Tony Judt –historiador británico superventas, autor de Algo anda mal y Pensar el siglo XX– decía que una de las consecuencias más nefastas del neoliberalismo es la manera en que logró formatear la mente de poglíticos y policy makers durante las últimas décadas del siglo pasado. Formateo que alcanzó incluso a políticos progresistas, y que los llevó a adoptar no solo el lenguaje de la tecnocracia neoliberal sino también su particular manera de pensar en el individuo antes que en el ciudadano, para desde ahí construir su paradigma de políticas públicas. La subsidiaridad, la focalización extrema, la categorización de los ciudadanos según sus ingresos, la jibarización del Estado y el abandono del modelo de universalidad de las políticas públicas son algunas de las manifestaciones de este enfoque.

En la política electoral pasó algo similar. Las campañas se hicieron sinónimo de mercadeo. La ideología, un eslogan. El candidato, un producto. Los militantes, fuerza de venta. Los votantes, consumidores. Si el pensamiento es único y no hay otra alternativa que el capitalismo y la democracia liberal, como reza el credo, la elección entre candidatos no es más que una suerte de casting.

Si antes en las campañas se intentaba ganar la elección para llevar adelante una determinada política, de lo que se trata ahora es de plantear algo popular, aunque no importante, para triunfar en la elección. No se gana para proponer, se propone para ganar. No importan los discursos, lo gque importa es el soundbite en horario prime. Encuestas, focus groups, branding, merchandising, conforman el nuevo léxico de la política, que viene a reemplazar a ideología, programa, sueños, aspiraciones y, más tristemente, al proyecto histórico.

Las redes sociales acelerarían y profundizarían este proceso. Aparentemente, hoy la clave no es cuántas conciencias alcanzas, sino cuántos followers tienes. No importan las concentraciones, ahora se tasan los like. No vale el compromiso de vida, solo valen las causas desechables. El operador político es reemplazado por el experto en data mining, el que sabe cómo extraer pistas acerca de las preferencias de los electores a través del análisis de los datos más variopintos.

En ese contexto, ¿qué es realmente el candidat@? ¿Es solo un pedazo de hardware, que se vende y mercadea como quien vende un computador de determinado color o marca, donde lo que realmente importa es el software que le inocula el asesor de contenidos e imagen? Podría pensarse que así es. Que los estrategas y asesores de los candidatos se dedican a inventar el producto según los requerimientos de las personas. Y que tienen una suerte de fuerza hipnótica como para hacer que el candidato acepte transformarse en el producto que el spin doctor imagina.

Afortunadamente, el asunto no es así de fácil. El candidato tiene algo de hardware, es cierto, pero los exitosos, los que de verdad hacen historia, tienen mucho más de software. El candidato que se contenta con ganar, y no marcar una diferencia, se deja formatear. Pero aquel que es consciente de su papel en la historia no lo hará. Sabe que él es el software. Lo que importa es lo que lleva dentro y cómo lo proyecta. Su historia, sus sueños y su vida. Y sobre todo, cómo esa biografía entronca y le da sentido a la propuesta política en un momento histórico determinado.

El candidato nace

Por mucha conciencia y conocimiento que pueda tener alguien respecto de los principales problemas del país o el devenir histórico de una nación, no todos pueden ser candidatos presidenciales. En cierta forma, el candidato nace con atributos personales que son difíciles de adquirir si no se gtienen desde siempre. Hay aspectos que se pulen, otros que se desarrollan. Hay aprendizaje. El candidato madura. Pero hay una pasta especial de nacimiento que es difícil de adquirir y que Salamanca tampoco «empresta». ¿Cuáles son?

Primero: la energía. Es difícil pensar en un candidato poco energético. Largas horas de trabajo, reuniones interminables, viajes, madrugadas y trasnochadas, comida desordenada. Lectura rápida, improvisación. Optimismo. Muchas veces es el candidato el que debe terminar arreando a las huestes. Es el líder, el capitán; es arquero y goleador al mismo tiempo. A menos que haya acumulado un gran capital político durante su vida, es impensable un flojo exitoso.

Ricardo Lagos Escobar nunca dejaba de ser profesor. Pero era versátil, y su pedagogía variaba según el alumno. Instructor arrogante con quienes discrepaban y osaban ponerse a su nivel. Maestro comprensivo cuando tenía que explicar algo difícil en fácil. Cambiaba el tono de voz y la actitud corporal según fuera la ocasión.

