Anteayer, mi padre se quiso otra vez ir para la calle.

Tras intentar razonarlo, sus cuidadores le vedaron el paso. Consiguieron impedirle salir, aunque él, en el lance, se armó de un cuchillo de cocina y tiró cuchilladas a diestra y siniestra hiriéndose, de un tajo no muy profundo que prefiero creer involuntario, la mano.

Dos enfermeros cuidan, en la casa familiar, a mis ancianos padres. La relación de los hechos que recibió mi hermano me llegó por WhatsApp en diferido, complementada con un par de imágenes como prueba de verdad.

Acá, en otro continente, cierro los ojos y consigo visualizar la reyerta, sin duda más por mi deformación profesional de narrador que sólidamente enterado de las particularidades del confuso acontecimiento.

Parece que, una vez desarmado, mi padre se puso a revolver cajones en busca de unas tijeras con miras a preparar el contraataque. Solicitado de urgencia, mi hermano llegó en breve a la casa. Se hicieron las curaciones necesarias. Un trapo húmedo borró de piso y muebles las salpicaduras carmín.

Mi hermano se sentó al lado de mi padre y le preguntó a dónde pensaba ir; le propuso, a pesar del confinamiento prescrito a la Ciudad de México, sacarlo a andar un poco por el barrio. (San Ángel, al sur de la ciudad, es un remanso de paz en la populosa e inabarcable urbe. Un barrio de abolengo, con calles empedradas generosamente arboladas de fresnos, por el que resulta factible salir a pasear sin correr el riesgo de tropezar con toses ajenas. Allende el aparente oasis, el baile en las cifras oficiales mueve a presuponer que, en la capital, el coronavirus campa desbocado.)

Ni la pregunta ni la proposición obtuvieron respuesta clara. Enfurruñado, mi padre alegó «asuntos que resolver» y ya no quiso moverse. Al cabo de un rato dormía sentado en su sillón reclinable, con la boca entreabierta.

El confinamiento le está sentando mal, bastante mal.

Su semana solía estar puntuada de caminatas por el barrio con mi madre y los enfermeros, amén de unos misteriosos ires y venires al banco para retirar en ventanilla sumas irrisorias –o no tanto– que nunca hemos sabido a qué destina. Parece que esas oscuras obsesiones con el dinero son bastante típicas en la demencia senil. La última vez que, rompiendo el encierro, salió solo a la calle, se hubo de correr a darle alcance sobre Avenida Revolución. Iba, arguyó entonces, «a comprar limones».

¡Vaya que el mundo mismo ha cambiado! Ha expulsado a sus viejos en tanto habitantes de pleno derecho.

Nos hemos cansado de machacar con que el coronavirus, la pandemia, la cuarentena, el contagio, el grupo de riesgo… Harto, nos espeta que ya entendió. Que «¡con una chingada!», ¡lo dejemos de estar jodiendo!

Pero, ¿qué, efectivamente, entendió?

La relación de mi padre con la realidad nos resulta insondable. Los momentos de conexión parecen, todavía, superar en frecuencia a los de desconexión. Pero es dificilísimo, si no imposible, saber qué tiene en la cabeza: de un tiempo a esta parte, a medida en que fue sintiendo que perdía sus medios, se entrenó en el arte de enmascarar sus carencias. Han sido años –varios– de entrenamiento.

Es claro que, en momentos de amnesia, desentiende (o desestima: a sus 90 años ya todo –para decirlo en buen mexicano– le importa una chingada) por qué no debe salir a la calle. Desde antes de la pandemia, su pulsión por la errancia era un problema y un constante motivo de preocupación. También es, en ello, un caso típico. Se le dobló la dosis de Rivotril, pero padece el encierro como un león enjaulado.

Ayer amanecí con un vídeo jocoso en el teléfono, de esos que se comparten a destajo en redes sociales: una compilación de escenas chuscas, titulada «Los abuelitos y el coronavirus». Se trata, justamente, de momentos de fuga.

Un anciano ensombrerado tiene ya la pierna por encima de una verja. Una voz femenina lo conmina, desde fuera de cuadro, «que se baje, apá, ¡que no puede salir!», y quien sostiene el teléfono se lleva, sin dejar de grabar, un bastonazo desde lo alto de la reja.

O esa anciana mulata, en delantal, que rasca una barda de tabique como queriendo escalarla.

