Conversación

Andrés Di Tella

con Diego Zuñiga

 

 

 

El primer libro que Andrés Di Tella leyó de Ricardo Piglia fue Respiración artificial en 1980, cuando estudiaba Literatura en la Universidad de  Oxford. Iba a conmocionarlo en distintos niveles, pero siempre recuerda el impacto que le produjo leer esa primera línea de la novela:

«¿Hay una historia?».

¿Se podía comenzar a escribir una novela sin siquiera saber si había una historia que contar?

Sin imaginarlo, y en plena dictadura, Di Tella leería esa novela y así empezaría un vínculo con Piglia que los uniría en algunos proyectos y luego desembocaría en una amistad. Fue justamente ese grado de intimidad que existía entre ellos lo que le permitió a Di Tella, en un primer momento, proponerle a Piglia la idea de un proyecto mayor: filmarlo en un documental acerca de su mítico diario de vida, ese que venía escribiendo hacía décadas y del cual se sabía, hasta entonces, muy poco. Era un rumor, un deseo, más bien, que teníamos los lectores: que existiera ese diario, esas anotaciones, pues indudablemente serían valiosísimos.

Di Tella se lo propuso, Piglia aceptó. Un par de años después, en septiembre de 2015, se estrenaría 327 cuadernos, el documental en el que nos encontramos con un Piglia revisando, leyendo, releyendo y reescribiendo sus cuadernos.

Pero no nos adelantemos. Volvamos a ese joven Andrés Di Tella que en 1980 lee Respiración artificial y se maravilla. Y avancemos unos años. Instalémonos en junio de 1984, cuando Di Tella trabaja colaborando en distintos medios argentinos y, entonces, le toca entrevistar a Piglia. No será una entrevista cualquiera. Hablarán de cine, de literatura, de las diferencias, de los puntos en común, de cómo se narra en el cine, del silencioso –en ese entonces– oficio de guionista.

Una vez terminada la conversación, Piglia le pidió a Di Tella que le hiciera llegar la transcripción, y al día siguiente le envió un texto completamente distinto. Un texto nuevo, que no traicionaba la conversación, sino que la sintetizaba y la llevaba a otro lugar. Esa entrevista, años después, sería parte de Crítica y ficción, uno de los libros fundamentales de Piglia, una recopilación de entrevista que funciona como un ensayo perfecto y deslumbrante acerca de cómo narramos, acerca de cómo leemos.

Esa entrevista sería el comienzo de una amistad y de una colaboración entre Piglia y Di Tella que se concretaría en un  documental dedicado al rarísimo y entrañable escritor argentino Macedonio Fernández, y culminaría con 327 cuadernos, esa instancia en que Piglia le permite a Di Tella ingresar en su intimidad de una manera feroz y entrañable. Abre sus cuadernos, abre su vida, sus recuerdos y se los muestra a Di Tella, quien hace un registro del proceso y también de cómo, en medio de las grabaciones, a Piglia se le diagnostica una enfermedad incurable, que terminaría acabando con su vida en enero de este año.

Antes de escribir esa línea, abrí Google y miré bien la fecha de muerte de Piglia: 6 de enero de 2017. Pensé que ya habían pasado años, pero solo fue hace unos meses y todavía sigue siendo increíble que ya no esté acá: el narrador que escribió no solo varias novelas y cuentos geniales sino, sobre todo, el hombre que nos volvió a enseñar a leer. Por eso quizá su ausencia sigue siendo tan grande.

Pero ya hablaremos de eso junto a Andrés, que quizá para muchos lectores recién apareció en sus mapas con el documental de Piglia; sin embargo hay que decir y recordar y subrayar que Andrés Di Tella es uno de los documentalistas más importantes y genuinos de Argentina, fundador del Bafici (Festival Internacional de Cine de Buenos Aires) y autor de algunos filmes fundamentales como Montoneros, una historiaHachazos y Fotografías. Documentales que se pueden ver gratuitamente en Vimeo, y que le han permitido a Andrés indagar en un cine autobiográfico y despojado, lúcido, lleno de preguntas tan personales que, inevitablemente, nos terminan interpelando a todos.

Documentales, además, en los que constantemente se está preguntando qué significa narrar y narrarnos, qué implica trabajar con ese material inflamable que es siempre la vida de uno.

