Apuntes breves sobre los trazos de Kazbek

Presentación de Simón Soto

Esta vez, he querido hablar específicamente de uno de los libros de Leonardo Valencia, escritor ecuatoriano nacido en 1969 y que lleva varios años residiendo en Barcelona (el dato es importante para lo que vendrá más adelante). La obra se llama Kazbek y decidí dedicarle la totalidad de las palabras de pronunciar, porque me parece que en ella Valencia logra reflexionar con precisión sobre los puntos de encuentro y desencuentro de dos expresiones artísticas que en la superficie parecen tan distantes, pero que comparten un centro de origen fuerte y único. Me refiero, por supuesto, a la palabra escrita y a la pintura. Es tan conciso y certero Valencia en su novela, y a la vez los intersticios por los que transita evocan tantas reflexiones y texturas, que esa especie de contrasentido dota a la novela de un poderoso sentido de artefacto.

Kazbek arranca con la petición que un pintor llamado Peer le hace al escritor Kazbek: que escriba libremente en torno a dieciséis dibujos de insectos realizados por Peer. Kazbek es ecuatoriano y vive en Europa. Peer es europeo que vive hace varios años en Ecuador. Ambos parecieran haber escapado de sus tierras de origen para vivir en un lugar que no les pertenece, pero que a través de sus respectivos oficios hacen propios. El señor Peer se ha enamorado de los volcanes ecuatorianos. Ha permutado la eterna tristeza del viejo continente por lo imprevisible de la geografía latinoamericana. Viene de la cuna del arte contemporáneo, para refugiarse en el calor y bajo esa silente amenaza representada en los mencionados volcanes. El señor Peer antes no era el señor Peer. Su bautismo lo realizó el mismísimo Picasso con una dedicatoria donde, sin razón aparente, mutiló una letra del nombre del señor Peer para que quedara así, casi como en una predestinación a lo que le ocurriría a futuro: un artista que traza líneas y pinceladas sobre el papel marcado por la palabra escrita. A Kazbek le ocurre lo contrario. Ha nacido en la fulgurante e imprevisible tierra de los volcanes, pero ha decidido emigrar a Europa para escribir. Frente al gran retrato y múltiples tonos y colores de Latinoamérica, Kazbek prefiere el gran relato europeo. Pero como en todo gran constructo artístico, algo falla y ambos ven interrumpidos sus trayectos. Eso que falla es una carpeta de cuero de camello que contiene los dieciséis dibujos de bichos, trazados por el señor Peer, que Kazbek deberá reelaborar a través de la literatura.

Ante todo me gusta que en la historia que nos presenta Valencia, el escritor Kazbek está empeñado hace años en la escritura de una gran novela inspirada en un conocido del personaje. Kazbek alguna vez trabajó en una agencia publicitaria, donde tuvo por jefe a Dacal. En aquellos lejanos tiempos, el protagonistay sus compañeros de trabajo, inspirados por las fuertes características personales de Dacal, comienzan a escribir una serie de relatos en torno a su figura. Los textos abordan al personaje desde distintas aristas, desde diversos puntos de vista, indagando cada vez más en los tonos y obsesiones de este jefe. Lo que parte como una humorada poco a poco empieza a transformarse en un relato coral, en una exploración literaria, que sin duda se escapa de las manos de sus creadores. Porque, evidentemente, no todos los involucrados continuaron escribiendo, no solo sobre Dacal, sino escribiendo sobre cualquier cosa.. Después, nos cuenta el narrador de la novela, los distintos autores que participaron de ese cadáver exquisito involuntario se dispersaron por el mundo y perdieron total contacto entre sí. El único que no se perdió y que siguió escribiendo, ahora fuera de la industria publicitaria, fue Kazbek. Sin embargo, el escritor nunca ha podido desprenderse de esa primera narración sobre Dacal, de quien se sabe únicamente que reside en Lima. Desde esa débil certeza, Kazbek

