Yo escribo a falta de una mano en mi mano, a falta de dos ojos frente a los míos, a falta de un cuerpo exterior a mí sobre el cual apoyarme –un minuto siquiera– y llorar. (Lágrimas visibles, que se puedan secar, que la mano deseada pueda enjugar.)

Alejandra Pizarnik, Diarios

Según una superstición difundida, lo verdaderamente íntimo no se dice. Es lo que se sustrae, lo que no acepta declararse, lo que no se deja tocar por la palabra o el relato. No tanto porque sea inconfesable (eso sería lo privado, que es como el gemelo usurpador, el alter ego cínico de lo íntimo) como por inefable o por remoto: por estar de algún modo más allá o más acá del lenguaje. Es como si acceder a lo íntimo exigiera una travesía demasiado larga, demasiado intrincada, y ninguna de las descripciones que podrían dar cuenta de él, de su aura, lograran sobrevivir al viaje de regreso. Sólo que esa condición muda, esa facultad de resistir al lenguaje, es la marca menos de un déficit que de una potencia. En verdad, lo íntimo es lo que se da el lujo de prescindir de las palabras. ¿No es acaso el lugar común con el que nos atormenta desde siempre el discurso amoroso? Los enamorados genuinos –no nosotros, naturalmente– se dicen todo con sólo mirarse, sin tener que hablar, y esa economía expresiva paradójica, a la vez completamente lacónica y completamente elocuente, es la evidencia misma, la única inobjetable, de la verdad de la experiencia amorosa. No se trata de una sustitución: la intimidad no es el alfabeto tácito que traduciría –promoviendo la pasión a un estado superior, más puro, más sublime– el idioma siempre demasiado chillón en el que se enuncian las declaraciones de amor. El fundamentalismo amoroso obliga a elegir: o hablar o mirarse, y decide que entre el intercambio verbal y el contacto íntimo, entre el diálogo de las lenguas y el de las almas –para decirlo de un modo vergonzosamente anacrónico–, no hay una diferencia de grados ni de modos sino, casi, una diferencia de calidad de pasión. Por otro lado, ¿cuánto hace que vivimos acomplejados por ese culto de la inmediatez romántica, de la empatía energética, de esas arrebatadas comuniones físicas para las que el uso del lenguaje, aun del más galante o lúbrico, es siempre sinónimo de pobreza, de desesperación o de impotencia? En el caso de mi generación, más de treinta años, por lo menos. Supongo que desde que vimos esa película fatídica de Bertolucci, Último tango en París, cuya apología de la pasión logofóbica, retomada hace algún tiempo por un film francés, un sosías llamado precisamente Intimidad, terminó convirtiéndose en un género: el género de las películas empeñadas en contar hasta cuándo y hasta dónde puede resistir una experiencia de pasión amorosa sin caer en el bochorno burgués, trivial, inadmisible, de las palabras; es decir, sin arruinarse. Así, según esta doctrina, los enamorados que se hablan serían los que menos tienen que decirse, y la efusión, no importa lo inspirada que sea, el ersatz maníaco de una magia que sólo se manifiesta en el silencio: la magia de una presencia o, en el caso del amor, de una co-presencia.

Pero esa superstición, tan absorta en el culto de la “experiencia interior” que siempre está dispuesta a denunciar por traición todo aquello que altere su “originalidad”, ignora o más bien reprime la larga historia de los modos en que el lenguaje siempre ha participado, ha impregnado, se ha mezclado con la intimidad. Sin el rezo y la confesión, operaciones rituales de la religión, sería difícil concebir el cara a cara simbólico entre el creyente y su Dios, y es raro –salvo para algunas películas de Bertolucci– que la sintonía amorosa, por plena y autosuficiente que sea, no degenere a menudo en un teatro de confidencias. Estas formas de dar voz a la intimidad son quizá las más retóricas, las más institucionalizadas y por lo tanto las que más distancia parecen poner –para decirlo en términos cinematográficos– entre la imagen y el sonido del plano íntimo. Pero no son las únicas. Si la intimidad es el vértigo de un puro ensimismamiento o la onda expansiva de un encuentro entre dos polos amorosos, es preciso de algún modo que el idioma que la hable, para hablarla realmente, y no simplemente para adornarla con un par de líneas de diálogo, sea menos un discurso que una emanación, menos una frase –con su arquitectura, su cierre, su marco– que un flujo informe de exabruptos, suerte de secreción logosomática, a medias verbal, a medias física, que va y viene entre los íntimos igual que una mirada, un lapsus corporal o una resonancia térmica.