Bienvenido, Andrés, y que empiece esta conversación.

Andrés Di Tella: Mi anécdota de cómo conocí a Ricardo Piglia es lo que tú acabas de narrar. Yo le hice un reportaje, lo pasé a máquina con mi Lettera 22 en ese entonces, principios de los años ochenta, y luego se la entregué y me sorprendió. Me devolvió un texto nuevo donde había unos rastros de nuestra conversación, pero fundamentalmente era un texto nuevo sobre la misma temática que habíamos hablado, agregando alguna anécdota, sintetizando con otro poder de expresión lo que tenía la conversación oral que yo había grabado. Lo interesante fue que más allá de mi sorpresa eso se publicó como una entrevista a Ricardo Piglia, no como un texto original de Ricardo Piglia, que es lo que era, y eso me pareció interesante, me abrió un poco la perspectiva sobre lo que se podía hacer en el género documental. De alguna manera una entrevista pertenece al género documental, de ahí la importancia de la forma. Entonces se podría decir que ese fue el comienzo de mi seminario de treinta años con Ricardo Piglia. Si yo tuviera que hablar de una influencia en mi propio cine, en mi trabajo cinematográfico, quizás la  de Ricardo Piglia sea mayor que la de cualquier cineasta. En parte por esta relación en que yo siempre le mostraba los trabajos en proceso, o porque hablábamos mucho. Él era muy generoso en ese sentido, y yo siempre recuerdo una frase que decía Billy Wilder, el director de cine y guionista de Hollywood, cuando hablaba de su maestro Ernst Lubitsch con quien había aprendido muchas cosas en el periodo del cine mudo en Alemania. Wilder decía que tenía pegado junto a la máquina de escribir un cartelito que decía: «¿Qué habría hecho Lubitsch?», como especie de solución cuando llegaba a un atajo. Y de alguna manera yo puedo decir que en aquella Lettera 22 o ahora en la Mac, donde edito las películas, también tengo pegado un cartelito que dice: «¿Qué habría hecho Piglia?». Así que sí, es una relación de mucho intercambio que no solo está en esa película que van a ver hoy, 327 cuadernos, sino también en Macedonio Fernández, que hicimos en 1995 e inclusive en otra película que es más o menos de esa misma época y que se llama Prohibido, un documental que narra las experiencias de intelectuales, escritores y artistas durante la dictadura militar, de 1976 a 1983. Pensé que podríamos mostrar unos minutitos de ese documental para hablar de otras de las lecciones que aprendí de Ricardo Piglia respecto de la forma, y me gustaría centrar toda la conversación en ese diálogo que yo he tenido con Ricardo, a modo también de homenaje y porque realmente para mí ha sido muy importante. Hablar de él es una manera también de hablar de mi trabajo.

A veces, y esto también es otra lección de Ricardo Piglia, a veces es más fácil hablar de uno hablando de otro. Es lo que ocurre con esta película 327 cuadernos y el diario de Ricardo Piglia, que es el tema, como ustedes saben, que él publicó como Los diarios de Emilio Renzi; Renzi es un personaje de ficción, una especie de alter ego de él que aparece en varias de sus novelas y era como él firmaba algunos artículos en la época de la dictadura militar, como un seudónimo. Esta película es un poco lo que yo llamaría un ejercicio o un experimento con la enunciación precisamente, es hablar también de mí mismo, expresar mis ideas a través de otro, por la boca de otro. Yo tenía acá anotada una cosa que me contó Ricardo, creo que después lo escribió en algún lugar, pero es la idea de que la literatura para Ricardo era siempre algo autobiográfico. Es decir, alguien que conoce la vida de Piglia va a detectar que utiliza su propia vida, su familia, en todas sus novelas, de pronto cambiando nombres, de pronto cambiando circunstancias. Un amigo de él de su juventud me dijo que leyendo una de sus novelas, una de las aparentemente menos autobiográficas, que es Blanco Nocturno: «¡Ah!, todo lo que cuenta ahí son cosas que vivimos». O sea, es muy impresionante, ya en la ficción parecería ser alguien incapaz de inventar y, sin embargo, es muy mentiroso. Es muy interesante esa mezcla. Una idea que viene de él es que la literatura es siempre autobiográfica pero, al mismo tiempo, es el lugar en el que siempre es otro el que habla. La literatura sería ese desplazamiento, esa toma de distancia con respecto a la palabra propia. Hay otro que dice aquello que quizás de otro modo no se pueda decir.

