Cuando se decretó la cuarentena total en la Argentina me quedé en blanco, perpleja ante la noticia. No hubo miedo, ni alarmas internas encendiéndose. Nada. Salvo un leve cosquilleo más parecido a la emoción, como el que sentiría una nena a la que por fin eligen para entrar a la cancha cuando lleva años preparándose para jugar a la catástrofe.

La casa parecía más grande. Casi como si esa nueva función de trinchera, de refugio que un presidente acababa de encomendarle en cadena nacional, la volviera más amplia y real. Miré las paredes gruesas pintadas hace demasiado tiempo. Los pisos de madera encerada. Las ventanas de hierro y vidrio esmerilado. Los libros: hileras y más hileras de libros apoyados en estantes y bibliotecas que cubren casi todas las paredes. Los techos, con algunas grietas y pequeñas manchas de humedad de las que algún día voy a tener que ocuparme.

Habría podido ponerme a llorar. Lloro fácil. Pero seguía sin pensar en nada, sin sacar conclusiones, y para llorar hace falta estar poblada por alguna idea, real o imaginaria. Y en ese momento lo único real, además del gato que seguía durmiendo, era mi casa, que con las sombras proyectadas acá y allá de pronto pareció tener brazos y boca y un par de ojos muy cerca del cielorraso que me miraban como haciendo una pregunta.

–Nos quedamos solas –dije en voz alta, o le dije.

* * *

Esta es mi casa desde hace más de diez años. El edificio es peculiar. Tiene unos cien años, y no se levanta en varios pisos encimados sino que está acostado y se interna en la manzana por un largo pasillo con tres patios llenos de plantas robadas y replantadas, que forman pequeños jardines silvestres. Toda la propiedad es de una única dueña, que jamás hace reparaciones ni demasiado mantenimiento, así que esta enorme estructura sobrevive de milagro, como una gran nave abandonada en medio de una ciudad en constante demolición y crecimiento.

Cada departamento parece una casita, con pisos de madera y techos altos. Las paredes son muy gruesas, como se construía antes, y las escaleras son de mármol resbaladizo. Un enorme portón de hierro nos separa de la calle y del ruido de la avenida. Cuando llegué, sólo había siete departamentos ocupados. Por algún motivo que desconozco, con cada nuevo inquilino el muestrario de vecinos se fue volviendo más y más exótico. Hay dos cantantes líricos que dan clases, y por horas los pasillos se llenan de voces haciendo escalas y ejercicios para relajar las gargantas que se parecen demasiado a los gritos de algún animal salvaje. Hay una flautista y una bailadora de flamenco. Hay un guitarrista de un famoso grupo de tango. Un exbailarín de café concert. Un vestuarista. Una que da clases de cerámica. Otra que no sé a qué se dedica exactamente pero que desde hace un par de años convive con un piloto de avión con el que se lleva a las patadas. Una funcionaria del Ministerio de Salud. Un artista plástico con aspecto de fisicoculturista, que cuando pasa por el pasillo rumbo a la calle deja un halo espeso de perfume caro.

De un lado vive uno de los transformistas más conocidos de la escena nocturna porteña. Y eso significa que cualquier día, a cualquier hora, pared de por medio hay ensayos con bailarines y música a todo volumen. La música no es problema, pero no es lo mismo escuchar una canción completa que medio minuto de una misma canción, una y otra vez, porque el grupo está ensayando un paso de la coreografía que no sale bien. Además de la música, y porque el vecino en sus shows hace también fonomímica, pasan tardes enteras en las que escucho los mismos veinte segundos de un diálogo de la película Esperando la carroza  o de La muerte le sienta bien  hasta que él se los aprende a la perfección y hasta que yo misma los repito sin ningún esfuerzo. Del otro lado, en el departamento seis, vive una jubilada que hace la vida de una adolescente pero que me custodia como una madre y convive con una caniche toy y tres gatos a los que a veces me toca cuidar cuando ella viaja a Chiapas o a Venezuela o a Colombia con sus amigas. En el living de su casa está, gigante, el póster emblemático del Che Guevara y ella, en la cocina, a veces escucha las horas enteras de los discursos grabados de Chávez.