continúa trayendo a su antiguo jefe a la memoria, difuminándose en su mente el ser humano para dar paso al personaje. El viejo mentor publicitario se convierte entonces en una obsesión, y en el objeto de la que, piensa Kazbek, será su gran novela. Pero como toda obra mayor, las variables involucradas son difíciles de asir, y la novela comienza a escapársele a Kazbek. El narrador nos dice en un momento: «Como si se resistiera a las redes causales de la novela, el personaje ha elegido un lugar esquivo para que lo dejen en paz. En el desierto no puede ser narrado, piensa Kazbek. Y algo más interesante todavía: no quiere ser narrado. Solo quiere decir sus propias palabras.  Él, Dacal, es el narrador, el que construye su propia secuencia de palabras. Quizá ese espíritu gregario del grupo de amigos, que tomaba la forma de un narrador plural, podía atrapar a Dacal en los tramos breves de un cuento. Lo que hacían era citar lo que él decía. Sin embargo, Kazbek sospecha que puede haber otra fórmula. Piensa: solo un hombre puede seguir a otro hombre y volver con el mensaje. » Kazbek sospecha que puede haber otra fórmula. La fórmula que ha utilizado hasta el momento, por las pistas que nos da el narrador, comprendemos que es la anécdota: el simple espectáculo de Dacal en sociedad, con sus peculiaridades y aventuras. Pero lo que Kazbek quiere hacer ahora es otra cosa. Es un desafío mayor. Es trascender la superficie de Dacal y reconstruirlo desde otra parte. Transformarlo en material literario. Esculpir con la prosa la materia prima que le ha brindado su antiguo jefe para moldear la materia literaria. Pero no puede. Sus intentos fracasan una y otra vez, hasta que llega la carpeta de cuero de camello con dieciséis dibujos del señor Peer, y la petición de indagar con las palabras en los trazos de esas dieciséis láminas que más tarde Kazbek pondrá en los muros de su estudio. Porque, curiosamente, el propósito de indagar en la existencia de esos extraños bichos es más relevante que dedicar energía y tiempo a Dacal y su complejidad que aún no puede ser siquiera avistada. Kazbek, nuestro propio señor K., elige a dieciséis escarabajos en lugar  de a un ser humano. Como Kafka con Gregorio Samsa.

Hay un momento determinante en Kazbek, y que funciona como una metáfora no solo de lo que el personaje atraviesa, sino de toda la idea que desarrolla la novela. El escritor está agobiado con la imposibilidad de la gran narración inspirada en Dacal. A la vez, la carpeta de cuero de camello está cerca, ejerciendo una atracción poderosa, casi acechándolo,como si ese objeto inerte fuera una jaula donde residen los insectos, esperando las palabras de Kazbek. El escritor decide deshacerse de todas las grandes novelas que componen su biblioteca, y quedarse únicamente con las –según la definición acuñada por el señor Peer– que clasifican como Libro de Pequeño Formato. Las obras fundacionales, las grandes novelas ríos, salen disparadas por la ventana y Kazbek conserva solo libros breves. Entre los muchos títulos que menciona el narrador, aparecen libros que escapan a delimitaciones usuales de género. La biblioteca reformada de Kazbek se compone de libros híbridos, por objetos literarios donde sus autores han elegido la libertad y la búsqueda por sobre las reglas. Me reservo los títulos de esos libros por dos motivos: Para que ustedes mismos hagan el ejercicio de construir esa biblioteca iconoclasta. Y para que los que aún no han leído este libro corroboren o corrijan sus aciertos y fallos.

Pero estaba hablando del gesto de Kazbek de lanzar los libros enormes por la ventana para conservar los otros. Es un gesto que funciona como un renacimiento. Es lo que le permite al personaje abandonar de una vez por todas ese elefante llamado Dacal y entregarse a los insectos que el señor Peer le ha entregado como una posta.

Kazbek, el libro del que he querido hablar hoy, no es la posta entre los trazos del señor Peer y lo que consigue finalmente Kazbek. Esta novela es precisamente el estadio intermedio entre la posta en la mano del señor Peer y la posta en la mano de Kazbek. La obra que ha escrito Valencia se acerca al misterioso diálogo entre el arte plástico y la literatura porque consigue retratar el momento en el cual la posta está en ambas manos, en plena carrera.

 

Duda y certeza. Hacia una antropología de a novela.

Leonardo Valencia

En el último libro que publicó en vida Ernst Cassirer, An Essay of Man, luego de una revisión del carácter y la estructura específicas de las variadas formas simbólicas del mito, el lenguaje, el arte, la historia y la ciencia, el filósofo judío alemán concluyó en la imposibilidad de encontrar un «foco común», un «todo orgánico» que en principio debería alcanzarse bajo las formas simbólicas y como resultado de un análisis filosófico. A pesar de esa imposibilidad, o precisamente gracias a ella, Cassirer afirma: «Here we are under no obligation to prove the substantial unity of man». Y añade que lo que caracteriza al hombre es la policromía y polifonía de la naturaleza humana. An Essay of Man, traducido al español como Antropología filosófica, es un libro feliz y abierto sobre la naturaleza creativa del ser humano. Quien lo lea, pensará de él que es un barrio sereno en el mejor de los mundos.

No es así. Cassirer escribió este libro en un momento dramático de su vida, en su exilio norteamericano como profesor en la Universidad de Columbia, exilio que arrastraba desde 1932, por ciudades como Oxford y Gotenburg. Este libro no lo escribió en alemán –idioma en el que escribió casi toda su obra, entre ellas Filosofía de las formas simbólicas– sino en inglés, y lo publicó en 1944, a un año de su muerte: Cassirer murió en abril de 1945, diecisiete días antes del suicidio de Hitler. A pesar de ser escrito en otra  lengua, en otro país, en medio del exilio y de la Segunda Guerra Mundial, vinculado por su origen al sufrimiento de la comunidad judía,

Antropología filosófica es, como dije, un libro feliz. Pudo haber sido un libro de las tinieblas y un jeroglífico en jerga filosófica, oscuro, melancólico e indescifrable. No es nada de eso. ¿Debía Cassirer dramatizar o poner en clave negativa su visión sobre el hombre? Ese mismo año de 1944, Adorno y Horkheimer terminaron de escribir Dialéctica de la ilustración, el verdadero libro oscuro y negativo, donde no faltan las funestas conclusiones respecto a la barbarie y el deterioro en la instrumentalización de la cultura.