Tercero: atractivo personal. Voz. Gestos. Telegenia. Dotes actorales. Más allá de la belleza, pinta. Más allá de la ropa, look. Que se trate de una actitud distintiva. Que llame la atención. Que genere curiosidad. Que la voz penetre. Que la gesticulación cautive. Que la mirada hipnotice. Que el cuerpo seduzca.

El ex Primer Ministro británico Tony Blair era un maestro en estas lides. En un mismo discurso combinaba el fino humor con la interpelación más ruda. Hablaba mirando a los ojos a sus interlocutores, aunque fueran cientos. Hacía una broma, y mientras el público reía, los conminaba a ponerse serios. Hacía la pausa. La gente llegaba a sentirse culpable por la risa, y ponía atención. Ahí es cuando Blair lanzaba el soundbite del día. El público asentía. Y cuando estaban recién meditándolo, Blair los remataba con otra broma. El público se relajaba. Así, a través del juego seducción-risa-culpa-atención-relajo, Blair, un actor de tomo y lomo, sabio, astuto, estratégico y apuesto, era capaz de vender lo que quisiera a una audiencia dispuesta a comprarle lo que fuera.

Atractivo personal. Voz. Gestos. Telegenia. Dotes actorales. Más allá de la belleza, pinta. Más allá de la ropa, look. Que se trate de una actitud distintiva. Que llame la atención. Que genere curiosidad. Que la voz penetre. Que la gesticulación cautive. Que la mirada hipnotice. Que el cuerpo seduzca.

Por último: inteligencia. Información y formación. Sagacidad. Rapidez. Cultura. Saber situar el más mínimo episodio en un contexto históricoplanetario. Y fundamentarlo. Sin dudar de lo que se sabe. Plantear dilemas y hacer pensar al oyente. Pero la inteligencia emocional es tan importante como la otra. El buen candidato es capaz de rochar en pocos segundos a una persona. Enfrentado a la audiencia, en pocos minutos ya sabe qué ojos recorrer y se fija en qué cabezas asienten. Se dirige a los escépticos mientras engatusa a los crédulos.

Nadie más brillante desde el punto de vista de la formación que el también ex Primer Ministro británico Gordon Brown. Una eminencia en materias económicas, históricas y constitucionales. Un verdadero renacentista. Pero fallaba en inteligencia emocional. No empatizaba con las personas. Buen profesor, pero latero. No captaba las señales de la audiencia. Como Primer Ministro en época de crisis financiera estaba bueno. Pero como candidato era un desastre. Blair, en cambio, si bien no brillaba en seminarios, sí lucía en campaña. Tenía, sin duda, una inteligencia superior que no canalizó por la vía académica, sino en la política. Apoyado por otro gran estratega, Peter Mandelson, y un gran «cuñero» como era su asesor comunicacional, Alastair Campbell, Blair era capaz de decir, casi siempre, lo que el público quería escuchar.

El candidato, ¿se hace?

En el modelo de la democracia tecnoliberal, claro, se puede pensar que el candidato se hace. Basta con tener un personaje atractivo, energético y razonablemente inteligente para armar un candidato exitoso. Si el personaje además tiene alguna historia de vida que llame la atención, o algún episodio peculiar en su trayectoria pública, ¡bingo!, aumenta la recordación del personaje y mejor se hace el candidato.

El auge y la caída de Laurence Golborne es el mejor ejemplo. Se le vio como un tipo cercano, amable, simpático. Energético y eficiente. Su historia de vida, sin ser una gran proeza, mostraba el ascenso social de un muchacho esforzado. Meritocracia en vivo y en directo. El episodio público que lo marcó fue el rescate de los 33 mineros de Atacama, con lo que se ganó un lugar en el disco duro de todos los chilenos. Pero todo eso, ¿era software o era hardware? Claramente se trataba de hardware. El software de Golborne corría por cuenta de la UDI. Es decir, el propósito de esa candidatura, sus fines, sus propuestas, incluso sus valores, intentó instalarlos el partido más derechista del espectro chileno.

¿Qué cambio proponía Golborne? Ninguno. Su aspiración era sencillamente suceder al Presidente Sebastián Piñera, y desde allí evitar las reformas. Ni siquiera prometía una restauración conservadora, como pudo haberlo hecho Ronald Reagan en los años ochenta, o como lo desea Jovino Novoa en Chile. Golborne era solamente una promesa de statu quo, adornada con un feble marqueteo. ¿Qué terminó pasando? Al más mínimo defecto de fábrica del hardware, es decir, apenas surgieron los primeros problemas con el candidato, la UDI lo desechó como quien desecha un laptop viejo. Y no tuvo remilgos en hacerlo, porque la licencia era de ellos. Golborne no era más que el instrumento.