Las cinco, seis escenas ocurren en escenarios tropicales, acaso caribeños –¿República Dominicana?–, con calles de tierra y aceras bordeadas de almendros. En otro clip, frente a unos puestos de lámina cerrados, la policía ha interpelado a un negro enjuto, desdentado, en manga corta. Furibundo, el viejo increpa a un interlocutor repitiendo una y otra vez que a él «lo llamaron». Desde afuera del encuadre, una voz le responde algo así como: «Serénese ya, que se lo van a llevar… No se puede estar en la calle. Si no jala pa’ casa se lo llevan detenido». Los agentes, walkie-talkie  en mano, esperan incómodos a que el diferendo se resuelva domésticamente. Insistiente, puesto que a él «lo llamaron», el viejo trata, a la desesperada, de escabullirse entre los puestos.

Esos viejos y viejas costeños que se rehusan a «estarse sosiegos» sacan a relucir sus folclóricos temples de armas tomar. (Me traen a la memoria la extraña evasión nocturna del anciano Tolstói, sus postreras horas de agonía en la remota garita de una estación de tren.) A un tiempo tiernas y tremendas, las escenas grabadas, por puro efecto de acumulación, mueven, sí, a risa. Pero por poco que las circunstancias lo rocen a uno, será la risilla breve y nerviosa de la tragicomedia.

Una comicidad trágica suele invitar a pensar.

Se trata de gente ya muy mayor, que a menudo no ve bien –cataratas–; tampoco oye gran cosa –presbiacusia–, y que por ende está bastante aislada. Convive esencialmente consigo misma. A lo anterior, súmese un habla que la ausencia de dentadura torna pastosa… Hablada o impresa, la palabra poco a poco va dejando de ser un puente entre el mundo y el yo.

Y, además, ¡vaya que el mundo mismo ha cambiado! Ha expulsado a sus viejos en tanto habitantes de pleno derecho. No pueden estos sino extrañarse de que el presente se parezca cada vez menos a un pasado en que, por aferrarse a algo –pienso en los superfluos viajes de mi padre al banco–, se empecinan en vivir.

Cualquier manual básico para el cuidador de personas aquejadas de demencia senil u otros alzheimers no deja de recalcar que, si bien la persona puede no comprender el sentido de lo que se le dice, sí que es sensible al cómo: al arsenal de signos desplegados en la comunicación no verbal. Puede, sí, resentir el hartazgo, el hastío, la hostilidad tras unas palabras que ya nada le dicen. También, claro, el cariño, la dulzura, la complicidad, la empatía.

Un esprit torturado, que hace acaso esfuerzos sobrehumanos para conservar jirones de cordura y contacto antes de cortar todas las amarras, ¿cómo se orienta ante unos rostros –protocolo sanitario obliga– asépticamente enmascarados?

La frustración, la impotencia, la simple y llana imposibilidad de asimilar la información (sobre todo nueva y compleja: coronavirus, pandemia, confinamiento, curvas por aplanar) toman cauces insospechados. Como improvisar un duelo a cuchillo con dos supuestos carceleros.

 

Nunca fue, mi padre, persona de trato suave. Aunque tampoco, que yo sepa, anduvo por la vida liándose a navajazos…

Nunca fue, mi padre, persona de trato suave. Aunque tampoco, que yo sepa, anduvo por la vida liándose a navajazos… Mostró siempre, y eso vaya que lo sé, una acusada proclividad a mandar al mundo, y a sus distinguidos habitantes, a la mierda. La actual coyuntura le da pie para que muy pronto lo haga definitivamente. Iluso sería, ahora, pretender que cambie.

Mi anciana madre, 84 años, interrogada en privado sobre lo sucedido –lo vivió desde su cama, donde se recupera de su más reciente magulladura–, afirmó que no había pasado nada, que ambos estaban muy, muy bien, encerrados en la casa porque –y me dio la primicia– «hay coronavirus».

Lo suyo es la amnesia a corto plazo.

–Pero, ¿qué mi papá no estuvo forcejeando para quitar el candado e irse otra vez a la calle? –le insistí.

 –Ah, sí, sí, pero ya está aquí. Ya regresó. Por allá anda, allá arriba, en el cuarto de la tele. ¿Quieres que te lo pase?

 ¡Dichosa ella, que vive sin Angst su inmovilidad, que, remolona, disfruta su declive sin odios, resentimientos o rencores!

Por supuesto que el relato del duelo a cuchillo, las terribles fotos, mis barrocas fantasmagorías, me dispararon los niveles de angustia. Potenciaron mi trasatlántico «sentirme maniatado», con su corolario de culpas. Y poblaron mi insomnio de funestas posibilidades, generosas en filos y en aristas.

En fin, también yo presumiblemente un caso típico entre quienes tienen remotos y ancianos padres, cruzo los dedos para que nada demasiado aparatoso ocurra. Procuro, dentro de lo posible, no pensar mucho en la cuestión antes del próximo sobresalto, antes del inminente descalabro.

Algo, en estos tiempos de acusada incertidumbre, me parece probable: difícilmente volveré a abrazarlos.