Cada uno tiene su banda de sonido, y es así como quedo bajo el fuego cruzado de Tina Turner, Paulina Rubio o Cher versus Viglietti, Quilapayún o Silvio Rodríguez. Y todo esto resuena mientras, en silencio frente a la computadora, intento escribir, corregir los larguísimos artículos de una revista de arquitectura o editar algún manuscrito. No sé cuándo dejé de sufrir por todo ese escándalo y me convertí en mi propia burbuja, pero sucedió. Lo tengo comprobado. Hubo días en los que estaba reunida con amigos, muy enfrascados en alguna charla, o con mis alumnos, discutiendo concentradísimos algún texto, y de pronto advertía que empezaban a distraerse, que revoleaban los ojos o fruncían la boca tentados de risa. Yo no lo había escuchado, porque ya no los escucho, pero había empezado el ensayo del transformista o llegaba el griterío de la cantante lírica o resonaban los insultos de la jubilada respondiendo con indignación a algún periodista de la radio.

Las primeras dos semanas de cuarentena, todos hicimos silencio. La ciudad estaba vacía y casi no llegaban rumores del tránsito. El transformista no puso sus canciones, tampoco ensayó solo. La jubilada bajó la radio, cosa que jamás había hecho antes. Mi burbuja ya no era necesaria, tampoco el esfuerzo para mantenerme aislada. Daba la impresión de que estábamos todos no solo guardados sino a la expectativa, como animalitos perseguidos por un predador que deben esconderse en los matorrales y pasar desapercibidos.

Yo hice lo mismo, y pasé esos días de marzo tranquila y en silencio, atenta solo a las provisiones que había en mi heladera para dosificar al mínimo las salidas, consciente de mis desventajas y de mis enormes privilegios en aquella coyuntura, responsable y culposa, y me dejé contagiar por el optimismo que en esas primeras jornadas circulaba en las noticias, como que la naturaleza estaba ocupando los espacios que habíamos dejado vacíos al recluirnos. Monos copando las calles de Tailandia, carpinchos en los lagos de barrios privados bonaerenses, patos cruzando una de las más anchas avenidas de la ciudad.

Pensar algo triste tristísimo delante de un espejo y espiar la primera lágrima antes de que aparezca es menos un simulacro que una afirmación.

Nunca habíamos visto con tanta claridad que los predadores somos nosotros y que ahora eran ellos los que podían circular sin miedo. La naturaleza hablaba. En mi terraza aparecieron caracoles, pájaros de pecho amarillo y canto chirriante, hormigas, arañas, una lagartija mínima. Mi gato dormía orondo bajo el sol y yo dejaba pasar las horas combatiendo solo a los mosquitos, que a la amenaza del gran virus le sumaban la de contraer dengue.

Y nos quedamos quietos, guardados, esperando. Como fantasmas sin asuntos pendientes deambulando por un limbo que nos habíamos ganado a pulso.

* * *

Quizá fue el silencio, o la soledad tan patente de esas primeras semanas de encierro, o la sensación de que nadie iba hacia ninguna parte, lo que hizo que comenzara a prestar tanta atención a lo que siempre había estado quieto a mi alrededor.

Miré las huellas de los cuadros que cambié de lugar o que reemplacé y pude recordarlos a todos y los motivos de cada cambio. La gran mancha de humedad en la esquina del living (tormenta con granizo, rejilla tapada en la terraza). Manchones negros donde antes había estado el sillón. Muescas de revoque levantado por los golpes cuando las visitas y los alumnos empiezan a relajarse y los movimientos con las sillas se vuelven más bruscos. Rayones del gato cuando intentaba alcanzar la ventana para ver mejor a las palomas que parecían hacerle burla desde el alféizar. Una raya chiquita de lapicera azul disimulada detrás de una mesa que yo sé muy bien por qué hice ahí y para recordarme qué cosa. Agujeritos acá y allá de clavos que puse y saqué hasta que encontré el mejor lugar donde colgar el hermoso espejo que heredé de mi abuela Nika. Unas gotas de vino muy cerca del zócalo, de alguna copa que alguna vez alguien volcó. La huella de unos dedos unos centímetros por arriba del sillón grande. No sé quién pudo haber tenido la mano tan sucia. El rastro negro del humo de las velas que en una época encendía siempre en el mismo lugar para conversar con los que ya no están y saludarlos o pedirles ayuda. Las muesquitas oscuras que dejó una pelota de goma que rebotaba como una desquiciada y que era lo único que entretenía a Mago, cuando fue un cachorro con demasiada energía. Las grietas profundas muy cerca del cielorraso que hablan de los esfuerzos que hace esta estructura por soportar el constante movimiento que provoca el tránsito de la avenida. El tono amarillento de la superficie, de las paredes completas, resultado de años y años planeando pintar esta casa, un plan que nunca se cumple porque la tarea de desarmar tantos metros de rieles y estantes de una biblioteca abarrotada que las cubre casi por completo es demasiado para mí.