En la conclusión de Cassirer sobre la falta de unidad sustancial del ser humano hay un sesgo político-histórico. Sobre todo frente a la idea o falacia de unidad sustancial que sí quiso construir el fascismo respecto a un hombre superior, a un hombre reducido a una única medida de valor que excluía la diversidad. Era necesario que Cassirer defendiera esa policromía y polifonía humanas. Desde su perspectiva, estaba luchando frente al discurso único. En resumen, anteponía la duda a la certeza. O más bien, señalaba que hay muchas certezas que deben convivir en la irresuelta unidad del hombre. Dudar de que haya un solo atributo era el mejor camino para permitir la convivencia, la integración y no la destrucción mutua por una certeza o la búsqueda de su imposición.

¿Qué papel cumple la novela en este escenario del pensamiento filosófico? ¿Hay alguna certidumbre en ella y sobre ella? Considerada como entretenimiento, la novela no tiene, en apariencia, ningún otro papel que una distracción sin retorno, un papel eficaz, inmediato y de consumo rápido. La distracción no es negativa, como no lo es el gozo estético que Hans Robert Jauss defendía frente a la estética negativa de Adorno, incluyendo a este último entre los grandes puritanos de la filosofía del arte, desde Platón a san Agustín y Rousseau, para quienes la experiencia artística, como decía Jauss, «es sospechosa y peligrosa, y por eso han minimizado o recortado sus pretensiones éticas y gnoseológicas». En el inicio admonitorio del prólogo a Julia o la Nueva Eloísa, en sus primeras líneas, Rousseau dice que «las grandes ciudades necesitan espectáculos y los pueblos corrompidos, novela»

Es larga la tradición, y no solo en los puritanos señalados, del rechazo a la novela. Considerada  como posible forma de conocimiento, la novela queda inválida por la dificultad para instrumentalizarla, está desautorizada por su falta de racionalidad, su persistente apuesta por lo incierto, su alcance lento en la sociedad y su descalabro estético cuando se la usa como retrato, testimonio o praxis. Porque, ¿cómo opera una novela directamente en la sociedad?

Dostoievski esboza una respuesta al final de Los demonios, donde incluye una alusión sobre la novela en las palabras de Verhovenski, incitador del asesinato de uno de los miembros de la célula revolucionaria liderada por Stavroguin. Mientras Stavroguin es un espíritu contradictorio, lleno de dudas, Verhovenski es la certeza absoluta. Este último introduce, en una de las reuniones políticas, una metáfora sobre la lentitud en la novela, diciendo: «Todo eso no son sino novelas, y de esas se puede escribir cien mil. Un pasatiempo estético. Comprendo que, aburridos como están ustedes en un pueblucho como este, devoren cualquier papel que lleve algo escrito (…) Yo les pregunto qué prefieren: la vía lenta, que consiste en escribir novelas sociales y diseñar sobre el papel los destinos de la humanidad dentro de mil años (…) o bien la vía rápida, cualquiera que sea, pero que al fin les dejará las manos libres y dará a la humanidad ancho espacio para organizarse socialmente, y no en teoría, sino en la acción (…) Declare qué prefiere: ¿paso de caracol en el pantano o cruzar el pantano a velas desplegadas?»

La novela, en sus palabras, es diversión e ineficacia. Quiero creer que los novelistas responderán a la pregunta de Verhovenski con la única respuesta posible que los ratificará como novelistas. No elegirán cruzar el pantano a velas desplegadas sino con el paso de caracol de la novela. Es decir, la vía lenta. Esa lentitud de la novela en injerir la realidad hace que la veamos como un caracol inmóvil, pero avanza. Cuando vemos un caracol, no vemos su recorrido, ni su origen ni su destino. Si se lo agarra es porque parece estar quieto y es nuestro acto el que parece veloz y decisivo. Pero esta verdad de un lector rápido no es la del lento caracol.

En cuanto a la lentitud, quisiera resaltar la relación del novelista con la cercanía de un acontecimiento histórico. Solo bastaría tener presente la distancia que medió entre tres grandes novelas del siglo XIX en las que aparece la batalla de Waterloo, ocurrida en 1815. La  cartuja de Parma, la primera de ellas, se publicó en 1839, a veinticuatro años del suceso. Los miserables de Victor Hugo, en 1862, cuarenta y siete años después. Finalmente, La guerra y la paz fue publicado en 1869, es decir, con una distancia de cincuenta y cuatro años del hecho. Esto quiere decir paso de caracol en el pantano, quiere decir que el presente es invisible y que son los acontecimientos, como decía Michel de Certeau, lo que no se comprende. Es más bien necesario acercarse a estas novelas para comprender un poco mejor lo que fue la realidad de esa batalla y, probablemente, de todas las batallas.