El buen candidato nace y su biografía entera se pone al servicio del momento histórico que vive su país. La candidatura de Barack Obama, por ejemplo, hablaba por sí sola. Obama ganó con la fuerza de su vida y su color, más tres palabras: Yes we can. El yes afirmaba con optimismo que era posible un cambio sencillamente inimaginable diez o veinte años antes. El can es la afirmación de poder, de no solo atreverse, sino también de lograrlo. Pero lo más importante era el we: ese «nosotros» de Obama eran todos los que de alguna forma se veían en el vagón trasero del «sueño americano». Los afroamericanos, los latinos, los asiáticos, la clase media, los más vulnerables. Más todos los que sentían algún grado de culpa con que así fuera. Obama es en sí mismo un gran software. La máquina, la campaña, las redes del Partido Demócrata, las nuevas plataformas digitales, solo fueron funcionales a la gran idea que era provocar un cambio de magnitud en la Casa Blanca.

El papel del asesor, en ese sentido, es generar las condiciones para que el candidato exprese vívidamente el relato que hay detrás de su persona. Preocuparse de que la idea se exprese de la mejor manera. Que el candidato no declame sino que transpire el relato de su biografía y su idea de gobierno.

Lo relevante, evidentemente, es intentar que el candidato no se agote en un solo desafío, que se cumple en el momento de ganar la elección. El primer Presidente obrero en Brasil (Lula), el primer Presidente indígena en Bolivia (Evo), la primera Presidenta mujer en Chile (Bachelet), fueron todas épicas que en su momento cautivaron a millones de votantes. Pero para que el candidato hiciera historia, y no se limitara a cumplir con una marca estadística, se requería prefigurar en la gente cuál sería su legado.

El primer Presidente obrero de Brasil, que puso al país en camino de convertirse en potencia mundial, al tiempo que comenzó una tarea de redistribución de la riqueza sistemática y sustentable. Brasil crece, pero crece con todos. Brasil sale al mundo, pero sale con todo su pueblo. Lula canchero, vital, moderno, pero muy de pueblo. Orgullo sentían los obreros al verlo muy fino, pero muy auténtico, campeando en las ligas mundiales.

En Bolivia la tarea era aun más difícil. Casi dos siglos de dominación del descendiente europeo por sobre la inmensa mayoría indígena. El desafío no podía ser otro que construir un nuevo Estado, uno genuinamente altiplánico. Evo Morales se presentaba como el indígena sencillo, pero de fuertes convicciones. El lenguaje, el gesto, la chomba, la austeridad, la pichanga. La majestuosidad sencilla. Todo se mezcla en una combinación virtuosa. El primer Presidente de un nuevo ciclo en la política boliviana.

¿Y la primera mujer Presidenta de Chile? Bachelet arriesgaba cumplir con su propósito –llevar a una mujer a la Primera Magistratura del país– el primer día de su mandato. Su candidatura, por ende, debía preocuparse de abarcar un contenido que fuese más amplio que ese propósito.

La opción fue clara: Michelle Bachelet sería la Presidenta que haría un giro en la concepción que existía hasta ese entonces en la legislación chilena, fuertemente inspirada en el neoliberalismo y el principio de subsidiaridad, hacia modelos más colectivos y universales de protección social. Si el modelo de política social que se instauró en Chile en los años ochenta privilegiaba la competencia entre prestadores de servicios sociales, lo que primaría ahora sería la solidaridad. Si lo que había primado era la libertad de elegir, el acento ahora estaría en el derecho a recibir. Si primaba el ahorro contributivo, el énfasis en adelante sería el aporte del Estado en la seguridad social. Si antes el sistema se basaba en el aporte individual, ahora el Estado reconoce derechos sociales por el solo hecho de ser ciudadanos del país.

Es decir, la marca histórica de Michelle Bachelet no pasaría solo por el tema del género –importante, sin duda– sino también por una distinta matriz ideológica, inspirada en la socialdemocracia.

Pero con la sola ideología no se hacen campañas. Esa ideología debe tener un correlato en políticas públicas muy concretas y, ojalá, englobadas ellas en un concepto mayor. Michelle Bachelet lo logró en su primera campaña: la construcción de un sistema de protección social. De aquel concepto emanaban políticas muy específicas: una reforma previsional, una reforma al seguro de cesantía, el plan AUGE, el programa de protección de la infancia Chile Crece Contigo y una nueva política de vivienda, entre otras. En cada una de estas políticas, que fueron profusamente anunciadas durante la campaña, se podía apreciar una clara impronta socialdemócrata, pero además beneficios muy concretos para las personas. Porque cuando el beneficio se entrega sin sistema ni explicación, se transforma en simple dádiva.

