No al martirologio

Presentación de Andrea Palet

Si uno se guía por el periodismo cultural que nos toca, unas escuálidas páginas que adelgazan cada vez más a costa de esas misteriosas nuevas secciones dedicadas al culto religioso del emprendimiento y la innovación; si uno se guía por sus titulares, digo, las escasas veces que se habla de editores literarios es para decir que están a punto de extinguirse, que los que quedan andan muy tristes, y que son todos hombres.

¿No me creen?

2 de abril de 2006: Manuel Gleizer, el último de los editores románticos

2 de diciembre de 2013: Muere el último editor: André Schiffrin

15 de julio de 2013: Mario Muchnik, el último editor

5 de octubre de 2014: Jorge Herralde, el último de los mohicanos en el país de los libros

10 de noviembre de 2015: Alejandro Katz, el último editor del siglo xx

¿Y todos los que estamos aquí qué somos, decoración de interiores? ¿Y la cantidad sorprendente de jóvenes que hoy sacan y sacan libros como flores, o como espinas, e inventan editoriales sin pedirle permiso a nadie, pordelanteándonos a los viejos que da gusto (qué magnífico verbo pordelantear, se lo copié a Hebe Uhart, la escritora argentina, y trato de meterlo en todos lados); estos jóvenes editores, digo, ¿qué se supone que deban pensar de esa especie de funeral mental con plañideras muy letradas pero con un pequeño problema panorámico, una lesión ocular que impide ver las estructuras circundantes, que vendríamos siendo nosotros, todos los demás editores que no somos los últimos ni pensamos morirnos ni estamos vendidos al capital ni queremos publicar al próximo Chao-Germán, pero que al mismo tiempo nos tiene aburridos el martirologio?

Cito algo de 1929: «Los editores son mártires. Cuántas veces le dije yo a Gleizer que si hubiera puesto una fábrica de impermeables, de betún o de caramelos, con la energía gastada, con la inteligencia derrochada, con el trabajo dilapidado en su editorial sería a estas horas casi millonario». Cito algo de 2014: «Habla con abundancia mezclando el acento argentino y español. Hoy viste camisa blanca, pantalón gris, chaleco azul marino, zapatos negros. Es un hombre grueso, barba y pelo blanco y ralo. Un poco colorado. Está consciente de que es prácticamente el último editor. De los tradicionales, de los que anteponen la calidad literaria al marketing, de los que mantienen una estrecha relación con sus autores, de los que en la actualidad, en plena “revolución tecnológica que amenaza al papel”, siguen haciendo un libro a la manera de los artesanos: con mucha paciencia y sumo cuidado». (A esta ave periodística le faltó un editor que le dijera «saca eso de la camisa blanca, pantalón gris, chaleco azul marino; así se viste todo el mundo, no puedes ser tan fome».)

Sigamos con lo nuestro. ¿No será mucho lamento? ¿Realmente creen que antes todo era mejor, que nadie anteponía el comercio a la calidad literaria, que hace cien o cincuenta años la gente no paraba de leer? ¿Qué gente era esa, y cuánta? ¿Por qué somos tan dados a la mitología y al juego de tronos? Quizás porque creemos representar algo terriblemente serio, solemne, superior. Como si las enfermeras o los pilotos de avión no se ocuparan de algo terriblemente serio,

solemne, superior: mantenernos vivos, por ejemplo. O quizás es que la virtud de la gravitas, que muchos editores literarios dejan que se les atribuya, está compensando sicológicamente la posición desmedrada en que los ha dejado el intento capitalista de hacer del libro una industria masiva y pop. Pero esa posición desmedrada solo existe en relación con unas expectativas impuestas por otros, por un modelo de rentabilidad histérica y por una época lastrada por la ansiedad, una época que no sabe qué hacer con el reposo activo y la lentitud, las dos llaves maestras de la lectura.

Y hablando de maestras, Margarita Valencia lo es en Colombia, y en varios planos. De familia libresca y política por todos lados, fue una jovencísima correctora de pruebas en la editorial de su padre, Carlos Valencia, y luego ha sido editora, traductora, crítica, ensayista, profesora, gerenta editorial y directora de asuntos muy serios como la Biblioteca Nacional de Colombia, las mejores colecciones de la editorial Norma y la editorial de la Universidad Nacional de Colombia. Puede que alguno de ustedes haya leído palabras suyas, construcciones sintácticas suyas, sonoridades y matices salidos de su cabecita, porque ha traducido a autores como Joseph Brodsky y Harold Bloom, y novelas como Las horas de Michael Cunningham. Tiene un libro de ensayos literarios, Palabras desencadenadas , y hace un par de años publicó en España, en Pre -Textos, un libro raro, breve y delicioso de domestic fiction, como lo cataloga Worldcat muy acertadamente, llamado Un rebaño de elefantes, donde escribe cosas así:

