Los diarios de vida se me antojan como providenciales oráculos, páginas por donde fluye una escritura decididamente arqueológica, casi pasto de sicoanalistas.

Durante años llevé un diario de vida, pero antes de cumplir los treinta, el grueso volumen ardió en lo ancho de una parrilla magallánica, donde días atrás se había celebrado un pantagruélico asado. Asistí, entonces, a una solitaria cremación y, cáliz en mano, brindé por las páginas en blanco sin concurso alguno en mi existencia y que también consumiría el fuego. No tiene remedio, pensé. Hay libros destinados a permanecer en bibliotecas sin que nadie los lea, hay textos que sirven para envolver pescado, hay revistas de líneas aéreas o tarjetas de crédito que duermen en las consultas médicas irremediablemente jubiladas. Y también están los diarios de vida, esos raros cuadernos que nacieron para el fuego o la gaveta, siempre avizorando la cuerda tensa del olvido que –como bien advierte Borges– no es más que otra forma de memoria.

Confieso que desde entonces he guardado riguroso luto por ese diario perdido. Aunque, claro, afirmar la existencia de un diario de vida implica asumir que uno “ha vivido”. ¿Qué contaba en esos cuadernos? No mucho: cierta pulsión, cierto tráfico de culpas, depresiones con amenazas de naufragio, amores con micomiconas, mataharis y dulcineas, licores del amanecer, algunos crepúsculos, el recuerdo de gatos durmiendo al calor de inviernos siempre fríos. En fin, poca cosa.

El diario de vida es probablemente el único género realmente sincero, donde parece no existir la corrección estilística, ni el pesado lastre de la pretensión que bajo diferentes sombreros siempre conduce al sufrimiento. También deben ser los únicos espacios donde los escritores se ensalzan o flagelan sin audiencia inmediata, libres y temerosos como sólo pueden serlo los voyeristas y los astronautas.

Pero los diarios de vida también son botellas de náufrago, mensajes cifrados que muy en el fondo sueñan ser descubiertos. Cuentan que cuando la esposa de Gide descubrió los mil y un manuscritos que componían el diario de vida del escritor, los quemó con saña al enterarse de la tempestuosa y casquivana vida sentimental de su cónyuge. André Gide gritaba desesperado no porque se supiesen sus incursiones, sino porque las llamas se habían llevado lo mejor de su literatura.

Un episodio tan sórdido como el Holocausto sólo puede ser comprendido por este género genuino y fascinante que se lleva consigo aquellas emociones cortadas a machete por el enfrentamiento con la realidad, dejando al descubierto todas las miserias y grandezas de una época. Así las cosas, una niña judía escribía sus impresiones oculta en una buhardilla de los almacenes de Amsterdam en plena ocupación nazi, dejándonos el Diario de Ana Frank que hoy, pese al horror que lo motiva, es leído como una novela. En su antípoda, un hombre llamado Joseph Goebbels, que años más tarde sería ministro de propaganda de Hitler, escribía un diario de vida que alcanzó las siete mil páginas manuscritas revelando en ellos no sólo su antisemitismo declarado, sino también sus oscuros resentimientos y su carrera de poeta que sentía irremediablemente frustrada.

Es un lugar común ya imperdonable (por no decir una cursilería espantosa) comparar la vida con un viaje. Pese a ello, siempre han ejercido una fascinación en mí las bitácoras de navegantes, mezcla furibunda de diario de vida, tratado científico y cuadro de costumbres siempre con anotaciones tan personales como sabrosas.

No es de extrañar que la palabra bitácora tenga su etimología en el francés “bitacle”, un mueble cilíndrico que permanecía fijo a la cubierta del navío y donde reposaban tanto el fanal como la aguja de marear. El ojo de buey permitía ver la rosa náutica durante largas travesías en noches sin estrellas. Eso son los diarios de vida, hojas donde gravita el fragmento más desnudo de un escritor, la carta de navegación y el astrolabio siempre dispuestos a naufragar en manos del lenguaje o en los cementerios del olvido.