Fascinado por esa versión hardcore de la intimidad que es la experiencia mística, Ignacio de Loyola encontró ambos tesoros –la secreción, el flujo verbal y el corporal– en el trance del éxtasis: la secreción eran las lágrimas, que a lo largo del día afloraban a sus ojos con regularidad, a veces hasta cuarenta veces, durante los oficios religiosos pero también antes, después y fuera de la agenda estipulada por la iglesia –lágrimas que escrutaba y describía luego con el escrúpulo de un contador. Y para el idioma de la intimidad mística –la efusión de exabruptos– Loyola reservaba un nombre especial: lo llamaba locuela. Era una suerte de balbuceo insensato, en el límite entre la crisis de afecto y la alucinación, que más que emitido por el místico parecía irrumpir y resonar en él, entre las paredes de esa cámara acústica en la que el trance lo convertía. Años más tarde, Roland Barthes fue un poco más lejos y usó la noción de locuela para fundir en una misma escena de crisis la efervescencia íntima del místico y el monólogo interior sin fin del enamorado. Reformulado por Barthes, el idiolecto embriagado de Ignacio de Loyola era ahora la “fiebre de lenguaje”, el “desfile de razones, interpretaciones, alocuciones” que el estímulo perturbador más ínfimo –una herida, un signo incierto, un comportamiento desconcertante del objeto amado– suelen desencadenar en el sujeto amoroso.

Las lágrimas como desechos cotidianos, el ejercicio espiritual de la contabilidad, la disciplina del autoexamen, la tentativa más o menos descabellada de escuchar la lengua en la que hablaría la intimidad: todo nos lleva al diario íntimo. De hecho, si el género tuviera que elegir alguna matriz ilustre, sin duda reivindicaría las dos experiencias de escritura –el libro de los Ejercicios espirituales y el Diario– en las que Loyola desplegó esa curiosidad endoscópica que la mística cristiana descubría antes que la filosofía. En sus Diarios, Kafka someterá a examen la frecuencia y la calidad de sus evacuaciones como Ignacio las de sus sollozos, y la poeta Alejandra Pizarnik usará los suyos, entre otras cosas, para conjurar la angustia que le produce la llegada extemporánea de sus secreciones menstruales. Ésa es la locuela propia de Pizarnik, que en su caso –como escribe en sus Diarios– parece emanar de ciertos “estados preliterarios e incluso, tal vez, preverbales” donde “la presencia central es la muerte sin figura o sin figuración”.