Todo el ruido venía de esas superficies y de los recuerdos. Fue una conversación intensa, de humores cambiantes, que a veces me hizo lagrimear un poco y otras fue un alivio, como si el mundo atrofiado de novedades me estuviera dando el regalo de ampliar la memoria y el pasado, para revisitarlo con más tiempo, en especial con una paciencia que no suelo tener con la melancolía.

No fue de un día para el otro, tampoco un proceso que haya terminado. Pero a medida que el volumen de los recuerdos bajó la casa se fue volviendo más amable. Ya no me resultaba un espacio inabarcable y arisco, una especie de museo en el que no se podían mover las piezas por miedo a perder algo. Me fui amigando con ella y con sus muchas ventajas, con la amplitud de sus espacios y la rareza de sus detalles, con sus marcas y cicatrices, con su falta de luz y sus vecinos estrambóticos pero conocidos, a los que podría recurrir si se me llegaba a complicar el partido y necesitaba refuerzos.

Comencé a habitarla realmente. Un día, por ejemplo, sentada a la mesa del living, al levantar la vista me resultó tan triste la nube negra que permanecía inmóvil sobre la estufa encendida que en minutos había prendido todas las luces, sonaba música alegre en los parlantes y yo estaba trepada a un banquito, cargando un balde con agua y lavandina. Después de un par de horas de frotar y enjuagar ese pedazo de pared la nube negra desapareció y mi casa sonreía. Yo también.

En ese momento pensé en algo que todavía no es una conclusión, pero que voy confirmando en el proceso, mientras limpio otras paredes con agua y lavandina, y es que los recuerdos, cuando no tienen una huella precisa, siguen ahí pero pesan menos, o pierden el poder de tomarnos por asalto.

* * *

Lo último que hice antes de este encierro fue viajar a la costa con unas amigas. El fin de semana de carnaval. Fueron días de absoluta felicidad. La música nos acompañó todo el tiempo. Se elegía por capricho, o por temática o con cosignas, o solo para que el baile nunca pare. Se recargaban los vasos de cerveza, o de vino o de gin tonic, y a playlist se iba enriqueciendo con las canciones más hermosas, más bobas, más amadas por cada una de nosotras en un recorrido aleatorio pero con la lógica absoluta de ese tiempo que estábamos compartiendo. Nos reímos mucho.

Esa fue la música que más escuché las primeras semanas. La necesitaba para seguir bailando y para tenerlas cerca, ocupando la casa con su compañía. Y esa fue la música que estaba escuchando cuando, después de mirar por mucho rato una de las paredes de mi cuarto, agarré un marcador negro grueso y empecé a dibujar. Dibujé palmeras, potus, arecas, todas las plantas que están repartidas en macetas y canteros por mi casa y por el edificio. Siluetas grandes de hojas y tallos que fueron creciendo a medida que ganaba confianza y que treparon desde el zócalo hasta más de un metro de altura. Ocupé toda una pared con esos dibujos. No quedaron mal, tampoco demasiado bien. Pero ya estaba embalada y muy pronto mezclando verdes y amarillos y morados para darle color a esa pequeña selva. Fueron varios días de trabajo. Me alejé de la computadora, de los libros, de los compromisos laborales, y pasé horas a centímetros de la pared, con los dedos sucios de pintura y cigarrillos que nunca llegaba a fumar juntándose en el cenicero. Pinté con luz de día y con los veladores apuntando al muro cuando se hacía de noche.

Así como en aquel viaje bailamos y nos emborrachamos y jugamos y nos reímos como criaturas en una fiesta sin adultos a la vista, al dibujar las paredes fui una niña que no tuvo miedo del castigo ni del juicio, porque nadie podría opinar ni corregirme, no había nadie cerca, salvo mi gato, que a veces jugaba a tocar las hojas pintadas. El gato y la casa misma, que con la ausencia de otras personas fue ocupando cada vez más espacio, como si hubiera estado esperando el momento para pronunciarse y volverse un cuerpo muy real, uno habitado por sus propias ideas y temperamento. Sin darme cuenta, estaba iniciando una conversación con la casa, le estaba hablando directamente.

* * *

Como muchos de nosotros hoy, mi abuela Laura pasó años encerrada en su departamento. Evadía las invitaciones y los compromisos y pasaba el tiempo ahí adentro, rodeada por sus cosas y las plantas, a las que había puesto nombre y con las que sospecho que conversaba mucho más que con nosotros, a quienes nos llamaba en una ronda puntual cada quince días.

Quizá porque no había terminado el secundario y su educación sentimental se basaba en las telenovelas, el mundo para ella estaba dividido en dos partes muy claras: el bien y el mal.