Diego Zuñiga: Cuando aparece 327 cuadernos, los diarios de Ricardo recién se empezaron a publicar…

ADT: Sí, se lanzó el mismo día.

DZ: ¿Leíste esos diarios? ¿Los dos tomos?

ADT: Sí, claro, sí.

DZ: Es muy interesante lo que tú planteabas porque, además, ahora que tenemos acceso a ese material autobiográfico tan «directo» que son estos diarios, uno puede ver episodios de esa vida que después no quedaba solo en ese diario, los utilizó en novelas, en cuentos, en los ensayos, es alguien que trabajó con esos materiales y lo dispuso en todos los géneros posibles y en todos los espacios que pudo. Algo que me parece muy interesante con los diarios, no sé qué piensas tú de eso,  es que él en un momento de 327 cuadernos –después lo van a poder ver–, y me parece un momento muy importante, él te dice que está pensando publicar los diarios bajo el nombre de Emilio Renzi.

ADT: Sí.

DZ: Como si no fueran de él, como si toda esa vida fuera de otro y a mí algo que me pareció muy interesante en ese ejercicio, que él lo hace finalmente, es plantear la artificialidad de un género que parece tan poco artificial como es el diario de vida. Es lo mismo que planteabas con la entrevista: la entrevista es lo menos artificial del mundo, pero nosotros, que hacemos entrevistas y somos periodistas, sabemos que también es una construcción, un artificio que uno arma porque, claro, trabaja con materiales verdaderos.

ADT: Como dicen los políticos, «me sacaron de contexto».

DZ: Claro, claro, pero es interesante eso de exponer el artificio de ciertos textos que parecen lo menos artificial del mundo.

ADT: Sí, es muy raro eso porque a la vez el que te dice «te voy a mentir» de alguna manera se hace creíble, ¿no? Entonces es raro –no sé si los presentes han leído los dos tomos que se han publicado de Los diarios de Emilio Renzi–, cuando uno los lee, inevitablemente lo toma como la vida de Ricardo Piglia y aparecen un montón de personas reales que uno sabe que son reales y que conocieron, compartieron la vida con Ricardo Piglia, pero ese pequeño, mínimo desplazamiento es lo que yo creo que básicamente le da a él libertad para hacer muchas cosas.

Quizás podamos ver un  fragmento  también de Macedonio Fernández. Justo hoy estaba chequeando un plano que nunca había advertido; es una película hecha hace más de veinte años. Hay un plano donde se ve uno de los cuadernos de Ricardo, yo filmé a Ricardo firmando su cuaderno y hoy vi una cosa rarísima (esto fue filmado en el año 95), aparece que él está escribiendo el diario y acabo de ver que la fecha de la entrada que él está escribiendo en ese momento dice «de 1963». Nunca había advertido eso. O sea que no solo hubo un trabajo de edición y reescritura para la publicación, donde esto se puede explicar de muchas maneras sino que, además, en el mismo momento de escribir el diario muchas veces ya había una cosa de ficción. Es decir, en lugar de escribir «recuerdo aquella vez que me encontré con fulano e hicimos tal cosa e hicimos tal otra», pone ya la fecha de 1963, años después. Entonces ya había un proceso de… no sé si llamarlo ficción porque yo creo que es de forma no más. Es como que uno presume, y por eso me interesa tanto el trabajo de Ricardo Piglia en relación con mi propio trabajo, porque cuando uno trabaja en el documental, el documental está siempre en una especie de filo de la navaja, que no se termina de definir. Esto es, ¿un documental es una obra de creación artística o es un registro o un documento? Lo mismo pasa con el diario. El diario también es algo que parece ser un documento, es más, es uno de los documentos que se suele tomar como prueba de algo. Los historiadores, si encuentran un diario es como su mayor felicidad y, sin embargo, está esa ambigüedad en que deja de ser un documento. Si ustedes leen los dos volúmenes de Los diarios de Emilio Renzi, que son por periodos, no deja de ser un documento de esa época de la vida en Argentina, de la política, etc., pero hay como una licencia que me parece que es lo interesante. Quizás extremando lo que hace cualquiera que publica sus diarios, que los corrige por ahí, tacha por aquí. Cecilia (García-Huidobro), tú que editaste los diarios de Donoso me imagino que tendrás algo que contarnos al respecto. Pero cuánto hay de documento ahí o cuánto hay de creación. Esa me parece que es una pregunta interesante que sobre todo creo que libera, aunque también te lleva a un lugar problemático porque uno está jugando en un documental. Una de las cosas que a mí me gusta mucho del documental es que hay un pacto de cierta manera entre el público y el documentalista de que esto es verdad, o sea una forma de la verdad.

