental tiende a rechazar la contribución árabe, o incluso responsabilizarla por la destrucción de los textos clásicos –en vez de reconocer que fue su salvación.

Pero la nueva erudición del Occidente ha mostrado, aprovechando el conocimiento ya existente y trabajando en ello, que la contribución árabe permitió que el Renacimiento europeo se asentara. Tal vez lo peor de todo fue que los árabes mismos ignoraron la inmensa importancia que tuvo su papel en la Historia. Han percibido de manera oblicua el camino trazado por sus conocimientos que han hecho posible al mundo moderno, una especie de conductor de la línea occidental.

Entonces ¿cómo y dónde comenzó todo, esta increíble contribución árabe? ¿Fue acaso un destello? Bueno, se los diré. Comenzó un día en Kirguistan, Asia Central, una nítida mañana de julio del año 751 d.C. El lugar era un campo de batalla, a orillas del río Talas. Fue allí donde surge el secreto que hizo posible el esplendor del conocimiento árabe, desde la dinastía china Tang hasta los árabes abasidas. Esa mañana de julio fue un momento crucial en la historia, un momento que suele ser del todo olvidado.

Por fortuna, los conquistadores árabes –que venían barriendo hacia el Oeste con el Islam–, ganaron la batalla. Ellos no lo esperaban, y el modo en que lo lograron ya es otra historia. La clave estuvo en que tomaron prisioneros, prisioneros chinos, quienes sabían de un arte secreto, una tecnología que cambiaría el mundo. Era el arte de confeccionar papel. Este secreto era, hasta entonces, conocido por una pequeña fraternidad de élite, y fue resguardado día y noche. En realidad, bastante conscientes del valor de esta tecnología, los árabes mantuvieron el secreto alejado de Europa por siglos. Construyeron industrias papeleras en la médula de los centros intelectuales de su nuevo Imperio Islámico en Bagdad, Damasco, Córdoba, Fez y Samarcanda.

Por primera vez, los árabes pudieron copiar el Corán fácilmente, así como otros libros, libros dedicados a las ciencias. Como con un papel iluminado, esto significó que el conocimiento podía ser multiplicado y transmitido en todas direcciones, desde las rutas de peregrinaje a centros de enseñanza a través del mundo islámico. El papel superó a los pergaminos y papiros. Era mucho más barato y liviano –tan liviano que podía ser cargado por palomas. Esto llevó a la construcción de una enorme biblioteca en Bagdad, a la que volveremos más adelante.

La palabra estrella fue “innovación”. Los chinos venían realizando papel rugoso de corteza de morera desde el siglo II a.C. Este se adaptaba mejor al uso de pinceles que al de plumas. Nunca satisfechos con la tecnología existente, los árabes refinaron su papel y utilizaron pulpa de algodón en lugar de corteza de árbol. Cambiaron su forma de producción y reemplazaron la mano de obra humana diseñando ruedas hidráulicas para potenciar las fábricas de papel.

Ahora, por primera vez, los historiadores están reevaluando el método del pensamiento científico que se ha desarrollado hasta aquí, enfocándose en cómo un gran avance impulsa a otro, tanto en Occidente como en Oriente. Por primera vez en Occidente hay acuerdos sobre las extraordinarias contribuciones árabes –aportes que permitieron al mundo que habitamos llegar a existir tal cual como lo conocemos hoy. Sin esto la mayor parte de la tecnología que conocemos y queremos simplemente no existiría.

Para entender el sismo que significa la época dorada del saber árabe, deben apreciar la época en que se encuentra, la época de los abasidas. Los abasidas gobernaron desde 750 d.C., tras derrocar a los omeyas, el segundo de los dos grandes califatos islámicos. Trasladaron la capital desde Damasco a Bagdad, una ciudad con ochocientas mil almas. En el siglo IX era la segunda del mundo después de Constantinopla. Estaba gobernada por uno de los más grandes líderes de todos los tiempos, el Califa Abasida Harun ar-Rachid.

La ciudad era un crisol de la humanidad, con personas provenientes de Europa, África del Norte, Asia Menor y Asia Central. Esta fusión de culturas era algo que en realidad nunca había sucedido hasta entonces. Bajo la nueva fe islámica, todos los hombres eran iguales. Y, lo más sorprendente de todo, es que todos se podían comunicar a través del árabe, la lingua franca del Islam.