Viuda desde los sesenta y cuatro años, tenía un pequeño altar con una foto de mi abuelo, unos claveles de tela y dos velones que nunca vi encendidos. Creo que jamás, ni una sola vez, se le ocurrió que su vida podría cambiar o rearmarse después de aquella pérdida. Las paredes de su casa estaban cubiertas por un empapelado de tonos grises con rayitas oscuras. En todos los años que vivió allí los cuadros fueron siempre los mismos y estuvieron siempre en el mismo lugar. En su habitación había un crucifijo sobre la cama matrimonial y, en cada esquina, un cuadro grande en blanco y negro de cada uno de sus cuatro nietos. En el mío yo tenía menos de un año y dos dientes que se asomaban en una gran sonrisa, un traje de baño floreado y un sombrerito con volados. Es una foto de estudio, y el estricto blanco y negro estaba retocado con un poco de colorete rosado en las mejillas y una pincelada de carmín en los labios.

Alguna vez le pregunté si no se cansaba de ver siempre las mismas imágenes, en las que ya ninguno de nosotros podíamos reconocernos, y su respuesta fue «No, porque así eran lindos». Y punto. Para ella, algunas cosas estaban bien: Dios, los gatos, visitar a un enfermo, los calditos Knorr, las sandías en verano y las mandarinas en invierno, el almidón, el carnaval, el azafrán, los platos descartables, el cartílago de tiburón, el éxito de sus hijos y nietos. Y algunas cosas estaban muy mal: el hollín, la muerte en general, los jeans gastados, los triglicéridos, Natalia Oreiro, que dos de sus nietos hablaran con acento porteño, los cambios, la humedad, el arroz pegado, la carne seca, las uñas sin pintar y el mundo allá afuera.

No sabía casi nada sobre sus vecinos. Su casa era su búnker y ahí su rutina era lenta y amable. Bañarse le tomaba un par de horas. Repasar todos los muebles con una franela y desinfectar la mesada de la cocina antes de prepararse el primer mate también le llevaba un buen rato. Y limpiar con agua y lavandina cada una de las hojas de una lechuga la entretenía media mañana. Si se dedicaba a teñirse el pelo, tenía la tarde completa ocupada. Trasnochaba el día que preparaba las comidas para toda la semana. El tiempo estaba rendido a sus pies. Nada podía apurarla.

De fondo, mientras lavaba a conciencia cada hoja verde, estaba siempre encendida la televisión. Crónica TV, el canal de las noticias sensacionalistas, de las placas rojas con alertas, de un recorte de la realidad que va del amarillismo al ridículo, donde las noticias se anuncian a los gritos y el análisis jamás asoma. Donde la tendencia del día podía ser el atentado a la Embajada de Israel o la aparición de un «hombre gato» que trepaba por los balcones para robar. Muchas veces le dijimos que no mirara ese canal, que era de locos informarse así, que sólo alimentaba miedos irracionales. Pero para ella ningún miedo carecía de razones. Así podía sonar el teléfono y ahí estaba ella, alarmada porque a las chicas las estaban drogando a mansalva en los boliches con «burundanga».

Monos copando las calles de Tailandia, carpinchos en los lagos de barrios privados bonaerenses, patos cruzando una de las más anchas avenidas de la ciudad. Nunca habíamos visto con tanta claridad que los predadores somos nosotros.

El búnker era su departamento y Crónica TV la antena con la que sintonizaba el mundo. Su otra antena era un brujo, don Julio César. De él sacaba el resto de la información que necesitaba, como el futuro de sus seres queridos en todo lo relacionado con el trabajo y la salud. Con el amor no. Eso, me dijo, es privado.

El brujo jamás acertaba. Pronosticó el éxito de un negocio familiar que se fundió antes de abrir las puertas al público. Aseguró que iba a recuperarse muy pronto alguien que murió una semana después. Anunció viajes y mudanzas que jamás se hicieron. Pero ella nunca perdió la confianza en él. Cuando mis días empezaron a parecerse a los de mi abuela, y yo misma repasaba mi casa con una franela y lavaba cada verdura como si estuviera desactivando una bomba, me encontré pensando si no nos habríamos espejado también en ese asunto de las noticias y de las antenas. Sin ponerle el cuerpo a la calle y a los humores delos demás, las verdades con las que pensamos el mundo se vuelven muy poco confiables. Además, con el confinamiento se fue ampliando mi necesidad de conectar con ideas optimistas y más allá de cualquier reflexión. Me fui volviendo más amiga de prender velas y palosanto por acá y por allá. No estaba necesitando verdad, estaba necesitando que alguien, cualquier persona, don Julio César, me dijera «tranquila, todo va a estar bien».

