Saliendo del metro quedo ante la masa de estudiantes como punta de lanza que le abre el paso al resto de los usuarios. Me hago a un lado, aplaudo con espíritu cívico, vocifero un par de cuestiones y, antes de que salga, un hombre de unos sesenta años me interpela. «¿Y usted siempre aplaude la delincuencia?» A partir de ahí, los términos de la discusión sucumben al guion habitual: que el sueldo mínimo no da, que no es la forma, que sin cierta violencia no hay cambios, que el guardia y su trabajo, y así. Claramente no llegamos a nada, sin embargo sus adjetivos y su animosidad sugieren que habría un problema anterior a cualquier análisis político: esta irrespetuosa juventud. Días después, todo estalla. De la evasión masiva se pasa rápidamente al caceroleo, la transversalidad de las barricadas, el saqueo y la convenientemente azarosa represión. Las horas se suceden con la exponencialidad de la rabia organizada y la confianza de las calles repletas. Demandas históricas que hasta hace poco debían turnarse para acceder a su cuota semanal de visibilidad brotan ahora juntas, como lava gestada por un gobierno que, antes que dar conducción, aumenta idiotamente su fuerza represiva. Ante tal panorama, y considerando la posibilidad de que las cifras actuales de víctimas de la represión policial sean solo la punta del iceberg, la tesis del hombre del metro –y parte de lo que inicialmente pensaba responderle aquí– pierde relevancia y se diluye en el mismo triste caldo que la tesis de la intervención extranjera. Son momentos en que urge crear lazos, cuidarnos unos a otros y tomar medidas concretas en torno a este retroceso democrático y la desconexión del gobierno con aquellas organizaciones que vigilan el despliegue de su legítima fuerza. Pero no nos confundamos: que podamos ver en horario prime registros que en redes sociales circulan bajo el lema «lo que no verás en la tv» no significa que haya una reflexión honesta. Lo que hay es una saturación de información que, eventualmente, coincide con la comunicación

que soñamos. Como dijera Bourdieu hace más de veinte años, antes que una conspiración de los medios y el poder contra el pueblo, lo que tenemos es una dominación de hecho, inconsciente, estructural y mucho más eficiente que la dominación orwelliana. Media hora de incendios seguida de diez minutos de civiles baleados en procedimientos que se parecen más a la pesca de arrastre que a cualquier tipo de inteligencia son, además de un conjunto de cifras maleables, una manifestación de principios éticos y estéticos: a tener en cuenta cuando le toque su turno a los medios. Vuelvo al inicio. A la interpelación del guardián de la evasión. ¿Aplaudimos siempre la delincuencia? ¿Nos prosternamos ante la valentía? ¿Consideramos acaso a la juventud como un manantial infinito de moralidad? No necesitamos responder, pues las personas se han encargado de plasmar su voz en las calles, en las murallas o ante periodistas que en un comienzo insistían en entrevistar mobikes quemadas y hoy ya no pueden sino replicar esta socialización del conflicto que tejimos sin aviso, con la racionalidad y la adultez del que aguanta y sobrevive en medio de lo que aquellos que van ganando llaman paz. ¿Qué importa que quien describa su opresión y sus sueños lo haga en los mismos términos con que se habla a los amigos y sin citar la Constitución de memoria? ¿Qué importa que todo esto lo hayan desatado los estudiantes saltando los torniquetes? «El conflicto circula ordinariamente dentro de sí mismo», decía el filósofo chileno Juan Rivano, quejándose del academicismo despolitizante de sus pares intelectuales. Para él, entonces, esta circulación histórica del conflicto y su resolución popular.