Harun, quien tiende a ser recordado en Occidente sobre todo por su Alf Layla wa Layla, Las mil y una noches, se dedicó a acumular libros en una enorme biblioteca privada. Amaba la poesía, la música y el aprendizaje. Dondequiera que oyera a personas eruditas, las invitaba a su corte. La idea de sabiduría como un hallazgo que debe ser propagado, con académicos que hicieron largos caminos desde todas las esquinas del creciente mundo islámico hasta Bagdad.

En marzo de 809 d.C., Harun ar-Rachid murió, dejando el futuro del califato al borde de profunda incertidumbre. Fue sucedido por su hijo, Al-Amin, pero él fue asesinado cuatro años más tarde, provocando una situación aún más precaria. Todos los logros hasta entonces conseguidos tambaleaban en la balanza. Pero luego, por fortuna, el medio hermano de Al-Amin, Al-Ma’mun, se convirtió en Califa, y es con él con quien nuestra historia recién comienza…

Como su padre, Ma’mun estaba fascinado por aprender, ansioso por saber cómo el mundo y el universo funcionaban. Él levantó la biblioteca fundada por su padre, y reunió a académicos de todos los rincones del mundo, de toda religión conocida y de todas las lenguas. Envió mensajeros para que trajeran a Bagdad todo libro, documento y hombre sensato que existiera –y así los llevaba a su centro de aprendizaje, que fue conocido como Bayt al Hikma, “La Casa de la Sabiduría”.

Lo que en un principio fue la biblioteca privada del Califa, se transformó rápidamente en un centro de traducción, luego una especie de fábrica de ideas, un depósito de conocimiento, con observatorios y centros científicos agregados. Cientos de pensadores y científicos trabajaban incesantemente en la Casa de la Sabiduría, incluyendo a uno de los más importantes eruditos en la historia de la humanidad, tal como Al-Kindi y al-Khawarizmi.

Desde un comienzo, debió existir la sensación de que la Casa de la Sabiduría era diferente a todo lo que hasta entonces existió, o al menos desde la gran biblioteca de Alejandría.

Cuenta la historia que el Califa Ma’mun tuvo un sueño con Aristóteles, quien desde un trono y luciendo cabellera blanca, le avisaba en el sueño que debía comenzar la búsqueda de la sabiduría por medio del conocimiento y la razón. De este sueño él interpretó que debía acumular conocimientos. Al instante, envió estudiosos a Bizancio para que le trajeran textos académicos, los cuales tenían que traducirse al árabe.

Entonces, fueron traídos archivos desde Alejandría, Damasco, El Cairo y Antioquía. Gran parte de los primeros libros recién llegados estaban tanto en griego como en latín y persa. Todos fueron traducidos al árabe, junto a otros en turco, sirio, arameo, en sánscrito o chino. Por más de cuatro siglos, académicos trabajaron intensamente traduciendo los conocimientos recolectados y traspasando los límites de la ciencia. El foco apuntaba hacia la polinización cruzada de ideas y nuevas formas de pensamiento. Después de todo, hasta ese momento, el énfasis estuvo en la reproducción y repetición de valores e ideas ya conocidas.

Ma’mum llevó todo a considerables avances. Él fundó la investigación y alentó a otros para su realización; además atribuyó prestigio formal a científicos e intelectuales –éxitos alabados con elogios y apoyo financiero.

En 832 d.C., un año antes de morir, se dice que el Califa viajó hasta Egipto, donde ordenó a su ejército a abrir una brecha en la Gran Pirámide de Keops. Todavía estaba cubierta de piedra caliza blanca como revestimiento. Supuestamente su ejército rompió el granito que bloqueaba el acceso a las cámaras superiores. Él buscaba un tesoro –oro tal vez, aunque más bien pareciera que el tesoro buscado era el conocimiento.

Dentro de las notables innovaciones de Ma’mun encontramos su habilidad para localizar a mentes brillantes. Recompensaba experimentos y a quien abordara un problema antiguo desde una perspectiva nueva. Él incluyó a muchos no musulmanes en la Casa de la Sabiduría, y estaba presto a aprender de ellos. Era un momento excepcional en la Historia.

A través de la Casa de la Sabiduría se creó un modelo, el cual se replicaría una y otra vez –tal como en Dar al-Hikma, en El Cairo, una proyección de lo que más tarde se conocería como universidad.

