NO ES FÁCIL PRESENTAR A ALMA GUILLERMOPRIETO, tal vez porque ella misma ha reivindicado el poder de los primeros párrafos. Hay que emocionar, capturar, seducir al lector, para que nos acompañe por mucho más tiempo, hasta el final, recomienda a sus talleristas. En una entrevista reciente esta destacada periodista mexicana ha contado que las primeras frases le quitan el sueño. Que a pesar de su experiencia, sufre infinitamente cada vez que debe comenzar a escribir, y que en esos momentos corre a buscar sus libros o antiguos artículos. Y los lee. Y logra convencerse de que si una vez pudo hacerlo, por qué esta ocasión habría de ser diferente. Y continúa. “Y sigues, porque lo otro sería rendirse. Pero esa no es una opción. Así es que hay que seguir”.

Cronista de las pocas alegrías y las muchas tragedias de Latinoamérica durante los últimos 30 años, Alma Guillermoprieto traza con pulso firme la diferencia entre ficción y realidad. A un lado ordena la “interioridad”, el “narcisismo” y los deseos del autor. Por el otro, lo que necesitan saber los lectores, la capacidad de emocionarlos y una buena historia. Ella elige, sin duda, a los lectores. A esa decisión se debe la existencia de líneas estremecedoras, como esta presentación de Ernesto Guevara incluida en Historia escrita, de 2001: “Se perdieron tantas vidas: las de los supuestos guerrilleros muertos de inanición en el norte de Argentina; las de los jóvenes ahogados en tinas de excremento en Brasil; las de los mártires destripados en Guatemala; la del estudiante argentino de sociología cuya madre recibió en un frasco sus manos cercenadas. Estos son los hijos del Che”.

Actual colaboradora permanente de prestigiosas revistas como The New Yorker y The New York Review of Books, Alma comenzó su periplo en The Guardian, en 1978, cubriendo los conflictos de la inestable América Central de entonces. Después vendría The Washington Post, y una historia que la volvería legendaria: el descubrimiento de la masacre de El Mozote, ocurrida en El Salvador en 1981, que le costó la vida a más de 800 hombres, mujeres y niños a manos del Ejército salvadoreño, en momentos de plena intervención de la administración Reagan.

Alma fue conducida por los rebeldes del FMLN hasta el sitio de la matanza y reveló ante el mundo –junto al periodista Raymond Bonner de The New York Times y la fotógrafa Susan Meiselas– el horror en medio de la selva. “En los senderos, que conectaban El Mozote a otras pequeñas aldeas, yacían los cadáveres bajo un sol calcinante. Había cuerpos en los maizales abandonados, en las casas de una sola habitación donde una máquina de coser era señal de gran riqueza; había cuerpos en los naranjales donde aún trinaban los pájaros”, escribió entonces.

Su experiencia la convertiría después, durante casi toda la década de 1980, en jefa de la oficina para América del Sur del semanario norteamericano Newsweek. Siempre en inglés, su idioma de adopción luego de que creciera en Los Angeles, Estados Unidos, Alma centraría desde entonces su atención exclusiva en el continente al sur del Río Grande. “Cuando escribo sobre Latinoamérica me gusta pretender que los Estados Unidos no existen. Me gusta pretender que somos países independientes. Que somos libres de tomar nuestras propias decisiones. Es algo arbitrario”, dijo a la revista online Identitytheory.

En 1995 el mismísimo Gabriel García Márquez mandó a llamar a Alma Guillermoprieto para sumarla al selecto grupo de periodistas y escritores vinculados a su Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano (www.fnpi.org), creada un año antes. Quería que dictara clases, que enseñara las técnicas que la han hecho famosa durante más de veinte años como cronista de Latinoamérica. A su lado estarían otros notables del continente: Javier Darío Restrepo, Jon Lee Anderson, Horacio Verbitsky, Tomás Eloy Martínez, Miguel Angel Bastenier y el ahora desaparecido y por eso aún más mítico Ryszard Kapuscinski.

Junto con su experiencia en los más cotizados medios norteamericanos, la periodista ya contaba con reconocimientos a su labor con laureles objetivos. En 1990 obtuvo el premio María Moors Cabot, el de la Latin American Studies Association al año siguiente, y el premio de la Fundación MacArthur en 1995. Y en el 2000 recibió el premio George Polk por su serie sobre Colombia, publicada en The New York Review of Books.

Con estos antecedentes, más la empatía y suavidad que la hacen favorita de los jóvenes talleristas, Alma dicta cada enero un curso de crónica en Cartagena de Indias, en el corazón de la ciudad amurallada, sede de la fundación. Envía a los reporteros a buscar historias, a escuchar a las personas, a empaparse lo más posible con lo que luego deberán contar a otros, con emoción y verdad. “Para escribir sobre la guerra hay que ir al frente, para escribir sobre la cumbia hay que bailarla, para escribir sobre los pobres hay que compartir con ellos la pobreza de su casa, de su mesa, de su vida”, señaló respecto del reportaje, frases que fueron luego compiladas en Cuadernos del Taller de periodismo (1999, FNPI).