De manera que las novelas, además de lentas, son inciertas o ambiguas. Cuando tienen incertidumbres, los personajes viven. Con certezas, mueren. En 2666, cuando la hermana de Hans Reiter le dice que él firma con seudónimo para proteger su seguridad pues sospecha que será famoso, Reiter enfatiza la duda hasta cuatro veces. Dice: «Tal vez todo esto significa otra cosa. Tal vez, tal vez, tal vez». Así se salva Reiter. Mientras que al final de Estrella distante, Romero le pregunta al narrador si el hombre que ha visto es Carlos Wieder: « ¿Es él?, preguntó Romero. Sí, le dije. ¿Sin ninguna duda? Sin ninguna duda». A continuación, Romero sube al departamento de Wieder y lo mata. Los cuentos de Bolaño tienen muchas certezas. Sus novelas, no. Quizá por esto me gustan sus novelas, especialmente las más ambiciosas, donde nada es una certeza. Basta recordar lo que ocurre con el joven poeta García Madero, de quien tenemos la aparente certidumbre de un documento como su diario, pero que se desvanece en las decenas de monólogos de la segunda parte de la novela, y ya no sabremos nada de él. De manera que al llegar a la tercera parte, al volver al diario de García Madero, el documento se volatiliza en nuestra lectura y ya no prueba nada. Estamos leyendo a un fantasma anticipado.

Las grandes novelas son inciertas siempre, y lo declaran. Por ejemplo, en el diálogo en el Tercer libro de Pantagruel, cuando Panurgo le pregunta a Trouillogan si debe casarse o no, y Trouillogan le dice que haga «las dos cosas a un tiempo». Cuando Panurgo se lo vuelve a preguntar, el otro responde: «ni lo uno ni lo otro». Y siguen así conversando hasta que Panurgo, desesperado por no entender lo que quiere revelarle Trouillogan, le dice que se va a poner los lentes en la oreja izquierda para tratar de oírlo mejor.

En la novela hay incertidumbre por todas partes. Recuerden el doble final de El astillero de Juan Carlos Onetti, donde en una versión Larsen muere pero en la otra se salva. En el Doctor Faustus, cuando el narrador no sabe si el músico que ha pactado con el diablo muere porque debe cumplir su pacto o por haber contraído una enfermedad venérea, como incierto también es el recurso de Thomas Mann para la escena en que Leverkühn pacta con el diablo, para lo que decide retirarle la palabra a su narrador y sugerir que la escena la describe un documento en alemán antiguo escrito por el mismo Leverkühn, lo que puede ser un delirio o un testimonio.

Son muchas las ambigüedades de la novela, en la que nada es lo que parece, y eso fascina tanto como asusta a los puritanos del arte. La novela, la gran novela, siempre es hereje y heterodoxa. Sin embargo, aunque no tengo el tiempo para ampliar esta acotación, sí quisiera mencionar la propuesta de Lennard Davies en Resistirse a la novela. A diferencia de lo que he dicho, Davies plantea que la novela no es tan hereje como suponemos, sino más bien, si es tolerada en nuestra cultura es porque es un gigantesco mecanismo de defensa. Mientras Bajtín destaca la inclusión de lo carnavalesco como ruptura de las reglas del orden social en la novela de Rabelais, Davies dice exactamente lo contrario. Quien lee novelas no hace lo que dicen las novelas, y si lo hace tenemos a Don Quijote, que sufre las consecuencias de esa confusión de planos. Creo que aquí hay una veta para explorar, pero en cualquier caso es también un saber incierto, porque los lectores del Werther de Goethe se suicidaron y un lector de El guardián en el centeno mató a John Lennon. A las psicopatías siempre se les encuentra culpables, y la novela ha hecho de chivo expiatorio desde su nacimiento.

Frente a este escenario, ¿por qué hablar de una antropología de la novela? No es mi propósito acercarme o utilizar los métodos de la etnología literaria, como tampoco pretendo recurrir a la novela como a un documento de apoyo en una estadística sociológica. Mi perspectiva se origina en la práctica del género, en la escritura de novelas que me han planteado problemas de identidad, de movilidad, de vínculo con otros géneros como el arte y la pintura, con otros discursos como la historia, y hasta con la tecnología digital. A esto añado mi experiencia en la pedagogía de la escritura creativa a lo largo de diez  años, que me ha permitido ver también cómo escriben novela los demás y qué ocurre en su aprendizaje o desaprendizaje de vicios y tópicos.