Como dije, las grandes bibliotecas establecidas por los abasidas, aparecieron con la existencia del papel asequible, y con una creciente alfabetización –necesaria para leer el Corán. Y esas bibliotecas eran enormes, incluso para los estándares modernos. En el siglo X la Biblioteca de Córdoba, por ejemplo, conformada bajo el gobierno del Califa al-Hakim II, se jactó de poseer cuatrocientos mil libros. El catálogo de la biblioteca alcanzó un número de cuarenta y cuatro colosales volúmenes. El Califa al-Hakim II envió a sabios hacia el Este a comprar y copiar libros importantes y, de paso, incrementar la expansión del conocimiento.

Se dice que la Biblioteca de El Cairo abarcó dos millones de libros, antes de ser destruida por las Cruzadas.

 Y lo más fantástico de todo es que la Casa de la Sabiduría misma, en Bagdad, debe haber manejado millones de volúmenes –antes de ser borrada por las hordas mongolas.

Un vasto número de textos clásicos, que ya no existen en griego o latín, llegaron al Renacimiento por los árabes. Trajeron desde clásicos griegos y romanos, hasta fuentes clásicas persas, turcas e hindúes. Y, tal como textos clásicos griegos y latinos fueron salvados por traducciones árabigas, un gran número de textos árabes traducidos al latín durante el Renacimiento se salvó de la destrucción cuando los originales desaparecieron.

Sin embargo, mientras en el Renacimiento el latín fue el idioma de los eruditos, el clero y la élite, el árabe era usado por todos durante la Edad Dorada del Islam.

Los eruditos árabes corrigieron diversos errores griegos, ideas que pasaron de generación en generación, pensamientos que habían sido prácticamente tallados en piedra. La idea griega, por ejemplo, de que lo que nos permite ver es la luz emitida por el ojo, no fue corregida sino hasta el siglo X d.C. por el físico al-Haytham (cuyo nombre latinizado es Alhazen), quien afirmó que la luz rebota desde un objeto en líneas rectas antes de chocar al ojo. Él se dedicó a desarrollar la primera camera obscura –que, siglos más tarde, conllevó a la fotografía.

Tal como el mundo clásico que le antecede, y el también llamado “hombre renacentista” posterior, la Edad de Oro islámica se jactaba de eruditos, cuyos trabajos rivalizaban fácilmente con los de Aristóteles, Da Vinci o Newton.

Los eruditos árabes llegaron al Renacimiento bajo nombres latinizados. Como mencioné, alHaytham se conoce como Alhazen. Pero hubo muchos más, entre ellos: Ibn Sina, conocido como Avicenna; Ibn Bajjah, conocido en Occidente como Avempace; Ibn Hayyan era Geber, y Ibn Rushd era Averroes. Y tal vez el más grandioso de todos, Yakub Al-Kindi, conocido en el Oeste como Alkindus.

Utilizando los progresos de un área específica, estos eruditos impulsaron sus conocimientos para transformar los entendidos de su época. En realidad, la polimatía es un método casi extinto en Occidente, y solo ahora está redescubriéndose con los llamados estudios “interdisciplinarios”.

El otro día escuché una obra en la radio sobre el nuevo programa Bio-X, de la Universidad de Stanford. En este se unen biólogos, científicos computacionales, médicos e ingenieros, y cada uno aprende de todas las áreas. El periodista que comentaba la obra estaba estupefacto frente a esta nueva e increíble forma de trabajo: aprender los unos de los otros. Miré hacia el cielo y pensé “¿acaso nunca han oído de la Casa de la Sabiduría, donde los científicos aprendían los unos de los otros, resolviendo enormes problemas, hace más de mil años atrás?”.

Los científicos y eruditos de la Edad de Oro trabajaron en áreas de las ciencias que hoy son familiares para todos nosotros, disciplinas que aún son estudiadas en escuelas y universidades. De hecho, fueron ellos quienes propusieron la clasificación por disciplinas específicas, las que introdujeron prácticas claras, ausentes en el mundo clásico.

Por primera vez hubo un método científico claro, con experimentos controlados y la idea de resultados cuantitativos. Este nuevo método científico desplegó a lo grande y fue utilizado en todo ámbito.