 Quizás mi abuela, todos aquellos años, había necesitado eso mismo.

* * *

 Mi educación, en muchos aspectos, no viene de las telenovelas sino de la literatura fantástica y de las películas de terror. Mi primer amor fue el tiburón blanco de Jaws. Luego vinieron los zombies. La falta de ley de un apocalipsis zombie. Saquear supermercados vacíos para juntar latas y baterías y agua embotellada, requisar casas abandonadas donde la vida se detuvo de golpe y sobre la mesa de la cocina hay rastros de sangre y de un desayuno sin terminar. Me gustaba que muy rápido los personajes viraran el vestuario y terminaran todos con borceguíes, jeans y remeras gris topo o rosa viejo. Que en las ciudades ya desoladas los grandes símbolos de nuestras culturas perdieran todo sentido. Que el dinero valiera menos que una lata de lentejas. Que fuera tan fácil aprender a manejar un hacha, hacer un fuego o romper un cráneo. Me gustaba que nunca importara demasiado explicar cómo había empezado todo y que la palabra «virus» reemplazara cualquier necesidad de dar más detalles. Y me gustaba que la supervivencia estuviera siempre del lado de los que estaban dispuestos a lanzarse a las calles, a una vida nómade y con lo indispensable.

Los zombies siempre me parecieron un monstruo sencillo, con reglas claras, sin pretensiones. No son cazadores que esperan sigilosos acechando a su víctima. Tampoco pueden hacerse pasar por otra cosa ni seducirnos ni apelar a nuestra piedad con gestos o palabras. No son quisquillosos ni sofisticados, la horda no discrimina a sus presas, por lo que nadie está salvo y cualquiera se puede salvar. Son un monstruo al que se puede enfrentar con pura fuerza bruta y sin que la culpa o la moral nos repriman. No hacen falta rituales o amuletos. Con un tiro en la frente o un hachazo en el cráneo suele alcanzar.

Ellos eran mi refugio cuando algo malo me pasaba. Nada más lejano a mis preocupaciones que lo que esas películas me proponían, y estar a salvo de cualquier empatía era mi manera de descansar de lo real, de apagar la cabeza y proyectarme afuera de este mundo y habitar esa fantasía en la que siempre, por supuesto, yo era una de las supervivientes, o mejor, una heroína de machete y borceguíes negros preparada para reaccionar a tiempo y ponerme a salvo. Con herramientas para la resistencia y el rescate de otros, iba a ser fuerte y determinada en un mundo cruel, y esa era la nota en la que podía afinarme antes de acostarme para recuperar el sueño en tiempos de angustia.

Nunca había imaginado que no serían indispensables las linternas o las armas o una camperita camuflada para transitar alguna forma de fin del mundo, y sí una casa donde refugiarme y estrategias para gastar las horas, para empujar el calendario y que los días pasen, que la mañana se arrastre hasta la tarde y que en algún momento ruede hasta la noche para, al fin, apagarse y empezar de nuevo. Que el mayor enemigo, para los que tenemos el enorme privilegio de poder permanecer en nuestras trincheras, sería este tiempo líquido, inagarrable, al que no sé cómo tratar pero al que definitivamente quisiera reventar de un hachazo, aunque sea hasta que alguien haya encontrado la cura. O vivirlo allá afuera, armada hasta los dientes y dando batalla.

Pero la valentía me dura poco, porque en el silencio y la soledad cada vez que suena el timbre pego un salto, como si finalmente hubiera llegado el momento de empezar a correr. No estoy hablando de los saltos que daría una heroína lista para empezar la batalla, sino el de alguien al que le corre un frío por la espalda, como si acabara de ver un fantasma.

* * *

Si hasta ahora había tenido sentido asociar un virus con el fin del mundo y los zombies, como había tenido sentido asociar cualquier peste devastadora, pero algo más glamorosa, con los vampiros, en esta catástrofe el único monstruo posible son los fantasmas.

Los fantasmas y las casas siempre van juntos. Ellos las habitan, las poseen, las embrujan. Son sus dueños y se niegan a abandonarlas o a que alguien más las ocupe. Ahí están atrapados para siempre, en un limbo oscuro y violento. O ahí es donde se divierten con nosotros.

Y en este edificio ya había unos cuantos antes de que empezara el descalabro.

Entre el murmullo constante de la radio un día me encontré a un experto en cuestiones paranormales. Hablaba de las distintas energías de las casas, de los tipos de presencias, ánimas y fantasmas y de las estrategias para convivir con ellos o para intentar expulsarlos. Ganó más todavía mi atención cuando supe que era miembro de la Fundación Warren Legacy, la de Ed y Lorraine Warren, los famosos investigadores de fenómenos paranormales que inspiraron películas como El conjuro, Anabelle  y Terror en Amityville.