Mi acercamiento a una visión antropológica de la novela trata de entender cómo funciona esta comunidad de la novela, de qué manera circulan sus saberes y técnicas, qué ocurre entre sus autores, sus lectores y la mediación de actores como la crítica y el medio editorial y, por encima de todo, cómo opera la individualidad de un escritor y sus distintas formas de conocimiento e inspiración, de qué modo su imaginario, con toda su mezcla dinámica de racionalidad y de irracionalidad, opera en un artefacto que necesita de ambas cogniciones. En resumen, acercarme a la manera en la que la novela es un artefacto cognitivo para quien la escribe y para quien la lee.

Uno debería preguntarse siempre cómo nace una novela, cómo se lleva a cabo y cómo se lee. Conrad observaba que la primera virtud del novelista debería ser la comprensión exacta de los límites que impone la realidad de la propia época sobre las posibilidades de la invención.

La novela, esencialmente, además de ser el género sin reglas, es el género indefinible. Terry Eagleton, en su libro La novela inglesa, intenta definirla recurriendo a más de veinticinco variantes o tratativas sin llegar a concluir nada, y Roberto Bolaño, al referirse a La orquesta de cristal de Lihn, dice que sigue viva y que no se atreve a llamarla novela «aun pese a saber que si hay que llamarla de alguna manera es la palabra novela la que más se acerca a ese libro misterioso».

En la crisis de la novela lo mejor sería recuperar su condición fundamental de indefinible. Y si lo es, se debe a la multiplicidad de posibilidades que puede incluir en sí misma, a la inclusión de dudas y certezas no excluyentes sino complementarias. No se la puede reducir, como al hombre mismo, a una unidad sustancial que olvide su polifonía o policromía, por recurrir a la conclusión de Cassirer. Pero una polifonía y policromías que, volvamos al símil, se abra como abanico pero se mantenga unido.

Entre los atributos de la novela quiero destacar su posibilidad de viaje. Es un género viajero en el más amplio abanico de la palabra. Es traducible, es trasnacional, es transhistórica. Es traducible porque una de sus grandes virtudes como género es su versatilidad para ser traducida a otras  lenguas sin tanta pérdida como ocurre con la poesía. Es trasnacional: se puede leer lejos de su origen y sin que este importe mayormente. Es transhistórica: se puede leer en épocas distintas y mantiene su fuerza. Los últimos grandes estudios de Thomas Pavel sobre la novela han destacado esta condición legible pese a los cambios del ser humano a lo largo de los siglos, o quizá más bien a lo que permanece en este y hace legibles las novelas, o lo que ellas conservan.

Pero hay un tercer punto que es el problemático. Solo que es un problema que la salva y, al mismo tiempo, la ata a su soporte como libro. Preciso: la ata a su condición analógica y lineal. Aunque los relatos y las tramas admiten la posibilidad de viajar de un soporte a otro, de un idioma a otro, de un tipo de arte a otro, conviene señalar que ese viaje no siempre es posible en la novela, y que cuando no es posible es cuando saltan las alertas de su condición esencial.

Vemos toda la fuerza de la novela cuando nos encontramos con la imposibilidad de volverla transferible a otros soportes o medios narrativos. Lo transmedia tiene serios conflictos con el núcleo de la novela. Porque una novela no es solo la historia que cuenta. No digo que no se hayan hecho conversiones de novelas, pero mientras más grande es la novela la pérdida es mucho mayor y se deben tolerar las pérdidas en la comparación. Y en algunos casos ciertas obras o incluso ciertos autores se resisten a esa conversión. Que García Márquez no permitiera en vida el traslado al cine de Cien años de soledad es todo un acto de declaración de intenciones. Que Kafka se resistiera a poner la imagen de un escarabajo en la primera edición de La metamorfosis también lo es: lo que hay es un hombre acongojado delante de una puerta entreabierta y oscura. Que un autor contemporáneo como Kazuo Ishiguro, luego del

éxito cinematográfico sobre su novela Los restos del día, declarase que su novela Los inconsolables no podría llevarse al cine y que, en efecto, no se haya llevado ni puede hacerse a riesgo de perder su tempo lento y sus digresiones y su ruptura con la lógica de lo real, es también una declaración de intenciones. Que Coetzee, en Diario de un mal año, quiebre la lectura en vertical de la página y la fragmente en tres niveles horizontales que necesariamente deben ser leídos porque interactúan entre sí. Todo esto, una serie de resistencias que obligan a la novela a mantenerse como libro, que convierten en onerosa y destructiva su transacción, es una forma de resistencia que impide su reproductibilidad técnica de última generación, en el sentido que señalaba Walter Benjamin. Es una defensa del aura de la novela. Son novelas no rentables para el mercado, novelas que se resisten a perder su aura intransferible.