El primer experimento “moderno” es conocido por llevarse a cabo por al-Razi, en el siglo X, cuando intentaba decidir dónde construir un hospital en Bagdad. Colgó trozos de carne por toda la ciudad, y observó dónde la carne se descomponía más lentamente. Fue allí donde él construyó el hospital. Genio puro, si lo pensamos detenidamente.

Otra pieza clave de la originalidad árabe fue lo que hoy conocemos como “revisión por pares”. Fue descrita por primera vez por al-Rahwi, quien trabajaba en Damasco en el siglo IX. En su libro La ética del médico, plantea que un médico siempre debe hacer notas duplicadas, en cada visita, sobre la condición de su paciente. Entonces cuando el paciente es dado de alta, o muere, un conjunto de notas debe entregarse al consejo médico local, para comprobar cuán satisfactorio fue el cuidado médico otorgado. Este corresponde al comienzo de los litigios sobre negligencias médicas, hace más de mil años atrás.

La medicina era el corazón de la ciencia, tal como lo es hoy en día. Durante la época dorada, se crearon los primeros hospitales, entre ellos el construido por al-Razi. Había tres hospitales públicos en Bagdad y en otras partes –en Andalucía, África del Norte, Oriente Medio, Asia Central y más. La gran diferencia con los “templos de sueño” y los asilos de la época clásica es que estos hospitales se designaban para tratar y curar, y no para el mero aislamiento del infectado y del enfermo. Fue una idea que cautivó y que luego fue llevada a cabo en Europa, debiendo llegar hasta allí gracias a los cristianos de las Cruzadas.

Estos primeros hospitales aparecen con pruebas de competencia para médicos y cirujanos, además de clasificar en pureza y efectividad los fármacos, y separar en salas a las personas con dolencias similares. Las primeras autopsias reales fueron realizadas también para averiguar el motivo de la muerte del paciente. Y, en un escenario que era del todo cosmopolita, los hospitales trataban a pacientes de distintas religiones y culturas. El equipo de cirujanos estaba compuesto tanto por cristianos, judíos como musulmanes, y además había doctoras y enfermeras desde un comienzo.

El aumento de papel asequible y de literatura significó que todo podía escribirse y pasarse a otras ciudades a lo largo de las rutas de peregrinaje, para que otros aprendieran y se especializaran. Esta erudición e intercambio de ideas surgió eventualmente en Europa, cuando se traducía al latín –aunque la lengua latina solo la entendiera una reducida élite.

Los precoces trabajos pioneros incluían el volumen número treinta de la enciclopedia médica, el Kitab al-Tasrif, El libro de las Consesiones, escrito por al-Zahwari, que fue publicado en el año 1000 d.C. Fue utilizado durante siglos tanto en Occidente como Oriente. Y El canon de medicina de Ibn Sina’s (escrito aproximadamente en 1020 d.C.), aún se considera como el texto médico más importante de todos los tiempos: fue usado por el departamento médico de la Universidad de Montpellier hasta después de 1650 d.C., y fue elemental en China hasta el siglo XIX.

 Docenas de avances médicos atribuidos al Renacimiento, o más tarde a otros académicos, ya habían sido previamente descritos por los eruditos árabes en la Edad de Oro. Circulación sanguínea, por ejemplo, usualmente atribuida al físico Inglés William Harvey en el siglo XIII.

La lista de avances médicos durante la Edad de Oro pareciera no tener fi Se realizaron las primeras inoculaciones contra la viruela. La primera descripción de microorganismos, como la bacteria, siglos antes de la invención del microscopio. En odontología, fueron los primeros en obturaciones dentales. Además, ¡que dios ayude a esos pacientes! Por ejemplo, ¡Ibn Sina sugirió el arsénico hervido en aceite para rellenar dientes!

Cesáreas fueron efectuadas con técnicas de control de dolor. Fueron desarrollados antisépticos y envolvieron a heridos con gasas; esterilizaron el alcohol purificado –el cual también fue descubierto por un árabe. Operaciones de catarata fueron realizadas con agujas huecas, de metal e hipodérmicas, junto con tubos succionadores, aproximadamente en 1000 d.C. Fueron pioneros en cientos de otras herramientas médicas como escalpelos –resultado de su arte de herrería y la calidad del acero de Damasco.

El primer hospital psiquiátrico fue construido en Bagdad en 705 d.C. Y la musicoterapia, incluyendo al músico teórico persa al-Farabi, con su libro Significados del intelecto, discutía el efecto de la música en el alma.