De esa forma, las políticas de protección social eran parte esencial de su propuesta de gobierno y de su campaña. Con ellas se podía construir un relato. Y lo más relevante: ese relato era consistente con la biografía de la candidata. Una mujer de claro compromiso con la izquierda y las transformaciones sociales, en quien se hacía lógico que propusiera dichas reformas. Pero una mujer, también, que era médico, madre y trabajadora, en quien se hacía creíble su afán protector.

Todo ese relato englobaba un recetario de políticas públicas y promesas electorales. Y desembocaba en un eslogan limpio y claro, que a pesar de ser bidireccional era sencillo: «Estoy contigo». Nunca quedaba muy claro quién estaba con quién, si Michelle conmigo o yo con Michelle. Pero era simple: de ahora en adelante, el progreso del país entra en tu casa, porque yo estoy contigo, pero a la vez, yo estoy con Michelle, porque ella está conmigo.

El software de la campaña era la candidata misma. Sus impresionantes atributos personales (carisma, empatía, energía, atractivo) se ponían al servicio de una idea mayor, de una pequeña épica. Una mujer a la Presidencia para comenzar a construir el país más igualitario que todos queríamos. La campaña terminó siendo un éxito, no solo porque ganó, sino porque terminó configurando todo su gobierno. A su vez, las carencias que tuvo su gestión como Presidenta develaron un relato aun mayor: ese gobierno era el cuarto gobierno de la Concertación, es decir, un gobierno que aún lidiaba con el esquema y las trabas de la transición.

No eres tú, soy yo

Es lo que permanentemente debe recordar el candidato a su asesor. Primero, porque el asesor no es más que un fusible, un tapón, un volante de contención silencioso que no mete goles ni tiene protagonismo. Y que, por lo mismo, debe llevarse los secretos de camarín a la tumba.

Pero hay más que eso. El asesor debe saber que su trabajo es hacer relucir las condiciones del candidato y de su proyecto: la idea que tenga él o ella acerca de qué es lo bueno y lo posible de hacer en el país en un momento determinado. La técnica publicitaria es solo eso, una técnica. Es adjetivo, no sustantivo. Los medios son medios, no fines.

¿Implica todo ello que avanzamos hacia una personalización extrema de la política? Se podría pensar que sí, pero en rigor no necesariamente. Hay tres tipos de personalización: la primera es la personalización vacía, aquella tipo casting, donde lo que importa es el modelo de candidato más que la sustancia que hay detrás. Como correctamente acusa Andrés Allamand: si no hay proyecto, la política carece de sentido. El marketing se hace insulso; el discurso, una simple colección de cuñas.

La segunda es la personalización del proyecto (o la «proyectización» de la persona). En este caso, es un proyecto político determinado el que se encarna en una persona. Es la personalización virtuosa. ¿Alguien puede imaginar la Unidad Popular sin Allende? Claramente, en ese caso proyecto y candidato se funden en una misma idea. El líder social de muchos años, culto, atractivo, carismático, un gran tribuno democrático de fuertes convicciones revolucionarias, se ponía al servicio de un gran movimiento social y político que aspiraba a construir el socialismo con libertad, empanadas y vino tinto.

La tercera es la personalización caudillesca. En este caso, el culto a la persona opaca el proyecto que pueda existir detrás del candidato. Se parece a la personalización vacía, pero es algo más riesgosa. Porque detrás de ella existe la tentación de separar el mundo entre buenos y malos. El caudillo es el bueno, sus seguidores son los justos, y los demás son todos malos. Corroe instituciones y desprecia las formas democráticas. Y el marketing se torna algo ridículo.

Nada peor en política que comenzar al revés. Es decir, pensar qué tipo de candidato desea ver la gente, antes de qué tipo de candidato se necesita para llevar adelante un proyecto que se estima justo. En política, el producto viene en cierta forma predeterminado. No me interesa vender otra cosa, porque mis convicciones son tan fuertes que vender otra cosa no tendría sentido político.

El asesor debe tener siempre en mente que proyecto y candidato van de la mano. Mientras más creíble el proyecto en manos de la persona, mejor para la campaña. Definido el mensaje que se desea instalar y el proyecto que se desea promover, el resto de la campaña se tratará solo de diseminarlos a través de técnicas medianamente estándar de comunicación política.

Ganar por ganar no tiene mucho sentido. Ganar para hacer algo en lo que creo, sí que es atractivo. Si se logra transmitir esa idea, la campaña será memorable. Si no se logra, no será mucho más que un simple mensaje publicitario.