El contexto aquí es la dictadura militar argentina y qué hacían escritores como Ricardo en ese momento. Entonces, ¿quién es el amigo? Al que le sucedió todo. Esto es como cuando alguien dice «Tengo un amigo que tiene este problema sexual…». Claramente es algo que le había sucedido a Ricardo, pero él me dijo que no quería usar la primera persona en este caso, porque no quería aparecer como que se estaba haciendo el «héroe» o que había sido un perseguido, cuando muchos de sus amigos fueron secuestrados, torturados, asesinados. Entonces, si bien él tuvo sus momentos y sus riesgos en este caso, al apelar a la tercera persona, por un lado, sale de ese lugar en que  –bueno, ustedes se van a reír, porque los argentinos como

que nos mandamos un poco la parte– los argentinos somos más argentinos que nunca. Hay algo de la retórica de hablar de uno mismo que tiene que ver un poco con la seducción. Me parece que la literatura –y el cine documental en particular también– requiere de otra cosa. No podés hablar bien de vos mismo en una película o en la literatura, es más, es casi obligatorio lo contrario, hablar mal, si no, no es creíble, no es una confesión.

No sé si lo puedo contar, pero lo voy a contar igual (risas). Me contaba el embajador Bordón que en cierto momento en que él fue candidato a presidente en Argentina (ojalá hubiera ganado), le escribieron una especie de autobiografía con un periodista y él no quiso publicarla porque era demasiado elogiosa, como que él estaba hablando bien de sí mismo, entonces eso no era creíble. Me parece que lo mismo sucede acá en este caso, sobre todo cuando se aplica a periodos como la dictadura militar, donde ahora resulta que cualquiera era un héroe. Me parece que este tipo de experiencias era para mí realmente complicado, porque uno está acostumbrado en el género documental a que el testigo que da el testimonio es sincero con lo que está diciendo, en el sentido en que uno evalúa. Hay una credibilidad, y lo mismo sucede para el público. El público, al enfrentarse al lenguaje del documental, está evaluando si es cierto o no. Y hay algunas cosas que le dan a entender que el documentalista está hablando desde un lugar de honestidad. Con el testimonio pasa lo mismo, el documentalista, cuando escucha un testimonio, se basa en cierto criterio y olfato para ver si lo que le están contando es verdad. En este caso –aparte por la amistad con Ricardo–, yo sabía que era verdad, pero había algo que era fundamentalmente falso, porque él estaba hablando de otra persona cuando en realidad eso le había pasado a él. Eso me parece que es algo interesante que tiene que ver en algún sentido con las reglas del documental, que él por un lado habla en tercera persona porque eso le permite ser más verosímil y, al mismo tiempo, tiene un conocimiento íntimo de lo que le pasa a esa persona que claramente es un artificio, porque uno nunca podría pensar que ese personaje tenía una sensación joyceana, está sucediendo toda su vida a través de su cabeza.

DZ: Ese desplazamiento es sumamente interesante porque además son desplazamientos que a nosotros nos interpelan también como espectadores o lectores. Yo recuerdo, después de haber leído los diarios, haberme preguntado por todos los diarios que había leído. A mí me gusta mucho el género, entonces haber leído todos esos diarios y haber pensado «en realidad es evidente que aquí hay un artificio» y eso que me parece «legal», digo, me parece natural. Estoy pensando en un gran diarista, Julio Ramón Ribeyro, el peruano; esos diarios están increíblemente editados, yo no tengo dudas. Después de leer a Piglia volví a ver esos diarios y los miraba y decía esto está muy editado y está bien, sigue siendo verdad en el fondo.