Pero de la intimidad, de ese “fondo de mis fondos“, como la llama Pizarnik, ¿qué es exactamente lo que circula y se transfiere a las páginas del diario íntimo? Sin duda no es nada que tenga que ver con la verdad original de un sujeto. En parte porque lo que se juega en la esfera íntima nunca es una identidad, un adn, ese recóndito núcleo subjetivo que quedaría al desnudo una vez despellejadas las capas públicas que lo disimulaban, sino más bien una frecuencia, una relación, un eco, o un horizonte de frecuencias, relaciones y ecos. Y en parte, también, porque no hay diario íntimo que no empiece por entrecomillar, incluso por escarnecer –como los diarios de Witold Gombrowicz lo ponen en evidencia de manera casi cómica–, las coartadas de la sinceridad y la misión confesional de los que suele jactarse el género. “¡No en vano una vive en pose!”, alardea sin pudor Pizarnik en una entrada de 1955. Y más adelante escribe: “Quiero continuar viviendo y mintiendo”. Barthes, por otra parte, decía que todo diario de escritor se escribe en una voz arcaica, la llamada voz media, ni activa ni pasiva, autorreflexiva o autoperformativa, que existía en el indoeuropeo y el griego clásico pero no llegó hasta nosotros. En el diario, el escritor nunca escribe sin escribirse al mismo tiempo; escribe afectándose, entregándose al centrifugado del proceso que él mismo, al escribir, acaba de desencadenar. De ahí que la pregunta que ronda al género del diario íntimo no sea tanto “¿Quién soy?” como “¿En qué me estoy transformando?”. Pero si no es una verdad subjetiva última, si no es ese secreto con el que el género no deja de especular –al mismo tiempo que su histrionismo y su dinámica voluble lo declaran irrelevante–, ¿cuál es el núcleo crucial, la parte íntima de la intimidad que el diario toca, ese nudo tan constitutivo que sin él nada de lo que la sostiene como ecosistema, hábitat, atmósfera, podría tenerse en pie? Se podría decir, en principio, esto: algo tan antiguo y tan pasado de moda como una relación de proximidad. Como la intimidad, fundada en el sueño de una distancia en grado cero, todo diario es un sistema de producción de cercanía, de vecindad, incluso de contemporaneidad. Democrático y voraz, el diario íntimo se permite incorporarlo todo: lo banal y lo extraordinario, lo personal y lo histórico, lo insignificante y lo admirable. Y si a menudo sufre la misma condescendencia, el mismo desdén que la intimidad, objeto demasiado precario para merecer una teoría, pasatiempo burgués, cuchicheo de boudoir agradable y hasta voluptuoso pero siempre inofensivo, como lo estigmatizan sus detractores, no es porque deje afuera lo público o lo político –las “verdaderas” cuestiones que merecen ser pensadas– sino más bien porque lo público y lo político aparecen en él despojados de todo privilegio, destituidos del rango jerárquico que se les suele atribuir, al mismo nivel, por ejemplo, que un comentario al pasar sobre la cavidad que el dentista acaba de abrir en una boca, la mención de un almuerzo anodino y feliz o el relato sinóptico de una conquista amorosa. Es notable que a la intimidad, fatalmente sospechada de narcisismo y de indiferencia, siempre se le esté exigiendo que “incorpore” lo político o lo público, y que al mismo tiempo se pase por alto el modo como mínimo singular, es decir sintomático, en que lo político entra a menudo en aleación con la experiencia y el idioma de la intimidad. Pienso, por ejemplo, en una novela como El beso de la mujer araña, de Manuel Puig, quizá la primera ficción argentina que se arriesgó a sostener que la producción de intimidad (esa suerte de contemporaneidad aberrante entre una loca y un guerrillero) podía ser una utopía política. Pienso en la “Carta a mis amigos” de Rodolfo Walsh, ese híbrido de documento de denuncia y testimonio personal en el que Walsh, que se propone explicar cómo y por qué su hija Vicky fue asesinada por el ejército, moviliza un verdadero aparato crítico-íntimo alrededor de la versión “oficial” de los hechos, iluminando los puntos opacos del informe de un soldado a la luz de la intimidad paterno-filial. “He visto la escena con sus ojos”, escribe Walsh, más próximo que nunca a su hija, y la lógica de un discurso político tensado por la intimidad con la muerte se exaspera hasta lo insoportable. La misma Pizarnik –que pasa el golpe militar de 1955 encerrada en su “pieza-barca“ con la radio prendida, cantidades enormes de cigarrillos y un ejemplar de L’âme romantique et le rêve– registra en cambio el de 1970 como sólo el diario íntimo le permite registrarlo: como un acontecimiento del plexo solar. Escribe: “Cabe agregar que afuera hubo (¿hoy?) un golpe de estado o algo parecido. (Alguien golpea en algún lado y los golpes me dan en mi, digamos, centro. ‘Hay alguien aquí que tiembla’)”.

Querido diario: la clásica fórmula kitsch del género ya postulaba la cercanía como condición básica de la interlocución. Toda la escena de la intimidad –alianza, complicidad, confianza– está como resumida en la fórmula: mi diario y yo juntos, solos, encerrados en nuestra burbuja, lejos, o más bien exiliados de esa región sin límites donde se dilata el mundo.

Dentro de esta lógica de las proximidades, el primer “prójimo” del escritor, previsiblemente, es la Frase, que define por sí sola la singularidad de las relaciones en el espacio íntimo del diario. Porque la frase, que es lo más familiar, lo más heimlich, diría Freud, es también lo unheimlich por excelencia. Elias Canetti observa que la frase es “siempre un Otro en relación a quien la escribe. Se alza ante él como algo extraño, como una muralla repentina y sólida que no puede salvar de un salto. Podría tal vez contornearla, pero incluso antes de llegar al otro extremo ve surgir, en ángulo agudo con respecto a ella, una nueva muralla, una nueva frase, no menos extraña, no menos sólida y alta”. Imposible salvar la frase-muro de un salto; a lo sumo lo que se puede, sugiere Canetti, es contornearla, operación que condensa bien el espectro de sutilezas proxémicas que pone en juego el diario íntimo. “No comprendo el lenguaje y es lo único que tengo”, escribe Pizarnik. “Lo tengo, sí, pero no lo soy. Es como poseer una enfermedad o ser poseída por ella sin que se produzca ningún encuentro, porque la enferma lucha por su lado –sola– con la enfermedad que hace lo mismo”. Y unas líneas más adelante: “No comprendo el lenguaje. Sólo me atengo al lenguaje”. El drama de poseer y no ser, de ser poseída y quedar excluida de la posibilidad de un encuentro, de no poder penetrar y sólo atenerse: he aquí una de las catástrofes íntimas más persistentes de los Diarios de Pizarnik, y quizá la prueba más radical de que la relación de proximidad, lejos de garantizar finales felices, suele sembrar lo íntimo con semillas siniestras.