Un día de agosto me había topado con una nota que desmentía la noticia de que la muñeca que había dado origen a todas las historias de Anabelle había desaparecido: permanecía sana y a salvo en los recintos de la fundación. Y me pareció una suerte: definitivamente es un año en el que nadie quisiera que semejante criatura ande suelta por ahí. También me pareció una buena noticia saber que aquella fundación tenía una sucursal en la Argentina. Siempre me había preguntado adónde se podría recurrir en el caso de tener que hacer frente a algún fenómeno paranormal.

Recordé a mi vecina Elenita. Una anciana dulce y curiosa que ocupaba el departamento que está junto a la puerta de calle y a la que todos llamábamos «tía», aunque sólo era tía de la dueña de esta enorme propiedad. Se había hecho querer con sus chismes inocentes y con la entrega de correspondencia que guardaba en su departamento y nos entregaba en mano, como si así pudiera saber un poco del contenido de cada correo. Como estaba demasiado vieja y demasiado sola, con un grupo de vecinos nos habíamos organizado para hacerle los mandados y estar más o menos atentos a ella.

Una tarde, después de hacerle los mandados, sonó el teléfono. Ella me tocó el hombro y, mirando hacia el viejo teléfono rojo de línea que estaba a pocos metros, dijo después del segundo timbrazo:

 –Escuchá. Tres veces. Son las seis de la tarde y sonó tres veces justas. ¿Viste?

Había un hermoso reloj de pared en su cocina, uno con un paisaje nevado y unos patinadores pintados en la caja y marcaba las seis en punto.

–Si suena tres veces no atiendo, porque nunca hay nadie, no me responde nadie.

Yo no supe qué decirle, tampoco creía estar entendiendo de qué estábamos hablando.

–Todos los días lo mismo, a las seis de la tarde en punto –me dijo después con una sonrisa–. Si no atiendo se corta a la tercera, y si atiendo no hay nadie. Entonces mejor no atender, ¿verdad?

Mi primer amor fue el tiburón blanco de Jaws. Me gustaban los zombies. La falta de ley de un apocalipsis zombie.

Dije que sí, porque me pareció que lo tenía todo muy bien pensado. Y desde entonces me aseguré de que mis rondas a su casa jamás volvieran a coincidir con ese horario.

El experto en la radio había dicho que con las presencias y apariciones todo es cuestión de energía. Si no te agitan ni te ponen nervioso, son buenas. Elenita no parecía preocupada, no había ni una nota de temor en su voz. Parecía disfrutar de esos llamados y de su parte en el juego, la de esperar a que pasaran los tres timbrazos, aunque tampoco se mantenía indiferente, como si fueran un recordatorio de que sí había alguien pensando en ella, o esperándola, y que no había nada que temer.

Murió pocos meses después. Uno de los vecinos que formaba parte de la rotación para sus cuidados la encontró en el suelo con la cadera rota. Si Elenita dejó un fantasma en su departamento, no lo creo. Era un ser leve y sencillo, de buen humor siempre. Que pasaba demasiado tiempo en la puerta, esperando a que cualquiera de nosotros pasara para robar unos minutos de conversación. Que a pesar de sus huesos chiquitos y sus brazos flacos siguió barriendo los pasillos cada día, aunque apenas podía arrastrar un poco de tierra y algunas hojitas con su escoba. No era alguien aferrada al interior, fabrica sus propias excusas para estar afuera, con el aire en la cara, como le gustaba decir cuando la mandábamos a guardarse en invierno. Y esas no son almas que se aferran.

No fui al funeral. Quise despedirla sin parafernalia, para que ni por un segundo su espíritu se distrajera con nuestra conversación y perdiera el paso rumbo a la salida.

* * *

También en agosto, mientras me enteraba de que la muñeca Anabelle seguía guardada y que la fundación Warren tenía una sucursal en la Argentina, y después de casi cinco meses de confinamiento sin horno, viendo en las redes cómo todos pasaban horas preparando pizzas caseras, panes de masa madre, budines, masas y galletitas, la solución llegó a mi casa cuando yo ya había gastado mi corto recetario de comidas de olla y rebusques con la sartén.

No era la mejor, pero en este edificio desentendido se toma lo que te ofrecen. Tocaron a la puerta y me encontré con dos señores medio cubiertos por sus barbijos, uno a cada lado de una cocina que parecía nueva. La habían acarreado desde el departamento de un vecino al que yo no quería nada y que tampoco me quería demasiado.