Por primera vez, enfermedades específicas fueron aisladas y estudiadas, incluyendo diabetes, meningitis y cáncer, así como la rabia, viruela y ciertas formas de plaga.

Los árabes inventaron aparatos químicos, sistemas hidráulicos y farmacéuticos, herramientas astronómicas e incluso detergentes para la ropa. Escribieron sobre conceptos de la evolución, medio ambiente y contaminación, así como por primera vez bosquejaron un método científico, tal como la idea de “revisión por pares”. Ellos moldearon las bases constructivas de nuestra propia cultura científica, y repensaron toda suerte de asuntos que hoy son críticos en nuestro mundo.

Al leer reportes de la Edad de Oro de los abasidas, se tiene una idea de la ola de fuego de conocimiento que rodó de Este a Oeste, Norte y Sur. Nuevos métodos e ideas fueron intercambiados cara a cara en salones de té, tal como por correspondencia; científicos y eruditos realizando enlaces y contactos por todo el mundo islámico y más allá. Había una sensación de regocijo, el que se reflejaría más tarde en el Renacimiento, o en la Revolución Industrial y, más recientemente, con el nacimiento de la internet.

Nuevas teorías se elaboraron y se intercambiaron, las mentes más brillantes de la época trabajando a toda potencia en las incipientes universidades fundadas a lo largo del mundo islámico. La teoría de la evolución, por ejemplo, se amplió en el siglo doceavo. Uno de los pioneros de dicho pensamiento fue Al-Jahiz. En el siglo nueve, en Bagdad, Al-Jahiz escribió sobre la idea de medio ambiente en un animal y las posibilidades de sobrevivencia de ese animal en su medio. Él acuñó el término “lucha por la existencia”, un precursor de la “selección natural” de Darwin.

Durante la época de oro, la gran sed de conocimiento estaba en la comprensión del mundo que nos rodea, y cómo este se encuentra interrelacionado. Como siempre, una pregunta lleva a otra, así como una respuesta lleva a otra.

Comprensiones sobre nuestro medio ambiente y el mundo natural permitieron avances en agricultura. Aquí se incluyeron prácticas de polinización, pesticidas, irrigación, injertos, rotación de cultivos y preparaciones de suelo, así como la clasificación de plantas. Trabajos como el realizado en el siglo XII por el botánico andaluz al-Baitar, fueron utilizados en Europa durante siglos. En su obra maestra realizó una lista de mil cuatrocientas plantas (tres mil fueron descubiertas por él mismo). Traducida al latín, se mantuvo impresa hasta 1758, y fue utilizada hasta comienzos del siglo diecinueve. Y, como siempre, los efectos del impacto continúan. Avances en tecnologías de agua, por ejemplo; áreas que solían ser áridas pudieron ser irrigadas y el hombre pudo controlar su ambiente en modos que, hasta entonces, no habían sido posibles.

Los científicos comenzaron a entender su mundo desde adentro hacia afuera, desarrollando nuevas materias de estudio. La química moderna le debe más a la ciencia islámica que a ninguna otra área. Su propio nombre es, claro, derivado de al-kemia, la palabra árabe para denominar alquimia.

Aunque la alquimia era muy importante, y llegó a los árabes desde India y el Imperio Romano, comprendemos cada vez más cuántos científicos abasidas refutaron la creencia de transformar metales básicos en oro.

 Los avances árabes en química son abundantes y tal como hemos visto, fueron incorporados a las nuevas prácticas científicas. Incluyeron invenciones químicas y diversos procesos en grandes cantidades.

El equipo de destilación, por ejemplo, fue desarrollado incluyendo aparatos de alambique con distintas velocidades; permitieron destilar el alcohol por primera vez. El producto se utilizó como perfume y en esterilización médica, y también como bebida.

Querosén, usado en lámparas, fue destilado del aceite crudo por al-Razi en el siglo nueve, en Bagdad. Él describió el proceso en su Kitab al-Asrar, El libro de los secretos. Otros productos de este combustible también fueron conocidos y utilizados. Las calles de Bagdad, por ejemplo, se pavimentaron con alquitrán en el siglo ocho.