Dueña de un estilo llano, emotivo y conciso, la autora da cuenta en esos talleres de algunos trucos indispensables para el oficio. “Hay que hacer el esfuerzo por escribir bien, por echar el cuento bien contado, por seducir al lector para que entre en el artículo, pero no hay que privilegiar nuestra poesía por encima del hecho real. Para eso hay que destacar la importancia del editor. Él es quien tiene la tarea de preguntarnos: ¿cuál es tu fuente?, ¿cómo lo sabes?, ¿quién te lo confirmó?, ¿desde hace cuánto conoces a esa persona?, ¿qué referencia tienes de ella?, ¿cómo sabes que es honesta la persona que te lo contó? Ahora vas y me consigues a dos personas más que me lo confirmen… Un buen editor o una buena editora pueden hacer toda la diferencia entre una buena y una mala nota”.

Alma Guillermoprieto fue bailarina profesional y perteneció al Ballet Nacional de México siendo adolescente. Luego recibiría lecciones de las legendarias maestras Martha Graham y Merce Cunningham en Nueva York. Sus admiradores, que son muchos en Colombia y México, dicen que escribe como si bailara. Que su prosa es elegante, precisa y rítmica, y que consigue captar momentos como cuando las palabras quedan en el aire. Ella se ríe. Dice que no sabe muy bien qué significan estos comentarios, pero que “suenan bonito”.

“Francamente, no sé cuál es la relación entre mi temprano entrenamiento (como bailarina) y lo que hago ahora. Soy muy buena captando gestos, creo. No tengo ninguna capacidad para memorizar rostros, pero recuerdo durante largo tiempo cómo alguien se encorva tras su escritorio”, le confesó en una entrevista a su amiga y traductora al español Esther Allen. “En términos del proceso de escritura, no estoy segura en absoluto. Tiendo a ser muy obsesiva, al estilo de los bailarines. Soy muy trabajadora y tengo las ideas muy claras. Cuando estoy reporteando o escribiendo en realidad no puede importarme menos cualquier otra cosa que no mejore ese párrafo en particular. Y en eso también hay algo de bailarina, supongo”.

Quizás hubo algo de eso también en la elección del tema del primero de sus libros: Samba (1990), una crónica que la llevó a vivir –y a bailar– durante un año en la favela Mangueira donde siguió los meses de intensa preparación de las escuelas de samba para tres días de éxtasis en el Carnaval de Río, en Brasil.

Le seguiría Al pie de un volcán te escribo, crónicas latinoamericanas (1995) publicado originalmente un año antes como The Heart That Bleeds (El corazón sangrante), que reúne 13 artículos publicados en The New Yorker sobre temas como la guerra civil colombiana, la Nicaragua post sandinista, la “guerra sucia” argentina y la violencia de Sendero Luminoso en Perú.

Luego sería el turno de Los años en que no fuimos felices, crónicas de la transición mexicana 1994-1997 (1998); Las guerras de Colombia (2000), que consta de tres ensayos escritos tras la solicitud del presidente Clinton al Congreso norteamericano de ayuda militar a ese país; e Historia escrita (2001), una serie de perfiles sobre el Subcomandante Marcos, Evita, el Che, Fidel Castro y Mario Vargas Llosa.

Su último libro, La Habana en un espejo (2004) es distinto a los otros. Por primera vez, Alma Guillermoprieto escribe sobre sí misma, o más bien sobre la jovencita de veinte años que en mayo de 1970 viajó a Cuba como profesora de la Escuela de Danza Moderna, una de las Escuelas Nacionales de Arte creadas por Fidel Castro y el Che Guevara en persona. Y además, también por vez primera, la autora escribe en español. “Una razón muy profunda para hacerlo tiene que ver con la convicción de que sólo podía recobrar una memoria significativa, intensa y útil de eventos ocurridos hace mucho tiempo usando el lenguaje en que los había vivido”, le confesó a Esther Allen.

1970 fue un año crucial para Alma. Resignada a que “nunca alcanzaría el virtuosismo técnico”, debido a “mis intrínsecas limitaciones físicas”, aceptó la idea que recibió de su maestra Cunningham. Y partió a Cuba. Durante seis meses vivió la experiencia revolucionaria junto a la casi incompatible libertad demandada por los jóvenes artistas. Observó las paradojas del proceso, la homofobia, la pobreza –tan evidente en la falta de espejos en las salas de ensayo–, el dogmatismo y la estigmatización de los artistas. Era sabido que a Fidel –y al Che también, por supuesto– no le gustaban los revolucionarios que “perdían su tiempo bailando”, como le oyó decir a otra maestra.