(A propósito de cosas siniestras: recuerdo ahora un capítulo de la serie Seinfeld, verdadera máquina pop de detección de los vacíos legales, las aporías, las zonas de incertidumbre jurídica que pueblan la intimidad urbana contemporánea. Pienso en The strike, el episodio en el que Jerry salía con una extraña mujer bifronte, una especie de Jano que en la intimidad, cuando acercaba su rostro al de Jerry, era atractiva o repugnante, una belleza o un monstruo, según el modo peculiar en que le pegaba la luz de la escena. Además de ilustrar el vértigo freudiano en que lo familiar se vuelve inquietante, el episodio ponía en evidencia hasta qué punto lo que llamamos intimidad es ante todo, antes incluso que el teatro de un encuentro personal, un cierto medio ambiente, un campo atmosférico, un microclima en el que variables aleatorias como el aire, la temperatura, la luz o el entorno sonoro, tradicionalmente desdeñadas, tienen a menudo un peso más decisivo que la intención, el deseo, el sentimiento u otras variables subjetivas. De hecho, cuando Barthes, después de dejarlas dormir un tiempo, meses, años, vuelve sobre las entradas que ha consignado en su diario y las relee, lo que recupera, además del placer de la rememoración, no son los hechos, no son los momentos introspectivos fuertes, no es el hueso duro de lo íntimo. Son justamente las contingencias que menos rastros estaban llamadas a dejar: una luz, una calidad del aire, el signo peculiar de una atmósfera, toda una serie de “inflexiones”, como él mismo las llama, que a menudo ni siquiera figuran en el papel, que nunca fueron anotadas y que ahora reaparecen conjuradas por la retrospección, pistas-fantasma de la experiencia íntima, en el intersticio que se abre entre dos notas.)

Querido diario: la clásica fórmula kitsch del género ya postulaba la cercanía como condición básica de la interlocución. Toda la escena de la intimidad –alianza, complicidad, confianza– está como resumida en la fórmula: mi diario y yo juntos, solos, encerrados en nuestra burbuja, lejos, o más bien exiliados de esa región sin límites donde se dilata el mundo. Pizarnik, poeta moderna, se cuida muy bien de desbarrancar en el anacronismo, pero la fórmula que acuña, su modo propio de pensar a qué distancia, qué clase de intervalo se interpone entre ella y su diario, va incluso más lejos: “En esa época”, escribe, aludiendo a 1955, “me levantaba y me ponía la ropa y mi diario íntimo (una especie de ‘prenda íntima’), y antes de acostarme me desnudaba del diario y de la ropa”. Si el diario es íntimo no es sólo porque cuenta o pretende contar la intimidad sino también, y sobre todo, porque es lo que está abismalmente cerca, traje, segunda piel, placenta, membrana que abriga o encripta, y porque tiende –arrastrando a su autor, a su prójimo más próximo en la tendencia– a ese horizonte simbiótico del que acaso toda intimidad no sea más que un eco.

En 1955, Pizarnik, al parecer, “escribía mis importantes acontecimientos en una maldita prosa contemporánea a ellos”. Esa contemporaneidad es la otra vocación profunda de cercanía que vuelve íntimo al diario íntimo. Ya no es la proximidad, siempre explícita en el género, que liga cada entrada, cada anotación, con lo más interno del cuerpo del que la escribe, el estómago o la digestión en Kafka, el útero, cuya existencia constata “haciendo uso del dedo índice”, o incluso el ano en Pizarnik, pliegues orgánicos recónditos, tan inaccesibles para el resto de los mortales como imaginarios, que el diario no deja de chequear en un infatigable ejercicio de monitoreo. Ahora, el polo de