Otros procesos fueron desarrollados y refinados, incluyendo la cristalización, filtración y destilación de vapor. Ácidos fuertes fueron creados por primera vez, como el nitro, clorhídrico y ácido sulfúrico. Es impresionante que los griegos y romanos solo hubiesen conocido y usado el vinagre. Al mismo tiempo, otros elementos eran descubiertos, como el arsénico y el amoniaco, y elementos químicos fueron estudiados y claramente divididos en categorías.

El resultado fue una serie de productos que mejoraron la vida cotidiana. El jabón, por ejemplo, fue manufacturado por primera vez; e incluso fue elaborado el pegamento… a partir de queso –una receta secreta descrita por Ibn Hayyan’s en El libro de la Perla Escondida.

También se desarrollaron cosméticos, como el fabuloso “Ziryab, el Pájaro Negro”, un ex esclavo persa, a quien se le atribuye la invención de la pasta de dientes. La idea tomó una fuerza sin precedentes. Él abrió un salón de belleza en Andalucía, España, y supuestamente fue el pionero en la creación de desodorantes para la axila y una emulsión para cabellos.

Otras invenciones de la época, un tanto menos caprichosas, fueron realizadas por los militares. El nitrato de potasio (también conocido como salitre), por ejemplo, estableció un completo recetario para armas de guerra en el siglo X. Las armas se habían elaborado y modificado hace mucho tiempo atrás, pero el primer libro dedicado al tema fue escrito en el siglo XIII por Hasan al-Rammah, titulado El libro de la equitación militar y dispositivos ingeniosos en guerra.

Los progresos en química dieron pie al surgimiento de nuevas técnicas, no solo en medicina, como hasta ahora hemos visto, sino en todo tipo de áreas no relacionadas. Cerámicas esmaltadas, por ejemplo, así como el lustre, fueron subproductos innovadores, tal como el vidrio y la metalurgia. La ciencia tenía particular importancia, permitiendo el desarrollo del arte de forjar armas –como el extraordinario acero regado de Damasco, el cual solo recientemente ha sido replicado por científicos modernos. Es un secreto mantenido por siglos.

Lo que es interesante de considerar es cómo los avances aparecieron como resultado de preguntas ponderadas cuyo origen se encuentra en los principios de la vida islámica. Un área donde se dedicaron cantidad de análisis fue en los cuestionamientos sobre las ciencias astronómicas. Lo que fue esencialmente una obsesión surgió en parte a través de la necesidad de fijar información –información relacionada con la fe islámica. Después de todo, toda la fe islámica necesitaba saber cuándo comienza y termina Ramadán, así como al momento de rezar, saber en qué dirección se podría encontrar la Meca.

Las mezquitas generalmente tenían su propio astrónomo, un muqqawit, para determinar el tiempo de rezos. También tenían sus propios observatorios. Calendarios de los tiempos de rezo y las fechas de Ramadán, Eid, y así sucesivamente, eran vitales, y fueron creados a través del conocimiento de la astronomía. Además desarrollaron mapas astronómicos e instrumentos para determinar los momentos propicios para comenzar una batalla o emprender un viaje, como el Hajj. Todo este conocimiento alimentó a su vez a las matemáticas, geometría y geografía.

Los árabes basaron sus investigaciones astronómicas principalmente en los trabajos de Ptolomeo y en la obra del matemático-astrónomo hindú Brahmagupta del siglo VII.

En astronomía el avance maestro de los árabes fue la corrección de problemas antiquísimos del sistema ptolomeico. Un número de grandes sabios árabes se dedicaron a este campo, sin aparentes esfuerzos. Estas correcciones y avances fueron absorbidos eventualmente en los trabajos de Copérnico y los astrónomos renacentistas. Importantes fueron los abasidas árabes que distinguieron entre astronomía y astrología por primera vez. Para los abasidas, la astrología se consideraba como la clave de la ciencia.

El astrónomo del siglo XI, Al-Biruni, propuso que la Vía Láctea era una colección de estrellas nebulosas. Mientras, Ibn Bajjah (conocido en Occidente como Avempace), concluyó en el siglo XII que la Vía Láctea era una vasta colección de estrellas, que aparecían como entidad continua, a causa del efecto refractor en la atmósfera de la Tierra. No fue sino hasta 1610, cuando Galileo estudió a la Vía Láctea con un telescopio, que se descubrió que estaba compuesta por un enorme número de tenues estrellas.