En mi familia hay gente que cree que puede mejorar el mundo. Esta convicción es la que define su talante, es su marca de Caín. No quiere decir esto que sean peores o mejores que otros. O que sus acciones estén mejor o peor encaminadas. Solo quiere decir que lo suyo no es botar piedras a un pozo sino hacerlas que se deslicen sobre la superficie del agua, para que allí quede grabado el rastro del paso de la piedra. Creo que lo único que eso quiere decir es que se equi-vocan más estrepitosamente.

Es muy posible que Margarita se haya equivocado estrepitosamente en alguna de sus encarnaciones editoriales, porque no la imagino marcando el paso ni haciéndose la invisible en la vida funcionaria. La imagino desafiando la polilla, abriendo las ventanas y llamando estúpido a lo que es estúpido, actitud tan poco frecuente en el campo editorial como en todos los demás, por ese asuntito de la gravitas de que hablé más arriba. La imagino siguiendo sin saberlo el consejo que Robert Gottlieb le dio a John Kennedy Toole en una carta del 23 de marzo del 65: «Por favor rompa las reglas, y rómpalas con belleza, deliberadamente, rómpalas bien».

Para mí Margarita Valencia es un ejemplo de que se puede trabajar muy en serio pero riéndose mucho y sin sentirse salvador de la humanidad; de que se puede y se debe cuestionarlo todo, pero sin prejuicios, sin escandalera y sin llorar por la leche derramada, leche derramada que en nuestro caso es el pirateo desencadenado, por ejemplo, o el poder de las grandes plataformas tecnológicas, pero sobre todo es esa pelea que antes no teníamos que dar porque no había casi competencia, y ahora sí la hay y se viene por arriba, por abajo y por el lado: la pelea virtuosa por entrar y quedarse mucho rato en la mente de las personas, que eso y no otra cosa hacen los libros.

Los dejo entonces con Margarita Valencia, editora latinoamericana que, por suerte para todos, no tiene la menor intención de ser la última de nuestro aporreado, sufrido pero hermoso y bragado rebaño de elefantes.

El canon y la industria: ¿quién decide qué leer?

Margarita Valencia

 

A los doce años, cuando ya me había convertido en la yonqui de la lectura que sigo siendo hoy, descubrí que mi mamá –que nunca ha sido lectora– tenía un índice de libros prohibidos amplísimo, que iba desde Françoise Sagan hasta los cómics, pasando por D.H. Lawrence y Juan Marsé. Para mi desgracia, mi mamá había sido educada por religiosas pero pertenecía a una familia liberal en la que abundaban los intelectuales, así que entre las prohibiciones de las unas y las recomendaciones de los otros (que ignoraban que sus palabras alimentaban el índice) a mi mamá no se le escapaba nada. Ella, fiel a los principios liberales del garrote y la zanahoria, ofrecía otro índice, un index librorum prohibitorum bizarro, aún más temible e igualmente azaroso, de autores que sí había que leer: Proust, García Lorca, Platón…

Empiezo en mi casa y en mi infancia porque si hay algo que aprendemos en la infancia es que los libros, para bien o para mal, no son inofensivos: están erizados de imperativos, como anzuelos de pesca en las alas del sombrero del pescador.

El conflicto permanente

El siglo xx fue el siglo del sueño de la democracia, un sueño que incluía educación para todos, erradicación del analfabetismo, acceso amplio a la cultura. En 2016, más cerca que nunca de cumplir este sueño, la infelicidad es palpable. Arremeten los comentaristas culturales contra los premios que ofrecen las editoriales, tachándolos de amañados. Arremeten los escritores contra los críticos, acusándolos de insustanciales e ignorantes. Arremeten los estudiantes de literatura contra las publicaciones que llenan las librerías, desechándolas por «comerciales». Arremeten los guardianes de la alta cultura contra internet, un advenedizo que carece de la legitimidad de la página impresa. Se habla insistentemente (más en los medios de comunicación que en las publicaciones especializadas) del bajo nivel de la literatura que consumimos, de cómo la concentración de la industria editorial resulta forzosamente en la homogeneización de los contenidos, de la basura que consumen los jóvenes.