Él no era una persona leve y sonriente como mi querida Elenita, sino denso y malhumorado. Desde la ventana lo había escuchado muchas veces discutiendo a los gritos con sus empleados, con su hija, con una madre bastante sorda que le hacía perder la paciencia. Era un hombre de pelo hasta los hombros, muy gordo, que pasaba hasta los días más fríos de invierno en remera y pantalón corto, y que cuando cocinaba nos enterábamos todos, porque usaba mucha cebolla y condimentos de esos de olores ineludibles. Hacía un par de años había muerto.

No me animé a permitir que mis temores supersticiosos me dejaran sin preparar una tarta o un pastel de carne, pero no fue fácil ver aquel artilugio que había estado abandonado en un departamento vacío. Seguramente ese hombre horrible había encontrado la forma de meterse en el horno y esperar a que lo cargaran hasta mi casa. Cuando se fueron limpié todo como poseída. Froté los pisos, los azulejos, cada hornalla y perilla de la cocina, la base y los tornillos de ajuste. Pasé alcohol y busqué el pedazo más grande de palosanto que encontré en casa y lo encendí hasta que ardió y después se volvió una brasa brillante que por un par de horas llenó la cocina y toda mi casa de un humo negro, perfumado y sanador.

Que los primeros días no se me apareciera en sueños me pareció una buena noticia. Y, cuando olvidé una ollita en el fuego con dos huevos duros que terminaron estallando por el aire cuando se consumió el agua, no me dio la cara para atribuírselo a ningún fantasma, porque el confinamiento no sólo me tiene propensa al pensamiento mágico sino que también me está volviendo aun más dispersa y distraída, que no es poco.

* * *

Las presencias se hacen sentir de manera amable en esta casa que ya no tiene un mural de plantas salvajes, porque al fin me animé y pinté todas las paredes de un color celeste muy pálido y luminoso.

Acá murieron dos gatos muy amados. Uno gordo y sabio, que cuando le llegó el día buscó un lugar que jamás ocupaba, lejos del paso y a la sombra, como si así nos estuviera diciendo que eso que estaba por ocurrir era algo excepcional pero que no necesitaba gran teatro. La otra fue una gatita completamente hermosa y tímida, que vivió sus trece años tan cerca de mí que a veces era difícil descubrir dónde empezaba yo y dónde terminaba ella. En su último día, se retiró al mismo lugar que había elegido para morir su gran amigo, se acurrucó con su cola de pelo largo enroscada alrededor del cuerpo y mantuvo los ojos abiertos, fijos en mí, para hacerme saber que hasta ahí había llegado, que la que tenía que dejar de insistir con tratamientos paliativos era yo. Esa misma noche ya no estaba su cuerpo minúsculo haciendo ruiditos contra el piso de madera, y yo lloré como solo se puede llorar cuando una parte de la vida, esa que deja huella en la de los otros, se termina.

Pero los gatos no se vuelven fantasmas. Su existencia ya es lo suficientemente sutil, salvaje y con reglas propias para necesitar extenderla una vez que le sacaron el cuerpo al mundo. Nadie podría escribir la biografía de un gato. Nacen sabiéndolo todo y mueren dejándonos más sabios. No dejan asuntos pendientes, ni necesitan de una venganza, no pierden el rumbo a la hora de cruzar portales porque pasaron su vida entera cruzándolos a gusto: ¿de qué otra forma se puede explicar que desaparezcan por horas en una casa cerrada para aparecer de pronto, con la cola en alto y el desconcierto en los ojos, cuando los recibimos con un «¿dónde te habías metido?».

En estos meses los talleres de escritura virtuales se hicieron muy cuesta arriba a veces. Arrebatados por el desconcierto, el exceso o la falta de trabajo, los problemas y la incertidumbre, escribir no siempre fue fácil para mis alumnos. Me pidieron consignas o disparadores de escritura. Probamos varias y con la mayoría no la pasaron demasiado bien. Hasta que se me ocurrió que escribieran en un máximo de dos páginas la vida entera de alguien conocido, desde el nacimiento a la tumba, con todo y velorio.

Leí sus textos fascinada.