Gracias a la industria cultural, y específicamente a la industria editorial, la novela como noción de entretenimiento ha alcanzado cotas altas. No solo por las novelas en sí mismas, sino por el señalamiento «novelesco» de libros que no lo son. Al decir de un libro de crónicas que «se lee como una novela», o de un libro de historia que es «tan ameno como una novela», entramos en el uso de la novela como adjetivo, lo novelesco. El crítico italiano Alfonso Berardinelli hace del título de uno de sus libros un verdadero diktat crítico: «Non incoraggiate il romanzo».

¿Se puede decir esto y al mismo tiempo señalar que la novela vive tiempos críticos? A mi modo de ver no es incompatible: que la palabra novela se remita a su única condición de entretenimiento, de entramado ágil y seductor, significa que se ha producido una reducción de estructura. Porque no es lo mismo lo novelesco que lo novelístico. Bioy Casares dijo en alguna ocasión que lo novelesco pierde a los escritores, preocupados por hacer grandes e impactantes tramas cuando lo mejor de sus novelas podría estar cifrado en sus reflexiones.

Es a lo novelístico a lo que quiero acercarme.

La especialización de la novela como entretenimiento es una resta de su espesor cognoscitivo. No implica, por supuesto, dejar a un lado las virtudes de una línea del relato, una historia que se cuenta; no significa que el recurso del folletín, uno de sus atributos esenciales que el siglo XIX entronizó, sea algo menospreciable. Una reflexión antropológica acerca de la novela no hace distinciones incompatibles entre sus distintos tipos, clasificándolas en gamas altas o bajas, sino que busca entender los niveles que la conforman. Por lo tanto la novela no deja de tener nunca el recurso de lo novelesco pero no debería perder tampoco la posibilidad de recurrir a lo novelístico, a un pensamiento novelístico.

Allí es donde conviene mirar para superar la crisis de la novela: mirar eso que no se puede transferir. Es allí donde la novela se arriesga y se salva. ¿Y qué es lo que no se puede transferir? Primero, su textura verbal de larga duración. Segundo, su forma compositiva, la interacción de sus partes orquestadas. Tercero, la posibilidad de rehuir la correspondencia de identidad mimética entre la nacionalidad del autor y el escenario de su novela. Y cuarto, la apuesta por las dudas frente a la certeza.

Creo que este aspecto de la nacionalidad tiene una importancia epistemológica decisiva. Recordemos que en una de las últimas entrevistas a Roberto Bolaño le preguntaron de dónde era: si chileno, mexicano o español. Por provocar pero también por esa ternura de los padres que quieren a todos sus hijos por igual, respondió: soy latinoamericano. Respuesta que dice mucho como puede no decir nada, todavía más cuando el concepto latinoamericano en un contexto literario ha sufrido un descrédito o un abandono notables. ¿Cómo se recibe una novela de un autor latinoamericano? ¿Desde qué certezas se las lee y qué dudas se aplican a ellas? ¿Es un concepto que abre las posibilidades de su recepción o que la cierra y restringe? Decir, como lo hace Bolaño, que no lean en su obra un país sino que lean un continente, es como descentrar las casillas del mapa restrictivo que sigue instrumentalizando la novela. La expectativa de que un novelista o su novela sean leídos como el mensajero o el representante de su país en el extranjero es parte del reduccionismo que vengo acotando. Así las novelas pasar a ser meros informes puestos al día. Y es más lamentable cuando los editores, los críticos y, todavía peor, los mismos escritores quieren cumplir ese papel o se someten a él. Así es como se pierde la novela.

En estos casos se quiere que las novelas cumplan el propósito del entretenimiento y también el aporte de la información y el rendimiento a la mimesis. El problema es que las novelas terminan achatándose en tramas y lenguajes, y su pretensión pedagógica les hace correr el riesgo de perder su esencial ambigüedad. En América Latina las novelas por país son las que conformaron todas las escrituras del retrato directo de lo latinoamericano, desde las novelas realistas de Icaza y Alegría hasta las de Isabel Allende o Luis Sepúlveda. De manera que exceso de entretenimiento y exceso de correspondencia con lo real han significado movimientos en la novela que le han dado continuidad, pero también han hecho bascular su consistencia como género.

Tendríamos luego esa otra vertiente que sería la de la novela de escritura, y que está representada  de manera ejemplar en el discurso del escritor argentino Héctor Libertella en su defensa de la «nueva escritura en Latinoamérica», donde tiene el propósito de sabotear también los dos puntos anteriores cifrado en lo que él llama un proyecto cavernario. Una escritura en la piedra dispuesta a la oscuridad, dispuesta a la no-legibilidad, o mejor dicho, a un altísimo grado de lectura. Este sabotaje perfecto es realmente admirable pero me preocupa en el sentido de que termine siendo esa radical apuesta por el fervor que termina consumiendo, como las células anarquistas y revolucionarias, a sus propios integrantes. Libertella señalaba a seis autores: Reinaldo Arenas, Severo Sarduy, Manuel Puig, Oswaldo Lamborghini, Néstor Sánchez y Enrique Lihn con su novela La orquesta de cristal. Libertella tuvo la elegancia de no mencionar ninguno de sus propios libros, y lo hace siendo precisamente él uno de los que estaba llevando al extremo la propuesta en libros que son inhallables hoy en día, o si son hallables, pasa lo que me ocurrió con una novela suya, Memorias de un semidiós, que encontré, como casi todas las suyas, en librerías de segunda mano, y que tenía una dedicatoria de puño y letra del autor a un conocido editor de Barcelona en la que le decía que a ver si esa novela le interesaba para publicarla en España y hacerla traducir a todas las lenguas de Europa. A la fecha, Libertella sigue sin ninguna edición en España.

