A los pocos meses de vida comencé una relación –poco sana– con la televisión. Supongo que debo darle las (des)gracias a una de mis tías, que para que estuviese tranquilo me dejaba entre dos cojines frente a la pantalla. No son horas, decía mi padre, y aun así, aunque me lo prohibiesen, me escondieran el cable o me la quitaran, me las arreglaba para sentarme frente al aparato. Como hoy puede ser un smartphoneo una tableta, esa caja con on screen display, imagen digital –¿qué diablos era lo digital en mi cabeza de cuatro, cinco años?– de Goldstar que se aparecía en mi Trinitron con chasis de madera y Lumisponder durante una tanda del canal doce, como le decíamos los porteños  a  Televisión  Nacional,  era lo más cercano a la modernidad en plena dictadura, cuando el consumo recién volvía a despegar, así como la ilusión de la democracia.

A la hora del Teletrece, conducido por el siempre compuesto y mo-du-la-do Augusto Gatica, era Entel la empresa que auspiciaba. Y hasta el día de hoy puedo cantar «Entel está aquí / tan nítido así»,  al ritmo de la melodía que le robaba a un pegajoso éxito de Billie Ocean.

Y era como el futuro.

En poco más de un minuto se me aparecía un país moderno que amanece al desarrollo, con mucha  industria,  mineros  caminando  felices con sus luces en los cascos encendidas, lleno de antenas de microondas –un verdadero anticipo de lo que vendría, de lo que en realidad no vimos venir–, viejitos sentados mirando al sudeste, el cliché de la familia feliz, el beso apasionado, los amigos en el café, la bolsa de comercio con gente engominada, y entre medio imágenes de muchos señores con batas blancas y corbata, hablando por teléfono o arriba de una antena con cara de estoy ocupado haciendo algo que permitirá que tú, yo y todo Chile pueda llamar por teléfono. Entonces aparecía, vista desde un helicóptero, imponente, la torre Entel, el edificio más alto del país, y una voz te decía que «en telecomunicaciones, nadie sabe más», y yo compraba. Punto.

Y llegó la democracia, las privatizaciones, y gracias a CTC don Segundo conoció el futuro en Cachiyuyo, pueblo de 220 habitantes en la planicie desértica atacameña, con un clima seco ideal para el secado del ají. Hasta un teléfono público azul, de esos con fichas, don Segundo llegaba  en  un  auto  que  parecía  directamente sacado de la fábrica del Ford T. Entre gallinas, polvo, gente que otra vez miraba al sudeste y vecinas que saludaban al paso del parroquiano, el hombre estacionaba junto al equipo, levantaba el auricular y, sin marcar un número y sin tonos de espera, le contaba a su hijo que lo estaba llamando desde ese pueblo que tiene veinte casas de lado y lado.

El teléfono era un símbolo de futuro y esperanza en el progreso en el Chile en que me tocó crecer. Si llegó o no como esa alegría resumida en 45 segundos, no lo sé, pero finalmente fue eso: un ícono de lo que puede ser y no fue. Una pieza de museo de un futuro promisorio, que fue reemplazada hace unos años por la modernidad que hoy ni permite meterle una moneda para hacer una llamada.

El monumento a esa fibre de crecer y ser más que los nuevos habitantes de Cachiyuyo ni se molestan en inmortalizar con las cámaras de los celulares del futuro que usan hoy.