La incertidumbre que se adivina detrás de las habladurías surge del simultáneo avance del acceso y el retroceso de las fuentes de prescripción. Y se origina en la narración tradicional que acompaña al libro, una narración estancada en el pasado, entrelazada con la idea de canon y la idea concomitante del progreso a través de la educación. Es una narración que desconoce las particularidades de la cultura impresa hoy, y las fuerzas en juego durante su desarrollo histórico. No creo que el mundo del libro esté pasando por su peor momento, y no creo que la crisis de la que se habla recurrentemente sea catastrófica ni para la literatura ni para el libro. Creo que este ha sido desde sus inicios un mundo habitado por actores en conflicto y que son estos enfrentamientos los que han determinado y siguen determinado la circulación.

Los impresores

La imprenta nació como una empresa comercial, con el ánimo de suplir una demanda. La circulación de libros en Europa en el siglo xv es lo suficientemente interesante desde una perspectiva comercial como para impulsar la búsqueda de tecnologías más eficientes que la copia a mano, y así lo demuestra el hecho de que antes de terminar el siglo se podía encontrar prensas en más de doscientas ciudades. En poco más de cien años se produjeron e imprimieron cerca de 350 mil títulos, más de cien millones de copias individuales. (América Latina registro 188.607 títulos con ISBN en 2014). Esta demanda nace originalmente de las universidades (Pettigree, The Book in the Renaissance, 2010), que desde el siglo xii se están consolidando como instituciones independientes. La academia exigía autores clásicos y nuevos autores, y la producción de libros se convirtió en un oficio lucrativo (que empleaba escribas y libreros).

La lógica comercial predomina sobre las necesidades culturales desde los comienzos de la imprenta. La tecnología nace por fuera de la universidad (Gutenberg era un comerciante y artesano) y se esparce por los centros comerciales, no por los centros universitarios, porque desde allí resultaba más fácil distribuir los libros. Como era natural, los impresores rápidamente agotaron el mercado académico y empezaron a pensar en nuevos productos: almanaques, calendarios, libros de oraciones, panfletos. Sin embargo pasaron varias décadas para que «las autoridades se dieran cuenta del tamaño de la amenaza que representaban los libros impresos (Pettigree, The Book in the Renaissance, 2010)».

Esta amenaza ha coloreado la percepción que tenemos de lo impreso desde entonces y explica la necesidad que tenemos, aun hoy, de rodearlo de mediadores, de prescriptores que guíen al lector ignorante e ingenuo. Y la fórmula aplicada en ese momento para resolver la tensión que generaba esa amenaza ha definido el espacio económico del libro como un espacio que funciona mediante monopolios: el Estado garantiza la exclusividad sobre los productos impresos y los impresores se comprometen a controlar a nombre de la Corona los contenidos de lo que se imprime. Esta alianza aparentemente inestable entre un grupo de empresarios empeñados en asegurar sus ganancias y un aparato estatal empeñado en controlar la circulación del contenido está en el origen de lo que más tarde se convertirá en la legislación de derechos de autor, una legislación que se pone en entredicho con cada modificación tecnológica.

El negocio de la impresión en América

El desarrollo y fortalecimiento del gremio de impresores fue el motor de la difusión del libro en Europa. En América, lo sabemos, la situación era otra. Cristina Gómez (Gómez Álvarez, 2011) señala las causas:

La necesidad de privilegio real para el establecimiento de una imprenta.

La necesidad de importar papel y tipos, y la ausencia de técnicos calificados.

El monopolio comercial vigente durante todo el periodo colonial, que impedía que otras naciones intercambiaran legalmente con las colonias españolas.

A pesar de que en el siglo xvi ya había en América una circulación interesante de libros permitidos y prohibidos, el largo dominio estatal obstaculizó el desarrollo de un gremio impresor y distribuidor robusto y sigue permeando los términos de la discusión y los imaginarios en torno al libro en América.

Los autores

La figura del autor tardó en aparecer en escena, pero cuando finalmente lo hizo exigió un lugar en el acuerdo previo entre las instituciones políticas y religiosas, por una parte, y los impresores por la otra. El reconocimiento a los derechos del autor fue un proceso lento que se inició con el Estatuto de la Reina Ana, de 1710, que permitió a los autores competir con los impresores por el derecho de reproducción.

Este estatuto estaba muy lejos aún de la idea de retribución por el trabajo creativo que se aso-ma tras las políticas estatales que intentaron a lo largo del siglo xx resolver la cuestión del ingreso de los artistas al sistema económico. Pero abrió el camino a la idea romántica del autor como creador que cristalizó en el siglo xix y que «cambia el énfasis en el debate en torno a los derechos de reproducción, que pasa de los impresores a los autores» (O’Rourke, 2002-2003). De hecho, a partir de este momento proliferan las historias ejemplares en las que los impresores, hijos del diablo, se aprovechan sin piedad de los escritores.