ADT: Sí.

DZ: También me parece así, no sé cómo lo ves tú, desde el lado del documental. Claro, cuando un documentalista hace un documental, filma y te dice: «Bueno, esto es verdad, lo que te estoy mostrando es verdad». Y también me parece muy interesante cuando de pronto ese documentalista duda, como que hay fisuras porque la vida es así y la realidad es así, y porque plantearse desde ese el punto «esto es verdad» también es ubicarse en una superioridad un poco extraña. ¿Cómo ves tú eso?

ADT: Sí, bueno, esa es una lección también – para seguir hablando de Ricardo–, que él toma de Borges, de una idea que tiene Borges. Uno de los pilares de su poética es que el narrador que está contando la historia no entiende del todo la historia que está contando, hay cosas que se le escapan, confiesa cosas sin querer y, en general, no entiende el núcleo de la historia que está contando, sabe los detalles pero se le escapa el núcleo. O inclusive, en los cuentos más famosos de Borges como «El Aleph» –lo volví a leer–, el protagonista que se llama Borges es muy gracioso porque él envidia a un poeta muy malo que se llama Carlos Argentino Daneri, que más encima le ganó en un concurso literario, entonces se queja de eso, se pone en un lugar muy mediocre el narrador, como que envidia a este otro y más encima este otro le robó la novia y todo esto está basado en una realidad. No sé si vos conocés que Borges estaba enamorado de una escritora que se llamaba Norah Lange, y una noche en que parece que las cosas ya están bien, siempre Borges fue bastante tímido, pero parece que la cosa iba bien y él la lleva a una cena, una fiesta de literatos y en esa fiesta «se la roba» Oliverio Girondo, un poeta muy famoso en Argentina, muy popular, hacían afiches con poemas suyos y es un poeta que a la larga no resultó ser tan bueno como su fama. Entonces me parece que Borges en 1952, cuando estaba escribiendo «El Aleph» le tiraba ya unos dardos a su enemigo Girondo que le había robado a la novia. Después ellos se casaron y vivieron muchos años juntos, pero Borges a la vez tiene la inteligencia de convertir a su personaje –es al revés de lo que hace Ricardo, en el sentido de que él, Piglia, le otorga su vida a un personaje de ficción–, y acá Borges crea un personaje de ficción y le otorga su propio nombre y ese personaje de ficción es ridículo, es un envidioso, un tipo que tiene esa experiencia de ver el Aleph en las escaleras que van al sótano de una casa, y ve el universo en forma simultánea, que es lo que permite el Aleph, pero cuando sale, lo niega el Aleph, dice: «No, no es nada esto». Y después, en el mismo cuento, el narrador, que nos ha hablado con mucho detalle de lo que vio en el Aleph, dice: «No, seguramente me equivoqué». Entonces me parece que ese tipo de movimientos lo que hacen es poner, para usar una metáfora así, la pelota en nuestra cancha, y yo creo que los lectores agradecemos eso.

Este documental fue idea de Ricardo y yo lo hice a cambio de que él apareciera en pantalla; él no quería, y yo le expliqué que, si no, el espectador no tenía nada de qué agarrarse. Entonces por razones, digamos, narrativas, él aceptó. Ahí está el diario del 18 de julio de 1963, y esto fue en el año 95, entonces es como una especie de ficción. Bueno, volvemos a la luz, esto lo acabo de descubrir esta mañana y eso es lo interesante, así como yo decía que este tipo de mecanismos pone la pelota en la cancha del lector, en este caso es en la del espectador. La operación que hace Piglia, que me parece interesante, es que llena sus relatos de verdad y de un montón de datos comprobables y ahí infiltra la ficción, la invención, que quizás es también una forma de tratar de comprender lo real.

DZ: Es muy interesante además en Piglia  –y yo creo que en esos cuadernos queda reflejado, no sé cómo miras eso tú ahora– la obsesión por comprender el ejercicio y narrar. Yo creo que hay pocos escritores contemporáneos de los que yo tenga recuerdo que hayan reflexionado tanto sobre qué significa contar una historia, de cuáles son los mecanismos para contar esa historia y de dónde viene toda esa tradición oral. Y además le gustaban mucho, me daba la sensación, esas historias de la calle, de la ciudad, le gustaba tomar una historia y darle una vuelta y convertirla en una historia que le pertenecía generalmente.