Todo eso ocurrió ocho años antes de que un amigo le pidiera escribir algo para The Guardian. En inglés. Sobre Latinoamérica. Sería en Nicaragua, muy lejos ya de Cuba, cuando Alma Guillermoprieto escucharía el llamado de una segunda vocación. Esta vez, la de ponerle palabras a los hechos y personajes que le salían al camino, para contárselo a otros y conmoverlos a punta de palabras. Cada una en su sitio, a tiempo, rítmicamente.

Las relaciones incestuosas siempre lindan con el escándalo. Es su naturaleza. No por nada la sangre es más espesa que el agua, y hay cosas que no se hacen, no se dicen ni se tocan. Algo así pasa entre periodismo y literatura. ¿Dónde empieza uno y termina la otra? ¿Qué los hace a ambos seducirse, tocarse, fundirse mutuamente? ¿Qué separa a estos amantes que comparten aliento y latidos y unos celos temibles que a veces enfrentan a periodistas y escritores en peleas sin regreso? Precisamente sobre este tema, sobre la relación de amor-odio entre el periodismo y la literatura –que, a diferencia de sus libros previos, en cierto modo roza en La Habana en un espejo– esta reconocida periodista aceptó contestar nuestras preguntas. Desde su casa en Ciudad de México, la autora explicó que es un malentendido pensar en los reporteros como peones deslucidos versus los novelistas como integrantes de la corona. Y zanjó diferencias dogmáticas con simpleza: “Los reporteros reflejamos la realidad observada y la ficción se ocupa de nuestra interioridad”.

Zona de misterio

Es difícil denunciar la relación incestuosa que mantienen periodismo y literatura, sin recibir sanción de periodistas o literatos. ¿Se hace necesaria esta distinción?
Para ser absolutamente franca, este es el tipo de pregunta que no me hago jamás. Entonces, cuando me la hacen, no tengo herramientas para contestarla y digo tonterías.

Pero, ¿qué persigue el periodismo narrativo? ¿Y qué persigue la ficción? ¿Tienen fines distintos?
Como yo soy poco abstracta, pienso más bien en los escritores de un género o de otro. Me parece que a los reporteros nos gusta salir en busca de la realidad. Una novelista –que puede ser muy buena reportera– busca la realidad esencial de su relato en su mundo interior. Pero no soy novelista; de pronto habría que preguntarles a ellos si es así. 

Parece ser que lo que separa al periodismo narrativo de la ficción es su apego mayor o menor a la verdad. ¿Es eso o habría otro abismo que los separa?
Yo creo que el arte es un misterio. Tanto la novela como un texto de narrativa de no ficción pueden acceder a esa zona de misterio que separa al arte de lo demás. Es ese el abismo, y no el que separa a un género del otro. 

Si concebimos el talento para escribir como un don, tendremos que aceptar que no todos los periodistas lo poseen. ¿Qué destino enfrentan los menos dotados respecto del periodismo narrativo?
Tal vez en alguna entrevista haya sido culpable de insinuar que hay una jerarquía de valores en la escritura en la que los reporteros de noticias ocupan el lugar del peón y los novelistas son los hidalgos y marqueses. Si es así, pido disculpas. Hay reporteros que sirven más para la investigación, otros excepcionalmente ágiles y perspicaces que lucen a la hora de la noticia inmediata, y otros que escriben muy bien. Y hay talentos que se juntan y mezclan entre estas categorías, por supuesto. Entre todos, y con buenos editores, se puede hacer un muy buen periódico o revista, online u off. 

Usted señaló que “la no ficción trata de ser los ojos y los oídos de los lectores, y la ficción, el corazón”. Pero un texto de periodismo narrativo puede hacernos llorar o reír. ¿En qué texto suyo ha dejado el corazón y por qué ha resultado así?
Fue simplemente una manera cursi de decir que, grosso modo, los reporteros reflejamos la realidad observada y que la ficción se ocupa de nuestra interioridad. Como bien señalas, eso no quiere decir que una obra de periodismo narrativo no nos conmueva profundamente. De hecho, es lo que se busca. 

¿Qué tiene que pasar para que se anime a cruzar al “otro lado”, a la ficción? ¿Con qué historia?
No sé si esta pregunta implica un juicio de valor. ¿Será que la ficción aparece aquí como algo superior al reportaje? Creo que soy muy buena reportera. No sé si sería buena novelista. 

¿Podría decirse que su último libro La Habana en un espejo fue un intento en ese sentido por ser más memoria personal que relato informativo?
No creo que ese libro haya sido un intento o ensayo de novela. Me parece que fue un intento de buscar más libertad narrativa, sí.