Alguna lectura suspicaz podría decir que, respecto a la textura del lenguaje, Bolaño escribía con extrema llaneza en 2666, a pesar de esa cordillera de tonos y relieves y modulaciones que es Los detectives salvajes. Y sí, lamento a veces que haya optado por esa radical llaneza, por esa prosa de deslizamiento rápido, sin rugosidades, sin salientes, pero luego caigo en la cuenta de que hay que ir con cuidado, porque si bien en ese estilo último todo se desliza muy rápido, hay que percatarse de que Bolaño ha inclinado el plano, que todo se desliza en pendiente y cuando nos damos cuenta ya no hay vuelta atrás y no tenemos nada de qué agarrarnos y caemos por una resbaladera al abismo.

De manera que hemos observado tres lados de la escritura y uso de la novela: entretenimiento, mímesis con la realidad, escritura radical. Todas cumplidas y, sin embargo, en muy pocos casos se cumple ese repunte que integre los tres lados y dé volumen y dimensión a la novela. O mejor  dicho, las que han repuntado –y esto no necesariamente significa que la medición de su repunte se dé por éxitos de ventas o grandes premios– lo han hecho porque han planteado un grado de complejidad que no descuida una integración de esos atributos. Y es este elemento, el de la integración, o mejor dicho, el de la multiplicidad, siguiendo uno de los puntos señalados por Italo Calvino en sus Seis apuntes para el próximo milenio, y que siguen marcando los conceptos claves en la transición milenaria de la literatura. Calvino hablaba de varios atributos: levedad, visibilidad, rapidez, exactitud, multiplicidad y consistencia, la última que no llegó a escribir y de la que no sabemos a dónde se dirigía. Pero de los primeros cinco creo que todos pueden ser cumplidos por géneros y soportes distintos de la novela. No así el quinto atributo: multiplicidad.

Este es el eje central de la novela. La multiplicidad. Es aquí donde se cumple la polifonía y policromía de la novela en cuanto libro. Mi aproximación a una antropología de la novela gira en torno a este atributo como rasgo decisivo. La crisis de la novela, en la que siempre vive, hace que se replanteen sus fundamentos y su alcance, su constitución, para saber dónde está el mal, y en ese mal estará vinculado su remedio, como decía Jean Starobinski. Quizá su mal mayor es haber optado por el reduccionismo clasificatorio, por ese etiquetaje que, al supuestamente mostrar la riqueza de la variedad ha conducido a la debilidad de la dispersión. Los subgéneros son más una señal de debilidad que de vigor, es una respuesta clasificatoria para una comercialización que la disminuye. Y parecería que los novelistas han optado por ella por ceder el terreno a la clasificación fácil, que permita un reconocimiento inmediato en lugar del miedo a un reconocimiento tardío, por no saber decir que no a sus editores o a sus agentes o a sus propias expectativas de premios. Comprendo que haya un placer en el reconocimiento de líneas específicas de trabajo, y hasta existe la convicción de que solo en una literatura fuerte se pueden desarrollar subgéneros, como ocurre con el subgénero negro o romántico. Yo no estoy de acuerdo: esas subdivisiones instrumentalizan la novela y la dispersan. La instrumentalizan porque la convierten en un canal de tramas y anécdotas especializadas, y en este sentido es donde, más allá de cierta especificidad cognitiva propia del nivel básico de la escritura, se la ha reconvertido al cine, a la televisión, a las series o a la crónica periodística. La novela es, así, como un hombre o una mujer que han perdido su personalidad y se convierten en cuerpos compartidos en una orgía de relatos, donde la repetición vuelve uniforme todos los cuerpos y movimientos. Así estaríamos hablando de una pornografía narrativa o novelesca, no de una erótica novelística.