ADT: Sí, tal cual, hay algo interesante que él plantea como reflexión. Por eso Piglia es también un escritor muy escritor para escritores, para narradores, pero a la vez no deja de contar una historia. Me parece que lo milagroso que sucede en los libros de Piglia es eso, tiene siempre una historia que está contando y no sé cómo se las ingenia para hacerla atrapante cuando está mezclado todo este tipo de reflexiones y desvíos y mecanismos complejos, y yo creo que eso tiene mucho que ver con su afición a la novela negra. Vos sabés que Ricardo fue prácticamente uno de los introductores a la novela negra policial en Argentina, tipo Raymond Chandler, a diferencia de la novela de enigma inglesa que fue más la afición de Borges y de Bioy Casares. Pero hay algo del escritor en esta imagen del narrador que no sabe del todo lo que está contando, que para mí revela algo. Ya estamos en un terreno místico acá, te advierto, pero yo creo realmente, cada vez estoy más convencido de que los escritores, los buenos escritores, o los grandes escritores, tienen una especie de sensibilidad que a través de la ficción les permite intuir cosas e inclusive hasta adelantarse a ciertos hechos. Hoy, justamente, estábamos hablando con Cecilia de los últimos días de Ricardo Piglia y yo tuve una conversación hace un par de años con la mujer de Ricardo, Beba Eguía, que me contó que cuando comenzamos a trabajar la película que ustedes van a ver, Ricardo no estaba perfectamente bien de salud y demás, ni con enorme energía, y cuando apareció la enfermedad, que al principio no se sabía qué era, él tenía un problema en la movilidad de la mano, después fue deteriorándose en general la motricidad hasta que no se podía mover más y finalmente ya no podía hablar, entonces ella me dijo: «Qué raro que justo haya decidido esto que nunca había querido hacer, rescatar los diarios» que era algo que él usaba para sus ficciones. Él tenía un sistema muy interesante, abría un cuaderno cualquiera, en cualquier momento cuando estaba trabajando una ficción y encontraba algo que era un recuerdo y usaba esa emoción que sacaba del día «27 de julio de 1963» supongamos, y la usaba para poner una relación personal entre él y lo que estaba escribiendo, en ese caso una novela. Y Beba me decía: «Qué raro que justo ahora que le agarró esta enfermedad hubiera justo antes empezado a trabajar con este proyecto que había venido postergando año tras año tras año, como si pudiera haber algo más allá». De hecho él estuvo trabajando en el último año y pico –porque realmente el último año fue especialmente muy, muy malo, no podía hablar– con un sistema que tenía, lo hablábamos recién, la cámara tenía un programa a la computadora que le leía las pupilas, entonces con las pupilas él podía tipear y así comunicarse y escribir. Estuvo trabajando realmente hasta el último, último día. Inclusive en la última época produjo muchísimo con esta dificultad inconcebible.

Él me dijo una vez, al principio de la enfermedad y cuando no se sabía de las terribles consecuencias todavía, me contaba de la fantasía de Kafka –era uno de sus grandes referentes y justamente el diario de Kafka era un gran referente para él y una de las obras maestras del siglo xx–, de cómo Kafka en un momento, en una  carta que escribe  en el diario a una de sus novias –él prefería verlas cada tanto y tenerlas lejos para poder escribirles cartas– decía: «Bueno, no puedes vivir conmigo porque no puedo hacerte algo tan horrible como obligarte a compartir mi vida, porque mi ideal sería vivir en una cueva alejado de todo el mundo y que alguien llegara con la comida y la dejara ahí y yo recorriera un largo pasillo, buscara la comida y así me mantendría durante años y lo único que necesitaría sería una lámpara». Entonces Ricardo me decía que esa siempre fue su propia fantasía. Ricardo podía hacer muchísimas cosas, editaba libros, daba cursos, conferencias –nosotros hicimos durante varios años un festival de cine en la Universidad de Princeton–, era una persona que estaba todo el tiempo disponible, con un tiempo aparentemente ilimitado, y entonces él me confesó que siempre tenía esa fantasía de Kafka, de la cueva, y entonces me dijo: «Cuidado con lo que deseas». En serio, hay algo ahí del escritor como visionario, que aparentemente estamos hablando muy de literatura dentro de la literatura, pero me parece que lo que hace de Piglia un escritor realmente potente es esa capacidad un poco visionaria que tenía y que en este caso pudo de alguna manera anticipar su propio destino.