¿Cómo así? ¿Qué significa más libertad narrativa en un libro que versa sobre memorias antiguas vistas por una niña muy joven y escrito a años de distancia?
Es que cuando reporteo, escribo siempre teniendo muy principalmente en cuenta a quien me lee; lo que no sabe, lo que necesita saber para entender una situación, que es la que observo. En este libro escribí a partir de lo que a mí me interesaba contar, y no me preocupé por ser equitativa y equilibrada. O para resumirlo mejor; en un reportaje lo más importante es lo que observo. En el libro lo más importante fue lo que a mí me resultó necesario contar.

¿Qué obra literaria habría sido una importante obra de periodismo narrativo y viceversa? 
Evidentemente La guerra y la paz es, entre otras cosas, la obra de un extraordinario reportero. Y Kapuscinski escribió grandes obras literarias.

Escribir para otros

Cuénteme un poco sobre su proceso de escritura. ¿Dónde el reporteo duro, el dato exacto se adhiere a los recursos literarios? ¿En qué minuto una fuente se transforma en personaje? 
Por lo general, mis fuentes aparecen poco en los reportajes que hago. Son proveedores de información gubernamentales, amigos que me cuentan cosas, académicos y expertos que me ayudan a enmarcar un reportaje y a entender su entorno. A veces los cito. Pero los que me interesan más son los protagonistas de una historia, los que viven una situación sin posibilidad de escaparse de ella ni de observarla desprendidamente. Son ellos los que ocupan el primer plano de la mayoría de mis reportajes, y supongo que en alguna medida escribo para ellos también.

¿Qué consejos daría usted a los jóvenes periodistas respecto de cómo iniciarse en el periodismo narrativo?
Lo principal es leer mucho, no tanto periodismo como literatura, en mi opinión. Puede que me equivoque, pero yo sugeriría no estrenarse en el periodismo con los blogs, porque es un poco como aprender a tocar trompeta solo: batalla uno el doble para aprender cosas muy sencillas, y se adquieren muchos vicios. Hace falta un editor bueno –que puede ser la editora del diario, o un amigo, o un profesor de literatura, o una hermana menor–, cualquiera que cuente con el tiempo y la paciencia de escuchar, y la franqueza necesaria para señalar, sin herir, cúales son los párrafos aburridos, o que sobran, o que no se entienden, o que resultan regodeos narcisistas. En realidad, lo que hace un buen editor es comunicarle a la escritora en ciernes lo que siente un buen lector. Ayuda mucho. Y claro, hay que colocarse en la proximidad de eventos interesantes, y observar con cuidado.

¿Cómo es usted como editora?
Cuando edito trato de ser lo más fiel posible a las enseñanzas de mis editores: opinar sin herir; hablar siempre de lo que la autora está en capacidad de hacer con su texto, y no de lo que el editor quisiera escribir; trabajar sobre lo que hay y no sobre lo que pudo haber sido; hacer que la escritora escuche su propia voz; usar el recurso de la risa, pero no el de la burla (esto es difícil); recomendar siempre recortar, recortar, recortar –últimamente estuve releyendo con pasión a uno de los autores de mi mayor devoción, que es Proust, y vi que hasta a él, a quien yo no le quitaría una palabra, en realidad le hubiera ido muy bien con un treinta por ciento menos (treinta por ciento es la regla de oro). Si los escritores a quienes les he leído sus textos consideran que les ha ayudado la lectura no lo sé. Es difícil editar bien.

Usted ha aconsejado a los aspirantes a periodistas no estudiar en las facultades de periodismo. ¿Cuál es su principal crítica a las escuelas? ¿Qué defectos crean en los estudiantes?
Me parece que las escuelas de periodismo reflejan las limitaciones del sistema educativo tradicional hispanoamericano, que privilegia el aprendizaje de fórmulas y leyes y reglas, y la memorización. El periodismo, en cambio, es un oficio que exige un alto grado de improvisación, irreverencia, terquedad, reflexión, autocrítica y libertad. Sin embargo, aclaro que en los últimos años el nivel de enseñanza en las escuelas de periodismo más ambiciosas ha subido mucho. La enseñanza de las nuevas tecnologías de comunicación encuentra un espacio muy importante en las escuelas de hoy. Y se está separando más la comunicación social del periodismo, lo cual está muy bien, puesto que son oficios perfectamente antagónicos. Hoy diría que una escuela que enseñe a reflexionar sobre los problemas de la ética, que enseñe a leer, y en donde los aspirantes a reporteros encuentren a un buen primer editor, será siempre una buena escuela de periodismo. En ese sentido, un alumno de filosofía, literatura o historia habrá encontrado la mejor escuela de periodismo.