Un nuevo jugador se instaló en la escena, con mucho menos músculo económico pero mucho más prestigio. Esta carta del prestigio hará que cambien sustancialmente las relaciones económicas entre los actores en el siglo xx.

La escuela (y el canon)

No hemos hablado de la escuela, que en este punto nos interesa solo como guardiana tradicional del canon. No me refiero al canon de los saberes académicos. La imprenta contribuyó al desarrollo de una investigación acumulativa, y la posibilidad de la fijeza del texto, como se ha discutido en extenso, está estrechamente relacionada con el surgimiento del discurso científico. El paso hacia lo digital, traumático para la literatura, fue beneficioso para la investigación y la producción escrita desde la universidad. Está pendiente el desenlace de la contienda entre los movimientos que abogan por el libre acceso y el monopolio ejercido por las tres grandes empresas que controlan las bases de datos. Pero los males que aquejan a la comunidad científica no están directamente relacionados con el libro. No se puede decir otro tanto de la comunidad literaria.

El canon literario es el resultado de la necesidad de moldear la literatura en una ciencia, en un saber transmisible. La filología helenística clasificó la materia literaria (Curtius, 1998) en géneros y autores, para poder después jerarquizarlos. Esa jerarquía imperó durante siglos –con algunas variaciones– y estableció los términos de la discusión de cada generación en torno a la idea de «clásicos», y por tanto los términos de la formación de los escritores. Pero la muy civilizada discusión en torno al canon que se daba en cada generación (¿debemos o no incluir a La Fontaine, escritor de un género menor como es la fábula?) se ha ido desintegrando hasta el punto de que dudo mucho que hoy podamos hablar seriamente de canon por fuera de un salón de clase. Son muchos los responsables de este deterioro, pero voy a empezar con una vieja conocida: la novela, y sus dos cómplices más cercanos: el público lector y la imprenta.

La novela, escrita en prosa, desdeña las normas tradicionales de la escritura. La filología ha tratado de hacerla entrar en cintura desde su aparición (que algunos señalan en el siglo cuarto y otros en el xvi), pero la novela es esencialmente una estructura porosa, cambiante, que no se acomoda dentro del marco normativo que rige a la poesía. El largo proceso de separación de la literatura de sus funciones didácticas (Moretti, 2006) se resuelve finalmente en la novela, que representa el triunfo de la lectura por placer. La novela se escribe y se imprime en lengua vernácula, de manera que llega a un público con menos instrucción formal. La novela es un género ideal para leer en silencio, para practicar lo que Rolf Engelsing llamó lectura extensiva, pero su afinidad con el cuento le permitió llegar también a un público analfabeto.

Un segundo elemento profundamente perturbador del canon fueron las literaturas nacionales, que dieron al traste con la pretendida universalidad de los clásicos. No me detendré aquí en los procedimientos de selección de las literaturas nacionales; solo quiero subrayar su papel a la hora de desarticular la jerarquía literaria imperante durante tanto tiempo. El proceso de atomización del canon fue en aumento desde el siglo xx, cuando la discusión se centró alrededor de la exclusión por razones raciales, religiosas o de género.

A finales del siglo xix el crítico norteamericano de Matthew Arnold concibió una nueva jerarquía, más acorde con los nuevos tiempos, entre la alta cultura y la cultura popular. La cultura, escribió Arnold, «es el estudio de la perfección, de la perfección armoniosa, de la perfección general. Una perfección que aspira a convertirse en algo y no a poseer algo, en una condición de la mente y del espíritu». La gradación establecida por Arnold es aparentemente fácil: la alta cultura es la que más se acerca a la perfección. Pero la puesta en práctica no lo es tanto, en parte porque la puerta abierta por la novela provocó un tráfico incesante entre la alta cultura y la cultura popular.