Como subproducto, la astronomía árabe desarrolló numerosas piezas y equipamientos para medir ángulos y demases, como los cuadrantes y los importantes astrolabios. Estos fueron utilizados para medir la distancia entre cuerpos celestes en el horizonte, además de determinar latitudes. Y fue la astronomía la que llevó indirectamente a adelantos en otra área: la geografía. La velocidad de la luz con que el Islam se había extendido durante el siglo VIII –desde Iberia hasta Afganistán moderno– pavimentó el camino para reevaluar totalmente la geografía. Nueva información inundaba los centros de investigación en Bagdad, El Cairo, Damasco, Córdoba y otros lugares, y la nueva tecnología (en cuanto a cuadrantes y astrolabios) se utilizó para crear mapas aún más precisos.

Tal vez el mapa más grandioso de todos fue el atlas del siglo doce, de Al-Idrisi’s, preparado para el Rey Rogelio II de Sicilia (en 1154 d.C.). El mapa incorporaba África, Europa, Asia Menor, India y el mundo hasta entonces conocido, limitando en el Este con el Lejano Oriente. Es el primer atlas de este tipo hasta entonces producido, y demoró ocho años en terminarse.

Tal como se desarrolló la astronomía, lo mismo ocurrió en matemáticas y geometría. Los grandes eruditos árabes cambiaron el mundo en que vivían gracias a su maestría en las matemáticas.

Sin duda el más importante progreso fue el lenguaje de las matemáticas: la introducción de los “números arábicos” de India, y el uso del punto decimal. Como ya he mencionado previamente, la Edad de Oro árabe fue un tiempo de conductos –no menos llamativo aquel que enlaza al mundo clásico con el Renacimiento.

Introducir el cero a la corriente matemática fue otro avance impresionante, la idea de representar “nada” con un símbolo. Este fue un concepto sobre el que aún nosotros tenemos dificultad para comprender su importancia.

En el siglo nueve, el erudito persa al-Khwarizmi nos otorgó algoritmos, en los cuales se basa gran parte de las programaciones computacionales… de hecho nuestra palabra “algoritmo” deriva de su nombre. Además, a Al-Khwarizmi se le atribuye el primer libro de álgebra. Su título fue El libro compendio de cálculos por complementos y balances, publicado en 820 d.C.

Las matemáticas árabes perfeccionaron el trabajo de griegos y romanos, así como el de Asia del Sur. Y su trabajo fue introducido directamente a Europa a través de la España islámica y, con el tiempo, estuvo a disposición de las grandes mentes del Renacimiento.

La disponibilidad de un sólido sistema matemático permitió generar ramificaciones de sucesivos descubrimientos. Un poco más de veinte años atrás, en los archivos otomanos de Estambul, un académico encontró de pronto un manuscrito que, por lo visto, había permanecido intacto por más de mil años. Titulado En descifrar mensajes criptográficos, el trabajo era ni más ni menos que el tratado sobre criptoanálisis de al-Kindi: el primer escrito que fijó la columna vertebral de toda ruptura de códigos hasta ahora conocida.

La Edad de Oro fue un tiempo de maravillas y un tiempo de excelencia –tantas mentes refinadas trabajando juntas, buscando nuevas fronteras intelectuales. Y, por todos los procesamientos numéricos y académicos peculiares, salieron deslumbrantes ramificaciones.

Mi área favorita es la de las invenciones.

Ya he mencionado algunas –dispositivos en medicina, química y astronomía. Pero hubo muchas otras áreas donde los árabes destacaron.

Los ingenieros árabes aprendieron de los romanos, griegos, y de sus propios científicos, logrando creaciones que demostraban su asombroso ingenio. Algunos extendieron la vida y mejoraron condiciones vitales, mientras otros fueron más caprichosos, como veremos.

Los ingenieros fueron sumamente importantes durante el Califato abasida. Cuando en el siglo X el ingeniero y erudito persa Ibn al-Haytham (Alhazen) llegó a El Cairo, el Califato mismo fue a sus puertas para felicitarlo. Se cuenta que él había sido llevado para regular las inundaciones del Nilo. Pronto cayó en cuenta de que no podía resolver el problema. El único modo de salvar su cabeza fue fingir locura y vivir por años en una casa arrestado, esperando a que el Califa muriera.