En un contexto tan abrumador, cuando se vieron liberados de la presión de imaginar algo nuevo, pudieron desplegar una escritura afilada, con gracia y verdad, con momentos conmovedores y observaciones agudísimas. Cada uno resolvió la consigna con las múltiples variaciones del estilo propio, pero coincidieron en algo: eligieron a sus abuelos y abuelas. En dos páginas plasmaron la vida entera de esos hombres y mujeres ya ausentes, queridos en algunos casos, distantes y polémicos en otros, fascinantes en un par de oportunidades. Y en cada uno de los textos, donde se relataban desde derroteros impensables en la lucha anarquista hasta la perseverancia de una mujer determinada a cambiar su apellido, quedaba claro que, a la hora de contar una vida, las opciones para editarla son muchas, pero nunca, jamás, ni en la que llegó a festejar su cumpleaños número cien, fueron vidas a las que les hubiera sobrado un solo segundo.

* * *

Mi gato no se pierde ni un minuto de las clases online, y hace gala de todo tipo de recursos para que en algún momento la atención se fije en él, como aprovechar cada vez que dejo mi asiento para ocupar mi lugar mirando fijamente a cámara, pero también sabe cuándo la conversación está demasiado interesante y se mantiene a distancia. Los gatos no son amigos de las frustraciones. Las dos o tres clases que dedicamos a conversar aquellas hermosas biografías mi gato ni siquiera se sentó en la silla junto a la mía. Estaba claro que nada ni nadie podría resultarnos más interesante que seguir recorriendo los detalles y tesoros de esos hombres y mujeres que habían sido retratados de maneras tan vívidas y amorosas: un botiquín de primeros auxilios con material especial para remover balas. Un gran cuaderno con notas de un viaje por África. Un pañuelo bordado. Una lapicera de fuente con el capuchón bañado en oro. Fotos y postales. Anillos y collares y prendedores. Un adorno de porcelana. Unos discos con clases de ruso.

Nuestras casas se llenaron de apariciones fugaces pero contundentes. La melancolía no asomó ni una sola vez. Tampoco la tristeza. Fue una fiesta, un desfile de nuevas celebridades. Fueron días de sentir que mi casa volvía a estar llena de gente, de la energía renovadora que los cuerpos regalan a los espacios.

* * *

Además de miope, soy una llorona de ojo seco. Horas delante de la pantalla y los ojos se me irritan y duelen. Cada pestañeo es como frotar los ojos con arena.

Tengo mis gotas, que a veces me salvan. Pero también tengo un juego, mucho más efectivo, que es el que jugaba cuando era chica: pensar algo triste, tristísimo, y llorar de gusto, sin angustia.

Los espejos ayudan.

Pensar algo triste tristísimo delante de un espejo y espiar la primera lágrima antes de que aparezca es menos un simulacro que una afirmación: sí, esto que estoy pensando es tan triste que me hace llorar aunque no haya ocurrido ni pueda pasar jamás. El alivio es inmediato y mucho más real que el de las lágrimas de gotero. Y la tristeza es puro montaje y desaparece enseguida, incluso como idea, en cuanto hizo su trabajo.

Quizá por eso jugaba a la llorona cuando era chica, para poder visitar los lugares más oscuros por un rato y salir de ahí sin un rasguño, con la inmadurez intacta y el ridículo a salvo. Tan radiante como una nena después de un berrinche épico.

Esa facilidad para llorar me salvó también varias veces de mi lentitud de reacción. Simulo unas lágrimas ante eventos terribles y así gano unas horas para pensar sin que los demás se queden mirándome como si fuera una extraterrestre. Como aquel 20 de marzo ante la noticia del confinamiento que ya lleva más de seis meses, la emoción que siempre gana la carrera es la perplejidad. Las otras van llegando después, a medida que voy logrando habitar las situaciones. Por eso jamás confío en mis primeras impresiones y sería incapaz de escribir sobre las cosas que ocurren mientras están ocurriendo.

Siempre odié la idea de llevar un diario. Soy de las que lo llenaría en los días oscuros, de malas noticias. Cuando la pasé bien jamás me acordé de contar ahí esa alegría. Mis diarios serían un registro de lo peor de mi vida, con el riesgo de que, cuando la memoria deje de ser confiable, se vuelvan el único relato posible de una existencia muchísimo más variada y feliz. Por eso no guardo ninguno. En cambio, ya tengo dos cuadernos completos con notas y comentarios sobre estos meses, la vida diaria en general, referencias a películas y series que vi, noticias y publicaciones de todo tipo, planes para el futuro, listas de pendientes y recordatorios y fragmentos de conversaciones y algunas imágenes que no quisiera olvidar. Una bitácora de viaje por mi casa. Y todo viaje es tan extremo, tan alejado de la normalidad, tan cambiante a medida que pasan los días, como estos meses que nos están tocando vivir. Pero en especial los cuadernos están llenos de preguntas. Algún día, quizá, pueda empezar a sacar conclusiones.