El público lector

En el estudio de Chartier y Hébrard acerca de los discursos sobre la cultura, realizado en los ochenta por encargo de la dirección del libro y de la lectura del Ministerio de Cultura francés, los investigadores señalaron con claridad el origen de la ansiedad que nos sobrecoge hoy:

En el momento en el que el analfabetismo no había sido todavía doblegado en los campos y en los arrabales, en el que los nuevos lectores del siglo xix descubren con trabajo o delicia los usos de la letra impresa, un lamento completamente diferente anima la pluma de quienes se preocupan de la lectura del pueblo: «Leen demasiado»; «leen cualquier cosa»; tales son las inquietudes suscitadas por el irresistible ingreso en la lectura de toda una sociedad. (Hébrard & Chartier, 1998)

La amenaza del mercado editorial aparece de nuevo en el horizonte, y con razón: en el siglo xix los impresores aprovecharon la oportunidad de crecer gracias a la multiplicación de nuevos lectores ávidos de historias. Esta avidez asusta a las instituciones de poder, que en esta ocasión recurren a la escuela y a la biblioteca para mantener el control de la lectura. Estos dos nuevos jugadores se debaten desde entonces entre los mandatos contradictorios de difundir el gusto por la lectura pero controlar lo que se lee.

Conclusiones

Están por fin todos los actores en escena, pero lo que vemos no es una obra de teatro a la manera clásica, cinco actos, antagonistas, protagonistas y actores secundarios y un desenlace previsible desde la denominación (comedia o tragedia). Suenan varios monólogos simultáneamente, como en una obra de Ariane Mnouchkine, y los actores improvisan en vez de recitar el papel que les ha sido asignado.

El siglo xx es el siglo del papel: surgen los grandes editores literarios, se establecen las industrias editoriales, se elevan los niveles de educación, se disparan las tasas de alfabetismo, la publicación de libros (buenos, malos, regulares) alcanza niveles inimaginables un siglo antes. Podemos afirmar que los libros alcanzaron la mayoría de edad en el siglo xx. Y aparece entonces internet, la cereza encima del pastel, percibido como una perturbación inesperada para una industria que parecía haber encontrado refugio seguro entre los titanes del entretenimiento y estaba convencida de que por fin podía relajarse y permitir que las cosas siguieran siempre el mismo curso.

El trazado de la ciudad letrada ha cambiado completamente y debemos familiarizarnos con él en vez de lanzarnos a recorrer sus calles como si todo siguiera igual. Algunos de los elementos en juego:

La adopción de lo digital como forma de circulación del saber académico.

La contienda por el libre acceso a este saber, encabezada por universidades prestigiosas.

El avance de la autoedición.

El surgimiento de nuevas formas de expresión, producto del diálogo entre las artes.

La contaminación de la literatura con otras formas del entretenimiento como la música popular y la televisión (y el consecuente desdibujamiento de las fronteras entre la alta y la baja cultura).

La adopción por parte de un amplio sector de las humanidades de las tecnologías digitales como herramientas de estudio y de exploración.

La situación hoy es compleja e incierta, en especial por la desaparición de una comunidad única congregada alrededor de la literatura y los libros como lenguaje común, y la aparición de grupos con intereses que no acabamos de entender. Eso implica que tenemos que aprender nuevos lenguajes. Y lo más importante, que debemos crear nuevos espacios para el diálogo entre estas comunidades, para que las diferentes visiones en torno a lo impreso y a la lectura puedan discutirse y madurar en público. En este proceso, la escuela podría jugar un papel fundamental si admite el mandato de Iván Illich: «[Debemos resistirnos]», escribió, «al planteamiento fundamental a todas las escuelas: la idea de que el juicio de una persona debiera determinar qué y cuándo debe aprender otra persona». (Illich, 2005). Eso significa renunciar a las antiguas modalidades de la prescripción y admitir que hoy, más que nunca, son los lectores los que deciden qué leer, cómo y con qué propósito. Y que los lectores buscarán, activamente, nichos en donde acomodarse, nichos en los cuales la comunidad de pares dirá la última palabra sobre lo que se debe leer y lo que no.

Si las universidades se convierten en espacios donde se pueda imaginar nuevas alternativas y ponerlas en práctica sin temor a las equivocaciones o al fracaso, y si las escuelas consideran la posibilidad de formar lectores confiados en vez de lectores informados, habremos dado un paso fundamental hacia la búsqueda de conflictos más creativos entre los impresores, los creadores y los lectores.

Epílogo

Mi papá era un lector voraz, que empacaba libros sin aparente orden ni concierto. Formado como arquitecto y comerciante antes de convertirse en editor, tenía un hábito que a mí me horrorizaba: cuando un libro no le gustaba, lo botaba a la caneca de la basura. La versión divertida de ese hábito era que, cuando le gustaba lo que había leído, buscaba a alguien a quien quizás también le gustara y se lo regalaba. Fue el comienzo de mi angurrienta biblioteca, que como imaginarán creció con una cierta velocidad. Me tomó un poco más de tiempo entender que un día esa acumulación perdería el sentido y que la única prescripción posible para el lector es el contagio.