DZ: ¿Fue en Princeton donde lo empezaste a grabar?

ADT: Es cierto, yo lo empecé a filmar en Princeton, pero sin saber que estaba haciendo esta película. Yo tenía la idea de hacer mi propio diario cinematográfico, que es una idea que me ronda, porque muchas de mis películas tienen ese carácter de diario, de alguna manera me gusta dejar en la propia película rastros del proceso, de cómo se va haciendo. Un poco para darle la sensación al espectador de que esto está sucediendo ahora, como que la película se está construyendo delante de mis ojos y a la vez, como una forma de introducir un elemento de cierta duda o reflexión, o para saber que esto es una construcción. No es solamente un registro, aunque tiene el registro. Entonces para mí el diario es algo que tiene esa característica que está entre registro y creación, y yo lo filmé a él como parte de ese diario que estaba empezando, me acababa de comprar una cámara y la estaba probando con Ricardo Piglia, justo en ese momento él se estaba yendo de Princeton, estaba levantando la biblioteca de su oficina, y eso me pareció un hecho simbólico interesante de registrar. Inclusive estaba otro amigo, Arcadio Díaz Quiñones, que al comienzo estaba hablando y yo le pedí a que se callara un momento o después no íbamos a poder usar la escena. En el momento en que él se calló, Ricardo estaba sacando los libros y guardando algunos en una valija y otros los dejaba en una pila, y de pronto el ruido de los libros y la respiración de Ricardo empezó a cobrar, en el mismo momento en que lo estaba grabando, como una solemnidad, un hecho que parecía presagiar algo y creo que el documental también aspira a eso. Es lo mismo que hablamos del escritor como visionario que puede, de alguna manera, ver el futuro. Creo que las escenas que a uno como cineasta le llaman la atención porque están «hablando» son escenas que en algún sentido parecen presagiar algo, que son como esa definición que me gusta tanto de Borges –perdón por hablar tanto de Borges–, que dice: «El hecho estético, la definición del hecho estético, es la eminencia de una revelación que no se produce».

DZ: Además, tú comienzas a filmar a Piglia sin saber de la enfermedad.

ADT: Claro.

DZ: Recuerdo cuando conversábamos sobre el documental, ¿saber eso te cambió? ¿Tuviste que cambiar el guion de cierta manera? Asumir sin imaginar lo que iba a pasar. Fue una enfermedad muy rápida, intensa.

ADT: Sí, bueno, hablando de los deseos, como dijo Piglia: «Ojalá no se te cumpla el deseo» o «Cuidado con lo que deseas». El documentalista todo el tiempo lo que quiere es que se le quemen los papeles, que el guion se pueda tirar al tacho y que se produzca un hecho inesperado. Creo que cualquiera que siente el documental, eso es lo que busca. Los documentales que simplemente registran una idea previa no tienen ningún interés. En general lo interesante es cuando se produce lo inesperado, y hay que estar abierto a que suceda eso. Pero bueno, lo inesperado fue terrible. En ese momento yo decidí dejar de filmar a Ricardo e ir por otro lado. Primero dudé si podríamos continuar la película, nos faltaban muchas cosas por hacer y después empecé a filmar de a poco, bueno, lo verán en la película, empecé a buscar lugares que aparecían en el diario, buscar a alguno de los amigos que aparecen en el diario, buscar todo el material de archivo y después él mismo me dijo: «Bueno, che, ¿y la película?». Yo le dije: «No quería molestarte más», y él no, no, no; ahí hizo un gran esfuerzo por leer cosas que habíamos elegido del diario, o sea que para él era algo importante, yo creo. Y cuando él la vio casi terminada, justamente me dijo que le había emocionado mucho y que la película tenía algo de su propia poética también. Entonces ese me parece el mejor elogio para mí. Ahora, la película es totalmente decepcionante, pero bueno…