atracción al que el diario se acerca abismalmente, con todos sus sensores en estado de alerta, es el presente, lo que Proust llamaba “las músicas sucesivas de los días” –tanto, incluso, que se diría que es el diario mismo el que las compone. Aunque en desventaja con los weblogs, esos diarios en vivo que funden en un mismo espacio, el de la pantalla, el momento de la escritura con el de la lectura, el ensimismamiento y la exhibición, el diario escrito se define por esa inclinación fatal, por esa tendencia a adherir, a intimar con el presente. De ahí tal vez su cualidad más enigmática: su frescura, que Barthes, puesto a detectarla en alguna otra forma literaria, sólo reconocía en una de la poesía: el haiku. Como la entrada de diario, el haiku es un recorte que intercepta el flujo del ahora; es breve, atmosférico, se escribe en presente y siempre parece contestar las mismas preguntas: ¿dónde? y ¿cuándo? “El niño/ pasea el perro/ bajo la luna/ de verano”, cita Barthes. Es un haiku, en efecto, pero bien podría ser una de las descripciones tenues, atómicas, atónitas, que componen El peso del mundo, el diario de Peter Handke. ¿Cómo puede haber intimidad en algo tan neutro, tan deshidratado, tan impersonal como una descripción? La lección del haiku es también la del diario: una vez más, el efecto íntimo no es confesional, no procede de ninguna revelación: es el efecto de la proximidad, la concomitancia entre dos instantes heterogéneos: el del estímulo y el de la anotación. La verdad del diario, como la del haiku, es la verdad que irrumpe cuando la serie del lenguaje se cruza con la del presente.

En los Diarios de Pizarnik, ese punto de intersección tiene un nombre y marca un tope, una especie de límite, como un máximo de intimidad: Pizarnik lo llama mi herida. “Nombrar mi herida”, dice: “eso torcido acerca de lo cual quiero escribir”. Pero ¿cómo escribirlo? ¿Cómo –si no es con una mano ya torcida, ya marcada por la lastimadura sobre la que se abisma? Porque la herida no se deja reducir a un contenido o un “tema”, no importa lo cruciales que sean. La herida es el estilo. (A los doce años, cuando escribía su diario íntimo –pero sólo en ese momento–, mi hija Rita volvía a aferrar la lapicera como cuando había empezado a escribir: con cuatro dedos –no tres– ensortijándose alrededor de la pluma como raíces, una técnica idiosincrática que la escuela había combatido siempre, sistemáticamente, por “aberrante”, pero que resucitaba sin que Rita se diera cuenta, de manera espontánea, cada vez que escuchaba el llamado de lo íntimo.)

La herida es el estilo y el estilo es la relación de intimidad –cercanía y estupor, posesión y alteridad radical– con la lengua. “Un temblor constante allí donde los demás piensan”, escribe Pizarnik. La herida es lo más íntimo, sí, lo que crece y supura “en el fondo de mis fondos”, pero es también lo más obvio, lo primero que salta a la vista, como se dice, o lo que sería imposible no escuchar, a primera oída, en la prosa torcida de Pizarnik. “Defecto excepcional” del que, según Blanchot, “nos vienen la cercanía amenazada de la plenitud y una luz nueva”, la herida tuerce y da vuelta el pliegue más íntimo hasta convertirlo en un exterior, una evidencia superficial, piel flagrante que nunca antes habíamos visto o –mejor– banda sonora contrahecha, irreconocible, que sin embargo no deja de resonar en nosotros. Si hay una escena íntima en los Diarios de Pizarnik, esa escena es el cara a cara, a la vez duelo y abrazo, con el temblor que corrompe su proximidad con el lenguaje. “Imposibilidad de formar oraciones, de conservar la tradicional estructura gramatical”, escribe Pizarnik. “Es que me falta el sujeto. Luego, me falta el verbo. Queda un predicado mutilado, quedan harapos de atributos que no sé a quién o a qué regalar. Esto se debe a la falta de sentido de mis elementos internos”.

Quizá se trate de un problema musical. Porque del temblor, de “ese lugar al que se refieren los demás cuando dicen ‘alma’”, de la “afasia” y la “arritmia” —los dos grandes males que Pizarnik, a la vez médica y paciente, se diagnostica—, lo que nace, lo que Pizarnik hace nacer, es una música, una música torcida, única como la huella que deja un pie herido, una música tan singular que merecería el nombre de música idiota. Música: es decir, desde el experimento de Ulises y las sirenas, la fuerza mayor, la forma más irresistible de producción de intimidad: la que existe en el aire y resuena en las profundidades del plexo, la que viaja y enlaza, entra y fecunda y obliga al otro a la más íntima de las proximidades: a arder en un fuego extraño.