Qué hace el novelista. Hace probablemente lo que hace el caracol del que se burlaba el terrorista Verhovenksy: avanza despacio, avanza al margen, avanza quizá en silencio, avanza contra la muerte. Esa presencia decisiva de la muerte, a la que ya no hay complacencia posible, ha sido señalada como fundamento de las grandes novelas de Roberto Bolaño. Es posible. Porque es cierto que el duende sale frente a la posibilidad de la muerte y no frente a la posibilidad del mercado. Resistirlo significa perder todas las prerrogativas del éxito y del reconocimiento, pero a veces, y sobre todo en los tiempos que corren, es una manera vigorosa, a un precio muy alto, para construir novelas con toda su fuerza. Hay que renunciar al mundo que la instrumentaliza, a un mundo que le resta polifonía y policromía, un mundo donde una novela que cambia de narradores o cambia de registros es vista como un entorpecimiento a la legibilidad, cuando es precisamente su fuerza. Juan Emar, como el lento caracol de Verhovensky, escribió en algún momento: «Mi escondite consistía en no publicar, no, no publicar jamás hasta que otros, que yo no conociera, me publicaran sentados en las gradas de mi sepultura». Emar pudo vivir muchos años, Bolaño no. Y aunque no he dedicado estas palabras a un estudio sobre Roberto Bolaño, es cierto, es inevitable, que una parte de su obra ilustra de manera ejemplar la vitalidad de lo múltiple en la gran novela. En 2666, Amalfitano recuerda sus encuentros con un farmacéutico de Barcelona. Dice el narrador:

 Uno de los empleados era un farmacéutico casi adolescente, extremadamente delgado y de grandes gafas, que por las noches, cuando la farmacia estaba de turno, siempre leía un libro. Una noche Amalfitano le preguntó, por decir algo mientras el joven buscaba en las estanterías, qué libros le gustaban y qué libro era aquel que en ese momento estaba leyendo. El farmacéutico le contestó, sin volverse, que le gustaban  los libros del tipo de La metamorfosis, Bartleby, Un corazón simple, Un cuento de Navidad (…) Y luego le dijo que estaba leyendo Desayuno en Tiffanys, de Capote. (…) resultaba revelador el gusto de este joven farmacéutico ilustrado que prefería claramente, sin discusión, la obra menor a la obra mayor. Escogía La metamorfosis en lugar de El proceso, escogía Bartleby en lugar de Moby Dick, escogía Un corazón simple en lugar de Bouvard y Pécuchet, y Un cuento de Navidad en lugar de Historia de dos ciudades o de El Club Pickwick. Qué triste paradoja, pensó Amalfitano. Ya ni los farmacéuticos ilustrados se atreven con las grandes obras, imperfectas, torrenciales, las que abren camino en lo desconocido. Escogen los ejercicios perfectos de los grandes maestros. O lo que es lo mismo: quieren ver a los grandes maestros en sesiones de esgrima de entrenamiento, pero no quieren saber nada de los combates de verdad, en donde los grandes maestros luchan contra aquello, ese aquello que nos atemoriza a todos, ese aquello que acoquina y encacha, y hay sangre y heridas mortales y fetidez.

Aunque nunca fui amigo de Bolaño lo vi un par de veces en Barcelona. Recuerdo una ocasión en especial, en una cena, en la que estaba con Enrique Vila-Matas y un crítico. De pronto, no sé por qué, seguramente por el mismo Bolaño, salió la pregunta de con qué obra de Flaubert nos quedaríamos. El crítico respondió primero y dijo que Madame Bovary. No hubo mucho entusiasmo cuando lo dijo. Vila-Matas y Bolaño, entonces, me miraron como si me tocara mi turno o como si me estuvieran robando la billetera y tuviera que sacarla de inmediato. Respondí que La educación sentimental de Flaubert. La había leído poco tiempo atrás y me había entusiasmado su absoluto sabotaje de lo novelesco. ¿Por qué?, me preguntaron. Dije que porque era una novela donde no pasaba lo que debería pasar y lo que ocurría, cuando ocurría, ocurría demasiado tarde y cuando ya no importaba. No dije, por supuesto, que me fascinaba el sueño imposible de Kafka de leer La educación sentimental de corrido, completa, delante de un auditorio. ¿Y ustedes?, les pregunté. Ya no recuerdo quién respondió primero, si Vila-Matas o Bolaño, pero ambos respondieron con la misma novela: Bouvard y Pécuchet. Y quizá respondieron de la misma manera que los personajes de Flaubert: coincidiendo como dos amigos. No pude decir nada porque no la había leído. Pero al día siguiente fui a ver qué pasaba y entendí. Bouvard y Pécuchet es la suma de lo imposible, es el agotamiento de todos los caminos y todos los saberes, es la novela inacabada e inalcanzable.

Aunque he hablado de duda y certeza, creo que esta Cátedra Abierta dedicada a dar un homenaje a Roberto Bolaño es también, inevitablemente, un homenaje al saber de la novela, a las ambiciosas novelas que, como Bolaño ha demostrado, siguen vivas. Quizá pueda interpretarse que critico a las novelas menores, a las novelas de género. No es así. Ellas, a su manera, siguen nutriendo esa aparición que, de cuando en cuando, sale a la superficie y nos demuestra que la novela es algo más, ese algo inexplicable que demuestra, como advertía Cassirer, que no hay una unidad sustancial en el hombre sino muchos hombres, varias voces, múltiples saberes.