Molinos de viento fueron la pieza clave de la tecnología, los que vuelven a aparecer ahora que valoramos la energía eólica. Fueron descritos por primera vez por el geógrafo persa Estakhri en el siglo nueve. Siendo usados para moler maíz y levantar agua, llegaron a Europa a través de la España islámica.

El primer suministro de sistema hidráulico fue desarrollado por al-Jaziri en Damasco, utilizado por años para suministrar agua a las ciudades, mezquitas y a hospitales. Fez tiene un sistema similar que funcionó hasta hace poco tiempo, cuyos vestigios son visibles desde la medina, en Talaa Kebira.

Y, tal como he mencionado, el agua se utilizaba para alimentar fábricas de papel y toda suerte de ingeniosos servicios. Las ruedas de agua o “norias”, como son conocidas, se desarrollaron para enviar agua a los acueductos. Pronto incorporaron cigüeñales, y la tecnología estaba en constante refinamiento.

Junto con la adición de cigüeñales, los ingenieros árabes idearon motores de volante, cadenas de bomba, sistemas de engranaje, bombas aspirantes y autómatas.

El más grande y reconocido ingeniero de la época era sin duda al-Jazari, cuyas técnicas novedosas del siglo doce aún se pueden encontrar funcionando en nuestros días. Su pieza maestra fue El libro del conocimiento y dispositivos mecánicos de ingeniería. Él desarrolló las primeras puertas automáticas, así como precisos relojes de agua, y el mecanismo de flujo que todavía utilizamos en los inodoros. Pero fue su trabajo con humanoides autómatas el que le mereció mayor atención. Sus modelos de tamaño real servirían refrescos y tocarían música, coqueteando con pintas elegantes, además de garantizar que su trabajo jamás cesara.

El dispositivo de fantasía más brillante de AlJazari fue un enorme elefante-reloj, impulsado por agua, con un dragón, un fénix y un houdah de oro, donde lucía un príncipe sentado. Después de la creación de esta pieza de resistencia de curiosa ingeniería, la Edad de Oro de los abasidas cayó en un abrupto final.

Fue un botón de stop apretado a una cultura que acumuló demasiado en un tiempo sorprendentemente corto. ¿Cuál es el motivo de este término?

La invasión mongola.

En 1257, el nieto de Genghis Khan, Hulagu Khan, partió a Bagdad con un vasto ejército. El Califa no se rindió y, enfurecido, encaró al mongol con amenazas. Para peor, él no había fortalecido los muros de la ciudad o preparado un ataque. Como resultado, la victoria fue rápida, un acoso que duró menos de dos semanas. El Califa fue derrocado el 10 de febrero de 1258.

 Siguieron siete días y siete noches de saqueos, raptos, robos y todo tipo de destrucción. Bagdad fue saqueada y tirada al suelo. Se dice que las aguas del Tigris corrían teñidas de negro por semanas, a causa de la tinta, cuando la Casa de la Sabiduría y otras bibliotecas fueron lanzadas al agua.

El Califa fue, dicen, envuelto en una alfombra después de que los mongoles montaran sus caballos sobre él, una y otra vez. Tal fue la fetidez de muerte y decadencia que Hulagu tuvo que trasladar su campamento a las afueras de la ciudad. Bagdad, la gran capital del conocimiento, cayó en ruinas por siglos —su población, pobre, y el tesoro de las casas de conocimiento, diezmadas.

Antes de terminar la idea de la masacre mongola, me gustaría concluir con una luz de esperanza. En los siglos venideros a la Edad de Oro de los abasidas, algunos académicos de calidad se han dedicado a traducir y estudiar los textos que sobrevivieron en Bayt al Hikma, la Casa de la Sabiduría. Como he descrito, la disponibilidad para papel accesible –acoplada a la literatura y las rutas de peregrinaje– permitió a los académicos enviar copias de sus trabajos hasta bibliotecas a miles de millas de distancia. El resultado significó que gran número de textos clave sobrevivieron a la horda mongola. De todos modos, hoy existen muchos más manuscritos del Islam medieval que del mundo griego y romano.

Y la luz de esperanza… miles de textos árabes están aún sin traducir, esperando quietos en archivos y bibliotecas tanto de Occidente como de Oriente.

Entonces, la próxima vez que contestes tu teléfono celular, o escribas un mail desde tu laptop, o uses Google, por favor piensa en la Edad de Oro de los abasidas. Después de todo, sin ellos, ninguno de nosotros estaría sentado hoy, aquí.